Translate

lunes, 9 de diciembre de 2013

El corazon delator

¡Es verdad! ¡Soy muy nervioso, espantosamente nervioso! Siempre lo fui, pero ¿por qué pretendéis,que esté loco? La enfermedad ha aguzado mis sentidos, mas sin destruirlos ni embotarlos. Tenía el oído muy fino, nin­guno lo igualaba; he escuchado todas las cosas del cielo y de la tierra, y no pocas del infierno. ¿Cómo he de estar loco? ¡Atención! Ahora veréis con qué sano juicio y con qué calma puedo referiros toda la historia.
Me es imposible decir cómo me ocurrió primeramente la idea, pero, una vez concebida, no pude desecharla ni de día ni de noche. No me pro­ponía objeto alguno ni me dejaba llevar de una pasión. Amaba al buen anciano, pues jamás me había hecho daño alguno ni menos insultado; no envidiaba su oro, pero tenía en sí algo desagradable. ¡Era uno de sus ojos, sí, eso es! Se asemejaba al de un buitre y tenía el color azul pálido. Cada vez que ese ojo fijaba en mí su mirada, se me helaba la sangre en las venas, y lentamente, por grados, comenzó a germinar en mi cerebro la idea de arrancar la vida al viejo, a fin de librarme para siempre de aquel ojo que tanto me molestaba.
¡Éste es el quid! Me creéis loco, pero advertid que los locos no razo­nan. ¡Si hubierais visto con qué buen juicio procedí, con qué tacto y pre­
visión, y con qué disimulo puse manos a la obra! Nunca había sido tan amable con el viejo como durante la semana que precedió al asesinato.
Todas las noches, a eso de las doce, levantaba el picaporte de la puer­ta y la abría, pero ¡cuán suavemente! Y cuando quedaba bastante espa­cio para pasar la cabeza, introducía una linterna sorda bien cerrada, para que no filtrase ninguna luz, y alargaba el cuello. ¡Oh! Os hubierais reído al ver con qué cuidado procedía. Movía lentamente la cabeza, muy poco a poco, para no perturbar el sueño del viejo, y necesitaba al menos una hora para adelantarla lo suficiente a fin de ver al hombre echado en su cama. ¡Ah! Un loco no hubiera sido tan prudente. Y cuando mi cabeza estaba dentro de la habitación levantaba la linterna con sumo cuidado -¡oh! ¡con qué cuidado, con qué cuidado!, porque la charnela rechi­naba. No la abría más que lo suficiente para que un imperceptible rayo de luz iluminase el ojo de buitre. Y esto, durante siete largas noches hasta las doce, pero siempre encontré el ojo cerrado, y de consiguiente me fue imposible consumar mi obra, porque no era el viejo lo que me incomodaba, sino su Perverso Ojo. Todos los días, al amanecer, entraba atrevidamente en su cuarto y le hablaba con la mayor naturalidad, lla­mándolo por su nombre con tono cariñoso y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya veis, por lo dicho, que debía de ser un viejo muy perspicaz para sospechar que todas las noches hasta las doce lo exami­naba durante el sueño.
Llegada la octava noche, procedí con más precaución aun para abrir la puerta; la aguja del reloj se hubiera movido más rápidamente que mi mano. Mis facultades y mi sagacidad estaban más desarrolladas que nunca y apenas podía reprimir la emoción de mi triunfo.
¡Pensar que estaba allí, abriendo la puerta poco a poco, y que él no podía ni siquiera soñar en mis actos, ni menos imaginar mis pensamien­tos secretos! Esta idea me hizo reír, y tal vez el durmiente oyese mi lige­ra carcajada, pues se movió de pronto en su lecho como si se despertara. Tal vez creeréis que me retiré; nada de eso. Su habitación estaba negra como la pez, tan espesas eran las tinieblas, pues mi hombre había cerra­do herméticamente los postigos por temor a los ladrones y, sabiendo que no podía ver la puerta entornada, seguí empujándola más, siempre más.
Había pasado ya la cabeza y estaba a punto de abrir la linterna, cuando mi pulgar se deslizó sobre el muelle con que se cerraba, y el viejo se incorporó en su lecho preguntando:
-¿Quién anda ahí?
Permanecí inmóvil sin contestar; durante una hora me mantuve como petrificado y en todo este tiempo no lo vi echarse de nuevo; seguía sentado y escuchando, como yo lo había hecho noches enteras.
Pero de repente oigo una especie de queja débil y reconozco que era debida a un terror mortal; no era de dolor ni de pena. ¡Oh no! Era el ruido sordo y ahogado que se eleva del fondo de un alma poseída de espanto.
Yo conocía bien este rumor, pues muchas noches, a las doce, cuan­do todos dormían, lo oí producirse en mi pecho, aumentando con su eco terrible el terror que me embargaba. Por eso comprendía bien lo que el viejo experimentaba y lo compadecía, aunque la risa entreabría mis labios. No se me ocultaba que se había mantenido despierto desde el pri­mer ruido, cuando se revolvió en el lecho; sus temores se acrecentaron y, sin duda, quiso persuadirse de que no había causa para ello, mas no pudo conseguirlo. Posiblemente pensó: "Eso no será más que el viento de la chimenea o un ratón que corre o algún grillo que canta." El hom­bre se esforzó por confirmarse en estas hipótesis, pero todo fue inútil; "era inútil" porque la Muerte, que se acercaba, había pasado delante de él con su negra sombra, envolviendo en ella a su víctima, y la influencia fúnebre de esa sombra invisible era la que le hacía sentir, aunque no dis­tinguiera ni viera nada, la presencia de mi cabeza en la habitación.
Después de esperar largo tiempo con mucha paciencia sin oírle echar­se de nuevo, resolví entreabrir un poco la linterna; pero tan poco, tan poco que casi no era nada; la abrí tan cautelosamente que más no podía ser, hasta que al fin un solo rayo pálido, como un hilo de araña, salien­do de la abertura, se proyectó en el ojo de buitre.
Estaba abierto, muy abierto, y yo me enfurecí apenas lo miré; lo vi con la mayor claridad, todo entero, con su color azul opaco, y cubierto de una especie de velo hediondo que heló mi sangre hasta la medula de los huesos, pero esto era lo único que veía de la cara o de la persona del anciano, pues había dirigido el rayo de luz, como por instinto, al maldi­to ojo.
¿No os he dicho ya que lo que tomabais por locura no es sino un refi­namiento de los sentidos? En aquel momento, un ruido sordo, ahogado y frecuente, semejante al que produce un reloj envuelto en algodón, hirió mis oídos; aquel rumor, lo reconocí al punto, era el latido del cora­zón del anciano, y aumentó mi cólera, así como el redoble del tambor sobreexcita el valor del soldado.
Pero aún me contuve y permanecí inmóvil, sin respirar apenas y esforzándome en iluminar el ojo con el rayo de luz. Al mismo tiempo, el corazón latía con mayor violencia, cada vez más precipitadamente y con más ruido.
El terror del anciano debía de ser indecible, pues aquel latido se pro­ducía con redoblada fuerza cada minuto. 
-¿Me escucháis atentos? Ya os he dicho que yo era nervioso, y lo soy, en efecto. En medio del silencio de la noche, un silencio tan imponente como el de aquella antigua casa, aquel ruido extraño me produjo un terror indecible.
Por espacio de algunos minutos me contuve aún, permaneciendo tranquilo, pero el latido subía de punto a cada instante; hasta creí que el corazón iba a estallar, y de pronto me sobrecogió una nueva angustia: ¡algún vecino podría oír el rumor! Era llegada la última hora del viejo. Profiriendo un alarido, abrí bruscamente la linterna y me lancé en la habitación. El buen hombre solamente dejó escapar un grito, no más de uno. En un instante lo arrojé al suelo, eché sobre él todas las ropas de la cama y entonces sonreí de contento al ver mi tarea tan adelantada, pero durante algunos minutos el corazón latió sordamente, aunque esta vez ya no me atormentaba, pues no se podía oír a través de la pared.
Al fin cesó la palpitación, porque el viejo había muerto; levanté las ropas y examiné el cadáver: estaba rígido, completamente rígido; apoyé mi mano sobre el corazón y la tuve aplicada algunos minutos; no se oía ningún latido, el hombre había dejado de existir y su ojo desde entonces ya no me atormentaría más.
Si persistís en considerarme loco, esa creencia se desvanecerá cuan­do os diga qué sabias precauciones tomé para ocultar el cadáver. La noche avanzaba, y yo comencé a trabajar activamente, aunque en silen­cio; corté la cabeza, después los brazos y por último las piernas.
En seguida arranqué tres tablas del suelo de la habitación, deposité los restos mutilados en los espacios huecos y volví a colocar las tablas tan hábil y diestramente que ningún ojo humano, ni aun el suyo, hubiera podido descubrir nada de particular. No era necesario lavar mancha alguna gracias a la prudencia con que procedí. Un barreño lo había absorbido todo. ¡Ja, ja, ja!
Terminada la operación a eso de las cuatro de la madrugada, aún estaba tan oscuro como a medianoche. Cuando el reloj dio las horas, lla­maron a la puerta de la calle y yo bajé con la mayor calma para abrir, pues ¿qué podía temer ya? Tres hombres entraron anunciándose cortés­mente como oficiales de policía; un vecino había oído un grito durante la noche; esto bastó para despertar sospechas, se envió un aviso a las oficinas de policía y los señores oficiales se presentaron para reconocer el local.
Yo sonreía porque nada debía temer y, recibiendo cortésmente a aquellos caballeros, les dije que era yo quien había gritado en medio del sueño; añadí que el viejo estaba de viaje y conduje a los oficiales por toda la casa, invitándolos a buscar, a registrar perfectamente. Al fin entré en su habitación y mostré sus tesoros, completamente seguros y en el mejor orden. En el entusiasmo de mi confianza ofrecí sillas a los visi­tantes para que descansaran un poco, mientras yo, con la loca audacia de un triunfo completo, coloqué la mía en el sitio mismo donde yacía el cadáver de la víctima.
Los oficiales quedaron satisfechos y convencidos por mis modales; yo estaba muy tranquilo; se sentaron y hablaron de cosas familiares, a las que contesté alegremente; mas al poco tiempo me di cuenta de que yo palidecía y ansié la marcha de aquellos hombres. Me dolía la cabeza, me parecía que los oídos me zumbaban, pero los oficiales continuaban sen­tados, hablando sin cesar. El zumbido se pronunció más, persistiendo con mayor fuerza; me puse a charlar sin tregua para librarme de aquella sensación, pero todo fue inútil y al fin descubrí que el rumor no se pro­ducía en mis oídos.
Sin duda palidecí entonces mucho, pero hablaba con más viveza todavía, alzando la voz, lo cual no impedía que el sonido fuera en aumento. ¿Qué podía hacer yo? Era un rumor sordo, ahogado, frecuente, muy análogo al que produciría un reloj envuelto en algodón. Respiré fatigo­samente; los oficiales no oían aún. Entonces hablé más aprisa, con mayor vehemencia, pero el ruido aumentaba sin cesar.
Me levanté al punto y comencé a discutir sobre varias nimiedades, en un diapasón muy alto y gesticulando vivamente, mas el ruido acrecía. ¿Por qué no querían irse aquellos hombres? Aparentando que me exas­peraban sus observaciones, di varias vueltas de un lado a otro de la habi­tación, mas el rumor iba en aumento. ¡Dios mío! ¿Qué podría hacer? La cólera me cegaba, comencé a maldecir, agité la silla donde me había sen­tado haciéndola rechinar sobre el suelo, pero el ruido dominaba siempre de una manera muy marcada... Y los oficiales seguían hablando, bromeando y sonreían. ¿Sería posible que no oyesen? ¡Dios todopoderoso! ¡No, no! ¡Oían! ¡Sospechaban, lo sabían todo, se divertían con mi espanto! Lo creí y lo creo aún. Cualquier cosa era preferible a semejante burla; no podía soportar más tiempo aquellas hipócritas sonrisas. ¡Comprendí que era preciso gritar o morir! Y cada vez más alto, ¿lo oís?, cada vez más alto, ¡siempre más alto!
-¡Miserables! -exclamé. No disimuléis más tiempo, confieso el crimen. ¡Arrancad esas tablas; ahí está, ahí está! ¡Es el latido de su espan­toso corazón!

1.011. Poe (Edgar Allan)

No hay comentarios:

Publicar un comentario