Difícilmente habría admirado usted al pequeño Jo si lo hubiera visto
de pie en la esquina de una calle bajo la lluvia. Aparentemente se trataba de
una tormenta otoñal ordinaria, pero el agua que caía sobre Jo (que no era lo
bastante mayor para ser justo o injusto, por lo que quizás no entrara bajo la
ley de la distribución imparcial) parecía tener una propiedad peculiar: uno
diría que era oscura y adhesiva; pegajosa. Pero resulta difícil que fuera así,
incluso en Blackburg, donde ocurrían algunas cosas que se salían bastante de
lo común.
Por ejemplo, diez o doce años antes había caído una lluvia de ranas
pequeñas, tal como atestiguó creíblemente una crónica contemporánea, que
concluía con una afirmación, algo oscura, en el sentido de que el cronista
consideraba que significaba un buen momento para el progreso de los franceses.
Años más tarde había caído sobre Blackburg una nevada carmesí; en
Blackburg hace frío durante el invierno y las nevadas son frecuentes y
copiosas. Mas no cabía ninguna duda al respecto: en aquel caso la nieve
tenía el color de la sangre y al fundirse en agua seguía manteniendo esa tonalidad,
aunque fuera agua y no sangre. El fenómeno había atraído una amplia atención y
la ciencia había dado tantas explicaciones como científicos hubo que se
preocuparon por ello, sin llegar a saber nada. Pero los hombres de Blackburg
-hombres que durante muchos años habían vivido precisamente donde cayó la
nieve roja, y podía suponerse que sabían mucho sobre el asunto- sacudieron la
cabeza y dijeron que algo iba a pasar.
Y algo pasó, pues el verano siguiente fue memorable por la
prevalencia de una enfermedad misteriosa -epidémica, endémica o Dios sabrá qué,
porque los médicos no lo supieron- que se llevó a la mitad de la población. La
mayor parte de la otra mitad se había alejado voluntariamente de la ciudad, y
empezaron a retornar lentamente, y finalmente lo hicieron todos, y
se entregaron a crecer y multiplicarse como antes, aunque desde entonces Blackburg
no ha llegado a ser la misma.
De un tipo muy distinto, aunque igualmente «fuera de lo común» fue el
incidente del fantasma de Hetty Parlow. El nombre de soltera de Hetty Parlow
había sido Brownon, que en Blackburg significaba más de lo que uno podría
pensar.
Desde tiempo inmemorial, desde los primerísimos días de los antiguos
tiempos coloniales, los Brownon habían sido la familia principal de la ciudad.
Eran los más ricos y los mejores, hasta el punto de que Blackburg habría
derramado hasta la última gota de su sangre plebeya defendiendo la justa fama
de los Brownon. Que se supiera, muy pocos miembros de esa familia vivieron
permanentemente lejos de Blackburg, aunque casi todos se habían educado en
otro lugar y habían viajado lo suyo, por lo que el número de miembros de la
familia era abundante. Los hombres se encargaban de la mayor parte de las
funciones públicas, mientras las mujeres se dedicaban primordialmente a las
buenas obras. De estas últimas, Hetty era la más amada por la dulzura de su disposición,
la pureza de su carácter y su singular belleza personal. Se casó en Boston con
un joven bribón llamado Parlow y, como una buena Brownon, lo llevó
inmediatamente a Blackburg, haciendo de él un hombre y un consejero municipal.
Tuvieron un hijo al que pusieron de nombre Joseph y al que amaron tiernamente,
como acostumbraban a hacer entonces los padres de toda aquella región.
Murieron después de la misteriosa enfermedad ya mencionada, por lo que
a la edad de un año Joseph quedó huérfano.
Por desgracia para Joseph, la enfermedad que le dejó sin padres no se
conformó con eso; acabó prácticamente con todo el contingente de Brownon y sus
aliados por matrimonio; y los que huyeron, no regresaron. Rota la tradición,
los bienes raíces de los Brownon pasaron a manos extrañas y los únicos Brownon
que quedaron en aquel lugar estaban bajo tierra en el Cementerio de la Colina del Roble, donde
ciertamente había una colonia de ellos lo bastante poderosa como para
resistirse a la invasión de las tribus que les rodeaban y retener la parte mejor
de aquellos terrenos. Pero volvamos al fantasma:
Una noche, unos tres años después de la muerte de Hetty Parlow,
varios jóvenes de Blackburg pasaron en un carro junto al Cementerio de la Colina del Roble; si el
lector ha estado allí, recordará que la carretera que conduce a Greenton bordea
su perímetro meridional. Habían asistido a una fiesta del día de mayo en
Greenton; eso nos sirve para fijar la fecha. En total debían de ser una docena,
y formaban un grupo bien alegre, si tenemos en cuenta el legado de tristeza
que habían dejado las recientes y sombrías experiencias de la ciudad. Al
pasar por el Cementerio, el que conducía el carro tiró de pronto de las riendas
lanzando una exclamación de sorpresa. Sin duda había motivos suficientes para
la sorpresa, pues delante de ellos, casi al lado de la carretera, aunque por la
parte interior del cementerio, estaba el fantasma de Hetty Parlow. Nadie dudó
al respecto, pues la habían conocido personalmente todos los jóvenes y doncellas
del grupo. Aquello sirvió para establecer la identidad del fantasma; su
carácter de fantasma se significó con todos los signos habituales -el sudario,
el cabello largo y despeinado, la «mirada perdida»... es decir, todo. La
inquietante aparición extendía los brazos hacia el oeste, como si estuviera
suplicando al lucero de la tarde, que aunque era ciertamente atractivo
resultaba a todas luces inalcanzable. Mientras permanecieron sentados y en silencio
(así lo cuenta la historia), todos los miembros de aquel grupo de juerguistas
-aunque sólo se habían alegrado con café y limonada- escucharon claramente al
fantasma gritar el nombre de Joey. Un momento después, allí no había nadie. Evidentemente,
nadie está obligado a creer todo esto.
Ahora bien, en ese momento, tal como se averiguó más tarde, Joey
deambulaba por entre unos matorrales de artemisa al otro lado del continente,
cerca de Winnemucca, en el estado de Nevada. Lo habían llevado a esa ciudad
unas buenas personas, que eran parientes lejanos de su fallecido padre, y le
habían adoptado y atendido tiernamente. Pero aquella tarde el pobre niño se
había alejado de su casa y se encontraba perdido en el desierto.
Su historia posterior está inmersa en la oscuridad y tiene vacíos que
sólo podemos llenar con conjeturas. Se sabe que fue encontrado por una familia
de indios piute, que se quedaron con el infortunado pequeño durante algún
tiempo y luego lo vendieron; lo vendieron realmente por dinero a una mujer que
iba en un tren hacia el este, en una estación bastante alejada de Winnemucca.
Se asegura que la mujer hizo todo tipo de investigaciones, pero en vano, por
lo que, como era viuda y no tenía hijos, lo adoptó. En este punto de su
historia da la impresión de que Jo se aleja bastante de su condición de
huérfano; la interposición de una multitud de padres entre él mismo y ese
infortunado estado le prometía una prolongada inmunidad con respecto a sus
desventajas.
Su madre más reciente, la señora Darnell, vivía en Cleveland, Ohio.
Pero no permaneció mucho con ella su hijo adoptivo. Una tarde, un policía que
era nuevo en la ronda por aquella zona, lo vio alejándose deliberadamente de su
casa, y al interrogarle el niño respondió que «volvía a su hogar». Debió
viajar en tren, pues tres días más tarde se encontraba en la ciudad de
Whiteville, que como el lector sabe está muy lejos de Blackburg. Sus ropas se
encontraban en bastante buenas condiciones, pero él estaba terriblemente
sucio. Incapaz de explicarlo, fue detenido por vago y sentenciado a prisión en
el Hogar Refugio de Niños, donde le lavaron.
Jo escapó del Hogar Refugio de Niños de Whiteville internándose en el
bosque, por lo que el Hogar no volvió a saber nunca de él.
Volvemos a encontrarle, o más bien lo recuperamos, desamparado bajo
la fría lluvia otoñal en la esquina de una calle de un barrio de Blackburg; en
estos momentos parece adecuado explicar que las gotas de lluvia que caían sobre
él no eran en realidad ni oscuras ni pegajosas; lo único que sucedía es que no
servían para que su rostro y manos dejaran de estar menos negros ni viscosos.
Pues lo cierto es que Jo estaba terrible y maravillosamente manchado, como si
hubiera salido de la mano de un artista. Además, el pequeño y desamparado vagabundo
no tenía zapatos, por lo que sus pies estaban descalzos, rojizos e hinchados,
y al caminar cojeaba de ambos. En cuanto a la ropa... ah, no creo que el lector
tuviera capacidad de describir ni una sola de las prendas que llevaba, o decir
por qué acto de mag ia se mantenían
encima de él.
Estaba absolutamente helado, lo que no admitía duda alguna; y él mismo
lo sabía. Cualquiera hubiera tenido frío allí aquella tarde; pero ésa era
también la razón de que no hubiera nadie allí. Cómo había llegado hasta allí él
mismo no podría haberlo dicho ni por la escasa y vacilante vida que le quedaba,
aunque hubiera estado dotado de un vocabulario que excediera de las cien
palabras. Pero por la manera en que miraba a su alrededor cualquiera se hubiera
dado cuenta de que no tenía la menor idea de dónde estaba (ni por qué).
Sin embargo, no era tonto del todo para su edad y generación;
como tenía frío y hambre, y todavía era capaz de caminar un poco
doblando mucho las rodillas y apoyando primero los dedos de los pies, decidió
entrar en una de las casas que había a largos intervalosa un lado de la calle
y que parecía tan iluminada y caliente. Mas cuando intentó llevar a cabo tan
sensata decisión, se presentó un fornido perro que tiraba de una cadena y le
disputó su derecho. Aterrado, y creyendo sin duda (con cierta razón) que los
que son brutos por fuera tienen una brutalidad interior, se alejó cojeando de
todas las casas y, como tenía a su derecha campos grises y húmedos, y
a su izquierda campos húmedos y grises, y como la lluvia casi le
cegaba y la noche venía envuelta en niebla y oscuridad, tomó el camino
que conduce a Greenton. Es decir, el camino que lleva a Greenton a los que consiguen
dejar atrás el Cementerio de la
Colina del Roble. Pero todos los años había un número
considerable de personas que no lo conseguían.
Jo no lo logró.
Le encontraron a la mañana siguiente muy húmedo, muy frío, pero ya
sin hambre. Por lo visto había cruzado la puerta del Cementerio -esperando
quizás que condujera a una casa que no tuviera perro, lo recorrió torpemente
en la oscuridad, cayó sobre muchas tumbas, sin duda, hasta que se cansó de todo
y se abandonó. El pequeño cuerpo yacía de costado, con una mejilla manchada apoyada
en una mano sucia, y la otra mano metida entre los harapos para calentarla,
mientras la mejilla restante estaba por fin limpia y blanca, como si la
hubiera besado uno de los ángeles de Dios. Se observó que el pobrecillo yacía
sobre la tumba de Hetty Parlow, aunque en aquel momento no se pensó que aquello
significara nada, pues el cuerpo todavía no había sido identificado. Pero la
tumba no se abrió para recibirle. Uno desearía, sin llegar a ser irreverente,
que esa circunstancia hubiera sido distinta.
1.007. Briece (Ambrose)
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