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lunes, 9 de diciembre de 2013

Un vagabundo infantil

Difícilmente habría admirado usted al peque­ño Jo si lo hubiera visto de pie en la esquina de una calle bajo la lluvia. Aparentemente se trataba de una tormenta otoñal ordinaria, pero el agua que caía sobre Jo (que no era lo bastante mayor para ser justo o injusto, por lo que quizás no entrara bajo la ley de la distribución imparcial) parecía te­ner una propiedad peculiar: uno diría que era os­cura y adhesiva; pegajosa. Pero resulta difícil que fuera así, incluso en Blackburg, donde ocurrían al­gunas cosas que se salían bastante de lo común.
Por ejemplo, diez o doce años antes había caído una lluvia de ranas pequeñas, tal como atestiguó creíblemente una crónica contemporánea, que concluía con una afirmación, algo oscura, en el sentido de que el cronista consideraba que signifi­caba un buen momento para el progreso de los franceses.
Años más tarde había caído sobre Blackburg una nevada carmesí; en Blackburg hace frío du­rante el invierno y las nevadas son frecuentes y co­piosas. Mas no cabía ninguna duda al respecto: en aquel caso la nieve tenía el color de la sangre y al fundirse en agua seguía manteniendo esa tonali­dad, aunque fuera agua y no sangre. El fenómeno había atraído una amplia atención y la ciencia ha­bía dado tantas explicaciones como científicos hubo que se preocuparon por ello, sin llegar a sa­ber nada. Pero los hombres de Blackburg -hom­bres que durante muchos años habían vivido pre­cisamente donde cayó la nieve roja, y podía suponerse que sabían mucho sobre el asunto- sa­cudieron la cabeza y dijeron que algo iba a pasar.
Y algo pasó, pues el verano siguiente fue me­morable por la prevalencia de una enfermedad misteriosa -epidémica, endémica o Dios sabrá qué, porque los médicos no lo supieron- que se llevó a la mitad de la población. La mayor parte de la otra mitad se había alejado voluntariamente de la ciudad, y empezaron a retornar lentamente, y finalmente lo hicieron todos, y se entregaron a crecer y multiplicarse como antes, aunque desde entonces Blackburg no ha llegado a ser la misma.
De un tipo muy distinto, aunque igualmente «fuera de lo común» fue el incidente del fantasma de Hetty Parlow. El nombre de soltera de Hetty Parlow había sido Brownon, que en Blackburg significaba más de lo que uno podría pensar.
Desde tiempo inmemorial, desde los primerísi­mos días de los antiguos tiempos coloniales, los Brownon habían sido la familia principal de la ciudad. Eran los más ricos y los mejores, hasta el punto de que Blackburg habría derramado hasta la última gota de su sangre plebeya defendiendo la justa fama de los Brownon. Que se supiera, muy pocos miembros de esa familia vivieron perma­nentemente lejos de Blackburg, aunque casi todos se habían educado en otro lugar y habían viajado lo suyo, por lo que el número de miembros de la familia era abundante. Los hombres se encarga­ban de la mayor parte de las funciones públicas, mientras las mujeres se dedicaban primordial­mente a las buenas obras. De estas últimas, Hetty era la más amada por la dulzura de su disposición, la pureza de su carácter y su singular belleza perso­nal. Se casó en Boston con un joven bribón llama­do Parlow y, como una buena Brownon, lo llevó inmediatamente a Blackburg, haciendo de él un hombre y un consejero municipal. Tuvieron un hijo al que pusieron de nombre Joseph y al que amaron tiernamente, como acostumbraban a ha­cer entonces los padres de toda aquella región.
Murieron después de la misteriosa enfermedad ya mencionada, por lo que a la edad de un año Joseph quedó huérfano.
Por desgracia para Joseph, la enfermedad que le dejó sin padres no se conformó con eso; acabó prác­ticamente con todo el contingente de Brownon y sus aliados por matrimonio; y los que huyeron, no regresaron. Rota la tradición, los bienes raíces de los Brownon pasaron a manos extrañas y los únicos Brownon que quedaron en aquel lugar estaban bajo tierra en el Cementerio de la Colina del Roble, donde ciertamente había una colonia de ellos lo bastante poderosa como para resistirse a la invasión de las tribus que les rodeaban y retener la parte me­jor de aquellos terrenos. Pero volvamos al fantasma:
Una noche, unos tres años después de la muer­te de Hetty Parlow, varios jóvenes de Blackburg pasaron en un carro junto al Cementerio de la Colina del Roble; si el lector ha estado allí, recor­dará que la carretera que conduce a Greenton bor­dea su perímetro meridional. Habían asistido a una fiesta del día de mayo en Greenton; eso nos sirve para fijar la fecha. En total debían de ser una docena, y formaban un grupo bien alegre, si tene­mos en cuenta el legado de tristeza que habían de­jado las recientes y sombrías experiencias de la ciu­dad. Al pasar por el Cementerio, el que conducía el carro tiró de pronto de las riendas lanzando una exclamación de sorpresa. Sin duda había motivos suficientes para la sorpresa, pues delante de ellos, casi al lado de la carretera, aunque por la parte in­terior del cementerio, estaba el fantasma de Hetty Parlow. Nadie dudó al respecto, pues la habían co­nocido personalmente todos los jóvenes y donce­llas del grupo. Aquello sirvió para establecer la identidad del fantasma; su carácter de fantasma se significó con todos los signos habituales -el suda­rio, el cabello largo y despeinado, la «mirada per­dida»... es decir, todo. La inquietante aparición extendía los brazos hacia el oeste, como si estuvie­ra suplicando al lucero de la tarde, que aunque era ciertamente atractivo resultaba a todas luces inal­canzable. Mientras permanecieron sentados y en silencio (así lo cuenta la historia), todos los miem­bros de aquel grupo de juerguistas -aunque sólo se habían alegrado con café y limonada- escucharon claramente al fantasma gritar el nombre de Joey. Un momento después, allí no había nadie. Evi­dentemente, nadie está obligado a creer todo esto.
Ahora bien, en ese momento, tal como se averi­guó más tarde, Joey deambulaba por entre unos matorrales de artemisa al otro lado del continente, cerca de Winnemucca, en el estado de Nevada. Lo habían llevado a esa ciudad unas buenas personas, que eran parientes lejanos de su fallecido padre, y le habían adoptado y atendido tiernamente. Pero aquella tarde el pobre niño se había alejado de su casa y se encontraba perdido en el desierto.
Su historia posterior está inmersa en la oscuri­dad y tiene vacíos que sólo podemos llenar con conjeturas. Se sabe que fue encontrado por una fa­milia de indios piute, que se quedaron con el infor­tunado pequeño durante algún tiempo y luego lo vendieron; lo vendieron realmente por dinero a una mujer que iba en un tren hacia el este, en una estación bastante alejada de Winnemucca. Se ase­gura que la mujer hizo todo tipo de investigaciones, pero en vano, por lo que, como era viuda y no tenía hijos, lo adoptó. En este punto de su historia da la impresión de que Jo se aleja bastante de su condi­ción de huérfano; la interposición de una multitud de padres entre él mismo y ese infortunado estado le prometía una prolongada inmunidad con res­pecto a sus desventajas.
Su madre más reciente, la señora Darnell, vivía en Cleveland, Ohio. Pero no permaneció mucho con ella su hijo adoptivo. Una tarde, un policía que era nuevo en la ronda por aquella zona, lo vio alejándose deliberadamente de su casa, y al inte­rrogarle el niño respondió que «volvía a su hogar». Debió viajar en tren, pues tres días más tarde se encontraba en la ciudad de Whiteville, que como el lector sabe está muy lejos de Blackburg. Sus ro­pas se encontraban en bastante buenas condicio­nes, pero él estaba terriblemente sucio. Incapaz de explicarlo, fue detenido por vago y sentenciado a prisión en el Hogar Refugio de Niños, donde le lavaron.
Jo escapó del Hogar Refugio de Niños de Whi­teville internándose en el bosque, por lo que el Hogar no volvió a saber nunca de él.
Volvemos a encontrarle, o más bien lo recupe­ramos, desamparado bajo la fría lluvia otoñal en la esquina de una calle de un barrio de Blackburg; en estos momentos parece adecuado explicar que las gotas de lluvia que caían sobre él no eran en reali­dad ni oscuras ni pegajosas; lo único que sucedía es que no servían para que su rostro y manos deja­ran de estar menos negros ni viscosos. Pues lo cier­to es que Jo estaba terrible y maravillosamente manchado, como si hubiera salido de la mano de un artista. Además, el pequeño y desamparado va­gabundo no tenía zapatos, por lo que sus pies esta­ban descalzos, rojizos e hinchados, y al caminar cojeaba de ambos. En cuanto a la ropa... ah, no creo que el lector tuviera capacidad de describir ni una sola de las prendas que llevaba, o decir por qué acto de magia se mantenían encima de él.
Estaba absolutamente helado, lo que no admitía duda alguna; y él mismo lo sabía. Cualquiera hu­biera tenido frío allí aquella tarde; pero ésa era también la razón de que no hubiera nadie allí. Cómo había llegado hasta allí él mismo no podría haberlo dicho ni por la escasa y vacilante vida que le quedaba, aunque hubiera estado dotado de un vocabulario que excediera de las cien palabras. Pero por la manera en que miraba a su alrededor cualquiera se hubiera dado cuenta de que no tenía la menor idea de dónde estaba (ni por qué).
Sin embargo, no era tonto del todo para su edad y generación; como tenía frío y hambre, y to­davía era capaz de caminar un poco doblando mu­cho las rodillas y apoyando primero los dedos de los pies, decidió entrar en una de las casas que ha­bía a largos intervalosa un lado de la calle y que pa­recía tan iluminada y caliente. Mas cuando inten­tó llevar a cabo tan sensata decisión, se presentó un fornido perro que tiraba de una cadena y le dis­putó su derecho. Aterrado, y creyendo sin duda (con cierta razón) que los que son brutos por fuera tienen una brutalidad interior, se alejó cojeando de todas las casas y, como tenía a su derecha cam­pos grises y húmedos, y a su izquierda campos hú­medos y grises, y como la lluvia casi le cegaba y la noche venía envuelta en niebla y oscuridad, tomó el camino que conduce a Greenton. Es decir, el ca­mino que lleva a Greenton a los que consiguen de­jar atrás el Cementerio de la Colina del Roble. Pero todos los años había un número considerable de personas que no lo conseguían.
Jo no lo logró.
Le encontraron a la mañana siguiente muy hú­medo, muy frío, pero ya sin hambre. Por lo visto había cruzado la puerta del Cementerio -esperan­do quizás que condujera a una casa que no tuviera perro, lo recorrió torpemente en la oscuridad, cayó sobre muchas tumbas, sin duda, hasta que se cansó de todo y se abandonó. El pequeño cuerpo yacía de costado, con una mejilla manchada apo­yada en una mano sucia, y la otra mano metida entre los harapos para calentarla, mientras la meji­lla restante estaba por fin limpia y blanca, como si la hubiera besado uno de los ángeles de Dios. Se observó que el pobrecillo yacía sobre la tumba de Hetty Parlow, aunque en aquel momento no se pensó que aquello significara nada, pues el cuerpo todavía no había sido identificado. Pero la tumba no se abrió para recibirle. Uno desearía, sin llegar a ser irreverente, que esa circunstancia hubiera sido distinta.

1.007. Briece (Ambrose)

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