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lunes, 9 de diciembre de 2013

El demonio de la perversidad

Cuando consideramos las facultades e inclinaciones del alma humana en sus impulsos primarios, se advierte que los psicólogos han olvidado una tendencia que, aunque existe como sentimiento tangible, primitivo, radical e indestructible, no ha sido citada por ninguno de los moralistas que antecedieron a aquéllos. Todos, con entera infatuación de la razón, nos hemos olvidado de ella. No nos hemos dado cuenta de que su exis­tencia se ocultaba a nuestra vista sólo porque nos faltaba otra fe que no fuese la fundada en la revelación o en la cábala. Su idea no se nos había ocurrido jamás, sencillamente por efecto de su carácter especial.
Nunca habíamos experimentado la necesidad de comprobar esa inclinación, esa tendencia. Ni podíamos imaginar que fuese necesaria. No podíamos adquirir fácilmente el conocimiento de este primum mobi­le, y, aun cuando por fuerza hubiese penetrado en nosotros, no hubiéra­mos podido comprender qué papel representa dicha tendencia en la sucesión de las cosas humanas, tanto temporales como eternas. No puede negarse que la frenología y gran parte de las ciencias metafísicas han sido concebidas a priori. El hombre de la metafísica, de la lógica, más bien que el de la inteligencia y la observación, cree que sabe los designios de Dios y que hasta le dicta planes. Después de haber penetrado así a su modo las intenciones de Jehová, ha formado, con arreglo a ellas, innu­merables y caprichosos sistemas. En frenología, por ejemplo, hemos esta­blecido -cosa, por otra parte, muy natural- que por designios de Dios debió comer el hombre. Después hemos señalado en el hombre un órga­no de nutrición y este órgano es el estímulo por medio del cual Dios obli­ga al hombre a que, voluntariamente o por fuerza, coma. Hemos decidido en segundo lugar que la voluntad de Dios era que el hombre perpetuase su especie y acto continuo hemos hallado un órgano de ama­tividad. Del mismo modo hemos descubierto la combatividad, la idealidad, la casualidad, la constructividad y, en una palabra, todos los órganos que representan ya una inclinación, ya un sentimiento moral, ya una facul­tad de inteligencia pura. En esta recolección de fundamentos de los actos humanos, los spurzheimitas[i] no han hecho más que seguir en subs­tancia, con razón o sin ella, en todo o en parte, los pasos de sus antece­sores deduciendo y asentando cada cosa con arreglo al supuesto destino del hombre y tomando por base las intenciones del Creador.
Más prudente y seguro hubiese sido cimentar la clasificación (ya que por imprescindible necesidad tenemos que clasificar) sobre los actos habituales del ser humano, así como también sobre los que ejecu­ta ocasionalmente, siempre ocasionalmente, que no sobre la hipótesis de que la Divinidad lo obliga a ejecutarlos. ¿De qué modo, si no, logra­mos comprender a Dios en sus obras tangibles, de qué modo, si no, podremos comprenderlo en sus impenetrables pensamientos que dan vida a aquellas obras? ¿Cómo, si no podemos concebirlo en sus creacio­nes, habremos de concebirlo en su esencial modo de ser y por su aspec­to creador?
La inducción a posteriori hubiera conducido a la frenología hasta el punto de admitir como principio original e innato de la acción humana un no sé qué de paradójico que nosotros, a falta de expresión más pro­pia, llamaremos perversidad. Esto, en el sentido en que aquí se toma, es realmente un móvil sin causa, un motivo sin fundamento. Por su influjo obramos sin objeto inteligible y, por si en estas palabras se encuentra contradicción, podemos modificar la proposición diciendo que, bajo su influjo, obramos sin más razón que porque no debemos hacerlo. No puede haber en lógica una razón más antirracional, pero de hecho no hay nada más exacto. En ciertos espíritus especiales llega a ser absoluta­mente irresistible. Mi propia existencia no es para mí más cierta que esta proposición: la certeza del pecado o error que un acto lleva consigo es con frecuencia la única fuerza irresistible que nos obliga a ejecutarlo. Y esta tendencia que nos induce a hacer el mal por el mal mismo no admi­te análisis ni descomposición alguna. Es un movimiento radical, primi­tivo, elemental. Es posible que se replique, y aun lo espero, que si per­sistimos en ciertos actos porque sabemos que no deberíamos persistir en ellos, nuestra conducta no es más que la combatividad frenológica modi­ficada o, más bien, uno de sus aspectos, pero una simple ojeada bastará para descubrir la falsedad de semejante razonamiento. La combatividad frenológica tiene por causa la necesidad de la defensa personal: ella es nuestro escudo contra la injusticia; su principio tiende a favorecer nues­tro bienestar; así es como, al mismo tiempo que la combatividad se de­sarrolla, crece en nosotros el deseo del bienestar. De todo esto se deduce que el deseo del bienestar debiera existir en todo principio que no fuera otra cosa sino una modificación de la combatividad, pero un cierto no sé qué, al que llamo perversidad, no solamente no despierta el deseo de la dicha, sino que más bien aparece un sentimiento completamente anta­gónico.
Todo aquel que examine su propia conciencia encontrará la mejor respuesta a tal sofisma. Ninguno que lealmente consulte su alma se atre­verá a negar lo absolutamente radical de la tendencia de que trato. Tan fácil es de conocer y distinguir como imposible de comprender. No hay hombre, por ejemplo, que en ciertos momentos no haya sentido un vivo deseo de atormentar, al que lo escucha, con circunloquios y rodeos. Bien sabe el que así se conduce que está molestando; sin embargo, de ordina­rio tiene la mejor intención de agradar, es breve y claro en sus razona­mientos, y de sus labios sale un lenguaje tan concreto como luminoso; sólo, pues, con gran esfuerzo puede violentar de tal manera su palabra; además, el sujeto de que hablo teme provocar el mal humor de aquel a quien se dirige. Esto no obstante, hiere su imaginación la idea de provo­car aquel mal humor con ambages y digresiones, y este sencillo pensa­miento le basta. El movimiento se convierte en veleidad, la veleidad crece hasta trocarse en deseo, el deseo concluye por ser necesidad irre­sistible, y la necesidad se satisface, con gran pesar y mortificación del que habla y afrontando todas las consecuencias.
Hemos de cumplir una obligación que no admite demora. Sabemos que en el menor retardo va nuestra ruina. La crisis más importante de nuestra vida solicita nuestra inmediata acción y energía con alta e impe­riosa voz. Ardemos en impaciencia de poner manos a la obra; el placer anticipado de un glorioso éxito inflama nuestra alma. Es menester que la obligación se cumpla hoy mismo y, sin embargo, la aplazamos para mañana, y ¿por qué? Porque conocemos que esto es perverso. No hay más explicación. Sirvá-monos de la palabra sin comprender el principio. Llega el día siguiente y crece el afán de cumplir con el deber, pero al mismo tiempo que el afán aumenta nace un deseo ardiente, sin nombre, de dilatar el cumplimiento de la obligación, deseo verdaderamente terri­ble, porque su esencia es impenetrable. A medida que el tiempo trans­curre, crece más y más el deseo. No nos queda más que una hora, esta hora nos pertenece. Temblamos ante la violencia de la lucha que en no­sotros se produce, el combate entre lo positivo y lo indefinido, entre la substancia y la sombra. Pero si la lucha llega hasta ese término es porque la sombra nos obliga a ello; nosotros nos resistimos en vano. Suena la hora en el reloj y su sonido es el doble mortuorio de nuestra felicidad, y para la sombra que nos ha aterrado tanto tiempo es el canto matinal, la diana del gallo victorioso de los fantasmas. La sombra huye, se desvane­ce, y al fin somos libres. La pasada energía renace. Ahora trabajaríamos, pero, ¡ay!, ya es tarde.
Cuando nos asomamos a un precipicio y miramos el abismo senti­mos malestar y vértigos. Nuestro primer pensamiento es retroceder y alejarnos del peligro, pero, sin saber por qué, permanecemos inmóviles. Poco a poco, el malestar, el vértigo y el horror se confunden en un solo sentimiento vago, indefinido. Insensiblemente, esta nube toma forma como el vapor de la botella de donde surge el genio de las Mil y una noches. Pero de nuestra nube se levanta, al borde del precipicio, cada vez más palpable, una sombra mil veces más terrible que ningún genio o demonio de la fábula, a pesar de no ser más que un pensamiento horri­ble, que hiela hasta la medula de los huesos, infiltrando hasta ella el feroz placer de su horror. Es sencillamente la curiosidad de saber qué sentiríamos durante el descenso, si cayésemos de semejante altura. Y precisamente por lo mismo que esta caída y horroroso anonadamiento llevan consigo la más terrible y odiosa de cuantas imágenes odiosas y terribles de la muerte y del sufrimiento podemos imaginarnos, la desea­mos aún con mayor vehemencia. Y precisamente porque nuestra razón nos ordena apartarnos del abismo, por esto mismo nos acercamos a él con más ahínco. No existe pasión más diabólica en la Naturaleza que la del hombre que, estremeciéndose de terror ante la boca de un precipi­cio, siente que por su cerebro cruza la idea de arrojarse a él. Dejar libre el pensa-miento, intentarlo siquiera un solo momento, es perderse irre­misiblemente, porque la reflexión nos manda abstenernos, y por eso mismo, repito, no podemos hacerlo. Si no hay un brazo amigo que lo impida o somos incapaces de un esfuerzo repentino para huir lejos del abismo, nos arroja-mos a él y estamos perdidos.
Cuando examinamos estos actos y otros semejantes, encontraremos siempre que su única causa es el espíritu de perversidad y que los perpe­tramos sólo porque conocemos que no debiéramos ejecutarlos.
Ni en unos ni en otros hay principio inteligible; de manera, pues, que, sin que nos expongamos a equivocarnos, podemos considerar esta perversidad como una instigación directa del demonio, salvo el caso extraordinario en que sirva para realizar el bien.
He sido tan minucioso en cuanto llevo dicho para satisfacer de algún modo vuestra curiosidad y vuestras dudas, para explicaros por qué estoy aquí, para que sepan a qué debo las cadenas que arrastro y la celda de recluso en que habito. A no haber sido tan prolijo o no me entende­ríais o me tendríais como otros muchos por loco; mas, después de haber oído las anteriores razones, comprenderéis fácilmente que soy una de las innumera-bles víctimas del demonio de la perversidad.
No es posible llevar a cabo un acto con deliberación más perfecta. Durante semanas y meses enteros no hice otra cosa que meditar sobre la manera más segura de cometer un asesinato. Deseché mil proyectos por­que la realización de todos ellos debía dejar algún cabo pendiente por donde el crimen pudiera descubrirse algún día. Por fin, leyendo unas memorias francesas, acerté a encontrar la historia de un accidente casi mortal que padeció la señora Pilau por haber aspirado el tufo de una vela casualmente envenenada. La idea hirió repentinamente mi imaginación: yo sabía que la víctima que había elegido acostumbraba a leer en la cama; sabía también que la estancia en que dormía era pequeña y mal ventilada. Pero ¿a qué cansaros con inútiles pormenores? No os contaré el modo con que conseguí substituir la bujía que estaba junto a la cama con otra emponzoñada: fue el caso que una mañana se encontró al hom­bre muerto en su lecho, y que la autoridad, después de examinarlo, juzgó que su muerte había sido repentina.
Yo heredé el capital de mi víctima y todo me salió perfectamente durante mucho tiempo. Jamás cruzó por mi mente la idea de que el cri­men pudiera descubrirse: por mi mano misma había destruido los resi­duos de la bujía fatal y no había dejado sombra ni indicio capaz de excitar la menor sos-pecha. Difícilmente podrá imaginar nadie lo grande que era mi satisfacción al reflexionar sobre mi completa seguridad. Fre­cuentemente me deleitaba tan grato sentimiento, que me causaba un placer mayor y más real que cuantos beneficios meramente materiales me había reportado la ejecución del crimen. Pero llegó un tiempo en el cual fue modificándose aquel sentimiento de placer mediante una degra­dación casi imperceptible, hasta tornarse en un tenaz pensamiento, que con tal frecuencia ocupaba mi imaginación que me fatigaba, sin que ape­nas pudiera librarme de él un solo momento. No es cosa extraña tener fatigados los oídos, o más bien atormentada la memoria ya por una espe­cie de tintín, ya por el estribillo de una canción vulgar, o ya, en fin, por un trozo cualquiera de ópera, no siendo menor el tormento porque la canción o el trozo de ópera sean buenos. Así me sucedía con aquel pen­samiento, de modo que casi continuamente me sorprendía a mí mismo pensando, sin advertirlo, en mi propia seguridad, y repitiendo por lo bajo estas palabras: "estoy salvado".
Ocurrió que un día que paseaba por la calle, caí en cuenta de que iba murmurando, no ya por lo bajo como acostumbraba, sino en alta voz, las consabidas palabras; mas por no sé qué mezcla de petulancia daba al concepto esta otra forma: "estoy salvado, sí, estoy salvado; porque no soy tan tonto que vaya a delatarme a mí mismo".
Apenas había pronunciado estas palabras cuando sentí que un frío glacial penetraba en mi corazón. Yo conocía por propia experiencia estos arrebatos de perversidad (cuya singular naturaleza he explicado con bas­tante dificultad) y recordaba muy bien que nunca había podido resistir­me a sus victoriosos ataques. Entonces una sugestión fortuita, nacida de mí mismo, esto es: el pensar que yo podría ser bastante necio para des­cubrir mi delito, apareció ante mí como si fuera el espectro del asesina­do y me llamara a la muerte.
Intenté al instante un esfuerzo para sacudir aquella pesadilla de mi alma y apresuré el paso, cada vez más deprisa. Al fin, eché a correr: sentía un vehemente deseo de gritar con toda mi fuerza. Cada agitación sucesiva de mi pensamiento me abrumaba con un nuevo terror, porque, ¡ay, bien experimentado tenía, demasiado bien, por desgracia, que en el estado en que me hallaba pensar era perderme! Aceleré aún más el paso, hasta emprender una desenfrenada carrera por las calles, que estaban atestadas de gente. Se alarmó, al fin, el populacho y corrió tras de mí. Yo entonces presentí la consumación de mi destino: si me hubiera sido posi­ble arrancarme la lengua lo hubiera hecho, pero una voz ruda resonó en mis oídos y una mano más ruda cayó sobre mi hombro. Me volví y abrí la boca para aspirar; sentí en un instante todas las angustias de la sofo­cación; me quedé sordo y ciego y como ebrio, y pensé que algún demo­nio invisible me golpeaba la espalda con su aplastante mano. El secreto, tanto tiempo guardado, se escapó de mi pecho.
Aseguran que hablé y me expresé bien clara y distintamente, pero con tal energía y precipitación como si tuviera el temor de ser interrum­pido antes de concluir aquellas breves pero importantes palabras, que me entregaban al verdugo y a la condenación.
Después de revelar todo lo preciso para que no quedase duda algu­na de mi crimen, caí aterrado y desvanecido. ¿Para qué decir más? ¡Hoy arrastro cadenas y me encuentro aquí! ¡Mañana estaré libre! Pero ¿dónde?

1.011. Poe (Edgar Allan)


[i]Partidarios de la teoría de Spurzheim, médico alemán (1776-1832), análoga a la de Gall 

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