Una carta encontrada entre los papeles del difunto
Mortimer Barr
Me preguntas si en mi experiencia como miembro de
una pareja de gemelos he observado alguna vez algo que resulte inexplicable por
las leyes naturales a las que estamos acostumbrados. Tú mismo juzgarás; tal vez
no todos estemos acostumbrados a las mismas leyes de la naturaleza. Puede que
tú conozcas algo que yo no sé, y que lo que para mí resulta inexplicable sea
muy claro para ti.
Conocías a mi hermano John , es decir,
le conocías cuando sabías que yo no estaba presente; pues creo que ni tú ni
ningún otro ser humano podía distinguirnos cuando decidíamos ser exactamente
iguales. Nuestros padres tampoco; el nuestro es el único caso que he conocido
de un parecido tan completo. Hablo de mi hermano John , aunque no
estoy del todo seguro de que su nombre no fuera Henry y el mío John . Fuimos
bautizados del modo normal, pero después, en el momento de tatuarnos unas
pequeñas marcas para distinguimos, el individuo que lo hizo se despistó; y
aunque yo tengo en el brazo una pequeña «H» y él llevaba una «J», eso no quiere
decir que las letras no pudieran haber sido traspuestas. Durante la infancia
nuestros padres intentaron distinguirnos por la ropa y otros detalles simples,
pero solíamos cambiarnos las prendas con tanta frecuencia y burlábamos al
enemigo de formas tan diversas que abandonaron todos esos intentos ineficaces,
y durante los años que vivimos juntos en casa todo el mundo reconocía la
dificultad de la situación y hacía lo que podía llamándonos a ambos «Jehnry». A
veces me he asombrado de la paciencia de mi padre al no marcarnos de un modo
visible sobre nuestras indignas cejas, pero como éramos buenos chicos y
utilizábamos nuestra capacidad de desconcierto e irritación con una moderación
digna del mayor encomio, conseguimos escapar al hierro. De hecho, mi padre era
un hombre especialmente afable y creo que en el fondo disfrutaba con aquella
broma de la naturaleza.
Después de llegar a California y establecernos en
San José (donde la única fortuna que nos esperaba era conocer a un amigo tan
agradable como tú), la familia, como ya sabes, se vio destrozada por la muerte
de mis padres, acaecida en la misma semana. Mi padre murió insolvente y la
propiedad familiar fue sacrificada para hacer frente al pago de las deudas. Mis
hermanas tuvieron que volver a vivir con nuestros parientes del Este, pero John y yo, que
por entonces teníamos veintidós años, conseguimos gracias a tu amabilidad un
empleo en San Francisco, en distintos barrios de la ciudad. Las circunstancias
no nos permitieron vivir juntos y nos veíamos de tarde en tarde, a veces no más
de una vez por semana. Como teníamos pocos amigos en común, el hecho de nuestro
extraordinario parecido era apenas conocido. Y ahora voy al tema de tu
pregunta.
Un día, a la caída de la tarde, poco después de
llegar a esta ciudad, iba por la calle Market cuando se me acercó un individuo
de mediana edad, bien vestido, que me saludó cordialmente y me dijo: «Stevens,
sé
que no sales mucho, pero le he hablado de ti a mi mujer y le encantaría que
vinieras a casa. También sé que mis hijas merecen ser conocidas. ¿Por qué no
vienes a cenar con nosotros, en famille, mañana a
las seis? Después, si las damas no consiguen divertirte, te prestaré mi apoyo
ofreciéndote jugar unas partidas de billar.»
Todo esto lo dijo con una sonrisa
tan simpáticaa y de un modo tan atractivo que no tuve valor para rehusar; y
aunque no había visto a aquel tipo en mi vida dije inmediatamente: «Es usted
muy amable, señor, y me complace mucho aceptar su invitación. Por favor,
presente mis respetos a Mrs. Margovan y dígale que allí estaré.»
Tras un apretón de manos y unas amables palabras de
despedida, el individuo continuó su camino. Era evidente que me había confundido
con mi hermano. Ése era un error al que estaba acostumbrado y que no solía
corregir a menos que el asunto fuera importante. Pero ¿cómo había descubierto
yo que el nombre de aquel individuo era Margovan? Ciertamente no es el tipo de
nombre que uno aplicaría a un individuo escogido al azar con la esperanza de
acertar. De hecho, aquel nombre me resultaba tan extraño como el propio
individuo.
A la mañana siguiente me dirigí rápidamente al lugar
en que mi hermano trabajaba y me lo encontré cuando salía de la oficina con un
montón de facturas para cobrar. Le conté cómo le había «comprometido» y añadí
que si no tenía inconveniente en mantener la cita estaría encantado de seguir
suplantándole.
-Sí que es raro -dijo pensativo. Margovan es el
único de la oficina que conozco bien y que me agrada. Cuando entró esta mañana,
después de intercambiar los saludos habituales, un extraño impulso me animó a
decirle: «Oh, perdone, Mr. Margovan, pero olvidé pedirle su dirección.» Tengo
la dirección, aunque hasta ahora no tenía la menor idea de lo que iba a hacer
con ella. Me parece bien que te ofrezcas a aceptar las consecuencias de tu
atrevimiento pero, si no te importa, seré yo
quien acuda a esa cena.
Asistió a varias cenas en el mismo lugar; a más de
las que le convenían, he de añadir sin menospreciar su calidad, porque se
enamoró de Miss Margovan, la pidió en matrimonio y su petición fue aceptada sin
ninguna piedad.
Unas cuantas semanas después de haber sido informado
del compromiso, aunque antes de que fuera oportuno que yo conociera a la joven
y a su familia, me encontré un día en la calle Kearney a un individuo bien
parecido, aunque de aspecto disoluto, al que me sentí impulsado a seguir y
vigilar, cosa que hice sin el menor escrúpulo. Subió por la calle Geary y
continuó por ella hasta llegar a la plaza de la Unión. Una vez allí,
consultó su reloj y entró en la plaza. Comenzó a pasear de acá para allá, señal
evidente de que esperaba a alguien. Entonces se le acercó una joven muy guapa,
vestida a la moda, y los dos se dirigieron hacia la calle Stockton, y yo tras
ellos. Sentí la necesidad de ser precavido en extremo porque, aunque la joven
me resultaba desconocida, me dio la impresión de que podría reconocerme si me
veía. Dieron varias vueltas yendo de una calle a otra y, finalmente, después de
echar un rápido vistazo alrededor (que yo evité de milagro escondiéndome en un
portal), entraron a una casa de la que prefiero no consignar su situación. Ésta
era mejor que su aspecto.
Declaro solemnemente que mi actitud al espiar a aquellos
dos extraños no tenía ningún motivo especial. Es algo de lo que podría
avergonzarme o no, según yo estimara
el carácter de la persona que lo descubriera. Pero como es una parte esencial
de la narración surgida a raíz de tu pregunta, se relata aquí sin vacilaciones
ni vergüenzas.
Una semana más tarde John me llevó
a la casa de su futuro suegro, y en Miss Margovan, como ya debes de haber
supuesto, reconocí a la heroína de aquella aventura deshonrosa, lo cual me
causó gran asombro. He de admitir en justicia que se trataba de la heroína
verdaderamente bella de una aventura deshonrosa; pero el hecho era sólo
importante por eso: su belleza fue tan sorprendente para mí que arrojó una
sombra de duda sobre su semejanza con la joven que había visto. ¿Cómo pudo la mara villosa fascinación de su rostro haber dejado de
sorprenderme en aquella ocasión? Pero no; no había posibilidad de error. La
diferencia se debía sólo a la ropa, a la luz y al entorno general.
-Miss Margovan, usted también tiene un doble: lo vi
el martes pasado en la plaza de la
Unión.
Por un momento apuntó sus enormes ojos grises hacia
mí, pero su mirada era menos firme que la mía y la retiró, dirigiéndola hacia
la punta de su zapato.
-¿Se parecía mucho a mí? -preguntó con una indiferencia
que me pareció un poco forzada.
-Tanto -dije- que sentí tal admiración por ella que
fui incapaz de perderla de vista, y confieso que la seguí hasta que... Miss
Margovan ¿me comprende usted, verdad?
Estaba pálida, aunque completamente tranquila.
Entonces levantó la vista y me miró con unos ojos que no vacilaban.
-¿Qué quiere usted que haga? -preguntó-. No tenga
miedo en señalar sus condiciones. Las acepto.
Estaba claro, aun con el poco tiempo del que disponía
para reflexionar, que utilizar métodos ordinarios con esta joven no servía, y
que los requerimientos usuales resultaban inútiles.
-Miss Margovan -dije con una voz que denotaba la
compasión que sentía en mi corazón-, es imposible no considerarle víctima de
alguna horrible coacción. Más que imponerle nuevas turbaciones, preferiría ayudarle
a recuperar su libertad.
Dijo que no moviendo la cabeza, con tristeza y
desesperación, y yo continué muy agitado:
-Su belleza me acobarda. Me encuentro desarmado por
su franqueza y su dolor. Si es usted libre de actuar en conciencia, creo que
hará lo que considere mejor; si no, ¡que el cielo nos ayude! No tiene que temer
de mí otra cosa que la oposición a este matrimonio, que puedo intentar
justificar por... por otros motivos.
Éstas no fueron exactamente mis palabras, pero su
sentido, con toda la precisión que mis emociones repentinas y conflictivas me
permitían expresar, era ése. Me puse en pie y, sin volver a mirarla, me dirigí
hacia la puerta donde me encontré con los demás, que entraban en la habitación.
Con toda la calma de que fui capaz, dije:
-He estado dando las buenas noches a Miss Margovan;
es más tarde de lo que creía.
-Creo que se sentía mal -le dije-. Por eso me marché
-añadí sin decir nada más.
La noche siguiente volví tarde al lugar en que me
alojaba. Los acontecimientos del día anterior habían conseguido que me sintiera
nervioso y enfermo; había intentado curarme procurando aclarar las ideas con un
paseo al aire libre, pero sentía la opresión de un terrible presentimiento
maligno, un presentimiento que era incapaz de formular. Hacía una noche fría y
reinaba la niebla; yo tenía el pelo y la ropa húmedos y sentía escalofríos.
Cuando me encontré en bata y zapatillas ante un fuego que ardía con viveza, me
sentí todavía más incómodo. Ya no tenía escalofríos, sino que temblaba; y hay
diferencia. El temor de una calamidad inminente era tan fuerte y desalentador
que intenté desembarazarme de él convocando alguna tristeza real. Procuraba
disipar la idea de un futuro terrible sustituyéndola por el recuerdo de un
pasado doloroso. Rememoré la muerte de mis padres e intenté concentrar mi
mente en las últimas escenas tristes junto a sus lechos y sus tumbas. Todo me
parecía vago e irreal, como si le hubiera ocurrido a otra persona hacía muchos
años. De repente, surgiendo en mi pensamiento y partiéndolo como se parte una
cuerda tensa por el golpe del acero (no encuentro otra comparación), oí un
grito agudo parecido al de alguien que estuviera en agonía mortal. La voz era
de mi hermano y parecía proceder de la calle. Me acerqué rápidamente a la
ventana y la abrí de golpe. La farola que había enfrente proyectaba una luz
mortecina y horrible sobre la acera húmeda y en las fachadas de las casas. Un
policía, con el cuello del uniforme levantado, se encontraba apoyado en un
poste, fumando un cigarro. No se veía a nadie más. Después de cerrar la ventana
y bajar la persiana, me senté frente al fuego e intenté concentrar la mente en
lo que había a mi alrededor. Para ayudarme, como si fuera un acto familiar, consulté
mi reloj; marcaba las once y media. Una vez más ¡volví a oír aquel grito
terrible! Parecía haberse producido en la habitación, a mi lado. Me asusté y
durante un rato fui incapaz de realizar un movimiento. Unos minutos después,
aunque no recuerdo con precisión el tiempo transcurrido, me encontré corriendo
a toda velocidad por una calle desconocida. No sabía dónde estaba, ni hacia
dónde me dirigía, pero en ese momento subí de un salto los escalones de una
casa. Había dos o tres carruajes, vi luces que se movían y oí un murmullo de
voces apagadas. Era la casa de Mr. Margovan.
Ya sabes, buen amigo, lo que había ocurrido allí
dentro. En una habitación yacía Julia Margovan, muerta hacía horas por
envenenamiento; en otra John Stevens sangraba
por una herida de bala en el pecho infligida por su propia mano. Entré
precipitadamente en la habitación, aparté a los médicos y le puse la mano en la
frente; John abrió los ojos, me miró
sin expresión, volvió a cerrarlos lentamente y murió sin hacer el menor gesto.
No supe nada más hasta seis semanas más tarde,
cuando fui devuelto a la vida en tu propia casa gracias a los cuidados de tu
santa esposa. Todo esto ya lo conoces, pero lo que no sabes es lo que ahora
contaré, y, sin embargo, no tiene nada que ver con el tema de tus
investigaciones psicológicas; al menos con la parte de ellas para la que, con
una consideración y delicadeza característica de ti, has solicitado menos ayuda
de la que creo que te he prestado.
Una noche de luna llena, varios años más tarde, pasé
por la plaza de la Unión.
Era tarde y la plaza estaba desierta. Naturalmente, al
acercarme al lugar en que una vez había sido testigo de aquella cita fatídica,
me vinieron a la mente recuerdos del pasado y, con esa perversidad inexplicable
que nos incita a darle vueltas a pensamientos del carácter más doloroso, me
senté en un banco para entregarme a ellos. Entonces apareció un hombre en la
plaza y se dirigió hacia mí. Llevaba las manos cogidas por la espalda y la
cabeza inclinada; parecía no observar nada. Cuando se acercó a la sombra en
donde yo estaba sentado, reconocí en él al individuo que se había encontrado
con Julia Margovan en aquel lugar años antes. Pero estaba muy cambiado:
triste, agotado y ojeroso. La disipación y el vicio se asomaban en sus ojos; la
enfermedad no era menos evidente. Iba muy desastrado, y el pelo le caía sobre
la frente de un modo que resultaba a la vez misterioso y pintoresco. Tenía un
aspecto que parecía más apropiado para el comedimiento que para la libertad;
para el comedimiento de un hospital, claro.
Sin ningún propósito definido me puse en pie y me
acerqué a él. Entonces levantó la cabeza y me miró a la cara. No tengo palabras
para describir el horrible cambio que se apoderó de él; su mirada era de un
horror indescriptible. Creyó encontrarse frente a frente con un fantasma. Pero
era un hombre valiente. «¡Maldito John Stevens!», exclamó
y, levantando su brazo tembloroso, descargó su débil puño sobre mi `rostro y
cayó de bruces sobre la grava mientras yo me alejaba.
Alguien le encontró allí, más muerto que una piedra.
Nada más se sabe de él, ni siquiera su nombre. Aunque saber de un hombre que
está muerto debería ser suficiente.
1.007. Briece (Ambrose)
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