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lunes, 9 de diciembre de 2013

Uno de gemelos

Una carta encontrada entre los papeles del difunto Mortimer Barr

Me preguntas si en mi experiencia como miembro de una pareja de gemelos he observado alguna vez algo que resulte inexplicable por las leyes naturales a las que estamos acostumbrados. Tú mismo juzgarás; tal vez no todos estemos acostumbrados a las mismas leyes de la naturaleza. Puede que tú conozcas algo que yo no sé, y que lo que para mí resulta inexplicable sea muy claro para ti.
Conocías a mi hermano John, es decir, le conocías cuando sabías que yo no estaba presente; pues creo que ni tú ni ningún otro ser humano podía distinguirnos cuando decidíamos ser exactamente iguales. Nuestros padres tampoco; el nuestro es el único caso que he conocido de un parecido tan completo. Hablo de mi hermano John, aunque no estoy del todo seguro de que su nombre no fuera Henry y el mío John. Fuimos bautizados del modo normal, pero después, en el momento de tatuarnos unas pequeñas marcas para distinguimos, el individuo que lo hizo se despistó; y aunque yo tengo en el brazo una pequeña «H» y él llevaba una «J», eso no quiere decir que las letras no pudieran haber sido traspuestas. Durante la infancia nuestros padres intentaron distinguirnos por la ropa y otros detalles simples, pero solíamos cambiarnos las prendas con tanta frecuencia y burlábamos al enemigo de formas tan diversas que abandonaron todos esos intentos ineficaces, y durante los años que vivimos juntos en casa todo el mundo reconocía la dificultad de la situación y hacía lo que podía llamándonos a ambos «Jehnry». A veces me he asombrado de la paciencia de mi padre al no marcarnos de un modo visible sobre nuestras indignas cejas, pero como éra­mos buenos chicos y utilizábamos nuestra capacidad de desconcierto e irritación con una moderación digna del mayor encomio, conseguimos escapar al hierro. De hecho, mi padre era un hombre especialmente afable y creo que en el fondo disfrutaba con aquella broma de la naturaleza.
Después de llegar a California y establecernos en San José (donde la única fortuna que nos esperaba era conocer a un amigo tan agradable como tú), la familia, como ya sabes, se vio destrozada por la muerte de mis padres, acaecida en la misma semana. Mi padre murió insolvente y la propiedad familiar fue sacrificada para hacer frente al pago de las deudas. Mis hermanas tuvieron que volver a vivir con nuestros parientes del Este, pero John y yo, que por entonces teníamos veintidós años, conseguimos gracias a tu amabilidad un empleo en San Francisco, en distintos barrios de la ciudad. Las circunstancias no nos permitieron vivir juntos y nos veíamos de tarde en tarde, a veces no más de una vez por semana. Como teníamos pocos amigos en común, el hecho de nuestro extraordinario pareci­do era apenas conocido. Y ahora voy al tema de tu pregunta.
Un día, a la caída de la tarde, poco después de llegar a esta ciudad, iba por la calle Market cuando se me acercó un individuo de mediana edad, bien vestido, que me saludó cordialmente y me dijo: «Stevens, sé que no sales mucho, pero le he hablado de ti a mi mujer y le encantaría que vinieras a casa. También sé que mis hijas merecen ser conocidas. ¿Por qué no vienes a cenar con nosotros, en famille, mañana a las seis? Después, si las damas no consiguen divertirte, te prestaré mi apoyo ofreciéndote jugar unas partidas de billar.»
Todo esto lo dijo con una sonrisa tan simpáticaa y de un modo tan atractivo que no tuve valor para rehusar; y aunque no había visto a aquel tipo en mi vida dije inmediatamente: «Es usted muy amable, señor, y me complace mucho aceptar su invitación. Por favor, presente mis respetos a Mrs. Margovan y dígale que allí estaré.»
Tras un apretón de manos y unas amables palabras de despedida, el individuo continuó su camino. Era evidente que me había confundido con mi hermano. Ése era un error al que estaba acostumbrado y que no solía corregir a menos que el asunto fuera importante. Pero ¿cómo había descubierto yo que el nombre de aquel individuo era Margovan? Ciertamente no es el tipo de nombre que uno aplicaría a un individuo escogido al azar con la esperanza de acertar. De hecho, aquel nombre me resultaba tan extraño como el propio individuo.
A la mañana siguiente me dirigí rápidamente al lugar en que mi hermano trabajaba y me lo encontré cuando salía de la oficina con un montón de facturas para cobrar. Le conté cómo le había «comprometido» y añadí que si no tenía inconveniente en mantener la cita estaría encantado de seguir suplantándole.
-Sí que es raro -dijo pensativo. Margovan es el único de la oficina que conozco bien y que me agrada. Cuando entró esta mañana, después de intercambiar los saludos habituales, un extraño impulso me animó a decirle: «Oh, perdone, Mr. Margovan, pero olvidé pedirle su dirección.» Tengo la dirección, aunque hasta ahora no tenía la menor idea de lo que iba a hacer con ella. Me parece bien que te ofrezcas a aceptar las consecuencias de tu atrevimiento pero, si no te impor­ta, seré yo quien acuda a esa cena.
Asistió a varias cenas en el mismo lugar; a más de las que le convenían, he de añadir sin menospreciar su calidad, porque se enamoró de Miss Margovan, la pidió en matrimonio y su petición fue aceptada sin ninguna piedad.
Unas cuantas semanas después de haber sido infor­mado del compromiso, aunque antes de que fuera oportuno que yo conociera a la joven y a su familia, me encontré un día en la calle Kearney a un individuo bien parecido, aunque de aspecto disoluto, al que me sentí impulsado a seguir y vigilar, cosa que hice sin el menor escrúpulo. Subió por la calle Geary y continuó por ella hasta llegar a la plaza de la Unión. Una vez allí, consultó su reloj y entró en la plaza. Comenzó a pasear de acá para allá, señal evidente de que esperaba a alguien. Entonces se le acercó una joven muy guapa, vestida a la moda, y los dos se dirigieron hacia la calle Stockton, y yo tras ellos. Sentí la necesidad de ser precavido en extremo porque, aunque la joven me resultaba desconocida, me dio la impresión de que podría reconocerme si me veía. Dieron varias vueltas yendo de una calle a otra y, finalmente, después de echar un rápido vistazo alrededor (que yo evité de milagro escondiéndome en un portal), entraron a una casa de la que prefiero no consignar su situación. Ésta era mejor que su aspecto.
Declaro solemnemente que mi actitud al espiar a aquellos dos extraños no tenía ningún motivo especial. Es algo de lo que podría avergonzarme o no, según yo estimara el carácter de la persona que lo descubriera. Pero como es una parte esencial de la narración surgida a raíz de tu pregunta, se relata aquí sin vacilaciones ni vergüenzas.
Una semana más tarde John me llevó a la casa de su futuro suegro, y en Miss Margovan, como ya debes de haber supuesto, reconocí a la heroína de aquella aventura deshonrosa, lo cual me causó gran asombro. He de admitir en justicia que se trataba de la heroína verdaderamente bella de una aventura deshonrosa; pero el hecho era sólo importante por eso: su belleza fue tan sorprendente para mí que arrojó una sombra de duda sobre su semejanza con la joven que había visto. ¿Cómo pudo la maravillosa fascinación de su rostro haber dejado de sorprenderme en aquella oca­sión? Pero no; no había posibilidad de error. La dife­rencia se debía sólo a la ropa, a la luz y al entorno general.
John y yo pasamos la tarde en la casa, aguantando las bromas que nuestro parecido suscitaba con ayuda de la fortaleza adquirida tras una larga experiencia. Cuando aquella joven dama y yo nos quedamos a solas unos minutos, la miré directamente a la cara y, con una seriedad repentina, le dije:
-Miss Margovan, usted también tiene un doble: lo vi el martes pasado en la plaza de la Unión.
Por un momento apuntó sus enormes ojos grises hacia mí, pero su mirada era menos firme que la mía y la retiró, dirigiéndola hacia la punta de su zapato.
-¿Se parecía mucho a mí? -preguntó con una indi­ferencia que me pareció un poco forzada.
-Tanto -dije- que sentí tal admiración por ella que fui incapaz de perderla de vista, y confieso que la seguí hasta que... Miss Margovan ¿me comprende usted, verdad?
Estaba pálida, aunque completamente tranquila. Entonces levantó la vista y me miró con unos ojos que no vacilaban.
-¿Qué quiere usted que haga? -preguntó-. No tenga miedo en señalar sus condiciones. Las acepto.
Estaba claro, aun con el poco tiempo del que dis­ponía para reflexionar, que utilizar métodos ordinarios con esta joven no servía, y que los requerimientos usuales resultaban inútiles.
-Miss Margovan -dije con una voz que denotaba la compasión que sentía en mi corazón-, es imposible no considerarle víctima de alguna horrible coacción. Más que imponerle nuevas turbaciones, preferiría ayu­darle a recuperar su libertad.
Dijo que no moviendo la cabeza, con tristeza y desesperación, y yo continué muy agitado:
-Su belleza me acobarda. Me encuentro desarmado por su franqueza y su dolor. Si es usted libre de actuar en conciencia, creo que hará lo que considere mejor; si no, ¡que el cielo nos ayude! No tiene que temer de mí otra cosa que la oposición a este matrimonio, que puedo intentar justificar por... por otros motivos.
Éstas no fueron exactamente mis palabras, pero su sentido, con toda la precisión que mis emociones repentinas y conflictivas me permitían expresar, era ése. Me puse en pie y, sin volver a mirarla, me dirigí hacia la puerta donde me encontré con los demás, que entraban en la habitación. Con toda la calma de que fui capaz, dije:
-He estado dando las buenas noches a Miss Mar­govan; es más tarde de lo que creía.
John decidió venir conmigo. Ya en la calle me preguntó si había observado algo de particular en la actitud de Julia.
-Creo que se sentía mal -le dije-. Por eso me marché -añadí sin decir nada más.
La noche siguiente volví tarde al lugar en que me alojaba. Los acontecimientos del día anterior habían conseguido que me sintiera nervioso y enfermo; había intentado curarme procurando aclarar las ideas con un paseo al aire libre, pero sentía la opresión de un terrible presentimiento maligno, un presentimiento que era incapaz de formular. Hacía una noche fría y reinaba la niebla; yo tenía el pelo y la ropa húmedos y sentía escalofríos. Cuando me encontré en bata y zapatillas ante un fuego que ardía con viveza, me sentí todavía más incómodo. Ya no tenía escalofríos, sino que tem­blaba; y hay diferencia. El temor de una calamidad inminente era tan fuerte y desalentador que intenté desembarazarme de él convocando alguna tristeza real. Procuraba disipar la idea de un futuro terrible sustitu­yéndola por el recuerdo de un pasado doloroso. Re­memoré la muerte de mis padres e intenté concentrar mi mente en las últimas escenas tristes junto a sus lechos y sus tumbas. Todo me parecía vago e irreal, como si le hubiera ocurrido a otra persona hacía muchos años. De repente, surgiendo en mi pensa­miento y partiéndolo como se parte una cuerda tensa por el golpe del acero (no encuentro otra compara­ción), oí un grito agudo parecido al de alguien que estuviera en agonía mortal. La voz era de mi hermano y parecía proceder de la calle. Me acerqué rápidamente a la ventana y la abrí de golpe. La farola que había enfrente proyectaba una luz mortecina y horrible sobre la acera húmeda y en las fachadas de las casas. Un policía, con el cuello del uniforme levantado, se en­contraba apoyado en un poste, fumando un cigarro. No se veía a nadie más. Después de cerrar la ventana y bajar la persiana, me senté frente al fuego e intenté concentrar la mente en lo que había a mi alrededor. Para ayudarme, como si fuera un acto familiar, con­sulté mi reloj; marcaba las once y media. Una vez más ¡volví a oír aquel grito terrible! Parecía haberse produ­cido en la habitación, a mi lado. Me asusté y durante un rato fui incapaz de realizar un movimiento. Unos minutos después, aunque no recuerdo con precisión el tiempo transcurrido, me encontré corriendo a toda velocidad por una calle desconocida. No sabía dónde estaba, ni hacia dónde me dirigía, pero en ese momen­to subí de un salto los escalones de una casa. Había dos o tres carruajes, vi luces que se movían y oí un murmullo de voces apagadas. Era la casa de Mr. Margovan.
Ya sabes, buen amigo, lo que había ocurrido allí dentro. En una habitación yacía Julia Margovan, muerta hacía horas por envenenamiento; en otra John Stevens sangraba por una herida de bala en el pecho infligida por su propia mano. Entré precipitadamente en la habitación, aparté a los médicos y le puse la mano en la frente; John abrió los ojos, me miró sin expresión, volvió a cerrarlos lentamente y murió sin hacer el menor gesto.
No supe nada más hasta seis semanas más tarde, cuando fui devuelto a la vida en tu propia casa gracias a los cuidados de tu santa esposa. Todo esto ya lo conoces, pero lo que no sabes es lo que ahora contaré, y, sin embargo, no tiene nada que ver con el tema de tus investigaciones psicológicas; al menos con la parte de ellas para la que, con una consideración y delicadeza característica de ti, has solicitado menos ayuda de la que creo que te he prestado.
Una noche de luna llena, varios años más tarde, pasé por la plaza de la Unión. Era tarde y la plaza estaba desierta. Naturalmente, al acercarme al lugar en que una vez había sido testigo de aquella cita fatídica, me vinieron a la mente recuerdos del pasado y, con esa perversidad inexplicable que nos incita a darle vueltas a pensamientos del carácter más doloroso, me senté en un banco para entregarme a ellos. Entonces apareció un hombre en la plaza y se dirigió hacia mí. Llevaba las manos cogidas por la espalda y la cabeza inclinada; parecía no observar nada. Cuando se acercó a la som­bra en donde yo estaba sentado, reconocí en él al individuo que se había encontrado con Julia Margo­van en aquel lugar años antes. Pero estaba muy cam­biado: triste, agotado y ojeroso. La disipación y el vicio se asomaban en sus ojos; la enfermedad no era menos evidente. Iba muy desastrado, y el pelo le caía sobre la frente de un modo que resultaba a la vez misterioso y pintoresco. Tenía un aspecto que parecía más apropia­do para el comedimiento que para la libertad; para el comedimiento de un hospital, claro.
Sin ningún propósito definido me puse en pie y me acerqué a él. Entonces levantó la cabeza y me miró a la cara. No tengo palabras para describir el horrible cambio que se apoderó de él; su mirada era de un horror indescriptible. Creyó encontrarse frente a fren­te con un fantasma. Pero era un hombre valiente. «¡Maldito John Stevens!», exclamó y, levantando su brazo tembloroso, descargó su débil puño sobre mi `rostro y cayó de bruces sobre la grava mientras yo me alejaba.
Alguien le encontró allí, más muerto que una pie­dra. Nada más se sabe de él, ni siquiera su nombre. Aunque saber de un hombre que está muerto debería ser suficiente.

1.007. Briece (Ambrose)

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