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lunes, 9 de diciembre de 2013

Una carretera iluminada por la luna

Testimonio de Joel Hetman, Jr.

Soy un hombre de lo más desafortunado. Rico, respetado, bastante bien educado y de buena salud (aparte de otras muchas ventajas generalmente va­loradas por quienes las disfrutan y codiciadas por los que las desean). A veces pienso que sería menos infeliz si tales cualidades me hubieran sido nega­das, porque entonces el contraste entre mi vida ex­terior e interior no exigiría continuamente una atención ingrata. Bajo la tensión de la privación y la necesidad del esfuerzo, podría olvidar en ocasio­nes el oscuro secreto, cuya explicación -siempre misteriosa- el mismo hace inevitable.
Soy hijo único de Joel y Julia Hetman. El pri­mero fue un rico hacendado, la segunda una mu­jer bella y bien dotada, a la que estaba apasionada­mente ligado por lo que ahora sé que fue una devoción celosa y exigente. El hogar familiar se encontraba a unas cuantas millas de Nashville, en Tennessee, en una vivienda amplia, irregularmen­te construida, sin ningún orden arquitectónico definido, y algo apartada de la carretera, con un parque de árboles y arbustos.
En la época a la que me refiero yo tenía dieci­nueve años y estudiaba en Yale. Un día recibí un telegrama de mi padre tan urgente que, obede­ciendo a su inexplicada solicitud, partí inmediata­mente con dirección a casa. En la estación de fe­rrocarril de Nashville, un pariente lejano me esperaba para poner en mi conocimiento la razón de la llamada: mi madre había sido bárbaramente asesinada; el móvil y el autor nadie los conocía, pero las circunstancias fueron las siguientes:
Mi padre había ido a Nashville con la intención de volver al día siguiente por la tarde. Algo impi­dió que realizara el negocio que tenía entre manos, por lo que regresó esa misma noche, antes del ama­necer. En su testimonio ante el juez explicó que, como no tenía llave del cerrojo y no quería moles­tar a los sirvientes que estaban durmiendo, se ha­bía dirigido, sin ningún propósito especial, hacia la parte trasera de la casa. Al doblar una esquina del edificio, oyó el ruido de una puerta que se ce­rraba con suavidad y vio en la oscuridad, no muy claramente, la figura de un hombre que desapare­ció de inmediato por entre los árboles. Como una precipitada persecución y una batida rápida por los jardines, en la creencia de que el intruso era al­guien que visitaba clandestinamente a un sirvien­te, resultaron infructuosas, entró en la casa por la puerta abierta y subió las escaleras en dirección al dormitorio de mi madre. La puerta estaba abierta y, al penetrar en aquella intensa oscuridad, tropezó con un objeto pesado que había en el suelo y cayó de bruces. Me ahorraré los detalles; era mi pobre madre, ¡estrangulada por unas manos humanas!
No faltaba nada en la casa, los sirvientes no ha­bían oído ruido alguno y, salvo aquellas horribles marcas en la garganta de la mujer asesinada (¡Dios mío! ¡Ojalá pudiera olvidarlas!), no se encontró nunca rastro del asesino.
Abandoné mis estudios y permanecí junto a mi padre que, como es de suponer, estaba muy cam­biado. De carácter siempre taciturno y sereno, cayó en un abatimiento tan profundo que nada conse­guía mantener su atención, aunque, cualquier cosa, una pisada, un portazo repentino, despertaban en él un interés desasosegado; se le podría haber llama­do recelo. Se sobresaltaba visiblemente por cual­quier pequeña sorpresa sensorial y a veces se ponía pálido, y luego recaía en una apatía melancólica más profunda que la anterior. Supongo que sufría lo que se llama «una tremenda tensión nerviosa». En cuanto a mí, era más joven que ahora, y eso sig­nifica mucho. La juventud es Galad, donde existe un bálsamo para cada herida. ¡Ah! ¡Si pudiera vivir de nuevo en aquella tierra encantada! Al no estar habituado al dolor, no sabía cómo valorar mi aflic­ción. No podía apreciar debidamente la potencia del impacto.
Cierta noche, unos meses después del fatal acontecimiento, mi padre y yo volvíamos andan­do de la ciudad. La luna llena llevaba unas tres ho­ras sobre el horizonte, en el este; los campos mos­traban la quietud solemne de una noche estival. Nuestras pisadas y el canto incesante de las chi­charras en la distancia eran el único sonido. Las negras sombras de los árboles contiguos atravesa­ban la carretera, que tenía un brillo blanco y fan­tasmal en las estrechas zonas del centro. Cuando nos encontrábamos cerca de la verja de nuestra ha­cienda, cuya fachada aparecía en penumbra, y en la que no había ninguna luz, mi padre se detuvo de repente y, agarrándome del brazo, dijo con un tono apenas perceptible:
-¡Dios mío! ¿Qué es eso?
-No oigo nada -contesté.
-Pero mira, ¡mira! -exclamó señalando hacia la carretera, delante de nosotros.
Allí no hay nada -dije-. Venga, padre, entre­mos. Estás enfermo.
Me había soltado el brazo y se había quedado rígido e inmóvil en el centro de la carretera ilumi­nada, absorto como alguien privado del juicio. A la luz de la luna, su rostro presentaba una palidez y fijeza inefablemente penosa. Le di un suave tirón de la manga, pero se había olvidado de mi existen­cia. Al rato comenzó a retroceder, paso a paso, sin apartar la vista ni un instante de lo que veía, o creía que veía. Di media vuelta para seguirle, pero me quedé quieto, indeciso. No recuerdo ningún sentimiento de miedo, a no ser que un frío repen­tino fuera su manifestación física. Fue como si un viento helado hubiera rozado mi cara y envuelto mi cuerpo de arriba abajo. Pude sentir su revuelo en el pelo.
En aquel momento mi atención fue atraída por una luz que apareció de repente en una ventana del piso superior de la casa; uno de los sirvientes, despertado por quién sabe qué premonición mis­teriosa, y obedeciendo a un impulso que nunca pudo explicar, había encendido una lámpara. Cuando me volví para buscar a mi padre, había desaparecido; en todos estos años ni un rumor de su destino ha atravesado la frontera de la conjetura desde el reino de lo desconocido.

Testimonio de Caspar Grattan

Hoy se dice que estoy vivo. Mañana, aquí, en esta habitación, habrá una forma insensible de ar­cilla que mostrará lo que fui durante demasiado tiempo. Si alguien levanta el paño que cubrirá el rostro de aquella cosa desagradable será para satis­facer una mera curiosidad malsana. Otros, sin duda, irán más lejos y preguntarán «¿Quién era ése?» En estos apuntes ofrezco la única respuesta que soy capaz de dar: Caspar Grattan. Claro, eso debería ser suficiente. Ese nombre ha cubierto mis pequeñas necesidades durante más de veinte años de una vida de duración desconocida. Es cierto que yo mismo me lo puse, pero, a falta de otro, te­nía ese derecho. En este mundo uno debe tener un nombre; evita la confusión, incluso hasta cuando no aporta una identidad. A algunos, sin embargo, se les conoce por números, que también resultan ser formas de distinción inadecuadas.
Un día, por ejemplo, caminaba por una calle de una ciudad, lejos de aquí, cuando me encontré a dos individuos de uniforme, uno de los cuales, casi deteniéndose y mirándome a la cara con cu­riosidad, le dijo a su compañero: «Ese hombre se parece al 767». En aquel número me pareció ver algo familiar y horrible. Llevado por un impulso incontrolable, tomé una bocacalle y corrí hasta caer agotado en un camino.
Nunca he olvidado aquel número, y siempre me viene a la memoria acompañado por un guiri­gay de obscenidades, carcajadas de risas tristes y estruendos de puertas de hierro. Por eso creo que un nombre, aunque sea uno mismo quien se lo ponga, es mejor que un número. En el registro del campo del Alfarero pronto tendré los dos. ¡Qué ri­queza!
A quien encuentre este papel he de rogarle que tenga cierta consideración. No es la historia de mi vida; la capacidad de hacer tal cosa me está nega­da. Esto no es más que una relación de recuerdos quebrados y aparentemente inconexos, algunos de ellos tan nítidos y ordenados como los brillantes de un collar; otros, remotos y extraños, presentan las características de los sueños carmesí, con espa­cios en blanco y en negro, y con el resplandor de aquelarres candentes en medio de una gran deso­lación.
Situado en los límites de la eternidad, me doy la vuelta para echar un último vistazo a la tierra, a la trayectoria que seguí hasta llegar aquí. Hay veinte años de huellas inconfundibles, impresiones de pies sangrantes. El trazado sigue caminos de po­breza y dolor, tortuosos y poco seguros, como los de alguien que se tambalea bajo una carga,

Remoto, sin amigos, melancólico, lento.

Ah, la profecía que el poeta hizo sobre mí. ¡Qué admirable! ¡Qué espantosamente admirable!
Retrocediendo más allá del principio de esta vía dolorosa, esta epopeya de sufrimiento con epi­sodios de pecado, no puedo ver nada con claridad; sale de una nube. Sé que sólo cubre veinte años, y sin embargo soy un anciano.
Uno no recuerda su nacimiento, se lo tienen que contar. Pero conmigo fue diferente. La vida llegó a mí con las manos llenas y me otorgó todas mis facultades y poderes. De mi existencia previa no sé más que otros, porque todos balbucean insi­nuaciones que pueden ser recuerdos o sueños. Solamente sé que mi primera sensación de cons­ciencia lo fue de madurez en cuerpo y alma; una sensación aceptada sin sorpresa o aprensión. Sencillamente me encontré caminando por un bosque, medio desnudo, con los pies doloridos, tremendamente fatigado y hambriento. Al ver una granja, me acerqué y pedí comida, que alguien me dio preguntando mi nombre. No lo conocía, aun­que sí sabía que todo el mundo tenía nombres. Me retiré muy azorado y, al caer la noche, me tumbé en el bosque y me dormí.
Al día siguiente llegué a una gran ciudad cuyo nombre no citaré. Tampoco relataré otros inci­dentes de la vida que ahora está a punto de acabar; una vida de peregrinaje continuo, siempre ronda­da por una imperante sensación de delito en el castigo del mal y de terror en el castigo del delito. Veamos si soy capaz de reducirlo a la narrativa.
Parece ser que una vez viví cerca de una gran ciudad. Era un colono próspero, casado con una mujer a la que amaba y de la que desconfiaba. Tuvimos, al parecer, un hijo, un joven de talento brillante y prometedor. Para mí, siempre se trata de una figura vaga, nunca claramente definida y, con frecuencia, fuera de escena.
Una desafortunada noche se me ocurrió poner a prueba la fidelidad de mi esposa de una forma vulgar y sabida por todo el mundo que conoce la literatura histórica y de ficción. Fui aa la ciudad después de haberle dicho a mi mujer que estaría ausente hasta el día siguiente por la tarde. Pero re­gresé antes del amanecer y me dirigí a la parte tra­sera de la casa con la intención de entrar por una puerta que había estropeado sin que nadie me vie­ra, para que pareciera encajar y en realidad no cerrara. Al acercarme, oí una puerta que se abría y se cerraba con suavidad, y vi a un hombre que salía sigilosamente a la oscuridad. Con la idea del asesi­nato en la mente, salté sobre él, pero desapareció sin que consiguiera ni siquiera identificarle. A ve­ces, ni aún ahora consigo convencerme de que se tratara de un ser humano.
Loco de celos y rabia, ciego y lleno de todas las pasiones elementales de la hombría humillada, entré en la casa y subí precipitadamente las escale­ras hasta el dormitorio de mi esposa. Estaba cerra­do, pero como también había estropeado el cerro­jo, conseguí entrar fácilmente y, a pesar de la intensa oscuridad, en un instante estaba junto a su cama. Tanteando con las manos descubrí que esta­ba vacía, aunque deshecha.
«Debe de estar abajo -pensé; aterrorizada por mi presencia se ha ocultado en la oscuridad del re­cibidor.»
Con el propósito de buscarla, me di la vuelta para marcharme. Pero tomé una dirección equivo­cada. ¡Correcta!, diría yo. Golpeé su cuerpo, enco­gido en un rincón, con el pie. En un instante le lancé las manos al cuello y, ahogando su grito, su­jeté su cuerpo convulso entre las rodillas. Allí, en la oscuridad, sin una palabra de acusación o repro­che, la estrangulé hasta la muerte.
Aquí acaba el sueño. Lo he contado en tiempo pasado, pero el presente sería la forma más apro­piada, porque una y otra vez aquella triste tragedia vuelve a ser representada en mi consciencia; una y otra vez trazo el plan, sufro la confirmación y de­sagravio la ofensa. Después todo queda en blanco; y más tarde la lluvia golpea contra los mugrientos cristales, o la nieve cae sobre mi escaso atavío, las ruedas chirrían por calles asquerosas donde mi vida se desarrolla en medio de la pobreza y de los trabajos mezquinos. Si alguna vez brilla el sol, no lo recuerdo. Si hay pájaros, no cantan.
Hay otro sueño, otra visión de la noche. Estoy de pie, entre las sombras, sobre una carretera ilu­minada por la luna. Soy consciente de la presencia de alguien más, pero no puedo determinar exacta­mente de quién. Entre la penumbra de una gran vivienda, percibo el brillo de ropas blancas; enton­ces la figura de una mujer aparece frente a mí en la carretera. ¡Es mi asesinada esposa! Hay muerte en su rostro y señales en su garganta. Tiene los ojos clavados en los míos con una seriedad infinita, que no es reproche, ni odio, ni amenaza; no es algo tan terrible como el reconocimiento. Ante esta ho­rrorosa aparición, retrocedo con terror; un terror que me asalta cuando escribo. No puedo dar la forma correcta a las palabras. ¡Fíjate! Ellas...
Ahora estoy tranquilo, pero en verdad ya no hay más que contar. El incidente acaba donde em­pezó: en medio de la oscuridad y de la duda.
Sí, de nuevo tengo el dominio de mí mismo: «el capitán de mi alma». Pero no se trata de un res­piro, sino de otro estadio y fase de la expiación. Mi penitencia, constante en grado, es mutable en aspecto: una de sus variantes es la tranquilidad. Después de todo, se trata de cadena perpetua. «Al Infierno para siempre», ése es el castigo absurdo: el culpable escoge la duración de su pena. Hoy mi plazo expira.
A todos y cada uno, les deseo la paz que no fue mía.

Testimonio de la difunta Julia Hetman a través del medium Bayrolles
Me había retirado temprano y había caído casi inmediatamente en un sueño apacible, del que desperté con una indescriptible sensación de peli­gro, lo que es, según creo, una experiencia común de otra vida anterior. También me sentí convenci­da de su sin sentido, aunque eso no lo desterraba. Mi marido, Joel Hetman, estaba ausente; los sir­vientes dormían en la otra parte de la casa. Pero éstas eran cosas normales; nunca antes me habían preocupado. Sin embargo, aquel extraño terror se hizo tan insoportable que, venciendo mi escasa disposición, me incorporé en la cama y encendí la lámpara de la mesilla. En contra de lo que espera­ba, esto no supuso un alivio; la luz parecía añadir aún más peligro, porque pensé que su resplandor se advertiría por debajo de la puerta, revelando mi presencia a cualquier cosa maligna que acechara desde fuera. Vosotros que todavía estáis vivos, su­jetos a los horrores de la imaginación, os daréis cuenta de qué monstruoso miedo debe de ser ése que, en la oscuridad, busca seguridad contra las existencias malévolas de la noche. Es como batirse cuerpo a cuerpo con un enemigo invisible. ¡La es­trategia de la desesperación!
Después de apagar la luz, me cubrí la cabeza con la colcha y me quedé temblando en silencio, incapaz de gritar, y sin acordarme siquiera de re­zar. En ese penoso estado debí de permanecer du­rante lo que vosotros llamaríais horas; entre noso­tros no existen horas: el tiempo no existe.
Finalmente apareció: ¡un ruido suave e irregu­lar de pisadas en las escaleras! Eran pausadas, dubi­tativas, inseguras, como si fueran producidas por alguien que no viera por dónde iba; para mi mente confusa eso era mucho más espantoso, como la proximidad de una malignidad ciega y estúpida, para la que no valen ruegos. Estaba casi segura de que había dejado la lámpara del recibidor encendi­da y el hecho de que aquella criatura caminara a tientas demostraba que era un monstruo de la no­che. Esto era absurdo y no coincidía con mi ante­rior terror a la luz, pero ¿qué queréis que haga? El miedo no tiene cerebro; es idiota. El observador sombrío que contiene y el cobarde consejo que su­surra no guardan relación. Nosotros, que hemos entrado en el Reino del Terror, que permanecemos ocultos en el crepúsculo eterno rodeados por las escenas de nuestra vida anterior, invisibles incluso para nosotros mismos y para los demás, y que sin embargo nos escondemos desesperados en lugares solitarios, lo sabemos muy bien; anhelamos hablar con nuestros seres queridos, y sin embargo esta­mos mudos, y tan temerosos de ellos como ellos de nosotros. A veces este impedimento desaparece, la ley queda en suspenso: por medio del poder in­mortal del amor o del odio conseguimos romper el hechizo. Entonces, aquellos a los que avisamos, consolamos o castigamos, nos ven. Qué forma adoptamos es algo que desconocemos; sólo sabe­mos que aterrorizamos hasta a aquellos que más deseamos reconfortar y de los que más anhelamos ternura y compasión.
Perdona, te lo ruego, este paréntesis inconse­cuente de lo que una vez fue una mujer. Vosotros que nos consultáis de este modo imperfecto, no comprendéis. Hacéis preguntas absurdas sobre co­sas desconocidas y prohibidas. La mayor parte de lo que sabemos y podríamos reflejar en nuestro discurso no tiene ningún sentido para vosotros. Debemos comunicarnos con vosotros por medio de una inteligencia balbuciente en aquella peque­ña zona de nuestro lenguaje que vosotros sabéis hablar. Creéis que somos de otro mundo. Pero no; no conocemos otro mundo que el vuestro, aunque para nosotros no existe la luz del sol, ni calor, ni música, ni risa, ni cantos de pájaros, ni compañía. ¡Dios mío! ¡Qué cosa es ser un fantasma, encogido y tembloroso en un mundo alterado, presa de la aprensión y la deses-peración!
Pero no, no morí de miedo: aquella Cosa se dio la vuelta y se marchó. La oí bajar, creo que apresu­radamente, por las escaleras, como si ella también se hubiera asustado. Entonces me levanté para pe­dir ayuda. Apenas mi temblorosa mano hubo en­contrado el tirador de la puerta... ¡cielo santo!, oí que volvía hacia mí. Sus pisadas por las escaleras eran rápidas, pesadas y fuertes; hacían que la casa se estremeciera. Huí hacia una esquina de la pared y me acurruqué en el suelo. Intenté rezar. Intenté gritar el nombre de mi querido esposo. Entonces oí que la puerta se abría de un golpe. Hubo un in­tervalo de inconsciencia y, cuando me recuperé, sentí una opresión asfixiante en la garganta, adver­tí que mis brazos golpeaban lánguidamente contra algo que me arrastraba, ¡noté que la lengua se me escapaba por entre los dientes! Después pasé a esta vida.
No, no sé lo que pasó. La suma de lo que cono­cemos al morir es la medida de lo que sabemos después de todo lo que hemos vivido. De esta exis­tencia sabemos muchas cosas, pero nunca hay nueva luz sobre ninguna de esas páginas: todo lo que podemos leer está escrito en el recuerdo. Aquí no hay cimas de verdad que dominen el confuso paisaje de aquel reino dudoso. Todavía vivimos en el Valle de la Sombra, ocultos en sus espacios deso­lados, observando desde detrás de las zarzamoras y los matorrales a sus habitantes malvados, locos. ¿Cómo íbamos a tener conocimiento de aquel desvanecido pasado?
Lo que ahora voy a relatar ocurrió en una no­che. Sabemos cuándo es de noche porque os mar­cháis a casa y podemos aventurarnos a salir de nuestros escondrijos y dirigirnos sin miedo hacia nuestras antiguas casas, asomarnos a las ventanas, hasta incluso entrar y observar vuestros rostros mientras dormís. Había mero-deado durante un buen rato cerca de la casa en la que se me había transformado tan cruelmente en lo que ahora soy, como hacemos cuando alguien a quien amamos u odiamos está dentro. En vano había estado bus­cando alguna forma de manifes-tarme, algún modo de hacer que mi existencia continuada, mi gran amor y mi profunda pena fueran captados por mi marido y mi hijo. Si dormían, siempre se despertarían, o si, en mi desesperación, me atrevía a acercarme a ellos una vez despiertos, lanzarían hacia mí sus terribles ojos vivos, aterrorizándome con las miradas que yo anhelaba y apartándome de mi propósito.
Esa noche les había estado buscando sin éxito, temerosa de encontrármelos. No estaban en la casa, ni en el jardín iluminado por la luna. Porque, aunque hemos perdido el sol para siempre, toda­vía nos queda la luna, completamente redonda o imperceptible. A veces brilla por la noche, a veces de día, pero siempre sale y se pone como en la otra vida.
Dejé el jardín y me fui, acompañada por la luz blanca y el silencio, hacia la carretera, sin dirección definida y entristecida. De repente oí la voz de mi pobre esposo que lanzaba exclamaciones de sor­presa, junto a la de mi hijo que procuraba tranquilizarle y disuadirle. Y allí estaban, a la sombra de un grupo de árboles. Cerca, ¡tan cerca! Tenían sus caras vueltas hacia mí, los ojos de mi esposo se cla­vaban en los míos. Me vio, ¡por fin, por fin me vio! Al advertir esta sensación, mi miedo desapareció como un sueño cruel. El hechizo de la muerte esta­ba roto: ¡El Amor había vencido a la Ley! Loca de alegría, grité, debí de haber gritado: «Me ve, me ve: ¡me comprenderá!» Entonces, tratando de contro­larme, avancé hacia él, sonriente y consciente de mi belleza, para arrojarme en sus brazos, consolar­le con palabras cariñosas y, con la mano de mi hijo entre las mías, pronunciar palabras que restaura­ran los lazos rotos entre los vivos y los muertos.
Pero, ¡ay! ¡Ay de mí! Su cara estaba pálida de te­rror, sus ojos eran como los de un animal acorrala­do. Mientras yo avanzaba, él se alejaba de mí, y por fin se dio la vuelta y salió huyendo por el bos­que. Hacia dónde, es algo que desconozco.
A mi pobre hijo, abandonado con su doble de­solación, nunca he sido capaz de comunicarle nin­guna sensación de mi presencia. Pronto, también él, pasará a esta Vida Invisible y le habré perdido para siempre.

1.007. Briece (Ambrose)

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