Testimonio de Joel Hetman,
Jr.
Soy un hombre de lo más desafortunado. Rico, respetado, bastante bien
educado y de buena salud (aparte de otras muchas ventajas generalmente valoradas
por quienes las disfrutan y codiciadas por los que las desean). A veces pienso
que sería menos infeliz si tales cualidades me hubieran sido negadas, porque
entonces el contraste entre mi vida exterior e interior no exigiría
continuamente una atención ingrata. Bajo la tensión de la privación y la
necesidad del esfuerzo, podría olvidar en ocasiones el oscuro secreto, cuya
explicación -siempre misteriosa- el mismo hace inevitable.
Soy hijo único de Joel y Julia Hetman. El primero fue un rico
hacendado, la segunda una mujer bella y bien dotada, a la que estaba
apasionadamente ligado por lo que ahora sé que fue una devoción celosa y
exigente. El hogar familiar se encontraba a unas cuantas
millas de Nashville, en Tennessee, en una vivienda amplia, irregularmente construida,
sin ningún orden arquitectónico definido, y algo apartada de la carretera, con
un parque de árboles y arbustos.
En la época a la que me refiero yo tenía
diecinueve años y estudiaba en Yale. Un día recibí un telegrama de mi padre
tan urgente que, obedeciendo a su inexplicada solicitud, partí inmediatamente
con dirección a casa. En la estación de ferrocarril de Nashville, un pariente
lejano me esperaba para poner en mi conocimiento la razón de la llamada: mi
madre había sido bárbaramente asesinada; el móvil y el autor nadie los conocía,
pero las circunstancias fueron las siguientes:
Mi padre había ido a Nashville con la
intención de volver al día siguiente por la tarde. Algo impidió que realizara
el negocio que tenía entre manos, por lo que regresó esa misma noche, antes del
amanecer. En su testimonio ante el juez explicó que, como no tenía llave del
cerrojo y no quería molestar a los sirvientes que estaban durmiendo, se había
dirigido, sin ningún propósito especial, hacia la parte trasera de la casa. Al
doblar una esquina del edificio, oyó el ruido de una puerta que se cerraba con
suavidad y vio en la oscuridad, no muy claramente, la figura de un hombre que
desapareció de inmediato por entre los árboles. Como una precipitada
persecución y una batida rápida por los jardines, en la creencia de que el
intruso era alguien que visitaba clandestinamente a un sirviente, resultaron
infructuosas, entró en la casa por la puerta abierta y subió las escaleras en
dirección al dormitorio de mi madre. La puerta estaba abierta y, al penetrar en
aquella intensa oscuridad, tropezó con un objeto pesado que había en el suelo y
cayó de bruces. Me ahorraré los detalles; era mi pobre madre, ¡estrangulada por
unas manos humanas!
No faltaba nada en la casa, los sirvientes
no habían oído ruido alguno y, salvo aquellas horribles marcas en la garganta
de la mujer asesinada (¡Dios mío! ¡Ojalá pudiera olvidarlas!), no se encontró
nunca rastro del asesino.
Abandoné mis estudios y permanecí junto
a mi padre que, como es de suponer, estaba muy cambiado. De carácter siempre
taciturno y sereno, cayó en un abatimiento tan profundo que nada conseguía
mantener su atención, aunque, cualquier cosa, una pisada, un portazo repentino,
despertaban en él un interés desasosegado; se le podría haber llamado recelo.
Se sobresaltaba visiblemente por cualquier pequeña sorpresa sensorial y a
veces se ponía pálido, y luego recaía en una apatía melancólica más profunda
que la anterior. Supongo que sufría lo que se llama «una tremenda tensión nerviosa». En cuanto
a mí, era más joven que ahora, y eso significa mucho. La juventud es Galad,
donde existe un bálsamo para cada herida. ¡Ah! ¡Si pudiera vivir de nuevo en
aquella tierra encantada! Al no estar habituado al dolor, no sabía cómo valorar
mi aflicción. No podía apreciar debidamente la potencia del impacto.
Cierta noche, unos meses después del fatal acontecimiento, mi padre y
yo volvíamos andando de la ciudad. La luna llena llevaba unas tres horas
sobre el horizonte, en el este; los campos mostraban la quietud solemne de una
noche estival. Nuestras pisadas y el canto incesante de las chicharras en la
distancia eran el único sonido. Las negras sombras de los árboles contiguos
atravesaban la carretera, que tenía un brillo blanco y fantasmal en las
estrechas zonas del centro. Cuando nos encontrábamos cerca de la verja de
nuestra hacienda, cuya fachada aparecía en penumbra, y en la que no había
ninguna luz, mi padre se detuvo de repente y, agarrándome del brazo, dijo con
un tono apenas perceptible:
-¡Dios mío! ¿Qué es eso?
-No oigo nada -contesté.
-Pero mira, ¡mira! -exclamó señalando hacia la carretera, delante de
nosotros.
Allí no hay nada -dije-. Venga, padre, entremos. Estás enfermo.
Me había soltado el brazo y se había quedado rígido e inmóvil en el
centro de la carretera iluminada, absorto como alguien privado del juicio. A
la luz de la luna, su rostro presentaba una palidez y fijeza inefablemente
penosa. Le di un suave tirón de la manga, pero se había olvidado de mi existencia.
Al rato comenzó a retroceder, paso a paso, sin apartar la vista ni un instante
de lo que veía, o creía que veía. Di media vuelta para seguirle, pero me quedé
quieto, indeciso. No recuerdo ningún sentimiento de miedo, a no ser que un frío
repentino fuera su manifestación física. Fue como si un viento helado hubiera
rozado mi cara y envuelto mi cuerpo de arriba abajo. Pude sentir su revuelo en
el pelo.
En aquel momento mi atención fue atraída por una luz que apareció de
repente en una ventana del piso superior de la casa; uno de los sirvientes,
despertado por quién sabe qué premonición misteriosa, y obedeciendo a un
impulso que nunca pudo explicar, había encendido una lámpara. Cuando me volví
para buscar a mi padre, había desaparecido; en todos estos años ni un rumor de
su destino ha atravesado la frontera de la conjetura desde el reino de lo
desconocido.
Testimonio de Caspar Grattan
Hoy se dice que estoy vivo. Mañana, aquí, en esta habitación, habrá
una forma insensible de arcilla que mostrará lo que fui durante demasiado
tiempo. Si alguien levanta el paño que cubrirá el rostro de aquella cosa
desagradable será para satisfacer una mera curiosidad malsana. Otros, sin
duda, irán más lejos y preguntarán «¿Quién era ése?» En estos apuntes ofrezco
la única respuesta que soy capaz de dar: Caspar Grattan. Claro, eso debería ser
suficiente. Ese nombre ha cubierto mis pequeñas necesidades durante más de
veinte años de una vida de duración desconocida. Es cierto que yo mismo me lo
puse, pero, a falta de otro, tenía ese derecho. En este mundo uno debe tener
un nombre; evita la confusión, incluso hasta cuando no aporta una identidad. A
algunos, sin embargo, se les conoce por números, que también resultan ser
formas de distinción inadecuadas.
Un día, por ejemplo, caminaba por una calle de una ciudad, lejos de
aquí, cuando me encontré a dos individuos de uniforme, uno de los cuales, casi
deteniéndose y mirándome a la cara con curiosidad, le dijo a su compañero:
«Ese hombre se parece al 767». En aquel número me pareció ver algo familiar y
horrible. Llevado por un impulso incontrolable, tomé una bocacalle y corrí
hasta caer agotado en un camino.
Nunca he olvidado aquel número, y siempre me viene a la memoria
acompañado por un guirigay de obscenidades, carcajadas de risas tristes y
estruendos de puertas de hierro. Por eso creo que un nombre, aunque sea uno
mismo quien se lo ponga, es mejor que un número. En el registro del campo del
Alfarero pronto tendré los dos. ¡Qué riqueza!
A quien encuentre este papel he de rogarle que tenga cierta
consideración. No es la historia de mi vida; la capacidad de hacer tal cosa me
está negada. Esto no es más que una relación de recuerdos quebrados y
aparentemente inconexos, algunos de ellos tan nítidos y ordenados como los
brillantes de un collar; otros, remotos y extraños, presentan las
características de los sueños carmesí, con espacios en blanco y en negro, y
con el resplandor de aquelarres candentes en medio de una gran desolación.
Situado en los límites de la eternidad, me doy la vuelta para echar un
último vistazo a la tierra, a la trayectoria que seguí hasta llegar aquí. Hay
veinte años de huellas inconfundibles, impresiones de pies sangrantes. El
trazado sigue caminos de pobreza y dolor, tortuosos y poco seguros, como los
de alguien que se tambalea bajo una carga,
Remoto, sin amigos, melancólico, lento.
Ah, la profecía que el poeta hizo sobre mí. ¡Qué admirable! ¡Qué
espantosamente admirable!
Retrocediendo más allá del principio de esta vía
dolorosa, esta
epopeya de sufrimiento con episodios de pecado, no puedo ver nada con
claridad; sale de una nube. Sé que sólo cubre veinte años, y sin embargo soy un
anciano.
Uno no recuerda su nacimiento, se lo tienen que contar. Pero conmigo
fue diferente. La vida llegó a mí con las manos llenas y me otorgó todas mis
facultades y poderes. De mi existencia previa no sé más que otros, porque todos
balbucean insinuaciones que pueden ser recuerdos o sueños. Solamente sé que mi
primera sensación de consciencia lo fue de madurez en cuerpo y alma; una sensación
aceptada sin sorpresa o aprensión. Sencillamente me encontré caminando por un
bosque, medio desnudo, con los pies doloridos, tremendamente fatigado y
hambriento. Al ver una granja, me acerqué y pedí comida, que alguien me dio
preguntando mi nombre. No lo conocía, aunque sí sabía que todo el mundo tenía
nombres. Me retiré muy azorado y, al caer la noche, me tumbé en el bosque y me
dormí.
Al día siguiente llegué a una gran ciudad cuyo nombre no citaré.
Tampoco relataré otros incidentes de la vida que ahora está a punto de acabar;
una vida de peregrinaje continuo, siempre rondada por una imperante sensación
de delito en el castigo del mal y de terror en el castigo del delito. Veamos si
soy capaz de reducirlo a la narrativa.
Parece ser que una vez viví cerca de una gran ciudad. Era un colono
próspero, casado con una mujer a la que amaba y de la que desconfiaba. Tuvimos,
al parecer, un hijo, un joven de talento brillante y prometedor. Para mí,
siempre se trata de una figura vaga, nunca claramente definida y, con
frecuencia, fuera de escena.
Una desafortunada noche se me ocurrió poner a prueba la fidelidad de
mi esposa de una forma vulgar y sabida por todo el mundo que conoce la
literatura histórica y de ficción. Fui aa la ciudad después de haberle dicho a
mi mujer que estaría ausente hasta el día siguiente por la tarde. Pero regresé
antes del amanecer y me dirigí a la parte trasera de la casa con la intención
de entrar por una puerta que había estropeado sin que nadie me viera, para que
pareciera encajar y en realidad no cerrara. Al acercarme, oí
una puerta que se abría y se cerraba con suavidad, y vi a un hombre que salía
sigilosamente a la oscuridad. Con la idea del asesinato en la mente, salté
sobre él, pero desapareció sin que consiguiera ni siquiera identificarle. A veces,
ni aún ahora consigo convencerme de que se tratara de un ser humano.
Loco de celos y rabia, ciego y lleno de
todas las pasiones elementales de la hombría humillada, entré en la casa y subí
precipitadamente las escaleras hasta el dormitorio de mi esposa. Estaba cerrado,
pero como también había estropeado el cerrojo, conseguí entrar fácilmente y, a
pesar de la intensa oscuridad, en un instante estaba junto a su cama. Tanteando
con las manos descubrí que estaba vacía, aunque deshecha.
«Debe de estar abajo -pensé;
aterrorizada por mi presencia se ha ocultado en la oscuridad del recibidor.»
Con el propósito de buscarla, me di la
vuelta para marcharme. Pero tomé una dirección equivocada. ¡Correcta!, diría
yo. Golpeé su cuerpo, encogido en un rincón, con el pie. En un instante le
lancé las manos al cuello y, ahogando su grito, sujeté su cuerpo convulso
entre las rodillas. Allí, en la oscuridad, sin una palabra de acusación o reproche,
la estrangulé hasta la muerte.
Aquí acaba el sueño. Lo he contado en
tiempo pasado, pero el presente sería la forma más apropiada, porque una y
otra vez aquella triste tragedia vuelve a ser representada en mi consciencia;
una y otra vez trazo el plan, sufro la confirmación y desagravio la ofensa.
Después todo queda en blanco; y más tarde la lluvia golpea contra los
mugrientos cristales, o la nieve cae sobre mi escaso atavío, las ruedas
chirrían por calles asquerosas donde mi vida se desarrolla en medio de la
pobreza y de los trabajos mezquinos. Si alguna vez brilla el sol, no lo
recuerdo. Si hay pájaros, no cantan.
Hay otro sueño, otra visión de la noche.
Estoy de pie, entre las sombras, sobre una carretera iluminada por la luna.
Soy consciente de la presencia de alguien más, pero no puedo determinar exactamente
de quién. Entre la penumbra de una gran vivienda, percibo el brillo de ropas
blancas; entonces la figura de una mujer aparece frente a mí en la carretera.
¡Es mi asesinada esposa! Hay muerte en su rostro y señales en su garganta.
Tiene los ojos clavados en los míos con una seriedad infinita, que no es
reproche, ni odio, ni amenaza; no es algo tan terrible como el reconocimiento.
Ante esta horrorosa aparición, retrocedo con terror; un terror que me asalta
cuando escribo. No puedo dar la forma correcta a las palabras. ¡Fíjate!
Ellas...
Ahora estoy tranquilo, pero en verdad ya no hay más que contar. El
incidente acaba donde empezó: en medio de la oscuridad y de la duda.
Sí, de nuevo tengo el dominio de mí mismo: «el capitán de mi alma».
Pero no se trata de un respiro, sino de otro estadio y fase de la expiación.
Mi penitencia, constante en grado, es mutable en aspecto: una de sus variantes
es la tranquilidad. Después de todo, se trata de cadena perpetua. «Al Infierno
para siempre», ése es el castigo absurdo: el culpable escoge la duración de su
pena. Hoy mi plazo expira.
A todos y cada uno, les deseo la paz que no fue mía.
Testimonio de la difunta Julia Hetman a través del medium Bayrolles
Me había retirado temprano y había caído casi inmediatamente en un
sueño apacible, del que desperté con una indescriptible sensación de peligro,
lo que es, según creo, una experiencia común de otra vida anterior. También me
sentí convencida de su sin sentido, aunque eso no lo desterraba. Mi marido,
Joel Hetman, estaba ausente; los sirvientes dormían en la otra parte de la
casa. Pero éstas eran cosas normales; nunca antes me habían preocupado. Sin
embargo, aquel extraño terror se hizo tan insoportable que, venciendo mi escasa
disposición, me incorporé en la cama y encendí la lámpara de la mesilla. En
contra de lo que esperaba, esto no supuso un alivio; la luz parecía añadir aún
más peligro, porque pensé que su resplandor se advertiría por debajo de la
puerta, revelando mi presencia a cualquier cosa maligna que acechara desde
fuera. Vosotros que todavía estáis vivos, sujetos a los horrores de la imag inación, os daréis cuenta de qué monstruoso miedo
debe de ser ése que, en la oscuridad, busca seguridad contra las existencias
malévolas de la noche. Es como batirse cuerpo a cuerpo con un enemigo
invisible. ¡La estrategia de la desesperación!
Después de apagar la luz, me cubrí la cabeza con la colcha y me quedé
temblando en silencio, incapaz de gritar, y sin acordarme siquiera de rezar.
En ese penoso estado debí de permanecer durante lo que vosotros llamaríais
horas; entre nosotros no existen horas: el tiempo no existe.
Finalmente apareció: ¡un ruido suave e irregular de pisadas en las
escaleras! Eran pausadas, dubitativas, inseguras, como si fueran producidas
por alguien que no viera por dónde iba; para mi mente confusa eso era mucho más
espantoso, como la proximidad de una malignidad ciega y
estúpida, para la que no valen ruegos. Estaba casi segura de que había dejado
la lámpara del recibidor encendida y el hecho de que aquella criatura caminara
a tientas demostraba que era un monstruo de la noche. Esto era absurdo y no
coincidía con mi anterior terror a la luz, pero ¿qué queréis que haga? El
miedo no tiene cerebro; es idiota. El observador sombrío que contiene y el
cobarde consejo que susurra no guardan relación. Nosotros, que hemos entrado
en el Reino del Terror, que permanecemos ocultos en el crepúsculo eterno
rodeados por las escenas de nuestra vida anterior, invisibles incluso para
nosotros mismos y para los demás, y que
sin embargo nos escondemos desesperados en lugares solitarios, lo sabemos muy
bien; anhelamos hablar con nuestros seres queridos, y sin embargo estamos
mudos, y tan temerosos de ellos como ellos de nosotros. A veces este
impedimento desaparece, la ley queda en suspenso: por medio del poder inmortal
del amor o del odio conseguimos romper el hechizo. Entonces, aquellos a los que
avisamos, consolamos o castigamos, nos ven. Qué forma adoptamos es algo que
desconocemos; sólo sabemos que aterrorizamos hasta a aquellos que más deseamos
reconfortar y de los que más anhelamos ternura y compasión.
Perdona, te lo ruego, este paréntesis
inconsecuente de lo que una vez fue una mujer. Vosotros que nos consultáis de
este modo imperfecto, no comprendéis. Hacéis preguntas absurdas sobre cosas
desconocidas y prohibidas. La mayor parte de lo que sabemos y podríamos
reflejar en nuestro discurso no tiene ningún sentido para vosotros. Debemos comunicarnos
con vosotros por medio de una inteligencia balbuciente en aquella pequeña zona
de nuestro lenguaje que vosotros sabéis hablar. Creéis que somos de otro mundo.
Pero no; no conocemos otro mundo que el vuestro, aunque para nosotros no existe
la luz del sol, ni calor, ni música, ni risa, ni cantos de pájaros, ni
compañía. ¡Dios mío! ¡Qué cosa es ser un fantasma, encogido y tembloroso en un
mundo alterado, presa de la aprensión y la deses-peración!
Pero no, no morí de miedo: aquella Cosa
se dio la vuelta y se marchó. La oí bajar, creo que apresuradamente, por las
escaleras, como si ella también se hubiera asustado. Entonces me levanté para
pedir ayuda. Apenas mi temblorosa mano hubo encontrado el tirador de la
puerta... ¡cielo santo!, oí que volvía hacia mí. Sus pisadas por las escaleras
eran rápidas, pesadas y fuertes; hacían que la casa se estremeciera. Huí hacia
una esquina de la pared y me acurruqué en el suelo. Intenté rezar. Intenté gritar el nombre de mi
querido esposo. Entonces oí que la puerta se abría de un golpe. Hubo un intervalo
de inconsciencia y, cuando me recuperé, sentí una opresión asfixiante en la
garganta, advertí que mis brazos golpeaban lánguidamente contra algo que me
arrastraba, ¡noté que la lengua se me escapaba por entre los dientes! Después
pasé a esta vida.
No, no sé lo que pasó. La suma de lo que conocemos al morir es la
medida de lo que sabemos después de todo lo que hemos vivido. De esta existencia
sabemos muchas cosas, pero nunca hay nueva luz sobre ninguna de esas páginas:
todo lo que podemos leer está escrito en el recuerdo. Aquí no hay cimas de
verdad que dominen el confuso paisaje de aquel reino dudoso. Todavía vivimos en
el Valle de la Sombra ,
ocultos en sus espacios desolados, observando desde detrás de las zarzamoras y
los matorrales a sus habitantes malvados, locos. ¿Cómo íbamos a tener
conocimiento de aquel desvanecido pasado?
Lo que ahora voy a relatar ocurrió en una noche. Sabemos cuándo es de
noche porque os marcháis a casa y podemos aventurarnos a salir de nuestros
escondrijos y dirigirnos sin miedo hacia nuestras antiguas casas, asomarnos a
las ventanas, hasta incluso entrar y observar vuestros rostros mientras dormís.
Había mero-deado durante un buen rato cerca de la casa en la que se me había
transformado tan cruelmente en lo que ahora soy, como hacemos cuando alguien a
quien amamos u odiamos está dentro. En vano había estado buscando alguna forma
de manifes-tarme, algún modo de hacer que mi existencia continuada, mi gran
amor y mi profunda pena fueran captados por mi marido y mi hijo. Si dormían,
siempre se despertarían, o si, en mi desesperación, me atrevía a acercarme a
ellos una vez despiertos, lanzarían hacia mí sus terribles ojos vivos,
aterrorizándome con las miradas que yo anhelaba y apartándome de mi propósito.
Esa noche les había estado buscando sin éxito, temerosa de
encontrármelos. No estaban en la casa, ni en el jardín iluminado por la luna.
Porque, aunque hemos perdido el sol para siempre, todavía nos queda la luna,
completamente redonda o imperceptible. A veces brilla por la noche, a veces de
día, pero siempre sale y se pone como en la otra vida.
Dejé el jardín y me fui, acompañada por la luz blanca y el silencio,
hacia la carretera, sin dirección definida y entristecida. De repente oí la voz
de mi pobre esposo que lanzaba exclamaciones de sorpresa, junto a la de mi
hijo que procuraba tranquilizarle y disuadirle. Y allí
estaban, a la sombra de un grupo de árboles. Cerca, ¡tan cerca! Tenían sus
caras vueltas hacia mí, los ojos de mi esposo se clavaban en los míos. Me vio,
¡por fin, por fin me vio! Al advertir esta sensación, mi miedo desapareció como
un sueño cruel. El hechizo de la muerte estaba roto: ¡El Amor había vencido a la Ley ! Loca de alegría, grité,
debí de haber gritado: «Me ve, me ve: ¡me comprenderá!» Entonces, tratando de
controlarme, avancé hacia él, sonriente y consciente de mi belleza, para
arrojarme en sus brazos, consolarle con palabras cariñosas y, con la mano de
mi hijo entre las mías, pronunciar palabras que restauraran los lazos rotos
entre los vivos y los muertos.
Pero, ¡ay! ¡Ay de mí! Su cara estaba
pálida de terror, sus ojos eran como los de un animal acorralado. Mientras yo
avanzaba, él se alejaba de mí, y por fin se dio la vuelta y salió huyendo por
el bosque. Hacia dónde, es algo que desconozco.
A mi pobre hijo, abandonado con su doble
desolación, nunca he sido capaz de comunicarle ninguna sensación de mi
presencia. Pronto, también él, pasará a esta Vida Invisible y le habré perdido
para siempre.
1.007. Briece (Ambrose)
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