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lunes, 9 de diciembre de 2013

El entierro prematuro

Hay algunos temas que despiertan un interés absorbente, pero demasia­do horribles para una obra de ficción. El mero escritor romántico debe evitarlos si no quiere ofender o provocar disgusto. Sólo se los trata con decoro cuando la verdad severa y majestuosa los consagra y les da sus­tento. Nos estremecemos, por ejemplo, con el más intenso de los "dolo­res placenteros" frente a las crónicas del paso del Beresina, el terremoto de Lisboa, la peste de Londres, la noche de San Bartolomé o la muerte por asfixia de ciento veintitrés prisioneros en el Pozo Negro de Calcuta. Pero lo que nos excita es que se trata de hechos reales, lo que nos con­mueve es su carácter histórico. Si fueran obras de la imaginación, no nos provocarían más que rechazo.
Acabo de mencionar unas pocas calamidades de las más notables e ilustres que se recuerdan, pero en ellas lo que impresiona tan vívida­mente la imaginación no es solo el carácter del desastre, sino su magni­tud. No necesito recordar al lector que, del largo y horripilante catálogo de miserias humanas, podría haber elegido muchos casos particulares más llenos de sufrimiento agobiante que estas vastas catástrofes genera­les. La desdicha verdadera, el infortunio supremo es siempre particular, no difuso. ¡Agradezcamos a un Dios misericordioso que los extremos más horribles de la agonía le acontezcan al hombre individual y nunca al hombre masa!
Ser enterrado vivo es, sin lugar a dudas, el más tremendo de los extremos que jamás le haya tocado vivir a un simple mortal. Y que le ha tocado con frecuencia, con demasiada frecuencia, es algo que nadie que se detenga a pensar un poco podrá negar. Las fronteras que separan la Vida de la Muerte son, en el mejor de los casos, turbias e indefinidas. ¿Quién puede decir dónde termina una y comienza la otra? Sabemos de enfermedades en las cuales cesan aparentemente todas las funciones vitales, aunque en rigor se trata de meras interrupciones. Son sólo pau­sas temporarias en el funcionamiento del incompren-sible mecanismo. Transcurre luego un tiempo y algún principio misterioso y oculto pone de nuevo en marcha los piñones mágicos, las maravillosas ruedecillas. El hilo de plata no se había cortado para siempre, el cántaro de oro no se había roto irreparablemente. Pero, entretanto, ¿dónde estaba el alma?
Sin embargo, aparte la inevitable conclusión a priori de que tales causas deben producir tales efectos -de que la existencia reconocida de tales casos de vida en suspenso debe provocar naturalmente entierros prematuros, aparte esta consideración, contamos con testimonios directos de la experiencia vulgar y de la medicina que prueban que real­mente existe gran número de estos sepelios. Uno de ellos, notable por las circunstancias y del cual quizá tengan memoria algunos lectores, suce­dió no hace mucho en la vecina ciudad de Baltimore. La esposa de uno de los ciudadanos más respetables -abogado de nota y miembro del Congreso- cayó presa de una súbita e inexplicable enfermedad que des­concertó totalmente a los médicos. Después de incontables sufrimientos murió o, al menos, así se supuso. De hecho, nadie sospechó que no esta­ba realmente muerta ni tuvo razón alguna para sospecharlo. Presentaba todas las apariencias habituales de la muerte. El rostro adquirió el acos­tumbrado contorno demacrado y enjuto. Los labios tenían la palidez del mármol. Los ojos carecían de brillo. Faltaba el calor. No había pulso. Transcurrieron tres días sin que el cuerpo fuera enterrado y éste adqui­rió una rigidez de piedra. Entonces se aceleró el sepelio en razón del rápi­do avance de lo que se creía que era descomposición.
Se depositó el cuerpo en la bóveda familiar, que durante tres años se mantuvo cerrada. Al expirar este plazo fue abierta para recibir un ataúd, pero, ¡ay!, ¡qué aterradora escena aguardaba al marido que abrió las puertas en persona! En el momento en que se movieron las hojas, cayó en sus brazos un objeto envuelto en telas blancas. Era el esqueleto de su mujer cubierto todavía por la mortaja intacta.
Una esmerada investigación reveló que la mujer había recuperado el conocimiento dos días después del entierro; que su forcejeo dentro del cajón había provocado la caída de éste al piso de la bóveda y que al rom­perse el cajón ella pudo salir en libertad. Una lámpara llena de aceite que había quedado por error dentro del sepulcro apareció vacía, pero, no obstante, podía ser que su contenido se hubiera evaporado. En el pelda­ño superior de la escalera que llevaba al pavoroso cuarto había un trozo de ataúd, con el cual, al parecer, la mujer había golpeado la puerta para llamar la atención. Tal vez se desmayó mientras golpeaba o murió de puro terror y, en la caída, su mortaja se enredó en un herraje que sobre­salía. Así quedó y así se pudrió, erguida.
En el año 1810 hubo en Francia un enterrado vivo, sepultado en cir­cunstancias tales que corroboran plenamente la afirmación de que la realidad supera sin duda a la ficción. La heroína de la historia era una tal Victorine Lafourcade, joven de ilustre familia, rica y muy bella. Entre sus muchos pretendientes estaba Julien Bossuet, pobre litterateur o periodis­ta de París. Su talento y amabilidad le habían ganado la atención de la heredera, quien, según parece, se enamoró sinceramente de él, pero su orgullo de casta pudo más y finalmente lo rechazó para casarse con mon­sieur Renelle, banquero y diplomático de cierto renombre. Sin embargo, después del casamiento, este caballero la desatendió y quizá hasta la maltrató. Tras unos desdichados años de matrimonio, la mujer murió, o al menos su estado se pareció tanto a la muerte como para engañar a todos los que la vieron. Fue enterrada, aunque no en una bóveda, sino en una tumba sin pretensiones, en su pueblo natal. Lleno de dolor e inflamado aún por el recuerdo de su amor profundo, el amante viaja desde la capital a la provincia con el romántico propósito de desen-terrar a la muerta y llevarse sus exuberantes trenzas. Llega a la tumba. A medianoche desentierra el ataúd, lo abre y en el mismo momento en que está cortando el pelo, advierte que los ojos amados se han abierto. La dama había sido enterrada viva. El último aliento no la había abando­nado aún cuando las caricias de su amante la despertaron de ese letargo interpretado como muerte. Frenético, la llevó hasta su alojamiento en el pueblo y le administró unos tónicos poderosos que aconsejaron médicos ilustres. Al fin, la dama revivió. Reconoció a su salvador y se quedó con él hasta recuperar paulatinamente la salud. Su corazón de mujer no era de piedra y esta última lección de amor bastó para ablandarlo. Hizo a Bossuet depositario de todo su amor. En lugar de volver con el marido, le ocultó su resurrección y escapó con su amado a América. Veinte años más tarde volvieron los dos a Francia, convencidos de que el paso del tiempo había cambiado tanto el aspecto de la dama como para que sus amigos no pudieran reconocerla. Se equivocaban, sin embargo. A la pri­mera reunión, monsieur Renelle la reconoció y reclamó su regreso. Ella resistió sus pretensiones y un tribunal de justicia le dio apoyo, dictami­nando que las particularísimas circunstancias del caso y los largos años transcurridos finiquitaban los derechos del marido, no solo desde el punto de vista de la equidad, sino de la ley.
La Revista de Cirugía de Leipzig, periódico de grandes méritos y auto­ridad que algún editor norteamericano bien podría traducir y publicar en inglés, registra en un número reciente un penoso caso de este tipo.
Cierto oficial de artillería, hombre de estatura gigantesca y salud de hierro, sufrió una contusión grave en la cabeza al ser lanzado de su silla por un caballo ingobernable. El golpe lo dejó de inmediato sin conoci­miento y con una fractura leve en el cráneo, pero no se temía por su vida. Se practicó con éxito una trepanación. Se le hicieron sangrías y se aplicaron muchos otros de los habituales tratamientos de alivio. No obs­tante, fue cayendo progresiva-mente en un estado de estupor que no tenía cura y, por fin, todos creyeron que había muerto.
Hacía calor y lo enterraron en un cementerio público con una prisa indecorosa. Las exequias se llevaron a cabo un jueves. Al domingo siguiente, estando el camposanto muy concurrido, como era costumbre, se produjo al mediodía un gran revuelo provocado por un campesino que, habiéndose sentado sobre la tumba del oficial, sintió una conmo­ción bajo la tierra, como si alguien estuviera forcejeando allá abajo. Al principio casi nadie prestó atención a las afirmaciones del buen hombre, pero más tarde su evidente terror y la porfiada insistencia con que repi­tió la historia tuvieron por fin el efecto que era de esperar. Algunos pro­curaron palas y en pocos minutos la tumba, vergonzosamente superficial, quedó abierta y dejó ver la cabeza del ocupante. Parecía muerto, pero se hallaba casi sentado dentro del ataúd, cuya tapa había levantado en parte en su frenética lucha.
Lo llevaron de inmediato al hospital más cercano, donde se lo decla­ró vivo aunque en estado de asfixia. Después de algunas horas revivió, reconoció a sus amigos y relató sus angustias en el sepulcro con frases entrecortadas.
Según se dedujo del relato, seguramente estuvo consciente durante más de una hora después de la inhumación. La tumba había sido relle­nada descuidadamente con tierra suelta en extremo porosa, de modo que forzosamente penetró algo de aire. Oyó los pasos de la gente sobre su cabeza e intentó hacerse oír a su vez. Según él, fue el tumulto produ­cido en el cementerio lo que pareció despertarlo de un profundo sueño, pero apenas estuvo despierto tuvo plena conciencia del horror de su situación.
De acuerdo con la historia clínica, el paciente iba mejorando y pare­cía encaminarse a una recuperación definitiva, pero sucumbió ante experimentos médicos rayanos en el curande-rismo. Le aplicaron un tra­tamiento con pila galvánica y expiró en uno de esos paroxismos estáti­cos que a veces ésta produce.
Sin embargo, la mención de la pila galvánica me trae a la memoria un caso famoso y extra-ordinario en el cual dicha pila sirvió para devol­verle la vida a un joven abogado londinense que había estado enterrado durante dos días. El hecho ocurrió en 1831 y en el momento causó sen­sación donde-quiera fue tema de conversación.
El paciente, Edward Stapleton, había muerto aparentemente de fie­bre tifoidea acompañada de algunos síntomas insólitos que despertaron la curiosidad de sus médicos. Después del aparente deceso, se solicitó a los amigos del difunto que autorizaran una autopsia, pero éstos se nega­ron. Como sucede a menudo ante las negativas de este tipo, los médicos decidieron exhumar el cadáver y disecarlo en privado a su gusto. Hicieron arreglos con una de las muchas bandas de profanadores de tumbas que hay en Londres y la tercera noche después de la inhumación el supues­to cadáver fue desenterrado de una tumba de dos metros y medio de pro­fundidad y llevado a una sala de operaciones de un hospital privado.
Ya se había efectuado una incisión de cierta longitud en el abdomen cuando el aspecto lozano y saludable del sujeto aconsejó la aplicación de la pila. Los experimentos se sucedieron con los efectos acostumbrados, sin que nada excepcional pudiera observarse, salvo, en una ocasión, un grado más intenso de similitud con la vida durante las convulsiones.
Se hacía tarde. Estaba por amanecer y se consideró necesario pro­ceder a la disección. Pero uno de los estudiantes, particularmente empeña-do en probar una teoría propia, insistió en que se aplicara la pila a uno de los músculos pectorales. Se hizo una incisión irregular, donde se colo­có apresuradamente uno de los cables de contacto; en ese instante, con un movimiento rápido pero nada convulsivo, el paciente se incorporó, caminó hasta el medio de la sala, miró a todos sobre-cogido por algunos segundos y luego... habló. Lo que dijo fue incomprensible, pero sin duda se trataba de palabras: el silabeo era claro. Cuando terminó de hablar, cayó pesadamente al suelo.
Durante unos segundos todos quedaron paralizados de espanto, pero la urgencia del caso les devolvió la presencia de ánimo. Se comprobó que el señor Stapleton estaba vivo, aunque desfallecido. Cuando se le administró éter revivió y rápidamente recobró la salud. Retornó enton­ces a la compañía de sus amigos, a quienes, empero, se ocultó toda noti­cia de su resurrección hasta desaparecer todo temor de una recaída. Es de imaginar el estupor de los amigos, su maravillado asombro.
Sin embargo, lo más impresionante de este episodio es lo que el pro­pio Stapleton refiere. Manifiesta que en ningún momento estuvo total­mente inconsciente, que -de manera oscura y borrosa- se daba cuenta de todo lo que le sucedía, desde el instante mismo en que los médicos lo declararon muerto hasta el momento en que cayó incons­ciente al piso del hospital. "Estoy vivo", fueron las palabras incompren­sibles que en su angustia apenas había intentado balbucear al reconocer la sala de disecciones.
No sería difícil multiplicar historias como éstas, pero no lo hago por­que en realidad no hay ninguna necesidad de demostrar que se produ­cen inhumaciones prematuras. Pero cuando pensamos en cuán pocas veces, dada la naturaleza del caso, podemos descubrirlas, debemos reco­nocer que pueden ocurrir frecuentemente sin que nos enteremos. En rigor, rara vez se ha excavado en cierta extensión la tierra de un cementerio por cualquier motivo sin que aparecieran esqueletos en posiciones que alientan las más horrendas sospechas.
Sí, horrenda la sospecha, pero ¡más horrenda aún la fatalidad! Sin vacilación puede decirse que ninguna circunstancia produce mayor angustia física y mental que el entierro en vida. La insoportable opresión de los pulmones, las asfixiantes emanaciones de la tierra húmeda, las vestiduras fúnebres adheridas al cuerpo, el rígido abrazo de la estrecha bóveda, la negrura de la noche absoluta, el silencio semejante a un mar abrumador, la presencia invisible pero palpable del gusano triunfal; todo esto, más el hecho de pensar en el aire y la hierba que quedaron arriba, recordar a los amigos queridos que vendrían volando a rescatarnos si conocieran nuestra suerte y saber positivamente que jamás tendrán noti­cia de ella, todas estas consideraciones, digo, llevan al corazón todavía palpitante a un grado de horror tan atroz, tan insoportable, que la ima­ginación más audaz retrocede. No conocemos nada más angustioso que haya en la Tierra, no podemos imaginar nada más horrendo ni en las más profundas comarcas del infierno. Por eso es que todos los relatos sobre este tema tienen hondo interés, pero un interés que, no obstante, por el temor sagrado que inspira el tópico mismo, depende precisa y específicamente de la convicción que tengamos sobre la verdad del rela­to. Lo que voy a narrar ahora es mi propio conocimiento real, mi expe­riencia personal y concreta.
Durante varios años había padecido ataques de esa singular afección que los médicos, a falta de nombre mejor, denominan catalepsia. Si bien las causas inmediatas y las que determinan la propensión a esta enfer­medad, así como su diagnóstico concreto, todavía son misteriosos, se comprende con suficiente claridad su carácter más evidente. A veces, el paciente yace un solo día, y hasta períodos más cortos aún, en una espe­cie de letargo abismal. Está inconsciente y no puede moverse, pero las pulsaciones cardíacas siguen percibiéndose débilmente, quedan vestigios de calor y algo de color en las mejillas y, si se le acerca un espejo a los labios, se puede percibir una vacilante e irregular actividad de los pul­mones. Pero a veces el trance dura semanas y hasta meses, sin que la revisión más cuidadosa ni los estudios médicos más rigurosos puedan establecer una distinción material entre el estado del paciente y lo que entendemos por muerte absoluta. No es raro que el paciente se salve de un entierro prematuro sólo por la intervención de sus amigos y porque éstos saben de sus anteriores ataques de catalepsia, por la sospecha que se despierta, pero sobre todo por la ausencia de todo signo de descom­posición. Felizmente el avance de la enfermedad es gradual. Las prime­ras manifestaciones son inequívocas aunque leves. Los ataques se hacen más característicos y cada vez duran más que los anteriores. En esto reside la principal seguridad de que no habrá una inhumación prematura. El desventurado cuyo primer ataque tuviera ya el carácter grave que es fre­cuente casi inevitablemente sería enterrado vivo.
Mi propio caso difería en rasgos sin importancia de los que figuraban en los libros de medicina. Sin causa aparente, me iba sumergiendo poco a poco en un estado de semisíncope o desmayo, y permanecía así, sin dolor alguno, sin posibilidad de moverme ni de pensar en el sentido estricto de esta palabra, pero con una borrosa y letárgica conciencia de la vida y de la presencia de quienes rodeaban mi lecho, hasta que la cri­sis de la enfermedad me devolvía de pronto el conocimiento. En otras ocasiones, el ataque era súbito e impetuoso. Me sentía mal, entumecido de frío, mareado, y en el acto quedaba postrado. Durante semanas ente­ras todo era un vacío negro y silencioso, y la nada se convertía en el uni­verso. La aniquilación definitiva no podía ser más absoluta. Sin embargo, de estos episodios súbitos me despertaba muy paulatina-mente en comparación con lo repentino del ataque. De la misma manera que amanece para el mendigo sin hogar y sin amigos que deambula por las calles en la larga y desolada noche invernal, tan tardía y cansadamente, con tanta alegría volvía a mí la luz del alma.
Fuera de esta tendencia a los trances catalépticos, empero, mi salud general parecía buena y no podía advertirse que mi enfermedad princi­pal la afectara en ningún sentido, a menos que se interpretara como efecto secundario cierta particularidad de mi sueño normal. Al desper­tarme de un dormir profundo, nunca podía recuperar de inmediato la plena posesión de mis sentidos y quedaba durante varios minutos en un estado de extravío y perplejidad, con las facultades mentales en general, y la memoria en particular, en suspenso.
En todo lo que soportaba no había sufrimiento físico, pero sí una enorme penuria moral. Mi imaginación se volvió tenebrosa. Hablaba de "gusanos, tumbas y epitafios". Me extraviaba en ensueños de muerte y la idea de un entierro prematuro se hizo dueña de mi mente. El espeluz­nante peligro que me obsesionaba me perseguía día y noche. De día, la tortura de la meditación era excesiva; de noche, era suprema. Cuando la lúgubre oscuridad envolvía la Tierra, me asaltaban los pensamientos más horrorosos y temblaba literalmente, temblaba como los trémulos penachos de las carrozas fúnebres. Cuando ya la naturaleza no consentía más la vigilia, me entregaba luchando al sueño, pues me estremecía pensar que, al despertarme, podía hallarme encerrado en una tumba. Cuando por fin me hundía en el sueño, me precipitaba de inmediato en un mundo de fantasmas, por encima de los cuales se cernían, nublándolo todo, las inmensas alas sombrías de la misma idea sepulcral.
De las innumerables imágenes tétricas que me acosaban en sueños, recordaré aquí sólo una. Me parecía estar sumergido en un trance cata­léptico de duración y profundidad mayores que las habituales. De pron­to, una mano helada se posó sobre mi frente al tiempo que una voz impaciente farfulló en mi oído una única palabra: "¡Levántate!"
Me senté. La oscuridad era total. No podía ver la figura de quien me había despertado. No podía recordar la fecha en que había caído en mi trance ni el lugar donde me encontraba. Mientras estaba ahí, inmóvil, ocupado en ordenar mis pensamientos, la gélida mano me aferró violen­tamente la muñeca y la sacudió con furia mientras decía, con la misma voz entrecortada:
-¡Levántate! ¿No te ordené que te levantaras?
-¿Y quién eres tú? -pregunté.
-No tengo nombre en las comarcas donde habito -replicó la voz, lastimera-. Fui un hombre, pero ahora soy un demonio. Fui implacable, pero soy digno de lástima. Tú ves cómo tiemblo. Rechinan mis dientes cuando hablo, pero no es por el frío de la noche... la interminable noche. Este horror es intolerable. ¿Cómo puedes tú dormir tranquilamente? El clamor de estos infinitos tormentos me impide descansar. Veo escenas que no puedo soportar. ¡Arriba! Acompáñame a la noche y déjame abrir para ti las tumbas. ¿No es éste un espectáculo de sufrimiento? ¡Mira!
Miré. La invisible figura que todavía asía mi muñeca descubrió para mí las tumbas de la humanidad entera, y de todas ellas partían débiles fosfores-cencias pútridas, de modo que pude observar los rincones más recónditos y ver allí los cuerpos amortajados en su solemne sueño triste poblado de gusanos. Pero, iay!, los dormidos eran los menos, y los que no dormían, millones; había allí una débil lucha, una penosa agitación, y de las profundidades mismas de la multitud de tumbas se levantaba el melancólico roce de las ropas de los muertos. Entre los que parecían descansar en paz vi que muchos habían modificado, en mayor o menor grado, la posición rígida e incómoda en que habían sido sepultados origi­nalmente. Y mientras contemplaba el espectáculo, la voz habló de nuevo:
-¿No es acaso, ¡oh Dios!, una escena lastimosa? -pero antes de que pudiera encontrar palabras para responderle, la figura soltó mi muñeca, las luces fosforescentes se desvanecieron y se cerraron los sepulcros con brusquedad, mientras se elevaba un clamor de gritos deses­perados que repetían: "¿No es acaso, ¡oh Dios!, una escena lastimosa?"
Estas fantasías, engendradas durante la noche, invadían también con su terrorífica influencia mis horas de vigilia. Estaba cerca de la pos­tración nerviosa y era presa de un perpetuo horror. Dudaba de cabalgar, caminar o emprender cualquier tipo de actividad que pudiera alejarme de casa. De hecho, no osaba ya estar en compañía de otros, como no fue­ran los que conocían mi proclividad a la catalepsia, por miedo de que, víctima de uno de mis habituales ataques, me enterraran sin comprobar mi estado real. Abrigaba dudas sobre la lealtad de mis más caros amigos. Temía que, durante un acceso más largo que lo habitual, lograran per­suadirlos de que mi estado era irreversible. Llegué incluso a temer que, vistas las contrariedades que yo causaba, pudieran sentirse inclinados a considerar cualquier acceso prolongado como excusa suficiente para librarse de mí sin más trámite. En vano trataban de tranquilizarme con las más solemnes promesas. Les arranqué juramentos sagrados de que, en ninguna circunstancia, me enterrarían si la descomposición no esta­ba tan avanzada que ya fuese imposible toda conservación. Así y todo, mi terror mortal no escuchaba razones, no admitía consuelo alguno. Adop­té rebuscadas precau-ciones. Entre otras cosas, hice refaccionar el pan­teón de la familia de modo de poder abrirlo fácilmente desde adentro. La más leve presión ejercida sobre una larguísima palanca que penetraba profundamente en el recinto bastaba para abrir los portones de hierro. Hice arreglos para que el aire y la luz penetraran en el interior y coloqué recipientes de agua y alimentos al alcance del féretro que me estaba des­tinado. El propio ataúd se aderezó con un revestimiento muelle y cálido, además de una tapa que funcionaba como las puertas de las criptas, pro­vista de resortes tan celosos que el menor movimiento del cuerpo basta­ría para abrirla. Además de todo esto, se dispuso en el techo de la bóveda una gran campana, cuya cuerda pendía sobre el féretro y penetraba en él a través de un agujero, por debajo del cual estaría atada a la mano del muerto. Pero, ¡ay!, ¿de qué vale la previsión contra el Destino del hom­bre? ¡No bastaban ni siquiera estas ingeniosas precaucio-nes para librar del terror de ser enterrado vivo a un infeliz condenado a esa suerte!
Me encontré en cierto momento -como tantas veces me había ocurrido- emergiendo de la inconsciencia total a la primera y tenue sensación de existencia. Lentamente, a paso de tortuga, se acercaba el alba gris y pálida del día psíquico. Una desazón aletargada. Una sensa­ción apática de dolor sordo. Ninguna preocupación, ninguna esperanza, ningún esfuerzo. Luego, tras un largo intervalo, un ruido zumbante en los oídos; luego, después de un lapso aún más largo, una sensación de hormigueo o cosquilleo en las extremidades, y después, un período apa­rentemente eterno de placentera quietud, en el cual los sentimientos que despiertan luchan por volverse pensamientos; una nueva recaída en la nada y por fin una rápida recuperación. El leve parpadeo de un ojo y, acto seguido, una descarga de terror funesto e indefinido, que bombea torrentes de sangre de las sienes al corazón. Y ahí, el primer conato de pensamiento. Y el primer esfuerzo por recordar. Un éxito parcial y efí­mero. Hasta que la memoria recupera tanto su poder que, en cierta medida, soy consciente de mi estado. Sé que no me estoy despertando del sueño cotidiano. Recuerdo que he padecido de catalepsia. Entonces, por fin, como en una embestida del mar, mi trémulo espíritu se doblega ante el único y horrendo peligro, la única y eterna idea espectral que me domina.
Poseído por esta idea, quedé inmóvil durante algunos minutos. ¿Por qué? No tenía valor para moverme. No me atrevía a emprender el esfuerzo que confirmaría mi destino y, sin embargo, algo le decía a mi corazón que esta vez había ocurrido. Sólo la desesperación, de una índo­le mayor que ninguna otra, me obligó, después de largas vacilaciones, a levantar los pesados párpados. Estaba oscuro, todo oscuro. Supe que el ataque había terminado. Supe que la crisis de mi enfermedad estaba superada. Supe que había recobrado plenamente el sentido de la vista y, sin embargo, estaba oscuro, todo oscuro, sin luz como en la intensa y perfecta noche eterna.
Traté de gritar, y mis labios y mi lengua reseca se movieron convul­sivamente, pero ninguna voz logró salir de mis cavernosos pulmones, que se ahogaban y palpitaban con el corazón a cada laborioso resuello, como abrumados por el peso de una enorme montaña.
Al mover las mandíbulas en mi esfuerzo por gritar, comprobé que las tenía atadas, como suele suceder con los cadáveres. Sentí asimismo que yacía sobre algún material duro y que alguna sustancia similar oprimía también mis costados. Hasta ese momento no había intentado mover los miembros, pero entonces levanté bruscamente los brazos que tenía esti­rados, con las muñecas cruzadas. Golpearon contra algo de madera que se prolongaba a lo largo de mi cuerpo, separado unos quince centímetros de mi rostro. Ya no podía dudar de que estaba encerrado en un ataúd.
Entonces, entre los infinitos sufrimientos, apareció el dulce queru­bín de la esperanza, porque recordé mis precauciones. Retorcí el cuerpo e hice esfuerzos espasmódicos para abrir la tapa: no se movió. Palpé las muñecas buscando la cuerda de la campana: no apareció. Y así el con­suelo me abandonó para siempre y una desesperación más implacable aún se enseñoreó de mí porque advertí la ausencia de las mullidas telas por mí preparadas y llegó hasta mí súbitamente el olor peculiar de la tie­rra húmeda.
La conclusión era irresistible. No me hallaba en el panteón de mi familia. Había sufrido un acceso fuera de casa, entre extraños -cuándo y cómo no podía recordar-, y ellos me habían enterrado como a un perro, me habían metido en un ataúd común remachado con clavos y depositado para siempre en las profundidades de alguna tumba vulgar y sin nombre.
Dominado por esta horrible certeza, intenté una vez más gritar desde lo más recóndito de mi alma. Y en este segundo intento, lo logré. Un largo y salvaje alarido sin fin, un bramido de agonía resonó en el dominio de la noche subterránea.
-¡Hola! ¡Hola! ¿Quién está ahí? -dijo una voz ronca en respuesta. 
-¿Qué demonios pasa ahora? -gruñó otra voz. 
-¡Salga de ahí! -exclamó una tercera.
-¿Qué pretende aullando de esa manera, como un gato montés? -dijo otra, y ahí mismo me zamarrearon sin piedad durante unos minu­tos varios individuos de aspecto dudoso.
No me despertaron de mi sueño, pues ya estaba totalmente despabi­lado cuando grité, pero me devolvieron la plena posesión de mi memoria.
La aventura había sucedido en Richmond (Virginia). Durante una expedición de caza me había alejado unos kilómetros por la costa del río James acompañado por un amigo. Se hizo de noche y nos sorprendió una tormenta. Nos refugiamos en el único lugar posible, la cabina de un pequeño balandro cargado de panes de tierra que estaba anclado en el río. Nos arreglamos como pudimos y pasamos la noche a bordo. Yo dormí en una de las dos únicas literas existentes y es ocioso describir cómo son las literas de un balandro de sesenta o setenta toneladas. La que yo ocu­paba carecía totalmente de ropa de cama y su ancho máximo era de cua­renta y cinco centímetros. Igual distancia habría entre ella y la cubierta, que me hacía de techo. Me fue muy difícil introducirme ahí. No obstan­te dormí profundamente y toda mi visión al despertar -que no fue un sueño, ni una pesadilla- surgió espontáneamente de las circunstancias de mi posición, del sesgo habitual de mis pensamientos y de la dificultad ya descripta para recobrar el sentido y la memoria hasta no haber pasa­do largo tiempo después de despertarme de un sueño profundo. Los hombres que me sacudieron eran los integrantes de la tripulación y unos estibadores contratados para cargar. El olor de tierra húmeda venía de la misma carga. Y el vendaje que me cerraba las mandíbulas era nada más que el pañuelo de seda que me había puesto en la cabeza a falta de mi gorro de dormir.
Sin embargo, los tormentos que padecí fueron idénticos a los de una sepultura real. Me resultaron aterradores, inconcebiblemente horren­dos. Pero del mal proviene a veces el bien, porque su propio exceso pro­dujo en mi espíritu una inevitable aversión. Mi alma se templó. Emprendí un viaje al extranjero. Hice mucho ejercicio. Respiré el aire puro del cielo y pensé en otros temas. Me deshice de los libros de medi­cina. Quemé a Buchan. Dejé de leer Meditaciones nocturnas; ya no más altisonantes historias de cemen-terios y pesadillas como ésta. En síntesis, me convertí en un hombre nuevo y viví una vida humana. Desde aque­lla noche abandoné para siempre mis lúgubres aprensiones y con ellas se esfumó la catalepsia, de la cual, quizás, habían sido más la causa que el efecto.
Hay momentos en que, aun para el sobrio ojo de la razón, el mundo de nuestra triste humanidad puede adoptar el aspecto de un infierno, pero la imaginación del hombre no es Caratis para explorar con impuni­dad todos sus recovecos. Pero ¡ay de mí! La funesta legión de terrores sepulcrales no puede considerarse totalmente imaginaria, pero, al igual que los demonios en cuya compañía Afrasiab hizo su viaje por el Oxus, deben dormir o nos devorarán, debemos permitirles el sueño, pues de lo contrario pereceremos.

1.011. Poe (Edgar Allan)

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