Un corto silencio entre los comensales, y en medio
del murmullo de las conversaciones, alrededor de las mesas lejanas y del ruido
ahogado de los pasos de los criados, que traían y llevaban los platos, alguien
declaró con voz dulce y tranquila:
-¡A mí me encantan las negras!
Antón Ivanich, el subjefe de la oficina, por poco
deja caer la copa de vodka que se llevaba a los labios; un criado dirigió al
que había pronunciado tales palabras una mirada de asombro; todos volvieron la
cabeza para ver quién había dicho aquella cosa extraña. Y todo el mundo vio la
carita con bigotito rojo, los ojillos opacos y la cabecita cuidadosamente
peinada de Semen Vasilevich Kotelnikov.
Durante cinco años habían trabajado con él en la
oficina, todos los días le daban la mano al llegar y al marcharse, todos los
días le hablaban, todos los meses después de cobrar, comían con él, como aquel
día, en un restaurante, y, no obstante, se les antojaba que aquel día lo veían
por primera vez. Lo vieron y se llenaron de extrañeza. Observaron que no era
feo del todo, a pesar de su absurdo bigote y sus pecas, semejantes a las
salpicaduras de barro lanzadas por un automóvil. Observaron también que no
vestía mal y que llevaba un cuello muy limpio.
El subjefe, después de fijar largamente su mirada de
asombro en Kotelnikov, dijo:
-Pero Semen…
-¡Semen Vasilievich! -pronunció, con cierta
dignidad, Kotelnikov.
-Pero Semen Vasilievich, ¿le gustan a usted las
negras?
-Sí, me gustan mucho.
El subjefe miró con ojos de pasmo a todos los
empleados sentados a la mesa, y soltó la carcajada:
-¡Ja,ja,ja! ¡Le gustan las negras! ¡Ja, ja, ja!
Y todos se echaron a reír. El mismo Kotelnikov se
rió, un poco confuso, y enrojeció de gusto; pero al mismo tiempo le asaltó un
ligero temor: el de que aquello le causase disgustos.
-¿Lo dice usted seriamente? -preguntó el subjefe
cuando acabó de reírse.
-¡Y tan seriamente! Hay en las mujeres negras un
gran ardor y algo…exótico.
-¿Exótico?
Se echaron de nuevo a reír; pero al mismo tiempo
todos pensaron que Kotelnikov era seguramente un hombre listo e instruido,
cuando conocía una palabra tan extraña: "exótico". Luego empezaron a
discutir, asegurando que no era posible que gustasen las negras; además de ser
negras tenían la piel como cubierta de barniz, y los labios gruesos y olían
mal.
-¡Y, sin embargo, me gustan! -insistió modestamente
Kotelnikov.
-¡Allá usted! -dijo el subjefe-. Yo, por mi parte,
detesto a esas bestias color de betún.
Todos sintieron una especie de satisfacción al pensar
que había entre ellos un hombre tan original que enloquecía por las negras. Con
este motivo, los comensales de Kotelnikov pidieron seis botellas más de
cerveza. Miraban con cierto desprecio a las otras mesas, en las que no habían
un hombre de tanta originalidad.
Las conversaciones terminaron. Kotelnikov estaba
orgullosísimo de su papel. Ya no encendía él sus cigarrillos sino que esperaba
a que el criado se los encendiese.
Cuando las botellas de cerveza estuvieron vacías, se
pidieron otras seis. El grueso Polsikov dijo a Kotelnikov en tono de reproche:
-¿Por qué no nos tuteamos? Ya que desde hace tanto
años trabajamos juntos…
-¡No tendría inconveniente! ¡Con mucho gusto!
-aceptó Kotelnikov.
Tan pronto se entregaba de lleno a la alegría de
verse, al fin, comprendido y admirado, como sentía el vago temor de que le
pagasen.
-Después de ver "Bruderschaft" con
Polsikov, bebió con Troitzky, Novoselov y otros camaradas, cambiaba besos con
todos y los miraba con ojos amorosos y tiernos.
El subjefe no bebió "Bruderschaft" con él,
pero le dijo amistosamente:
-Venga usted por casa alguna vez. Mis hijas verán
con curiosidad a un hombre a quien le gustan las negras.
Kotelnikov saludó, y aunque se tambaleaba un poco a
causa de la cerveza, todos convinieron en que era muy "chic".
Después de irse el subjefe, bebieron más, y todos
juntos salieron a la calle, tropezando con los transeúntes.
Kotelnikov marchaba en medio de sus camaradas,
sostenido por Polsikov y Troitzky.
-No, muchachos -decía; no pueden comprenderlo. En
las negras hay algo exótico.
-Tonterías -contestaba severamente Polsikov. No sé
lo que puede encontrarse en ellas. Del color del betún…
-No, amigo, careces de gusto. La negra es una cosa…
Hasta entonces no había pensado nunca en las negras,
y no acertaba a dar con la definición justa.
-¡Tienen temperamento!
Pero Polsikov no se dejaba convencer y seguía
discutiendo.
-¡Haces mal en discutir! -le dijo Troitzky-. Nuestro
amigo Kotelnikov tendrá sus razones. Además, sobre gustos no hay nada escrito.
Y dirigiéndose a Kotelnikov, añadió:
-¡No hagas caso, Semen! Sigue pirrándote por tus
negras. Estoy tan contento, que tengo ganas de armar un escándalo.
-A pesar de todo, no lo comprendo -insistía Polsikov.
Del color de betún… Para mí, ni siquiera son mujeres.
-¡No, amigo, te engañas! -insistía a su vez
Kotelnikov. Porque mira, hay algo en las negras…
Iban tambaleándose un poco, ligeramente borrachos,
hablando en alta voz, tropezando con la gente y muy satisfechos de sí mismos.
Una semana después, todo el departamento sabía que
al empleado público Kotelnikov le gustaban mucho las negras. Algunas semanas
más tarde, este hecho era ya conocido por los porteros de todo el barrio, por
los solicitantes que acudían a la oficina, hasta por el agente de policía de
servicio en la esquina de la
calle. Las señoritas mecanógrafas de las secciones vecinas se
asomaban un instante a la puerta para ver al hombre original a quien le
gustaban las negras. Kotelnikov recibía estas muestras de atención con su
modestia habitual.
Un día se decidió a hacer una visita a su jefe;
mientras tomaba té con confitura de cerezas, hablaba de las negras y de algo
exótico que había en ellas. Las muchachas menores parecían un poco confusas;
pero la mayor, Nastenka, que gustaba de leer novelas, estaba visiblemente
intrigada e insistía en que Kotelnikov le explicase las verdaderas razones de
su afición a las negras.
-¿Por qué justamente las negras? -le preguntaba.
Todos estaban contentos, y cuando Kotelnikov se fue hablaron de él con afecto.
Nastenka llegó a declarar que era víctima de una pasión enfermiza. Lo cierto
era que ella le había caído en gracia. Nastenka también le causó cierta
impresión a Kotelnikov; pero él, como hombre a quien sólo le gustaban las
negras, creyó su deber ocultar su inclinación hacia la muchacha, y, sin dejar
de ser cortés, se manifestó con ellas un poco reservado.
Al volver a casa por la noche, se puso a pensar en
las negras, en su cuerpo color de betún, cubierto de sebo, y le parecieron
repulsivas. Al imaginarse que abrazaba a una, sintió náuseas y le dieron ganas
de llorar y de escribirle a su madre residente en provincia, que acudiera
inmediatamente, como si un grave peligro le amenazase. Al cabo logró dominarse.
Cuando, a la mañana siguiente, llegó a la oficina, bien peinado y vestido, con
una corbata encarnada y cierta cara de misterio, no cabía duda de que a aquel
hombre le encantaban las negras.
Poco tiempo después, el subjefe, que manifestaba un
gran interés por Kotelnikov, le presentó a un revistero de teatros.
Este, a su vez, lo condujo a un café cantante y le
presentó al director, el señor Jacobo Duclot.
-Este señor -dijo el revistero al director, haciendo
avanzar a Kotelnikov- adora a las negras. Nada más que a las negras; las demás
mujeres le repugnan. ¡Un original de primer orden! Me alegraría mucho si usted,
Jacobo Ivanich, pudiera serle útil: es muy interesante, y tales tendencias…
¿comprende usted?… hay que alentarlas.
Dio unos golpecitos amistosos en la angosta espalda
de Kotelnikov. El director, un francés de bigote negro y belicoso, miró al
cielo como buscando una solución, y con un gesto decidido exclamó:
-¿Perfectamente? Ya que le gustan a usted las
negras, quedará satisfecho: tengo precisamente en mi troupe tres
hermosas negras.
Kotelnikov palideció ligeramente, lo que no advirtió
el director, absorto en sus cavilaciones sobre el café cantante.
-Tiene usted que darle un billete gratuito para toda
la temporada.
El director consistió.
A partir de aquella misma tarde, Kotelnikov empezó a
hacerle la corte a una negra, miss Korrayt, que tenía lo blanco de los ojos del
tamaño de un plato, y la pupila, no más grande que una olivita. Cuando,
poniendo tal máquina en movimiento, jugaba ella los ojos con coquetería,
Kotelnikov sentía recorrer su cuerpo un frío mortal y flaquear sus piernas. En
aquellos momentos experimentaba un gran deseo de abandonar la capital e irse a
ver a su pobre madre.
Miss Korrayt no sabía palabra de ruso; pero, por
fortuna, no faltaron intérpretes voluntarios que se encargaron gustosísimos de
la delicada misión de traducir los cumplimientos entusiásticos que la negra le
dirigía a Kotelnikov.
-Dice que no ha visto en su vida a un caballero tan
guapo y simpático. ¿No es eso, mis Korrayt?
Ella agitaba la cabeza afirmativamente, enseñaba su
dentadura, parecida al teclado de un piano, y volvía a todos lados los platos
de sus ojos. Kotelnikov movía también la cabeza, saludaba, y balbuceaba:
-Hagan el favor de decirle que en las negras hay
algo exótico.
Y todos estaban tan contentos.
Cuando Kotelnikov besó por primera vez la mano miss
Korrayt, la emocionante escena tuvo por testigos a todos los artistas y a no
pocos espectadores. Un viejo comerciante incluso lloró de entusiasmo en un
acceso de sentimientos patrióticos. Después se bebió champaña. Kotelnikov tuvo
palpitaciones, guardó cama durante dos días y muchas veces empezó a escribirle
a su madre:
"Querida mamá", escribía, y su debilidad
le impedía siempre terminar la carta.
A los tres días, cuando llegó a la oficina, le
dijeron que su excelencia el director quería verle.
Se arregló con un cepillo el pelo y el bigote, y,
lleno de terror, entró en el gabinete de su excelencia.
-¿Es verdad que a usted… que a usted…?
El director buscaba palabras.
-…¿Qué a usted le gustan las negras?
-¡Sí, excelentísimo señor!
El director miró con ojos asombrados a Kotelnikov, y
preguntó:
-Pero, vamos.. ¿Por qué le gustan a usted?
-¡Ni yo mismo lo sé, excelentísimo señor!
Kotelnikov sintió de pronto que el valor le
abandonaba.
-¿Cómo? ¿No lo sabe usted? ¿Quién va a saberlo,
pues? Pero no se turbe usted, joven. Sea franco. Me place ver en mis
subordinados cierto espíritu de independencia… naturalmente, si no traspasa
ciertos límites definidos por la
ley. Bueno , dígame francamente, como si hablase con su padre,
por qué le gustan las negras.
-¡Hay en ellas algo exótico, excelentísimo señor!
Aquella noche, en el Club Inglés, jugando a la
baraja con otras personas importantes, su excelencia dijo entre dos bazas:
-Tengo en mi departamento un empleado a quien le
gustan las negras: pásmense ustedes. ¡Un simple escribiente!
Sus compañeros de juego eran también excelencias,
directores de departamento, y experimentaron al oírle un poco de envidia; cada
uno de ellos tenía también a sus órdenes un ejército de empleados; pero eran
todos hombres grises, opacos, sin ninguna originalidad, vulgares.
-Y yo, pásmense ustedes -dijo una de las
excelencias, tengo un empleado con un lado de la barba negro y el otro rojo.
Esperaba así tomar revancha; pero todos
comprendieron que una barba, no ya como aquélla, sino policroma, no tenía
importancia comparada con una pasión extravulgar por las negras.
-¡Afirma ese hombre original que hay en las negras
algo exótico! -añadió su excelencia.
Poco a poco la popularidad de Kotelnikov en los
círculos burocráticos de la capital llegó a ser muy grande. Como sucede
siempre, quisieron imitarle; mas sus imitadores sufrieron fracasos lamentables.
Uno de ellos, un viejo escribiente que contaba veintiocho años de servicio y
sostenía una numerosa familia, declaró de repente que sabía ladrar como un
perro, y no tuvo ningún éxito. Otro empleado, muy joven aun, simuló estar
perdidamente enamorado de la mujer del embajador chino; durante algún tiempo
logró atraer sobre él la atención y aun la compasión; pero la gente
experimentada no tardó en comprender que aquello no era sino una imitación
miserable de una auténtica originalidad, y todos volvieron con desprecio la
espalda.
Hubo otras muchas tentativas de la misma índole.
En general, se notaba entre los empleados públicos
cierta inquietud de ánimo, que se traducía en esfuerzos por ser original.
Un joven de buena familia, no logrado encontrar
medio de ser original, acabó por decirle a su jefe una porción de groserías, y,
naturalmente, tuvo que abandonar al punto su empleo.
Kotelnikov se creó muchos enemigos. Afirmaba
insidiosamente que estaba en ayunas en lo atañadero a las negras. Sin embargo,
no mucho después, un periódico publicó una entrevista con él en la que Kotelnikov
declaraba francamente que le gustaban las negras porque había en ellas algo
exótico.
A partir de aquel día, su estrella comenzó a brillar
con más fulgor. A la sazón visitaba frecuentemente a la familia de su subjefe,
que le recibía con los brazos abiertos. Nastenka lloraba a veces pensando en el
terrible destino reservado a aquel aficionado a las negras. Kotelnikov, sentado
a la mesa, sentía sobre él las miradas de piedad de toda la familia y se
esforzaba en dar a su rostro una expresión melancólica y al mismo tiempo
exótica. Todos estaban muy satisfechos de que un hombre original frecuentara la
casa, en calidad de buen amigo; todos, incluso la abuela sorda que lavaba los
platos en la cocina.
El hombre original se retiraba tarde a casa y
lloraba desconsolado, porque amaba a Nastenka con toda su alma y no podía ver a
miss Korrayt.
Hacia las Pascuas se corrió la voz de que Kotelnikov
se casaba con miss Korrayt, la cual, con tal motivo, se convertía a la religión
ortodoxa y abandonaba el café cantante del señor Jacobo Duclot. Según los
mismos rumores, el propio director había consentido en ser el padrino del joven
esposo.
Los compañeros, los solicitantes y los porteros
felicitaban a Kotelnikov, que les daba las gracias y saludaba con la muerte en
el alma.
La velada anterior a su boda la pasó en casa del
subjefe. Le recibieron como a un héroe, y todos parecían muy contentos excepto
Nastenka, que se iba a su cuarto de vez en cuando a llorar a sus anchas, y que,
para ocultar las huellas del llanto, se ponía tantos polvos que se desprendían
de su faz en tanta abundancia como la harina de una piedra de molino.
Durante la cena todos felicitaban al novio y
brindaban en honor suyo. El propio subjefe, que se había excedido un poco en la
bebida, le dirigió una pregunta algo turbadora:
-¿Podría usted decirme de qué color serán los niños?
-¡Serán a rayas! -observó Polsikov.
-¿Cómo a rayas? -exclamaron, asombrados, lo
asistentes.
-Muy sencillo: una raya blanca, otra negra; una raya
blanca, otra negra… Como las cabras -explicó Polsikov, a quien inspiraba gran
lástima su desgraciado amigo.
-¡No es posible! -exclamó Kotelnikov, poniéndose muy
pálido.
Nastenka no podía contener las lágrimas, sollozando,
huyó a su cuarto, llenando de emoción a los asistentes.
Durante dos años, Kotelnikov pareció el hombre más
feliz de la tierra, y daba gusto verle. Hasta fue recibido un día con su mujer
por el propio director. Cuando llegó a ser padre de un hijo se le dio, a modo
de subsidio, una suma bastante crecida, y se le ascendió.
El hijo no era a rayas. Tenía un tinte ligeramente
gris, más bien de color de oliva. Kotelnikov decía a todos que estaba encantado
con su mujer y con su hijo; pero nunca se daba prisa en volver a casa y, cuando
volvía, se detenía largo rato ante la puerta. Cuando su mujer salía a abrirle le
enseñaba su dentadura, semejante al teclado de un piano, y lo blanco de sus
ojos, grande como un plato. Cuando se estrechaba contra él, el pobre
experimentaba una repulsión invencible y pensaba, con dolor, en los seres
dichosos que tenían mujeres blancas y niños blancos.
Y a instancias de su mujer se dirigía a la
habitación donde estaba su hijo. No podía ver a aquel niño de labios gruesos,
gris como el asfalto; pero lo cogía en brazos y procuraba simular que se la
caía la baba, combatiendo con gran trabajo la tentación de tirarlo al suelo.
Tras no pocas vacilaciones, escribió a su madre
noticiándole su matrimonio, y, con gran asombro, recibió una respuesta alegre.
También ella estaba satisfecha de que su hijo fuera un hombre tan original y de
que el propio director hubiera sido su padrino.
A los dos años de su boda Kotelnikov murió de tifus.
Momentos antes de morir hizo llamar al sacerdote. El cual, al ver a su mujer,
acarició su espesa barba y lanzó un profundo suspiro. Él también sentía cierta
admiración por Kotelnikov, con motivo de su originalidad. Cuando se inclinó
sobre el moribundo, éste, haciendo acopio de todas sus fuerzas, exclamó.
-¡Aborrezco a ese diablo negro!
Sin embargo, un minuto después, como se acordase de
su excelencia, del subsidio que le habían dado, de su subjefe, de Nastenka, y
viese a su mujer llorar, añadió, con dulce:
-Me encantan las negras… Hay en ellas algo exótico.
Procuró iluminar su rostro con una sonrisa feliz, y,
con una sonrisa en los labios, se fue al otro mundo.
La tierra le acogió indiferente, sin preguntarle si
le gustaban o no le gustaban las negras, y mezcló sus huesos con los otros
muertos. Pero en los círculos burocráticos se habló todavía mucho de aquel
hombre original, a quien volvían loco las negras y que encontraba en ellas algo
exótico.
1.004. Andreiev (Leonidas)
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