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lunes, 1 de julio de 2013

El gallo y las piedras de moler

Eranse una vez un viejo y una vieja muy pobres, muy pobres. Ni siquiera tenían pan. Conque fueron al bosque a recoger bellotas, las trajeron a su casa y se pusieron a comerlas. No sé si llevarían mucho tiempo comiéndolas, pero el caso es que a la vieja se le cayó una a la cueva.
La bellota echó tallo y, en nada de tiempo, creció hasta el suelo de la casa. La vieja, que se dio cuenta, le dijo a su marido:
-Oye, ¿por qué no haces un agujero en el suelo? Así crecerá más el roble y, cuando esté grande, no necesitaremos ir al bosque a reco-ger bellotas, sino que las arrancaremos aquí mismo.
El hombre hizo un agujero en el suelo y el árbol creció y creció hasta pegar en el techo. El viejo abrió un boquete en el techo, luego otro en el tejado... Y el árbol siguió crece que te crece, hasta que llegó al cielo. Cuando a los pobres viejos se les terminaron las bellotas, el marido agarró un saco y trepó por el roble. A fuerza de trepar, se encaramó hasta el cielo. Anduvo de un lado a otro por el cielo hasta que vio un gallo -con la cresta de oro y la cabeza de azabache- y, a su lado, unas piedras de moler.
Sin pensárselo poco ni mucho, el viejo agarró al gallo, agarró las piedras de moler y se bajó del cielo. Ya en su casa, le preguntó a la vieja:
-¿Cómo nos arreglaremos? ¿Qué vamos a comer?
-Espera que pruebe si giran las piedras de moler.
Hizo girar las piedras de moler, y a cada vuelta que daban dejaban caer una oblea o un pastelillo..., una oblea y luego un pastelillo... Y así le dio de comer a su viejo.
Un barin[1] que pasaba por allí entró en casa de los viejos preguntando si no podrían ofrecerle algo de comer.
-¿Y qué podemos ofrecerte nosotros, querido? Si acaso, unas obleas... -contestó la vieja.
Agarró las piedras de moler y empezó a hacerlas girar. A cada vuelta que daban caía una oblea o un pastelillo. Después de comer dijo el viajero:
-Véndeme estas piedras, abuela.
-No, no las puedo vender -contestó la vieja.
Entonces el viajero robó las piedras de moler. Cuando el viejo y la vieja se dieron cuenta de ello, se pusieron muy tristes.
-No os preocupéis -dijo el gallo de la cresta de oro, que yo le alcanzaré volando.
En efecto, llegó volando hasta la casa señorial y se puso a gritar, posado en lo alto del portón:
-¡Quiquiriquí! ¡Señor boyardo, tienes que devolver nuestras piedras de oro, nuestras piedras azules, nuestras piedras de moler!
Nada más oír las palabras del gallo, el señor aquel ordenó a uno de sus criados:
-¡Eh, tú! ¡Agárralo y tíralo al agua!
Agarraron al gallo y lo echaron al pozo. Pero él se puso a repetir:
-Piquito, piquito mío, bébete el agua... Piquito, piquito mío, bébete el agua...
Hasta que apuró toda el agua del pozo. Entonces volvió volando a la casa señorial, se posó en un balcón y empezó a gritar:
-¡Quiquiriquí! ¡Señor boyardo, tienes que devolver nuestras piedras de oro, nuestras piedras azules, nuestras piedras de moler!
El señor aquel ordenó a su cocinero que lo echara a la lumbre. Conque agarraron al gallo y lo echaron a la lumbre, pero él se puso a repetir:
-Piquito, piquito mío, suelta el agua... Piquito, piquito mío, suelta el agua...
Hasta que apagó la lumbre. Entonces remontó el vuelo, se metió en el aposento del boyardo y gritó como la otra vez:
-¡Quiquiriquí! ¡Señor boyardo, tienes que devolver nuestras piedras de oro, nuestras piedras azules, nuestras piedras de moler!
Las personas que estaban de visita en casa del boyardo se marcharon presurosamente al oír las palabras del gallo. El boyardo salió corriendo detrás de sus invitados y entonces el gallo de la cresta de oro agarró las piedras de moler y volvió con ellas donde el viejo y la vieja.

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

[1] Barin: (f. bárinia). Señor, en el sentido de amo, dueño de vidas y haciendas.

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