Felipe da Fonte
no estaba con humor de romperse el cuerpo en aquella mañana tan bonita de mayo,
con aquel chirrear de pájaros que alegraba el corazón, y aquel olido tan
gracioso de las madreselvas, que ya abrían sus piñas de flor blanca matizada de
rosa y amarillo. Harto se encontraba de golpear la tierra con el hierro, para
despertar en el oscuro terruño los impulsos germinadores, y nunca había sentido
pereza y desgano sino en aquel momento, en que sus pensamientos no le dejaban
descansar, le paralizaban los brazos y le quitaban las fuerzas que requiere la
labor mecánica y ruda.
Sus
pensamientos iban hacia cierta moza, fresca y colocara como amapola entre el
trigal, y que, según voz pública, no tenía voluntad de casarse, porque los
hijos dan muchos trabajos. Era Camila de Berte, la sobrina de la tabernera,
mujer activa y negociadora, a la cual le había ido demasiado mal en el
matrimonio para que animase a nadie a echarse al cuello tal yugo. Y Camila, enemiga
del laboreo del campo, ayudaba a su tía en el despacho de bebidas, cerillas,
jabón y otros artículos semejantes, y hacía viajes a la villa próxima para
surtir el establecimiento. Se la veía con su cesta en la cabeza, y si el
surtido tenía que ser más copioso, con un carrillo tirado por un borrico viejo,
que ella misma guiaba. Iba y venía sola, varonilmente, y en el contorno se
murmuraba que aquella valentona trajinanta escondía entre los dobleces del
pañuelo de talle, de colorines, un revólver cargado.
Todo ello, que
repelía a no pocos galanes de la aldea, amigos de hembras mansas y cariñosas,
agradaba a Felipe. Fuese que su condición humildosa y tímida le inclinase a
buscar en otro ser las energías que le faltaban, fuese por algo que en un
hombre de otra esfera y otra cultura llamaríamos romanticismo, aquel aldeano
rubio, de facciones delicadas bajo el tueste de la faz, y a quien la vida
rústica no había conseguido curtir y endurecer, se sentía atraído hacia la
recia morena de manzaneros carrillos, al verla tan desenfadada y decidida, tan
capaz de soltarle un estacazo o un tiro a quien se metiese con ella.
Y en ella
estaba pensando Felipe intensamente cuando, de malísima gana, no tuvo más
remedio que levantar el azadón y empezar a batirse con los terrones.
Flojamente, porque quien da tensión al brazo es la voluntad, principió a
desbrozar un manchón de maleza que, bajo el influjo vital de la primavera, se
había formado al margen del riachuelo y se extendía por el prado adelante. Era
una maraña de zarzas y malas hierbas, una viciosa exuberancia de follaje,
tallos y raíces, que le subía hasta el pecho al aldeano. Las espinas le
punzaban, y las plantas, envedijadas, resistían al golpe de la herramienta. Por
fin consiguió abrir un boquete en la espesura, y alrededor de aquel boquete fue
arrancando retoños y vástagos, que arrojaba a un lado, con reniegos sordos,
pronunciados entre dientes.
Una crispación
involuntaria encogía su mano, porque, nervioso lo mismo que un señorito, temía
siempre que de la vegetación sombría, bañada y encharcada por el agua, saliesen
reptiles. El caso era frecuente, y aún cuando en aquel país los reptiles son
más bien inofensivos, Felipe sufría, a su vista, un estremecimiento
indefinible, un misterioso terror. La menor sabandija le alteraba el pulso de
la sangre, haciéndola afluir a su corazón, en vuelco súbito. Y ya, durante la
faena, había brincado fuera del tupido matorral un lagarto, encantador a la luz
del sol, que reverberó un instante en las imbricaciones de su verde piel, y encendió
dos chispas en las cuentecillas de azabache de sus vivos ojuelos. Felipe,
trémulo, había alzado el azadón y asestado certero golpe a la alimaña,
partiéndola por la mitad. Los dos trozos quedaron vibrando y moviéndose, y,
rabioso, Felipe abrió diminuta fosa y enterró los pedazos, bailando el pateado
encima de la tierra con que los dejaba cubiertos... Se secó la frente sudorosa
y, resignado, volvió a su tarea.
Apenas daría
media docena de azadonazos más, cuando retrocedió horrorizado. Un ser repugnante
y monstruoso asomaba entre las tupidas hojas, pegado al suelo, craso por la
descomposición del follaje durante todo el invierno en aquel lugar húmedo.
Tenía figura de sapo, sólo que era mayor, más ancho, más corpulento. Sobre su
lomo, simétricas manchas anaranjadas le darían aspecto de algo metálico, de un
capricho de joyería, si su boca de fuelle no se abriese amenazadora y su
vientre blanquecino no subiese y bajase, en anchas aspiraciones, animado de una
vida odiosa...
Sintió Felipe
el ciego instinto del miedo, y estuvo a punto de apelar a la fuga. Comprendía
qué clase de espantajo era el que se le aparecía así. Había oído hablar de él
mil veces, siempre con acento de terror. Le llamaban la salmántiga, y el
vaho de su aliento emponzoñado acarreaba la muerte... Temblando, Felipe
discurrió cómo podría, sin peligro de aspirar el vaho, deshacerse del monstruo.
Buscó una piedra grande, pesada. Desde lo más lejos que pudo la arrojó sobre el
batracio. Seguro de haberlo reventado, se atrevió a acercarse. Y casi se dio un
encontrón en la frente con la frente de una mujer, envuelta en el turbante
amarillo pano. La mujer reía, mirando a Felipe, lívido.
Vaciló el
muchacho en cumplir la orden. Por último levantó el pedrusco y pudo ver el
bicharraco, semiaplastado, pero alentando todavía. Una exhalación fétida
soliviantó el estómago de Felipe. Parecía que la salmántiga sudaba veneno por
su piel rota.
Fue una
carcajada mofadora la que exhalaron los labios de púrpura, y la joven
trajinanta se cogió las caderas para no desencuadernarse de tanto reír. Guiñaba
los ojos, y en las pomas de carmín de sus mejillas se señalaban dos hoyuelos
picarescos y tentadores. Estaba para condenar a un santo; pero Felipe más bien
percibía la burla que la magia de la apetecible figura inundada de sol.
La trajinanta
hizo un gesto de indiferencia y buen humor. Luego, subiendo a la altura de su
cabeza la cesta, emprendió, a paso gimnástico, el camino que conducía a la
taberna. Felipe no intentó detenerla para un sabroso palique. Sentía cansancio
inexplicable; pero por no dejar los restos del bichoco descubiertos
allí, tuvo una idea. Se acercó al pinar vecino, cortó un brazado de ramas y,
hacinándolas sobre el matorral, prendió una cerilla y les puso fuego. La llama
se alzó, viva y chispeadora, y a toda la maleza fue comunicándose aquel reguero
de viva lumbre; un humo espeso, el de la leña verde, se alzó, envolviendo a
Felipe, que se alejó lentamente, yendo a derrumbarse en un vallado, para
considerar de lejos el incendio que iba a ahorrarle la molestia de rozar tanta
mala casta de zarzales y hierbas moras. Cuando se hubo extinguido la llama,
acercóse, todavía receloso. Revolvió las cenizas con el mango del azadón..., y
entre ellas, carbonizado, el cuerpo deforme de la salmántiga aún conservaba su
hechura de pesadilla, de tentación de San Antonio...
Desde aquel
día..., ¡ello sería lo que fuese!, lo cierto es que el labrador adoleció de un
mal que todos en la aldea atribuyeron al consabido aire cativo. Era
languidez, cansera, dolor de huesos, invencible deseo de pasarse el día echado,
y por último, lenta fiebre que le consumía. Ya estaba muy adelantada la
enfermedad, cuando una tarde Camila, la trajinanta, que hacía veces de
mandadera, se llegó a la casuca del mozo a traerle un medicamento. Venía
alegre, rozagante de salud, y el mozo, mirándola con una mezcla de admiración y
envidia, exclamó penosamente, anhelando al hablar:
Ella se sentó
un momento al borde de la cama del muchacho. Llena de piedad, le ofreció, de
una garrafa que llevaba para el consumo de la taberna, un buen vaso de caña; y
Felipe, reanimado con la bebida alcohólica, y hasta electrizado, le echó la
mano por el hombro con un sordo gemido de amor...
-¡Camiliña!
-susurró-. Nunca bien me quisiste... Nunca me diste crédito... Ahora voyme a
morir y te pido un consuelo. Ten caridad, mujer...
Pero la
trajinanta, la animosa, el espíritu fuerte, retrocedió estremecida ante los
labios que se le tendían suplicantes, exclamando:
Cuento de la tierra
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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