La mujer
del tambor fue a la
iglesia. Vio el nuevo altar con los cuadros pintados y los
ángeles de talla. Todos eran preciosos, tanto los de las telas, con sus colores
y aureolas, como los esculpidos en madera, pintados y dorados además. Su
cabellera resplandecía, como el oro, como la luz del sol; era una maravilla.
Pero el sol de Dios era aún más bello; lucía por entre los árboles oscuros con
tonalidades rojas, claras, doradas, a la hora de la puesta. ¡Qué hermoso es
mirar la cara de Nuestro Señor! Y la mujer contemplaba el sol ardiente,
mientras otros pensamientos más íntimos se agitaban en su alma. Pensaba en el
hijito que pronto le traería la cigüeña, y esta sola idea la alborozaba. Con
los ojos fijos en el horizonte de oro, deseaba que su niño tuviese algo de
aquel brillo del sol, que se pareciese siquiera a uno de aquellos angelillos
radiantes del nuevo altar.
Cuando, por
fin, tuvo en sus brazos a su hijito y lo mostró al padre, era realmente como
uno de aquellos ángeles de la iglesia; su cabello dorado brillaba como el sol
poniente.
-¡Tesoro
dorado, mi riqueza, mi sol! -exclamó la madre besando los dorados ricitos; y
pareció como si en la habitación resonara música y canto. ¡Cuánta alegría,
cuánta vida, cuánto bullicio! El padre tocó un redoble en el tambor, un redoble
de entusiasmo. Decía:
-¡Pelirrojo!
¡El chico es pelirrojo! ¡Atiende al tambor y no a lo que dice su madre! ¡Ran,
ran, ranpataplán!
Y toda la
ciudad decía lo mismo que el tambor.
Llevaron el
niño a la iglesia para bautizarlo. Nada había que objetar al nombre que le
pusieron: Pedro. La ciudad entera, y con ella el tambor, lo llamó Pedro, el
pelirrojo hijo del tambor. Pero su madre le besaba el rojo cabello y lo llamaba
su tesoro dorado.
En la
hondonada había una ladera arcillosa en la que muchos habían grabado su nombre,
como recuerdo.
-La fama
-decía el padre de Pedro- no hay que despreciarla.
Y así grabó
el nombre propio junto al de su hijo.
Vinieron
las golondrinas; en el curso de sus largos viajes habían visto antiguas
inscripciones en las paredes rocosas del Indostán y en los muros de sus
templos: grandes gestas de reyes poderosos, nombres inmortales, tan antiguos,
que nadie era capaz de leerlos ni pronunciarlos siquiera.
-¡Gran nombre!
¡Fama!
Las
golondrinas construyeron sus nidos en la cañada. Abrían
agujeros en la pared de arcilla. El viento y la lluvia descompusieron los
nombres y los borraron, incluso los del tambor y su hijito.
-Pero el
nombre de Pedro se conservó durante año y medio -dijo el padre.
«¡Tonto!»,
pensó el instrumento; pero se limitó a decir: ¡Ran, ran, ranpataplán!
El
rapazuelo pelirrojo era un chiquillo rebosante de vida y alegría. Tenía una
hermosa voz, sabía cantar, y lo hacía como los pájaros del bosque. Eran
melodías, y, sin embargo, no lo eran.
-Tendrá que
ser monaguillo -decía la
madre. Cantará en la iglesia, debajo de aquellos hermosos
ángeles dorados a los que se parece.
-Gato color
de fuego -decían los maliciosos de la ciudad. El tambor se lo oyó a las comadres de la
vecindad.
-¡No vayas
a casa, Pedro! -gritaban los golfillos callejeros
Si duermes
en la buhardilla, se pegará fuego en el piso alto y tu padre tendrá que batir
el tambor.
-¡Pero
antes me dejará las baquetas! -replicaba Pedro, y, a pesar de ser pequeño,
arremetía valientemente contra ellos y tumbaba al primero de un puñetazo en el
estómago, mientras los otros ponían pies en polvorosa.
El músico
de la ciudad era un hombre fino y distinguido, hijo de un tesorero real. Le
gustaba el aspecto de Pedro, y alguna vez que otra se lo llevaba a su casa; le
regaló un violín y le enseñó a tocarlo. El niño tenía gran disposición; la
habilidad de sus dedos parecía indicar que iba a ser algo más que tambor, que
sería músico municipal.
-Quiero ser
soldado -decía, sin embargo. Era todavía un chiquillo, y creía que lo mejor del
mundo era llevar fusil, marcar el paso, «¡un, dos, un, dos!», y lucir uniforme
y sable.
-Pues
tendrás que aprender a obedecer a mi llamada -decía el tambor-. ¡Plan, plan,
rataplán!
-Eso
estaría bien, si pudieses ascender hasta general -decía el padre. Mas para eso
hace falta que haya guerra.
-¡Dios nos
guarde! -exclamaba la madre.
-Nada
tenemos que perder -replicaba el hombre.
-¿Cómo que
no? ¿Y nuestro hijo?
-Más piensa
que puede volver convertido en general.
-¡Sin
brazos ni piernas! -respondía la
madre. No , yo quiero guardar mi tesoro dorado.
¡Ran, ran,
ran!, se pusieron a redoblar los tambores. Había estallado la guerra. Los soldados
partieron, y el pequeño con ellos.
-¡Mi
cabecita de oro! ¡Tesoro dorado! -lloraba la madre. En su
imaginación, el padre se lo veía «famoso». En cuanto al músico, opinaba que en
vez de ir a la guerra debía haberse quedado con los músicos municipales.
-¡Pelirrojo!
-lo llamaban los soldados, y Pedro se reía; pero si a alguno se le ocurría
llamarle «Piel de zorro», el chico apretaba los dientes y ponía cara de enfado.
El primer mote no le molestaba.
Despierto
era el mozuelo, de genio resuelto y humor alegre.
-Ésta es la
mejor cantimplora -decían los veteranos.
Más de una
noche hubo de dormir al raso, bajo la lluvia y el mal tiempo, calado hasta los
huesos, pero nunca perdió el buen humor. Aporreaba el tambor tocando diana:
«¡Ran, ran, tan, pataplán! ¡A levantarse!». Realmente había nacido para tambor.
Amaneció el
día de la batalla. El
sol no había salido aún, pero ya despuntaba el alba. El aire era frío; el
combate, ardiente. La atmósfera estaba empañada por la niebla, pero más aún por
los vapores de la
pólvora. Las balas y granadas pasaban volando por encima de
las cabezas o se metían en ellas o en los troncos y miembros, pero el avance
seguía. Alguno que otro caía de rodillas, las sienes ensangrentadas, la cara
lívida. El tamborcito conservaba todavía sus colores sanos; hasta entonces estaba
sin un rasguño. Miraba, siempre con la misma cara alegre, el perro del
regimiento, que saltaba contento delante de él, como si todo aquello fuese pura
broma, como si las balas cayeran sólo para jugar con ellas. «¡Marchen! ¡De
frente!», decía la consigna del tambor. Tal era la orden que le daban. Sin
embargo, puede suceder que la orden sea de retirada, y a veces esto es lo más
prudente, y, en efecto, le ordenaron: «¡Retirada!»; pero el tambor no
comprendió la orden y tocó: «Adelante, al ataque!» Así lo había entendido, y
los soldados obedecieron a la llamada del parche. Fue un famoso redoble, un
redoble que dio la victoria a quienes estaban a punto de ceder.
Fue una
batalla encarnizada y que costó muy cara. La granada desgarra la carne en
sangrantes pedazos, incendia los pajares en los que ha buscado refugio el
herido, donde permanecerá horas y horas sin auxilio, abandonado tal vez hasta la muerte. De nada sirve
pensar en todo ello, y, no obstante, uno lo piensa, incluso cuando se halla
lejos, en la pequeña ciudad apacible. En ella cavilaban el viejo tambor y su
esposa. Pedro estaba en la guerra.
-¡Ya estoy
harto de gemidos! -decía el hombre.
Se trabó
una nueva batalla; el sol no había salido aún, pero amanecía. El tambor y su
mujer dormían; se habían pasado casi toda la noche en vela, hablando del hijo,
que estaba allí -«en manos de Dios». Y el padre soñó que la guerra había
terminado, los soldados regresaban, y Pedro ostentaba en el pecho la cruz de
plata. En cambio, la madre soñaba que iba a la iglesia y contemplaba los
cuadros y los ángeles de talla, con su cabello dorado; y he aquí que su hijo
querido, el tesoro de su corazón, estaba entre los ángeles vestido de blanco,
cantando tan maravillosamente como sólo los ángeles pueden hacerlo, mientras se
elevaba al cielo con ellos y, envuelto en el resplandor del sol, enviaba un
dulce saludo a su madre.
-¡Tesoro
dorado! -exclamó la mujer, desper-tando-. ¡Dios se lo ha llevado consigo!
Doblando
las manos hundió la cabeza en la cortina estampada y prorrumpió a llorar.
-¿Dónde
estará, entre el montón de caídos, en la gran fosa que cavan para los muertos?
Tal vez esté en el fondo del pantano. Nadie conoce su tumba, no habrán rezado
ninguna oración sobre ella.
Sus labios
balbucearon un padrenuestro; agachó la cabeza y se quedó medio dormida. ¡Se
sentía tan cansada!
Fueron
pasando los días, entre la vida y los sueños.
Era al
anochecer; un arco iris se dibujaba encima del bosque, desde éste al profundo
pantano. Entre el pueblo circula una superstición que pasa por verdad
incontrovertible. Existe un gran tesoro en el lugar donde el arco iris toca la tierra. También
allí debía de haber uno; pero nadie pensó en el pequeño tambor, aparte su
madre, que de continuo soñaba en él.
Y los días
fueron pasando entre la vida y los sueños.
No había
sufrido el más mínimo rasguño, no había perdido uno solo de sus dorados
cabellos.
-¡Plan, plan, rataplán! ¡Es él, es él!- hubiera dicho el tambor y
cantado la madre, si lo hubiesen visto o soñado.
Entre
cantos y hurras y con los laureles de la victoria, regresaron los soldados a
casa, una vez terminada la guerra y concertada la paz. Describien-do grandes
círculos marchaba a la cabeza el perro del regimiento, como deseoso de hacer el
camino tres veces más largo.
Y pasaron
semanas y días, y Pedro se presentó en la casa de sus padres. Venía moreno como
un gitano, los ojos brillantes, radiante el rostro como la luz del sol. Su
madre lo estrechó entre sus brazos y lo besó en la boca, en los ojos, en el
dorado cabello. Volvía a tener al lado a su hijo. No lucía la cruz de plata,
como había soñado su padre, pero venía con los miembros enteros, como su madre
no había soñado. ¡Qué alegría! Lloraban y reían, y Pedro abrazó el viejo
instrumento.
-¡Todavía
está aquí ese trasto viejo! -dijo, y el padre tocó un redoble en él.
-Se diría
que acaba de estallar un gran incendio -exclamó el parche. ¡Fuego en el
tejado, fuego en los corazones, tesoro mío! ¡Ran, ran, rataplán!
¿Y después?
Sí, ¿y después? Pregúntalo al músico.
-Pedro se
emancipará aún del tambor -dijo-. Pedro será más grande que yo.
Y eso que
era hijo de un criado del palacio real. Pero lo que había aprendido en toda una
vida, Pedro lo aprendió en medio año. Había tanta franqueza en él, daba una tal
impresión de bondad... Sus ojos brillaban, y brillaba su cabello, nadie podía
negarlo.
-Debería
teñirse el pelo -dijo la
vecina. A la hija del policía le quedó muy bien y pescó
novio.
-Pero al
cabo de muy poco lo tenía del color de lenteja de agua, y ahora tiene que
estárselo tiñendo continuamente.
-No le
falta dinero para hacerlo -replicó la vecina, y tampoco le falta a Pedro. Lo
reciben en las casas más distinguidas, incluso en la del alcalde, y da
lecciones de piano a la
señorita Lotte.
Sí, sabía
tocar el piano, e interpretaba melodías deliciosas, no escritas aún en ningún
pentagrama. Tocaba en las noches claras, y tocaba también en las oscuras. Era
inaguantable, decían los vecinos, y el viejo tambor de alarma también creía que
aquello era demasiado.
Tocaba
hasta que sus pensamientos levantaban el vuelo, y grandes proyectos para el
futuro se arremolinaban en su cabeza: ¡Gloria!
Y Lotte, la
hija del alcalde, estaba sentada al piano; sus finos dedos danzaban sobre las
teclas, y sus notas percutían en el corazón de Pedro. Le parecía como si
aquello fuese demasiado estrecho, y la impresión la tuvo no una vez, sino
varias. Por eso un día, cogiéndole los finos dedos y la delicada mano, la miró
en los grandes ojos castaños. Dios sólo sabe lo que dijo; nosotros podemos
conjeturarlo. Lotte se sonrojó hasta el cuello y los hombros; no le respondió
una palabra. En aquel momento entró un forastero en la habitación, un hijo del
Consejero de Estado, con una reluciente calva que le llegaba hasta el pescuezo.
Pedro permaneció mucho rato con ellos y la dulce mirada de Lotte no se apartó
de él.
Aquella
noche habló a sus padres de lo grande que es el mundo, y de la riqueza que se
encerraba para él en el violín.
¡Gloria!
-¡Ran, ran,
rataplán! -dijo el tambor de alarma. Este Pedro nos va a volver locos. Me
parece que está chiflado.
A la mañana
siguiente, la madre se fue a la compra.
-¿Sabes la
última noticia, Pedro? -dijo al volver. Lotte, la hija del alcalde, se ha
prometido con el hijo del Consejero de Estado. Anoche mismo se cerró el
compromiso.
-¡No!
-exclamó Pedro, saltando de la
silla. Pero su madre insistió en que sí; lo sabía por la
mujer del barbero, al cual se lo había comunicado el propio alcalde.
Pedro se
volvió pálido, y cayó desplomado en la silla.
-¡Dios
santo! ¿Qué te pasa? -gritó la mujer.
-¡Nada!
¡nada! Déjenme marchar -respondió él; y las lágrimas le rodaron por las
mejillas.
-¡Hijo mío
querido! ¡Tesoro dorado! -exclamó la madre, llorando. Pero el tambor de alarma
se puso a tocar: ¡Lotte murió, Lotte murió! ¡Se terminó la canción!
Pero la
canción no había terminado todavía; quedaban aún muchas estrofas y muy largas,
las más bellas; un tesoro para toda la vida.
-¡Pues sí
que lo ha cogido fuerte! -dijo la vecina. Todos tienen que leer las cartas que le
envía su tesoro, y escuchar lo que los diarios cuentan de él y de su violín. Le
manda mucho dinero, y bien que lo necesita la mujer desde que enviudó.
-Toca en
presencia de reyes y emperadores -dijo el músico
A mí la
suerte no me sonrió. Pero él fue mi discípulo y recuerda a su viejo maestro.
-Su padre
soñaba -dijo la mujer- que Pedro regresaba de la guerra con una cruz de plata
en el pecho. En campaña no la ganó, allí debe de ser más difícil, obtenerlo.
Pero ahora luce la cruz de caballero. ¡Si su padre pudiera verlo!
-¡Famoso!
-gruñía el tambor de alarma, y toda su ciudad natal lo repetía. Aquel
tamborcillo, Pedro, el pelirrojo, que de niño calzaba zuecos y a quien de mayor
habían visto tocar el tambor y en el baile, era ya famoso.
-Tocó ante
nosotros antes de hacerlo ante los reyes -decía la alcaldesa-. Entonces
estaba loco por Lotte. Quería subir y siempre subir. Era presumido y extraño.
Mi marido se echó a reír cuando se enteró de aquel desatino. Hoy Lotte es la
señora consejera.
Se escondía
un tesoro en el corazón de aquel pobre niño que de tamborcillo había tocado el
«¡Adelante, marchen!», llevando a la victoria a los que estaban a punto de
ceder. En su corazón había un tesoro, un manantial de notas divinas que se
escapaban de su violín como si en él estuviera encerrado todo un órgano, y como
si todos los elfos bailasen en sus cuerdas en una noche de verano. Se oía el
canto del tordo y la clara voz humana; por eso hechizaba a todos los corazones
y hacía que su nombre corriese de boca en boca. Ardía un gran fuego, el fuego
del entusiasmo.
-¡Y,
además, es tan guapo! -decían las damitas, y las viejas les daban la razón. La más vieja de
todas abrió un álbum de rizos famosos, sólo para poder procurarse uno del rico
y hermoso cabello del joven violinista, un tesoro, un tesoro dorado.
Y un buen
día entró en la pobre morada del tambor aquel hijo, bello como un príncipe, más
feliz que un rey, llenos de luz los ojos, resplandeciente el rostro como el
sol. Y estrechó entre sus brazos a su madre, y ella lo besó en la boca,
llorando tan feliz, como sólo de gozo se puede llorar. Dirigió un saludo a cada
uno de los viejos muebles: a la cómoda con las tazas de té y el florero; al
lecho donde durmiera de pequeño. Sacó el viejo tambor de alarma y lo puso en el
centro de la habitación:
-Padre
habría tocado ahora un redoble -dijo a su madre. Lo haré yo por él.
Y se puso a
aporrearlo con todas sus fuerzas, armando un estrépito de mil demonios; y el
instrumento se sintió tan honrado, que reventó de orgullo.
-¡Tiene
buen puño! -dijo el tambor. Ahora guardaré de él un recuerdo para toda la vida. Me temo que la
vieja estalle también de alegría, con su tesoro.
Y ahí
tienen la historia del tesoro dorado.
1.003. Andersen (Hans Christian)
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