El silencio de
la alcoba -silencio casi religioso- se rompió con el sonar leve de unos pasos
tácitos y recatados, que amortiguaban la alfombra espesa. El bulto de un hombre
se interpuso ante la luz de la lamparilla, encerrada en globo de bohemio
cristal. La mujer que velaba el sueño del niño, dormidito entre los encajes de
su cuna, se irguió y, anhelante de ansiedad, miró fijamente al que entraba así,
con precauciones de malhechor.
-Nadie. El
portero, medio dormido estaba. El criado abrió sin mirar. Le dije que venía a
ver a la parienta...
-¡Ea! ¡No moler!
¿Qué se les va a ocurrir, imbécila? Ni ¿quién lo averigua luego? De un tiempo
son y en la cara se asemejan: ¡casualidás!
El hombre se
desembozó. La mujer, envalentonada, hizo girar la llave de la luz eléctrica, y
la lámpara, astro redondo formado por sartitas de facetado vidrio, alumbró la
suntuosa estancia. Forradas de seda verde pálido las paredes; de laca blanca,
con guirnaldas finas de oro, el lecho matrimonial; de marfil antiguo el Cristo
que santificaba aquel nido de amor, y en cuna también laqueada, con pabellón de
batista y Valenciennes, la criaturita fruto de una unión venturosa... Los ojos
del hombre registraron con mirada zaina, artera, el encantador refugio, y se
posaron en el chiquitín, que ni respiraba.
Ella, al pronto,
no obedeció. Temblaba un poco y sentía que se le enfriaban las manos, a pesar
de la suave temperatura de la habitación.
-Miguel
-articuló por fin-, miá lo que haces antes que no haiga remedio... Miá que esto
es mu gordo, Miguel.
El hombre había
depositado sobre la meridiana de brocado rameado, igual al que vestía la pared,
un bulto informe. Era algo envuelto en raído y pingajoso mantón.
-¿Ahora me sales
con esas? -articuló, mascando un terno-. ¿No vale lo tratado? Entonces se hará
otra cosa mejor, que nos aprovechará a nosotros, aunque no le sirva de ná a
nuestro nene... La ocasión es que ni encargá. Solos estamos y ahí guardan los
amos sus alhajas y de fijo que monises... ¡Caya! ¡La órdiga! ¡Abierto se lo han
dejao y colgás las yaves!
Un movimiento de
feroz codicia impulsaba ya a Miguel hacia el mueblecito de boule
moderno, incrustado y recargado de bronces de artística cinceladura; ya hacía
descender la tapa, descubriendo el interior, lleno de cajoncitos, cuando la
mujer le paró la acción.
-¡Eso no!...
¡Maldita sea! Si tal barbaridá cometes, ¡como soy Ginesa, que grito y llamo y
nos perdemos pa toa la vía!... Malo será lo otro, pero es en bien de nuestro
nenito... Esto sería robar, y yo no nací pa ladrona, ¿te enteras? Aunque
estuviesen ay los tesoros de San Creso, seguros estaban por mí, ¿lo oyes?
-¡Caya, loca, no
escandalices, que va a venir gente!... Y despacha, ¿entiendes?, y avívate, que
son las once, y si a tus amos les da la manía de volver trempano... ¡Me caso
en...! ¡Si se recuerdan que han dejao puestas las yaves!... ¡Me...!
Con manos
inciertas, la mujer emprendió la labor, asaz complicada. El marido permanecía
en acecho, temeroso de una sorpresa, que no sería, por otra parte fácil
evitar... Ginesa desempeñaba y desfajaba al niño de sus amos, que gruñía y
lloriqueaba, despertado súbitamente. Ya desnudito, con todo su cuerpo de rosa
encima de la nitidez de la sábana, le amamantó para calmarle.
Del lío
abandonado sobre la meridiana salió un vagido confuso. Dentro del cobijo de
trapos había otra criatura. Ginesa, al oír aquella especie de gemido dulce y
tierno, como balar de ovejilla desamparada, recobró valor, actividad,
serenidad. Era la queja de su crío, a quien, necesitada, hubo de dejar por un
hijo ajeno. Y amante de la criatura como una leona madre, Ginesa le daría, no
leche, sangre de las venas brotando de heridas que doliesen mucho.
Y lo tenía
entregado a manos indiferentes, sin cuidados, criado a biberón sabe Dios cómo,
encanijándose tal vez; y el chorro de dulzura que surtía de sus senos era para
un chiquillo rico, que podía comprarlo.
Ella no robaría
un céntimo jamás; pero, vamos, que tampoco esto era justo. Y pensaba con
salvaje gozo en que, desde aquel punto y hora, el chiquillo de sus entrañas
sería quien bebiese el jugo de su vida, todo, sin tasa, a oleadas de amor...
Emprendió la
otra tarea: la de desnudar a su rorro. Cada prenda que le quitaba, tibia del
calor del corpezuelo, se la ponía al hijo de los señores. Embriagada ya en la
temeraria acción, repetía mofándose:
El niño,
satisfecho con la mamadura reciente, entornando sus ojitos, se adormecía... Lo
soltó Ginesa sobre el mantón astroso, y vistió al otro con las prendas
delicadas, que marcaba una coronita minúscula de marqués. La voz del marido,
ronca por un terror que iba graduándose, insistía:
Terminó el
trueque, Miguel se acercó y contempló a su hijo, yacente en la elegante cuna.
Se dilató su rostro de vanidad, de malignidad, de pasión satisfecha. Y,
bajándose, riendo, le colocó un gran beso, a bulto.
Ginesa, ya sin
miedo ni escrúpulo alguno, le echó la capa sobre los hombros y le embozó en
ella, empujándole, a fin de que no se demorase ni un segundo más... Habían
salido bien del lance; no lo enredase el diablo...
Y sería el
diablo o quien fuese, pero al punto mismo en que Miguel transponía el umbral,
cara a cara se halló con el señor marqués en persona.
-Señor
marqués... Perdón... No es nadie, señor; es mi marío... Señorito, no goverá a
suceer... Quince días que no veía a mi nene, y me lo ha traío pa que le diese
un beso... Muy mal hecho fue; pero, señorito, una es madre...
-Estas no son
horas -reprendió, severamente, el marqués- de venir ni de traer al chico... Se
solicita permiso, se viene por la tarde...
-Así se hará,
señor -respondió Miguel, que agasajaba al niño contra su pecho cariñosamente-.
No tenga cuidao. Y, con su licencia, me llevo al pequeño, que la noche está muy
fría.
Cuando se alejó
el marido del ama, apretando bajo la capa a la criatura, el marqués se volvió
hacia Ginesa:
Ginesa se echó a
llorar, con un dolor que no podía ser más verdadero. ¡Ahora que tenía allí al
nene suyo! ¡Irse! ¡No verle! ¡No criarle!
-Bueno; no se
apure, no se le ponga mala leche; por esta vez, pase; que no se repita... Diga
usted... ¿Ha estado usted siempre aquí?
-Sin moverme.
¿Lo ice el señorito por las yaves, que se quedaron puestas? Ya sabe que aunque
hubiese ahí miyones...
Bajando las
escaleras aprisa, saltó en el mismo coche que le había traído, para llegar al
teatro Real, a tiempo de no perder el último acto del Crepúsculo, la
entrada de los dioses en la
Walhalla.
«La Ilustración Española
y Americana», núm. 26, 1911.
Cuento tragico
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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