Erase una cabra, que se
hizo una casita en el bosque y allí parió a sus cabritos. La cabra se marchaba
a menudo a buscar comida. En cuanto ella salía, los cabritos cerraban la puerta
y ellos no iban a ninguna parte. Al volver, la cabra llamaba a la puerta y
cantaba:
-Hijitos míos, cabritos.
Abrid la puerta, quitad el cerrojo. Soy yo, la cabra, que estuvo en el bosque.
He comido hierba suave, he bebido agua helada. Traigo la ubre llena de leche,
que rezuma hasta la pezuña y luego a la tierra húmeda...
Los cabritos abrían en
seguida para que entrara la madre. Ella les daba de mamar y, cuando se marchaba
otra vez al bosque, los cabritos cerraban todo muy bien.
El lobo, que lo había oído
todo, aprovechó un momento en que acababa de marcharse la cabra al bosque para
acercarse a la casita y gritar con su vozarrón:
-Hola, hijitos; hola,
queridos. Abrid la puerta, quitad el cerrojo. Ha venido vuestra madre, que os
trae leche y las pezuñas llenas de agua...
Pero los cabritos
contestaron:
-Ya oímos que no es la voz
de nuestra madre. Nuestra madre canta con voz muy suave y dice otras palabras.
El lobo se marchó y se
escondió. Al poco rato volvió la cabra y llamó a la puerta diciendo:
-Hijitos míos, cabritos.
Abrid la puerta, quitad el cerrojo. Soy yo, la cabra, que estuvo en el bosque.
He comido hierba suave, he bebido agua helada. Traigo la ubre llena de leche,
que rezuma hasta la pezuña y luego a la tierra húmeda...
Los cabritos dejaron entrar
a su madre y le contaron que había venido el lobo y seguramente se los quería
comer. La cabra los amamantó y, al marcharse de nuevo al bosque, les recomendó
muy seriamente que de ninguna manera abriesen a nadie que llamara y pidiera
entrar con voz muy áspera y sin decir todo lo que ella solía decirles cuando
llegaba. Apenas se marchó la cabra, llegó presuroso el lobo, llamó y se puso a
recitar con voz muy suave:
-Hijitos míos, cabritos.
Abrid la puerta, quitad el cerrojo. Soy yo, la cabra, que estuvo en el bosque.
He comido hierba suave, he bebido agua helada. Traigo la ubre llena de leche,
que rezuma hasta la pezuña y luego a la tierra húmeda...
Los cabritos abrieron, se
metió el lobo en la isba y se los comió a todos, menos a uno que se escondió en
la estufa.
Al cabo de un rato volvió
la cabra, pero nadie le contestó por mucho que repitió la cantinela de siempre.
Se acercó más, y vio que la puerta estaba abierta. Entró en la isba, y se la
encontró vacía. Miró dentro de la estufa, y descubrió allí a unos de sus hijitos.
Ante aquel desastre, la cabra se sentó en un banco y empezó a llorar
amargamente al tiempo que se lamentaba:
-¡Ay, hijitos míos,
cabritos! ¿Cómo se os ocurrió abrir la puerta y quitar el cerrojo para caer en
las garras del malvado lobo? Os ha devorado a todos, y a mí, desdichada cabra,
me ha causado mucho dolor y aflicción...
El lobo, que la oyó, entró
en la isba y le dijo:
-¿Cómo es posible, comadre,
que pienses esas cosas de mí? ¿De verdad crees que yo sería capaz de hacer eso?
Anda, vamos a dar un paseo por el bosque.
-No, compadre; no estoy de
humor para pasear.
-Vamos... -insistió el
lobo.
Por fin fueron al bosque.
Paseando encontraron un hoyo donde quedaban brasas de una hoguera donde unos
bandoleros habían estado guisando su comida poco antes y aún quedaba bastante
fuego. La cabra le dijo al lobo:
-Compadre, vamos a probar a
ver quién se salta este hoyo.
El lobo aceptó, saltó y
cayó dentro del hoyo, sobre las brasas. El fuego hizo reventar la panza del
lobo, los cabritos salieron de un brinco y corrieron hacia su madre.
Desde entonces vivieron
tranquilos, fueron creciendo y no les pasó ya nada malo.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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