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lunes, 1 de julio de 2013

El gusli encantado

En cierto reino, en cierto país, vivía un campesino que tenía un hijo. El campesino se llamaba Alexéi y su hijo Vanka. Llegó el verano, Alexéi labró su tierra y la sembró de nabos. Al poco tiempo nacieron los nabos, tan grandes y hermosos que daba gusto verlos. El hombre, encantado, iba todos los días a su campo a contemplar la futura cosecha y darle gracias a Dios. Un día notó que alguien le robaba nabos y se puso a vigilar. Pero, por más que vigiló, no sorprendió a nadie. Entonces llamó a su hijo Vanka y le dijo:
-Ve tú a vigilar los nabos.
Llegó Vanka al campo y sorprendió a un chiquillo arrancando nabos y metiéndolos en dos sacos; dos sacos tremendos. Luego agarró los sacos, se los echó a la espalda y se alejó del campo. Pero el pobre no podía con el peso: las piernas se le doblaban y le crujía el espinazo. Caminó lo que pudo, hasta que, extenuado, arrojó los sacos al suelo. Y en esto se encontró delante de Vanka.
-Hazme un favor, buen hombre: ayúdame a llevar estos sacos hasta casa y mi abuelo te recompensará.
Vanka, nada más ver al chiquillo, se quedó como alelado y mirándole con los ojos muy abiertos. Por fin se recobró y dijo:
-Está bien. Vamos.
Vanka se cargó los dos sacos de nabos a la espalda y siguió al chiquillo, que iba correteando delante.
-Mi abuelo me manda todos los días a traer nabos. Si tú se los traes, te dará mucha plata y mucho oro. Pero tú no debes aceptarlo, sino pedirle el gusli encantado.
Así llegaron a una isba donde había un viejo de cabellos grises, con cuernos, sentado en un rincón. Vanka se inclinó, saludándole. El viejo le ofreció un trozo de oro por su trabajo. A Vanka le brillaron los ojos, pero el chiquillo le advirtió por lo bajo:
-No lo cojas.
-Deja -rechazó entonces Vanka. Si me das el gusli encantado puedes quedarte con los nabos.
En cuanto oyó aquellas palabras, al viejo se le salieron los ojos una pulgada de las órbitas, la boca se le abrió de oreja a oreja y los cuernos empezaron a temblar sobre su frente. Vanka estaba todo asustado, pero el chiquillo exclamó:
-Regálaselo, abuelo.
-Eso es mucho pedir. Pero, en fin, puedes llevarte el gusli si a cambio me das lo más valioso que tienes en tu casa.
Vanka se quedó pensando: «¿Qué puede haber de valioso en nuestra casucha, si apenas se tiene en pie?»
-De acuerdo -dijo en voz alta.
Agarró el gusli encantado y se marchó a su casa. Cuando llegó se encontró a su padre muerto en el umbral. Vanka lloró mucho, pero luego enterró a su padre y se fue a recorrer mundo.
Así fue a parar a una gran ciudad, donde habitaba un poderoso soberano. Frente al palacio había un campo y en ese campo pacía una piara. Vanka se acercó al porquerizo, le compró la piara y se quedó allí con ella. En cuanto se ponía a tocar el gusli encantado, todos los cerdos comenzaban a bailar.
Una vez que estaba ausente el soberano, su hija la zarevna se asomó a una ventana y vio a Vanka sentado en un tocón y a los cerdos bailando mientras él tocaba el gusli. La zarevna envió a una de sus criadas a comprarle algún cerdo a aquel porquerizo.
-Que venga ella -contestó Vanka.
La zarevna acudió.
-Véndeme algún cerdo, muchacho.
-No los vendo, sino que los cambio.
-¿Y qué quieres a cambio?
-Pues, si deseas efectivamente llevarte uno, zarevna, sólo tienes que enseñarme tu blanco cuerpo hasta las rodillas.
La zarevna se lo pensó un poco, miró hacia todas partes y, no viendo a nadie por allí, se levantó el vestido hasta las rodillas, descubriendo un pequeño lunar que tenía en la pierna derecha.
Vanka le dio entonces un cerdo. La zarevna mandó que lo llevaran al palacio, llamó a sus músicos y les hizo tocar para ver cómo bailaba el cerdo. Pero el animalito no hacía más que esconderse por los rincones, chillar y gruñir...
El soberano padre de la zarevna volvió de su viaje y pensó casar a su hija. Convocó a todos los boyardos, los dignatarios, los mercaderes, los campesinos... También llegaron reyes, príncipes y otros personajes de tierras lejanas.
-Daré mi hija al que conozca alguna señal especial suya.
Nadie lograba cumplir aquella exigencia. Preguntaban, hacían indagacio-nes; pero ¡como si nada! Por fin se adelantó Vanka y dijo que él podía contestar, que la zarevna tenía un pequeño lunar en la pierna derecha.
-¡Has acertado! -exclamó el soberano.
A renglón seguido casó a Vanka con su hija y celebró la boda con un gran festín. Así se convirtió Vanka en yerno del soberano y vivió en la opulencia.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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