En cierto
reino, en cierto país, vivía un campesino que tenía un hijo. El campesino se
llamaba Alexéi y su hijo Vanka. Llegó el verano, Alexéi labró su tierra y la
sembró de nabos. Al poco tiempo nacieron los nabos, tan grandes y hermosos que
daba gusto verlos. El hombre, encantado, iba todos los días a su campo a
contemplar la futura cosecha y darle gracias a Dios. Un día notó que alguien le
robaba nabos y se puso a vigilar. Pero, por más que vigiló, no sorprendió a
nadie. Entonces llamó a su hijo Vanka y le dijo:
-Ve tú a
vigilar los nabos.
Llegó
Vanka al campo y sorprendió a un chiquillo arrancando nabos y metiéndolos en
dos sacos; dos sacos tremendos. Luego agarró los sacos, se los echó a la
espalda y se alejó del campo. Pero el pobre no podía con el peso: las piernas
se le doblaban y le crujía el espinazo. Caminó lo que pudo, hasta que,
extenuado, arrojó los sacos al suelo. Y en esto se encontró delante de Vanka.
-Hazme un
favor, buen hombre: ayúdame a llevar estos sacos hasta casa y mi abuelo te
recompensará.
Vanka,
nada más ver al chiquillo, se quedó como alelado y mirándole con los ojos muy
abiertos. Por fin se recobró y dijo:
-Está
bien. Vamos.
Vanka se
cargó los dos sacos de nabos a la espalda y siguió al chiquillo, que iba
correteando delante.
-Mi
abuelo me manda todos los días a traer nabos. Si tú se los traes, te dará mucha
plata y mucho oro. Pero tú no debes aceptarlo, sino pedirle el gusli encantado.
Así
llegaron a una isba donde había un viejo de cabellos grises, con cuernos,
sentado en un rincón. Vanka se inclinó, saludándole. El viejo le ofreció un
trozo de oro por su trabajo. A Vanka le brillaron los ojos, pero el chiquillo
le advirtió por lo bajo:
-No lo
cojas.
-Deja -rechazó
entonces Vanka. Si me das el gusli encantado puedes quedarte con los nabos.
En cuanto
oyó aquellas palabras, al viejo se le salieron los ojos una pulgada de las
órbitas, la boca se le abrió de oreja a oreja y los cuernos empezaron a temblar
sobre su frente. Vanka estaba todo asustado, pero el chiquillo exclamó:
-Regálaselo,
abuelo.
-Eso es
mucho pedir. Pero, en fin, puedes llevarte el gusli si a cambio me das lo más
valioso que tienes en tu casa.
Vanka se
quedó pensando: «¿Qué puede haber de valioso en nuestra casucha, si apenas se
tiene en pie?»
-De
acuerdo -dijo en voz alta.
Agarró el
gusli encantado y se marchó a su casa. Cuando llegó se encontró a su padre
muerto en el umbral. Vanka lloró mucho, pero luego enterró a su padre y se fue
a recorrer mundo.
Así fue a
parar a una gran ciudad, donde habitaba un poderoso soberano. Frente al palacio
había un campo y en ese campo pacía una piara. Vanka se acercó al porquerizo,
le compró la piara y se quedó allí con ella. En cuanto se ponía a tocar el
gusli encantado, todos los cerdos comenzaban a bailar.
Una vez
que estaba ausente el soberano, su hija la zarevna se asomó a una ventana y vio
a Vanka sentado en un tocón y a los cerdos bailando mientras él tocaba el
gusli. La zarevna envió a una de sus criadas a comprarle algún cerdo a aquel
porquerizo.
-Que
venga ella -contestó Vanka.
La
zarevna acudió.
-Véndeme
algún cerdo, muchacho.
-No los
vendo, sino que los cambio.
-¿Y qué
quieres a cambio?
-Pues, si
deseas efectivamente llevarte uno, zarevna, sólo tienes que enseñarme tu blanco
cuerpo hasta las rodillas.
La
zarevna se lo pensó un poco, miró hacia todas partes y, no viendo a nadie por
allí, se levantó el vestido hasta las rodillas, descubriendo un pequeño lunar
que tenía en la pierna derecha.
Vanka le
dio entonces un cerdo. La zarevna mandó que lo llevaran al palacio, llamó a sus
músicos y les hizo tocar para ver cómo bailaba el cerdo. Pero el animalito no
hacía más que esconderse por los rincones, chillar y gruñir...
El
soberano padre de la zarevna volvió de su viaje y pensó casar a su hija.
Convocó a todos los boyardos, los dignatarios, los mercaderes, los
campesinos... También llegaron reyes, príncipes y otros personajes de tierras
lejanas.
-Daré mi
hija al que conozca alguna señal especial suya.
Nadie lograba
cumplir aquella exigencia. Preguntaban, hacían indagacio-nes; pero ¡como si
nada! Por fin se adelantó Vanka y dijo que él podía contestar, que la zarevna
tenía un pequeño lunar en la pierna derecha.
-¡Has
acertado! -exclamó el soberano.
A renglón
seguido casó a Vanka con su hija y celebró la boda con un gran festín. Así se
convirtió Vanka en yerno del soberano y vivió en la opulencia.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
No hay comentarios:
Publicar un comentario