Cuidadosamente
elegidos en el mercado, según es ley cuando se trata de mercancía destinada al
servicio del templo, los dos esclavos eran hermosos ejemplares de raza, y si él
parecía gallarda estatua de barro cocido, modelada por dedos viriles, ella
tenía la gracia típica y curiosa de un idolillo de oro. Los pliegues del huépil
apenas señalaban sus formas nacientes, virginales; los aros de cobre que
rodeaban su antebrazo acusaban la finura de sus miembros infantiles. Entre él y
ella no sumarían treinta y cinco años y, recién cautivos, el trabajo no había
alterado la pureza de sus líneas ni comunicado a sus rostros esa expresión
sumisa, aborregada, que imprime el yugo.
Al encontrarse
reunidos en la casa donde los soltaron -casa bien provista de ropas, vajillas y
víveres, se miraron con sorpresa, reconociendo que eran de una misma casta, la
de los belicosos tecos, adoradores del Colibrí. Desde el primer instante hubo,
pues, entre los esclavos confianza, y se llamaron por sus nombres -él, Tayasal;
ella, Ichel-. Sin preliminares se concertó la unión. Tayasal se declaraba
marido y dueño de Ichel, «la de los pies veloces», y ella le serviría a la mesa
y en todo. Dócilmente, Ichel presentó a su esposo los puches de maíz, el zumo
del maguey y el agua para purificarse las manos, y a su turno comió después,
con buen apetito juvenil.
De la suerte que
les esperaba apenas hablaron, haciendo sólo breves alusiones sobreentendidas.
El quejarse hubiese sonado a cobardía. No ignoraban la costumbre del poderoso
pueblo donde tenían la desgracia de sufrir esclavitud, y ni aun la censuraban,
porque las de su patria eran asaz parecidas, y el Colibrí, aún más sanguinario
que los dioses del agua, en cuyas aras debía ser sacrificada la joven pareja a
la vuelta de un mes. Aprovecharían a solaz, eso sí, los días que restaban;
harían vida descuidada y deleitosa, de engordadero y amadero, y llegada la
fecha, la sexta veintena, el 7 de junio, se despedirían del mundo bailando
incansables hasta que la luna, subiendo por el cielo, señalase la hora de
morir.
El día fatal
ascenderían a divinidades. Ichel se revestiría con los atavíos de la diosa del
agua; Tayasal, con los del dios. No cabía nada más honorífico para esclavos que
respetaban a las deidades, aun cuando no fuesen las que desde niños adoraban
con temblor fanático. Frecuentemente hablaban de cómo pasarían la fiesta, mil
veces oída describir. No se trataba de una solemnidad guerrera, sino agrícola.
Las aguas estarían entradas ya; las sementeras, crecidas y con mazorcas. Los
sacerdotes, a la aurora, irían a quebrar cañas de maíz y clavarlas en las
encrucijadas; las mujeres acudirían con ofrendas. Por la mañana también, una
niña, vestida de azul, sería llevada, entre cánticos y música, al centro del
lago, en ligera canoa, y allí, con fisga de descabezar patos, la degollarían,
arrojando a las ondas rosadas por su sangre el corpezuelo y la destroncada
cabeza. En cada vivienda, los instrumentos de labranza, en trofeo, se verían
engalanados con ramaje y adornados. En ríos y fuentes se bañaría la mocedad; en
las plazas danzarían los señores, llevando en la diestra una caña, en la
siniestra una cazuela de fríjoles y maíz cocido; la plebe, de puerta en puerta,
mendigaría el mismo plato, la abundancia que el agua produce y asegura... Y
mientras tanto, los dos esclavos, Ichel y Tayasal, diademados de oro y perlas,
encollarados de oro con pinjantes de esmeraldas, vestidos de túnicas y mantos
delicadísimos de plumas que reverberan como esmalte, perfumados, embriagados
por continuas libaciones de zumo de maguey, danzarían entre las aclamaciones
delirantes de la multitud, sin notar que el sol caía y que la terrible luna,
sedienta de sangre y dolor humano, iba señalando con su majestuoso curso el
instante del suplicio. Hasta el género de muerte les era notorio: víctimas
civiles, de paz, no les abrirían el pecho con la rajante hoja de obsidiana,
para sacarles chorreando y palpitando el corazón; se limitarían a reclinarlos
en un hoyo y cubrirlos de tierra -la bendecida tierra que produce el maíz y que
el agua fecunda. No pasaría más..., y habrían sido dioses, tan dioses como los
ídolos que en el escondido santuario oían preces y recibían humo de gomas
exquisitas...
Sin embargo,
según iba aproximándose el día de la apoteosis, Tayasal se entristecía; tenía
momentos de profunda preocupación. Ichel, que cantaba jubilosa, mojando las
mazorcas para las frescas tortillas de la cena, solía acercarse a él
preguntarle dulcemente:
-¿Qué tienes,
esposo mío? ¿Sientes morir por una nación que no es la nuestra? ¿Te da miedo la
fosa que ya cavan al pie del templo de Tlaloc y que nos servirá de último lecho
nupcial?
Él fruncía el
ceño sin responder. Una noche -faltaban tres para la del sacrificio, apretando
contra su pecho a Ichel, en medio del silencio y la oscuridad, balbució a su
oído:
-No quiero que
mueras, ni por esta nación ni por ninguna. ¿Entiendes, Ichel? No quiero que
echen pellones de tierra sobre tu boca olorosa. Mi alma se ha pegado a ti como
la goma al árbol, y te desea como la caña desea la lluvia. No morirás.
Escaparemos mañana mismo, antes de que la luna cruel asome su cara blanca.
Conozco el camino; soy esforzado; no nos vigilan. Nos amanecerá en la sierra.
Tus pies veloces volarán. ¿Has comprendido? ¿Por qué callas? Contesta,
contesta.
-Ichel -murmuró
al cabo, apasionadamente, ¿no es mejor renunciar a ser dioses un momento; ser
hombre y mujer y vivir así, así, unidos como ahora?
-No, no es mejor
-declaró ella. ¿Sabes por qué no nos vigilan? Porque conocen que nadie
renuncia de buen grado, neciamente, a ser dios. Si nos evadimos, si ganamos la
libertad y una larga existencia, no creas tampoco que estaremos así siempre...
Yo envejeceré; tú ganarás con tu brazo otras esclavas mozas, hábiles en tejer
lana y moler grano, y entonces maldeciré mi ánima. Un mes hemos sido esposos.
Ahora seamos dioses. Sólo hay en la vida una hora en que poder serlo; ¡esa hora
es corta y no vuelve nunca! Duérmete, Tayasal, mi colibrí. No pienses en
fugas... Duerme.
Y Tayasal se
durmió: la de los pies veloces sonreía triunfante. Un orgullo delicioso agitaba
su pecho de niña.
Al alba del
tercer día, cánticos y gritos despertaron a los dos amantes, que se habían
olvidado en absoluto de la muerte. Sobre la linda escultura del cuerpo de
Ichel, semejante a esbelto idolillo de oro, y frotado de aromas y copal por los
sacerdotes, cayeron las galas y preseas de la diosa del agua. Para colgarle el
bezote de cristal de roca hubo que perforar a Ichel el labio. Estoica, no se
quejó siquiera. Se sentía divina.
A su alrededor,
el místico vocerío de los fieles comenzaba. Todos ansiaban tocar sus ropas,
coger una hoja de haz de cañas que empuñaban, besar la huella de sus pies,
robar uno de sus cabellos peinados en pabellones, como los lleva la imagen de la Dispensadora del
agua, la excelsa Chalchi. La esclava creía caminar como en sueños, y al son de
pitos y clarinetes, de las sonajas de barro y las tamboras de piel, que
acompañaban al areyto del agua vencedora, la víctima, infatigable, danzaba,
brincaba, giraba en un vértigo, moviendo los veloces pies, entornando los ojos
extáticos, hasta el momento en que un sacrificador la empujó, y cayó, al lado
de Tayasal, en la zanja profunda. Derramaron sobre los dos cascadas de tierra,
que apisonaron reciamente, y el pueblo siguió bailando encima hasta el
amanecer.
«El Imparcial», 13 de julio de
1908.
Cuento tragico
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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