-¡En el
mundo todo es subir y bajar, y bajar y subir! Yo no puedo subir ya más arriba
-dijo el torrero Ole-. Arriba y abajo, abajo y arriba; la mayoría han de pasar
por ello. A fin de cuentas, todos acabamos siendo torreros, para ver desde lo
alto la vida y las cosas.
Así hablaba
Ole en su torre, mi amigo el viejo vigía, un hombre jovial, que parecía decir
todo lo que llevaba dentro, pero que, sin embargo, se guardaba muchas cosas y
muy serias en el fondo del corazón. Era hijo de buena familia, afirmaban
algunos. Según ellos, era hijo de un consejero diplomático o podía haberlo
sido. Había estudiado, había llegado a profesor auxiliar y a ayudante de
sacristán, pero, ¿de qué servía todo eso? Cuando vivía en casa del sacristán,
todo lo tenía gratis. Era joven y guapo, según dicen. Quería limpiarse las
botas con crema brillante, pero el sacristán sólo le daba betún ordinario; por
eso estalló la desavenencia entre ellos. Uno habló de avaricia, el otro de
vanidad, el betún fue el negro motivo de la enemistad, y así se separaron. Pero
lo que había exigido al sacristán, lo exigía a todo el mundo: crema brillante;
y le daban siempre vulgar betún. Por eso huyó de los hombres y se hizo
ermitaño; pero en una ciudad, un puesto de ermitaño que al mismo tiempo permita
ganarse la vida sólo se encuentra en un campanario. A él se subió, pues, y se
instaló, fumando su pipa en su solitaria morada, mirando arriba y abajo,
reflexionando sobre lo que veía y contando a su manera lo que había visto y lo
que no, lo que había leído en los libros y dentro de sí mismo. Yo le prestaba
con frecuencia algo que leer, libros recomendables: «Dime con quién andas y te
diré quién eres». No daba un maravedí por las novelas para institutrices inglesas,
ni por las francesas, compuestas de una mezcla de aire y tallos de rosa; lo que
quería eran relatos vividos, libros sobre las maravillas de la Naturaleza. Yo lo
visitaba por lo menos una vez al año, general-mente los primeros días de enero;
el cambio de año siempre solía sugerirle algún pensamiento nuevo e interesante.
Les
relataré dos de mis visitas, y me atendré a sus palabras lo más fielmente que
pueda.
Primera visita
Entre los
libros que últimamente había prestado a Ole, había uno sobre el sílice que le
había interesado y divertido de una manera especial.
-Son unos
verdaderos matusalenes esos sílices -dijo, y pasamos junto a ellos sin
prestarles la menor atención. También yo lo he hecho en el campo y en la playa,
donde están a montones. Caminamos sobre los adoquines, sin pensar en que son
vestigios de la más remota antigüedad. Yo mismo lo he hecho. Pero desde ahora,
cada losa puede contar con todos mis respetos. Gracias por el libro, que me ha
enriquecido, me ha librado de mis viejas ideas y costumbres y me ha hecho venir
ganas de enterarme de más cosas. La novela de la Tierra es la más notable de
todas, no cabe duda. Lástima que no podamos leer los primeros capítulos, por no
conocer el lenguaje. Hay que leer en todos los estratos de la Tierra , en los guijarros,
en los diversos períodos geológicos, y sólo en la sexta parte aparecen los
personajes humanos, el señor Adán y la señora Eva. Muchos
lectores encuentran que vienen algo tarde; preferirían que salieran desde el
principio, pero a mí me da igual. Es una novela llena de aventuras, en la que
todos desempeñamos un papel. Nos movemos y ajetreamos, y, sin embargo, estamos
siempre en el mismo sitio; pero la esfera gira sin abocarnos encima el océano.
La corteza que pisamos se aguanta firme, no nos hundimos en ella; y todo esto
en un proceso que viene durando desde hace millones de años. ¡Gracias por el
libro sobre los guijarros! ¡Lo que nos contarían, si pudiesen hablar! ¿No es
una satisfacción convertirme por un momento en un cero, aunque se esté tan alto
como yo estoy, y que de repente os recuerden que todos, incluso los más
lustrosos, no somos en esta Tierra más que hormigas efímeras, incluso las
hormigas llenas de condecoraciones, las hormigas de primera clase? ¡Se siente
uno tan ridículamente joven, frente a esas piedras venerables, que cuentan
millones de años! La víspera de Año Nuevo estuve leyendo este libro, y me
enfrasqué tanto en él, que me olvidé de ir a ver mi espectáculo habitual en
esta fecha: «La salvaje tropa de Amager». Claro, usted no sabe lo que es eso.
Todo el
mundo ha oído hablar de la cabalgata de las brujas sobre sus palos de escoba.
Se celebra en el Blocksberg, la noche de San Juan. Pero tenemos otra cabalgata,
no menos salvaje, aunque más nacional y moderna, que acude a Amager la noche de
Año Nuevo. Todos los malos poetas, poetisas, actores, periodistas y artistas de
la publicidad, verdadera hueste de gente inútil, se congregan en Amager en
dicho día, montados a horcajadas sobre sus pinceles o plumas de ganso; las de
acero no pueden llevarlas, son demasiado rígidas. Como ya dije, presencio este
espectáculo cada Nochevieja. Podría dar el nombre de la mayoría de los
concurrentes, pero es gente con la que no interesa entablar relaciones. Además,
tampoco a ellos les gusta mucho que el público se entere de su viaje a Amager,
montados en sus plumas de ganso. Tengo una especie de prima, una vendedora de
pescado, que, según ella dice, suministra tres hojas de palabras malévolas, muy
acreditadas por lo demás; estuvo allí como invitada, pero la echaron, pues ni
maneja la pluma de ganso ni sabe montar. Ella lo ha contado. La mitad de lo que
dice es mentira, pero nos basta con el resto. La ceremonia empezó con cantos:
cada invitado había compuesto su canción, y cada uno cantó la suya, que a su
juicio era la mejor. Pero
todo venía a ser lo mismo. Luego desfilaron en corrillos los que se imponen por
su mucha labia; eran los que dan las grandes campanadas. Les siguieron los
tamborileros menores, que lo pregonan todo en las familias. Allí se daban a
conocer los que escriben sin dar su nombre, es decir, los que hacen pasar betún
ordinario por crema brillante. Allí estaban el verdugo y su asistente, y éste
era el más entusiasta, pues de otro modo no le habrían hecho caso. Y también
estaba el buen basurero, que vierte el cubo y lo califica de «bueno, muy bueno,
excelente».
En medio de
tanta diversión, pues todo el mundo debía divertirse, salió del pozo un tallo,
un árbol, una flor monstruosa, un gran hongo, tan ancho como un tejado; era la
cucaña de la respetable asamblea, de la que colgaba todo lo que había dado al
mundo en el curso del año que acababa de transcurrir. De ella saltaban chispas
como llamaradas; eran todos los pensamientos e ideas ajenos que ellos se habían
apropiado, y que ahora se desprendían y salían despedidos como un castillo de
fuegos artificiales. Se representó una mascarada, y los poetastros recitaron
sus producciones. Los más graciosos hicieron juegos de palabras, pues no se
toleraban cosas de menor categoría. Los chistes resonaban como si fueran golpes
de ollas vacías contra la
puerta. Según mi prima, fue divertidísimo. En realidad dijo
muchas cosas más, tan maliciosas como entretenidas, pero me las callo, pues hay
que ser buena persona, pero no charlatán. Por lo dicho se habrá hecho cargo de
que, sabiendo lo que allí ocurre, es más que natural que cada noche de Año
Nuevo uno esté atento para presenciar el desfile de la tropa salvaje. Si un año
echo de menos algunos, otros ocupan su puesto. Pero esta vez no vi a ninguno de
los invitados; los guijarros me transportaron a muchas leguas de ellos, a
millones de años de distancia, contemplando cómo las piedras se soltaban con
estrépito y marchaban a la deriva arrastradas por los hielos, mucho antes de
que se hubiese construido el arca de Noé. Las veía caer al fondo y emerger de
nuevo sobre un banco de arena que, sobre-saliendo del agua, decía: «¡Esto será
Zelanda!». Las vi convertirse en refugios de aves de especies desconocidas y de
caudillos salvajes que aún conocemos menos, hasta que el hacha imprimió sus
runas en algunas piedras, que luego pudieron servir para el cómputo del tiempo.
Pero yo me había esfumado por completo, convertido en nada. Cayeron entonces
tres, cuatro estrellas fugaces, magníficas y brillantes, y los pensamientos tomaron
otra dirección. Usted sabrá seguramente lo que es una estrella fugaz. Pues los
sabios no lo saben. Yo tengo mis ideas acerca de ellas, y de mis ideas parto.
¡Cuántas veces se pronuncia, con íntimo sentimiento de gratitud, el nombre del
que ha creado cosas tan buenas y admirables! Con frecuencia la gratitud es
silenciosa, pero no se pierde por ello. Yo imagino que la recoge el sol, y uno
de sus rayos lleva el sentimiento hasta el bienhechor. Si es un pueblo entero
el que envía su agradecimiento a lo largo de los años, entonces éste llega como
un ramillete, que se deposita sobre la tumba del bienhechor. Para mí resulta un
verdadero placer el contemplar el paso de una estrella fugaz -especialmente en
la noche de Año Nuevo-, conjeturar a quién irá dirigido aquel ramillete de
gratitud. Hace poco cayó una brillantísima, hacia el Sudoeste, una acción de
gracias de muchas y muchas personas ¿A quién iría destinada? Sin duda cayó en
la ladera del fiordo de Flensburg, donde el Darebrog acaricia con su hálito la tumba
de Schleppegrell, Lässöe y sus compañeros. Una cayó en el centro del país,
cerca de Sorö, un ramo sobre la tumba de Holberg, expresión de gratitud de
tantos y tantos por sus bellas obras teatrales.
Es un
magnífico pensamiento, y reconfortante, el de saber que una estrella fugaz
caerá sobre nuestra sepultura. No será sobre la mía, es cierto, ningún rayo de
sol me traerá palabras de gratitud, pues no habrá motivo. Yo no daré lustre a
nada -terminó Ole, mi sino en el mundo ha sido el servir de betún ordinario.
Segunda visita
Era Año
Nuevo cuando me presenté en la torre; Ole me habló de las copas que se vacían
con ocasión del trasiego del viejo goteo al nuevo goteo, como él llamaba al
año. Luego me contó su historia de las copas, que no dejaba de tener su miga.
Cuando el
reloj da las doce campanadas en la última noche del año, las gentes, reunidas
en torno a la mesa, levantan las copas y brindan por el año que empieza. Se
entra en él con el vaso en la mano; buen principio para los bebedores. Si se
inicia yéndose a la cama, entonces es buen principio para los holgazanes. En el
transcurso del año, el sueño desempeñará, indudablemente un importante papel,
pero las copas también. ¿Sabe usted quién habita en las copas? -me preguntó.
Pues moran en ellas la salud, la alegría y el desenfreno, y también el enojo y
la amarga desventura. Cuando cuento las copas, cuento, naturalmente, los
brindis que se hacen para las distintas personas.
¿Ves? La
primera copa es la de la
salud. En ella crece la hierba salutífera. Si la fijas en las
vigas, al término del año podrás estar en la glorieta de la salud.
Toma ahora
la segunda copa. De ella volará un pajarito, piando ingenua y alegremente, por
lo que el hombre aguzará el oído, y tal vez cantará con él: «¡La vida es bella!
¡No agachemos la cabeza! ¡Valor y adelante!».
De la
tercera copa saldrá un mocito alado; no se le puede llamar un ángel, pues tiene
sangre y mentalidad de duende, no por malicia, sino por pura travesura. Si se
coloca detrás de la oreja, nos inspira una alegre ocurrencia. Si se instala en
nuestro corazón, éste se calienta tanto que uno se siente retozón, se vuelve
una buena cabeza a juicio de las demás cabezas.
En la
cuarta copa no hay hierbas, ni pájaros, ni chiquillos; en ella se encuentra la
norma del entendimiento, y nunca hay que salirse de la norma.
Si tomas la
quinta copa, llorarás sobre ti mismo, sentirás una alegría interior o te
desahogarás de una manera u otra. Saltará de la copa, con un chasquido, el
príncipe Carnaval, locuaz y travieso; te arrastrará y te olvidarás de tu
dignidad, suponiendo que la tengas. Olvidarás más cosas de las que debieras.
Todo será baile, canto y bullicio; las máscaras te llevarán con ellas; las
hijas del diablo, vestidas de seda y terciopelo, vendrán con el pelo suelto y
los hermosos miembros -¡huye de ellas si puedes!
La sexta
copa... ¡Oh!, en ella está Satán en persona, un hombrecillo bien vestido,
elocuente, agradable, amabilísimo, que te comprenderá perfecta-mente, te dará
siempre la razón, será todo tu YO. Acudirá con una linterna y te guiará a casa.
Existe una vieja leyenda acerca de aquel santo que debía elegir uno entre los
siete pecados capitales, y, pareciéndole que sería el menor, escogió la
embriaguez, y de este modo se quedó con los seis restantes. El hombre y el
diablo mezclan su sangre, ésta es la sexta copa, y entonces proliferan todos
los gérmenes del mal, cada uno de los cuales se alza con una fuerza semejante a
la de la semilla de mostaza de la
Biblia , que crece hasta convertirse en un árbol y se extiende
por el mundo entero; y a la mayoría no les queda entonces más remedio que ir a
parar al crisol para ser refundidos.
-Ésta es la
historia de las copas -dijo el torrero Ole. Y puede contarse junto con la de
la crema brillante y el betún. Yo le pongo las dos a su disposición.
Tal fue la
segunda visita a Ole. Si te apetece saber más de él, habrá que menudear esas
visitas.
1.003. Andersen (Hans Christian)
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