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lunes, 1 de julio de 2013

El jornalero

Erase un campesino que tenía tres hijos. El mayor se marchó a buscar trabajo. Llegó a la ciudad y se empleó de jornalero en ca­sa de un comerciante. Pero este comerciante era de lo más avaro y despiadado. Sólo sabía repetir una cosa: en cuanto cante el ga­llo, arriba y a trabajar. Tan agobiante le pareció aquello al mucha­cho, que al cabo de una semana regresó a su casa.
Luego fue el segundo de los hijos. Estuvo trabajando para el comerciante cosa de una semana, pero no pudo aguantar más y se despidió.
-Bátiushka -pidió entonces el menor a su padre: deja que vaya yo a trabajar para el comerciante.
-¿Y dónde vas tú, tonto? Tú sólo sirves para estar tumbado en el rellano de la estufa. Otros mejores han ido y han tenido que volver.
-Bueno, tú dirás lo que quieras, pero yo me voy.
Efectivamente, se presentó al comerciante.
-¡Hola, muchacho. ¿Qué dices de bueno?
-Quisiera que me emplearas como jornalero.
-De acuerdo. Pero ten en cuenta que, aquí, en cuanto canta el gallo hay que ponerse a trabajar para todo el día.
-Eso es cosa sabida: el que se mete a jornalero ya no es due­ño de sí mismo.
-¿Y qué jornal quieres?
-¿Qué voy a pedirte? Cuando haya trabajado un año, me basta con pegarte un papirotazo a ti y un pellizco a tu mujer.
-Está bien, muchacho -contestó el comerciante, mientras pen­saba para sus adentros: «¡Menuda suerte! ¡Esto sí que es pagar poco!»
Por la noche, el jornalero se las ingenió para agarrar el gallo y meterle la cabeza bajo el ala. Luego se acostó. Muy pasada la medianoche, cuando ya estaba cerca el amanecer y había que des­pertar al jornalero, el gallo seguía sin chistar. Salió el sol, y el jor­nalero se despertó él solo.
-Venga el desayuno, mi amo, que ya es hora de ponerse a trabajar.
Desayunó y estuvo trabajando todo el día. Al anochecer volvió a cazar al gallo, le metió la cabeza debajo del ala y se acostó a dor­mir hasta por la mañana. A la tercera noche hizo lo mismo. El co­merciante estaba muy extrañado, preguntándose qué podía haberle ocurrido al gallo para dejar de cantar. «Iré a la aldea a buscar otro», se dijo. En efecto, se marchó a buscar otro gallo, y se hizo acom­pañar por el jornalero.
Iban por el camino cuando se encontraron con cuatro campe­sinos que conducían a un toro; pero un toro tremendo de grande y de bravo. Como que apenas podían retenerle por la cuerda en­tre los cuatro.
-¿A dónde vais, hermanos? -preguntó el jornalero.
-A llevar este toro al matadero.
-¿Y tenéis que llevarle entre cuatro cuando con uno sobra y basta?
Se acercó al toro, le pegó un papirotazo en la testuz y le dejó tieso. Luego agarró un pellizco del pellejo, tiró y lo desolló. Vien­do qué clase de papirotazos y de pellizcos eran los de su jornalero, el comerciante se preocupó tanto, que se olvidó del gallo y volvió a su casa para meditar con su mujer en el modo de evitar aquella suerte.
-Lo que podemos hacer -propuso la mujer- es mandarle de noche al bosque diciendo que se ha descarriado una vaca del rebaño. ¡Que le devoren los animales feroces!
Llegó la noche, cenaron, la mujer salió al corral, estuvo un ra­to en el porche y volvió a la isba diciendo al jornalero:
-¿Cómo no has metido las vacas en el establo? Falta una.
-A mí me pareció que estaban todas...
-¡Qué van a estar! Ve ahora mismo al bosque y busca bien.
El jornalero se vistió, agarró una estaca y se adentró en el bos­que; pero, por mucho que anduvo, no vio ni una vaca. Se puso a observar con más atención y descubrió a un oso en su guarida. El jornalero pensó que era la vaca.
-¡Conque estás ahí, maldita! ¡Y yo buscándote toda la noche!
Empezó a pegarle estacazos al oso. El animal quiso escapar, pero él lo agarró por el cuello, lo llevó a rastras hasta la casa y, gritando: «¡Ahí va eso!», lo encerró en el establo con las vacas. El oso empezó inmediatamente a degollarlas y hacerlas pedazos. Du­rante la noche acabó con todas. A la mañana siguiente dijo el jornalero a sus amos:
-Anoche traje por fin la vaca.
-Veamos, mujer, qué vaca nos ha traído del bosque.
Fueron al establo, abrieron la puerta y encontraron a todas las vacas muertas y al oso en un rincón.
-¿Pero qué has hecho, imbécil? ¿Para qué metiste a un oso en el establo? ¡Nos ha matado todas las vacas!
-Espera -dijo el jornalero: eso lo va a pagar él con la vida.
Corrió al establo, le pegó un papirotazo al oso y lo dejó seco.
«Mala cosa -pensó el comerciante-: hasta los animales fero­ces le tienen sin cuidado. Me parece que únicamente el diablo po­drá con él.»
Y entonces le dijo al jornalero:
-Vas a ir al molino del diablo, y hazme el gran favor de co­brarles a esos demonios un dinero que me deben y que no acaban de pagarme.
-¡Claro que sí! ¿Por qué no iba a hacerte ese pequeño favor?
Conque enganchó el caballo al carro y se fue al molino del dia­blo. Cuando llegó se sentó en el muro de la presa a trenzar una cuerda. De pronto saltó un diablo fuera del agua.
-Oye, ¿qué haces?
-¿No lo ves? Una cuerda.
-¿Y para qué la quieres?
-Para amarraros a todos, malditos demonios, y poneros al sola que os sequéis. Porque me parece que estáis demasiado mojados.
-¡Pero hombre! Nosotros no te hemos hecho nada malo.
-¿Y por qué no le pagáis a mi amo lo que le debéis? Bien que supisteis pedírselo, ¿verdad?
-Aguarda un poco, que voy a consultar con nuestro jefe -dijo el diablo, y se zambulló en el agua.
El jornalero agarró en seguida una pala, cavó un hoyo muy pro­fundo, lo tapó con ramiza y en el centro colocó su gorro boca arri­ba después de haberle hecho un agujero en el fondo.
Salió el diablo y le dijo al jornalero:
-Nuestro jefe pregunta cómo vas a sacarnos de aquí. Las ho­yas donde nosotros vivimos son insondables.
-¡Valiente cosa! Para eso tengo una cuerda que, por mucho que la midas, nunca terminas.
-Déjame verla.
El bracero ató los dos extremos de la cuerda y se la dio. El dia­blo estuvo venga a medirla, venga a medirla, sin poder terminar.
-¿Y es mucho lo que debemos pagar?
-Lo que quepa en este gorro de monedas de plata.
El diablo se zambulló en el agua, se lo contó a su jefe, que, por mucho que le doliera, no tuvo más remedio que rascarse el bolsillo. El jornalero cargó una carretada entera de monedas de oro y se las llevó al comerciante.
-¡Ave María! -exclamó éste al verle-. ¡Ni los demonios pue­den con él!
Conque el comerciante y su mujer se pusieron de acuerdo para escapar de casa. La mujer estuvo cociendo pastelillos y panes, con los que llenó dos sacos y se acostó a descansar a fin de repo­ner fuerzas para cuando se escaparan del jornalero por la noche. Pero el jornalero vació los sacos y, en lugar de los pastelillos y los panes, metió una piedra de moler en uno y él se metió en el otro. Luego se quedó muy quieto, muy quieto, sin respirar apenas. Por la noche, el comerciante despertó a su mujer, cargaron cada uno con un saco y escaparon de casa. Entonces gritó el jornalero des­de su saco:
-¡Eh, mis amos! ¡Esperadme! ¡Llevadme con vosotros!
-¡El maldito se ha enterado y viene detrás de nosotros! –le dijo el comerciante a su mujer, y corrieron más aprisa todavía.
Iban ya rendidos. Al rato vio el comerciante un lago, se detu­vo, tiró el saco al suelo y dijo:
-Descansemos, aunque sólo sea un poco.
En esto, oyó el jornalero:
-¡Cuidado, mi amo! ¡Me vas a romper todas las costillas!
-¡Ah! ¿Pero estás aqui?
-Aquí estoy.
Bueno, pues decidieron pasar la noche junto al lago y se acos­taron uno al lado del otro.
-Escucha, mujer -dijo el comerciante: en cuanto se duer­ma el jornalero, le tiramos al lago.
Pero el jornalero no se dormía, y no hacía más que dar vueltas y rebullir. Hasta que, finalmente, fueron el comerciante y su mujer quienes se durmieron. El jornalero se quitó en seguida la pelliza y el gorro, se los puso a la mujer y él se puso el abrigo de ella. Luego despertó a su amo:
-¡Eh! Despierta. Vamos a echar al jornalero al agua.
El comerciante se levantó, agarraron entre los dos a la mujer dormida y la arrojaron al agua.
-¿Qué haces, mi amo? -gritó el jornalero. ¿Por qué has ahogado a tu mujer?
Al comerciante no le quedó más remedio que volverse a casa con el jornalero. Fste estuvo trabajando para él un año entero, luego le pegó un papirotazo en la frente, ¡y adiós comerciante! El jornale­ro se quedó con sus bienes y vivió tan campante, gozando de lo bueno y evitando lo malo.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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