Erase un campesino que tenía tres
hijos. El mayor se marchó a buscar trabajo. Llegó a la ciudad y se empleó de
jornalero en casa de un comerciante. Pero este comerciante era de lo más avaro
y despiadado. Sólo sabía repetir una cosa: en cuanto cante el gallo, arriba y
a trabajar. Tan agobiante le pareció aquello al muchacho, que al cabo de una
semana regresó a su casa.
Luego fue el segundo de los hijos.
Estuvo trabajando para el comerciante cosa de una semana, pero no pudo aguantar
más y se despidió.
-Bátiushka -pidió entonces el menor a su padre: deja que vaya yo a
trabajar para el comerciante.
-¿Y dónde vas tú, tonto? Tú sólo
sirves para estar tumbado en el rellano de la estufa. Otros mejores han ido y
han tenido que volver.
-Bueno, tú dirás lo que quieras,
pero yo me voy.
Efectivamente, se presentó al
comerciante.
-¡Hola, muchacho. ¿Qué dices de
bueno?
-Quisiera que me emplearas como
jornalero.
-De acuerdo. Pero ten en cuenta
que, aquí, en cuanto canta el gallo hay que ponerse a trabajar para todo el
día.
-Eso es cosa sabida: el que se mete
a jornalero ya no es dueño de sí mismo.
-¿Y qué jornal quieres?
-¿Qué voy a pedirte? Cuando haya
trabajado un año, me basta con pegarte un papirotazo a ti y un pellizco a tu
mujer.
-Está bien, muchacho -contestó el
comerciante, mientras pensaba para sus adentros: «¡Menuda suerte! ¡Esto sí que
es pagar poco!»
Por la noche, el jornalero se las
ingenió para agarrar el gallo y meterle la cabeza bajo el ala. Luego se acostó.
Muy pasada la medianoche, cuando ya estaba cerca el amanecer y había que despertar
al jornalero, el gallo seguía sin chistar. Salió el sol, y el jornalero se
despertó él solo.
-Venga el desayuno, mi amo, que ya
es hora de ponerse a trabajar.
Desayunó y estuvo trabajando todo
el día. Al anochecer volvió a cazar al gallo, le metió la cabeza debajo del ala
y se acostó a dormir hasta por la mañana. A la tercera noche hizo lo mismo. El
comerciante estaba muy extrañado, preguntándose qué podía haberle ocurrido al
gallo para dejar de cantar. «Iré a la aldea a buscar otro», se dijo. En efecto,
se marchó a buscar otro gallo, y se hizo acompañar por el jornalero.
Iban por el camino cuando se
encontraron con cuatro campesinos que conducían a un toro; pero un toro
tremendo de grande y de bravo. Como que apenas podían retenerle por la cuerda
entre los cuatro.
-¿A dónde vais, hermanos? -preguntó
el jornalero.
-A llevar este toro al matadero.
-¿Y tenéis que llevarle entre
cuatro cuando con uno sobra y basta?
Se acercó al toro, le pegó un
papirotazo en la testuz y le dejó tieso. Luego agarró un pellizco del pellejo,
tiró y lo desolló. Viendo qué clase de papirotazos y de pellizcos eran los de
su jornalero, el comerciante se preocupó tanto, que se olvidó del gallo y
volvió a su casa para meditar con su mujer en el modo de evitar aquella suerte.
-Lo que podemos hacer -propuso la
mujer- es mandarle de noche al bosque diciendo que se ha descarriado una vaca
del rebaño. ¡Que le devoren los animales feroces!
Llegó la noche, cenaron, la mujer
salió al corral, estuvo un rato en el porche y volvió a la isba diciendo al jornalero:
-¿Cómo no has metido las vacas en
el establo? Falta una.
-A mí me pareció que estaban
todas...
-¡Qué van a estar! Ve ahora mismo
al bosque y busca bien.
El jornalero se vistió, agarró una
estaca y se adentró en el bosque; pero, por mucho que anduvo, no vio ni una
vaca. Se puso a observar con más atención y descubrió a un oso en su guarida.
El jornalero pensó que era la vaca.
-¡Conque estás ahí, maldita! ¡Y yo
buscándote toda la noche!
Empezó a pegarle estacazos al oso.
El animal quiso escapar, pero él lo agarró por el cuello, lo llevó a rastras
hasta la casa y, gritando: «¡Ahí va eso!», lo encerró en el establo con las
vacas. El oso empezó inmediatamente a degollarlas y hacerlas pedazos. Durante
la noche acabó con todas. A la mañana siguiente dijo el jornalero a sus amos:
-Anoche traje por fin la vaca.
-Veamos, mujer, qué vaca nos ha
traído del bosque.
Fueron al establo, abrieron la
puerta y encontraron a todas las vacas muertas y al oso en un rincón.
-¿Pero qué has hecho, imbécil?
¿Para qué metiste a un oso en el establo? ¡Nos ha matado todas las vacas!
-Espera -dijo el jornalero: eso lo
va a pagar él con la vida.
Corrió al establo, le pegó un
papirotazo al oso y lo dejó seco.
«Mala cosa -pensó el comerciante-:
hasta los animales feroces le tienen sin cuidado. Me parece que únicamente el
diablo podrá con él.»
Y entonces le dijo al jornalero:
-Vas a ir al molino del diablo, y hazme
el gran favor de cobrarles a esos demonios un dinero que me deben y que no
acaban de pagarme.
-¡Claro que sí! ¿Por qué no iba a
hacerte ese pequeño favor?
Conque enganchó el caballo al carro
y se fue al molino del diablo. Cuando llegó se sentó en el muro de la presa a
trenzar una cuerda. De pronto saltó un diablo fuera del agua.
-Oye, ¿qué haces?
-¿No lo ves? Una cuerda.
-¿Y para qué la quieres?
-Para amarraros a todos, malditos
demonios, y poneros al sola que os sequéis. Porque me parece que estáis
demasiado mojados.
-¡Pero hombre! Nosotros no te hemos
hecho nada malo.
-¿Y por qué no le pagáis a mi amo
lo que le debéis? Bien que supisteis pedírselo, ¿verdad?
-Aguarda un poco, que voy a
consultar con nuestro jefe -dijo el diablo, y se zambulló en el agua.
El jornalero agarró en seguida una
pala, cavó un hoyo muy profundo, lo tapó con ramiza y en el centro colocó su
gorro boca arriba después de haberle hecho un agujero en el fondo.
Salió el diablo y le dijo al
jornalero:
-Nuestro jefe pregunta cómo vas a
sacarnos de aquí. Las hoyas donde nosotros vivimos son insondables.
-¡Valiente cosa! Para eso tengo una
cuerda que, por mucho que la midas, nunca terminas.
-Déjame verla.
El bracero ató los dos extremos de
la cuerda y se la dio. El diablo estuvo venga a medirla, venga a medirla, sin
poder terminar.
-¿Y es mucho lo que debemos pagar?
-Lo que quepa en este gorro de
monedas de plata.
El diablo se zambulló en el agua,
se lo contó a su jefe, que, por mucho que le doliera, no tuvo más remedio que
rascarse el bolsillo. El jornalero cargó una carretada entera de monedas de oro
y se las llevó al comerciante.
-¡Ave María! -exclamó éste al
verle-. ¡Ni los demonios pueden con él!
Conque el comerciante y su mujer se
pusieron de acuerdo para escapar de casa. La mujer estuvo cociendo pastelillos
y panes, con los que llenó dos sacos y se acostó a descansar a fin de reponer
fuerzas para cuando se escaparan del jornalero por la noche. Pero el jornalero
vació los sacos y, en lugar de los pastelillos y los panes, metió una piedra de
moler en uno y él se metió en el otro. Luego se quedó muy quieto, muy quieto,
sin respirar apenas. Por la noche, el comerciante despertó a su mujer, cargaron
cada uno con un saco y escaparon de casa. Entonces gritó el jornalero desde su
saco:
-¡Eh, mis amos! ¡Esperadme!
¡Llevadme con vosotros!
-¡El maldito se ha enterado y viene
detrás de nosotros! –le dijo el comerciante a su mujer, y corrieron más aprisa
todavía.
Iban ya rendidos. Al rato vio el
comerciante un lago, se detuvo, tiró el saco al suelo y dijo:
-Descansemos, aunque sólo sea un
poco.
En esto, oyó el jornalero:
-¡Cuidado, mi amo! ¡Me vas a romper
todas las costillas!
-¡Ah! ¿Pero estás aqui?
-Aquí estoy.
Bueno, pues decidieron pasar la
noche junto al lago y se acostaron uno al lado del otro.
-Escucha, mujer -dijo el
comerciante: en cuanto se duerma el jornalero, le tiramos al lago.
Pero el jornalero no se dormía, y
no hacía más que dar vueltas y rebullir. Hasta que, finalmente, fueron el
comerciante y su mujer quienes se durmieron. El jornalero se quitó en seguida
la pelliza y el gorro, se los puso a la mujer y él se puso el abrigo de ella.
Luego despertó a su amo:
-¡Eh! Despierta. Vamos a echar al
jornalero al agua.
El comerciante se levantó,
agarraron entre los dos a la mujer dormida y la arrojaron al agua.
-¿Qué haces, mi amo? -gritó el
jornalero. ¿Por qué has ahogado a tu mujer?
Al comerciante no le quedó más
remedio que volverse a casa con el jornalero. Fste estuvo trabajando para él un
año entero, luego le pegó un papirotazo en la frente, ¡y adiós comerciante! El
jornalero se quedó con sus bienes y vivió tan campante, gozando de lo bueno y
evitando lo malo.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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