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lunes, 1 de julio de 2013

El abanico

-Como deseaba escrutar el corazón de mi novia -díjome Sandalio Aguilar, en la terraza del Casino, en la hora propicia a las confidencias, cuando los acordes de la orquesta se desmayan en el aire, aleteando débiles, a manera de fatigadas mariposas-, y en las conver­saciones de amor casi todo es mentira, decidí practicar una experiencia que me ilustrase. No había asistido ella nunca a una corrida de toros. ¡Su tía la educaba con tal rigidez...! Compré un palco, y las invité galantemente. La tía transigió, convidando a su vez a unas amigas que la ayudasen a lle­var, según ella decía, el peso de la «cesta».
Me senté en el ángulo del palco, al lado de mi Bertina (ya sabe usted: Albertina Laguarda, hoy marquesa de Lu­cientes). No, no crea usted que me he interrumpido porque me corte el ha­bla ninguna emoción. Es que la noche empieza a refrescar, y yo tengo unos bronquios que todo lo notan en segui­da. ¡Ejem!...
Y Sandalio tosió con la precisión y la pulcritud que le caracterizan, aplí-cando a la boca un fino pañuelo, fra­gante, de amplísima orla.
-Bien; ya hemos pagado el tributo irremisible a la señora tos... Quedamos en que me instalé a la vera de mi no­via, que por cierto estaba guapísima con su mantilla blanca de encaje ran­cio. Llevaba un traje rosa salmón, o más bien, rosa carne, escotado, y la ju­guetona blonda confundía de un modo delicioso los tonos similares de, la tez y de la vestidura. Sobre su pelo casta­ño y fosco, que el sol rafagueaba de oro viejo, un manojo entero de clave­lones enormes, de ese matiz indeciso que no es ni rojo ni rosa y que al re­mate de las hojas se cambia en gris argentado, se erguía provocativo, den­tro del medio canalón de la peinetaza de carey. No llevaba guantes, y su ma­nita, cuajada de sortijas, relucía al ma­nejar el abanico, un gran pericón ma­nileño sembrado de flores extravagan­tes, imposibles. La aureola de la man­tilla, haciendo sombra a frente y sie­nes, profundizaba sus ojos atra-yentes e insondables... En fin: era necesario tener mi calma, mi espíritu analítico, para no olvidar completamente que se trataba de una experiencia de psicolo­gía, de que impresiones fuertes e ines­peradas descubriesen algún rincón del alma de una mujer destinada a ser toda la vida mi amante compañera... Me dediqué, solícito, a explicar lo que allí iba a suceder, y desde el primer me­mento sufrí una decepción: Bertina sabía perfectamente los mínimos deta­lles de la fiesta nacional. Periódicos y conversaciones la tenían bien enterada. ¡Cualquiera enseña nada nuevo a na­die en la época presente! No quedan divinas ignorancias. Me sentí contra­riado de veras. ¡Qué iniciación me perdía!... Mi amor propio sufrió invo­luntariamente. ¡Cuánto placer en el ca­pullo cerrado, cuánta delicia en rasgar el velo!... Para más mortificarme, tro­cándose los papeles, ella misma, exper­ta por intuición, me iba guiando a mí...
-Ahora es lo más lucido: el despejo de la plaza y salida de la cuadrilla. ¡Qué Precioso! Ahí vienen Sombrerito Chico y el Pajel, con unos andares... Los trajes me encantan. Un ascua de oro el de Pajel y una pura filigrana de plata el de Sombrerito. Visten mejor que nosotras... El Pajel es muy elegante, muy esbelto. De cara morena.., Es chistosa su cara...
-De cerca, picado de viruelas, con cada agujero así -advertí, porque a ningún novio le hace maldita la gra­cia que su novia ensalce a otro hom­bre-. Un tío más bruto que un cerro­jo. Si le zamarrean, echa bellotas.
-¡Bah! De cerca creo que no ha­brá muchas ocasiones de contemplarle -respondió Bertina, riendo coqueta­mente, penetrando mi intención con agudeza de mujer-, por más que a él y a los de su cuadrilla me los encuen­tro en la calle vestidos de corto y me echan chicoleos. ¡Ay!... Mira: acaba de entregar el capote de paseo a Félix Nieva... Son muy amigotes,
-Veo que estás informadísima...
-¡Ah, el toro! -exclamó vivamente.
La fiera, que había salido corriendo, se plantó en mitad de la plaza. Era un bicho negro, poderoso, que parecía mo­delado por Benlliure. Sus astas, finísi­mas en la punta, curvadas con brío amenazador, contrastaban con la cabe­za estúpida, casi dulce, casi pacífica. La ferocidad vendría a su hora, cuando hubiesen acosado a la res, desgarrado su piel, acribillado su carne, inflamado su sangre, excitado su desesperación, hinchando sus pulmones con la queja cavernosa del mugido; pero en aquel instante, sorprendido y deslumbrado, molestado sólo por el picotazo de la divisa, el toro no sentía más que ex­trañeza y la nostalgia con que el ins­tinto le recordaba los frescores de la dehesa, los aromas de los pastos, el barboteo del agua del arroyo...
Iba a comenzar la faena de caba llos. Allí esperaba yo a Bertina. Espia­ba, en el lago pérfido de sus pupilas, la agitación de la sensibilidad. Por mucho que se la hubiesen explicado, la suerte de varas tiene siempre lo im­previsto y brutal del espectáculo cruen­to; la sensación material es nueva ne­cesariamente, aunque la inteligencia la haya razonado de antemano. Rígidos, terciada la pica, los varilargueros espe­raban la embestida de la fiera, que, después de recorrer a escape el redon­del dos o tres vueltas, distraída y des­deñosa, se fijó por fin en aquellas ma­cizas estantiguas ecuestres, en los fa­mélicos bultos que las soportaban, y cuya línea angulosa, desvencijada, se exageraba caricaturesca en la proyec­ción de sombra. Resopló el toro, partié como un rayo, y mientras la puya se le hincaba en la carne, rasgó él con la aguda cuerna el arca del vientre del caballo... Brotó de la rasgadura larga, humeante, todo el paquete intestinal; fiemo y sangrp, en hedionda mezcolan­za, se emplastaron en la arena; las pa­tas del caballo, al querer arrancar en espantada huída, se enredaron en el re­voltijo de tripas colgante, y lo pisotea­ron y despedazaron, sacudiendo trozos y piltrafas; el jaco, vacío, titubeó, tem­bló convulsivo sobre sus cuatro remos, y en tanto que el picador se zafaba pe­sadamente, tumbóse desplomado, mas­cando el aire con bascas de agonía...
Fijamente miraba a Bertina yo. Su perfil, de entre las ondas de la manti­lla, salía acentuado, como adelgazado por una contracción nerviosa. Las alas de su nariz delicada palpitaban, y sus mejillas eran dos hojas de magnolia re­cién abierta, tersas y blancas, que ja­más ha regado el rocío...
Es indudable que siente -pensé al pronto-. Es el horror lo que hace ale­tear su corazón y albear su tez. Va a volverse y a decirme que no la traiga más a esta carnicería.
Volvíase Bertina, en efecto. Su ros­tro, al buscar el mío, sonreía con tra­vesura deliciosa, con una mezcla de queja y mimo, de resignación y chusca­da, que desafiaba al pincel del retratis­ta más expresivo. Y su mano, cual re­licario de anillos de pedreria, engaste de la joya más valiosa aún de los dedi­tos ebúrneos y las uñas rosadas, alza­ba airosamente el abierto abanico ma­nileño, poniéndolo como un biombo ante la vista del cuerpo de la sardina despanzurrada, y dejando, a la parte que el país exornado con extravagan­tes flores no interceptaba, libre el cam­po para contemplar ávidamente cómo el Pajel iba a parear: una galantería al público, un rasgo de condescenden­cia del diestro...
-De estas cosas feas, lo mejor es ¡defenderse con el abanico -murmuró, traduciendo a su manera la pregunta de mis ojos. Porque no viéndolas, ¿verdad?, es lo mismo que si no las hubiese...
-¿Te basta a ti con el abanico? -respondí en el mismo tono confiden­cial y afable.
-Claro que sí... Ya no se ve ese asco -afirmó, acercando a su nariz el esen­ciero, que con otros dijes minúsculos colgaba de su cadena de oro.
Me precio de prudente, de hábil, y tardé aún seis meses en retirar de fin modo suave e insensible mi candidatu­ra a la mano ensortijada de Bertina. En este tiempo pude cerciorarme de que el sistema del abanico lo aplicaba a todos los casos posibles. Tapar, tapar, que ojos que no ven, corazón que no quiebra...; Y yo no quiero un cora­zón que se regula por la materialidad de los ojos!

-No estaba usted enamorado de Ber­tina -objeté. Si lo estuviese, prescin­diría de esos tiquis miquis; y aun sin estarlo, debió usted comprender que su actitud era eminentemente social. Na­die hace otra cosa. No se mira lo que no puede evitarse. La sociedad esgrime un abanico inmenso.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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