-Como
deseaba escrutar el corazón de mi novia -díjome Sandalio Aguilar, en la terraza
del Casino, en la hora propicia a las confidencias, cuando los acordes de la
orquesta se desmayan en el aire, aleteando débiles, a manera de fatigadas
mariposas-, y en las conversaciones de amor casi todo es mentira, decidí
practicar una experiencia que me ilustrase. No había asistido ella nunca a una
corrida de toros. ¡Su tía la educaba con tal rigidez...! Compré un palco, y las
invité galantemente. La tía transigió, convidando a su vez a unas amigas que la
ayudasen a llevar, según ella decía, el peso de la «cesta».
Me senté
en el ángulo del palco, al lado de mi Bertina (ya sabe usted: Albertina
Laguarda, hoy marquesa de Lucientes). No, no crea usted que me he interrumpido
porque me corte el habla ninguna emoción. Es que la noche empieza a refrescar,
y yo tengo unos bronquios que todo lo notan en seguida. ¡Ejem!...
Y
Sandalio tosió con la precisión y la pulcritud que le caracterizan, aplí-cando
a la boca un fino pañuelo, fragante, de amplísima orla.
-Bien; ya
hemos pagado el tributo irremisible a la señora tos... Quedamos en que me
instalé a la vera de mi novia, que por cierto estaba guapísima con su mantilla
blanca de encaje rancio. Llevaba un traje rosa salmón, o más bien, rosa carne,
escotado, y la juguetona blonda confundía de un modo delicioso los tonos
similares de, la tez y de la vestidura. Sobre su pelo castaño y fosco, que el
sol rafagueaba de oro viejo, un manojo entero de clavelones enormes, de ese
matiz indeciso que no es ni rojo ni rosa y que al remate de las hojas se
cambia en gris argentado, se erguía provocativo, dentro del medio canalón de
la peinetaza de carey. No llevaba guantes, y su manita, cuajada de sortijas,
relucía al manejar el abanico, un gran pericón manileño sembrado de flores
extravagantes, imposibles. La aureola de la mantilla, haciendo sombra a
frente y sienes, profundizaba sus ojos atra-yentes e insondables... En fin:
era necesario tener mi calma, mi espíritu analítico, para no olvidar
completamente que se trataba de una experiencia de psicología, de que
impresiones fuertes e inesperadas descubriesen algún rincón del alma de una
mujer destinada a ser toda la vida mi amante compañera... Me dediqué, solícito,
a explicar lo que allí iba a suceder, y desde el primer memento sufrí una
decepción: Bertina sabía perfectamente los mínimos detalles de la fiesta
nacional. Periódicos y conversaciones la tenían bien enterada. ¡Cualquiera
enseña nada nuevo a nadie en la época presente! No quedan divinas ignorancias.
Me sentí contrariado de veras. ¡Qué iniciación me perdía!... Mi amor propio
sufrió involuntariamente. ¡Cuánto placer en el capullo cerrado, cuánta
delicia en rasgar el velo!... Para más mortificarme, trocándose los papeles,
ella misma, experta por intuición, me iba guiando a mí...
-Ahora es
lo más lucido: el despejo de la plaza y salida de la cuadrilla. ¡Qué Precioso!
Ahí vienen Sombrerito Chico y el Pajel, con unos andares... Los trajes
me encantan. Un ascua de oro el de Pajel y
una pura filigrana de plata el de Sombrerito.
Visten mejor que nosotras... El Pajel es
muy elegante, muy esbelto. De cara morena.., Es chistosa su cara...
-De
cerca, picado de viruelas, con cada agujero así -advertí, porque a ningún novio
le hace maldita la gracia que su novia ensalce a otro hombre-. Un tío más
bruto que un cerrojo. Si le zamarrean, echa bellotas.
-¡Bah! De
cerca creo que no habrá muchas ocasiones de contemplarle -respondió Bertina,
riendo coquetamente, penetrando mi intención con agudeza de mujer-, por más
que a él y a los de su cuadrilla me los encuentro en la calle vestidos de
corto y me echan chicoleos. ¡Ay!... Mira: acaba de entregar el capote de paseo
a Félix Nieva... Son muy amigotes,
-Veo que
estás informadísima...
-¡Ah, el
toro! -exclamó vivamente.
La fiera,
que había salido corriendo, se plantó en mitad de la plaza. Era un bicho negro,
poderoso, que parecía modelado por Benlliure. Sus astas, finísimas en la
punta, curvadas con brío amenazador, contrastaban con la cabeza estúpida, casi
dulce, casi pacífica. La ferocidad vendría a su hora, cuando hubiesen acosado a
la res, desgarrado su piel, acribillado su carne, inflamado su sangre, excitado
su desesperación, hinchando sus pulmones con la queja cavernosa del mugido;
pero en aquel instante, sorprendido y deslumbrado, molestado sólo por el
picotazo de la divisa, el toro no sentía más que extrañeza y la nostalgia con
que el instinto le recordaba los frescores de la dehesa, los aromas de los
pastos, el barboteo del agua del arroyo...
Iba a
comenzar la faena de caba llos. Allí esperaba yo a Bertina. Espiaba, en el
lago pérfido de sus pupilas, la agitación de la sensibilidad. Por mucho que se
la hubiesen explicado, la suerte de varas tiene siempre lo imprevisto y brutal
del espectáculo cruento; la sensación material es nueva necesariamente,
aunque la inteligencia la haya razonado de antemano. Rígidos, terciada la pica,
los varilargueros esperaban la embestida de la fiera, que, después de recorrer
a escape el redondel dos o tres vueltas, distraída y desdeñosa, se fijó por
fin en aquellas macizas estantiguas ecuestres, en los famélicos bultos que
las soportaban, y cuya línea angulosa, desvencijada, se exageraba caricaturesca
en la proyección de sombra. Resopló el toro, partié como un rayo, y mientras
la puya se le hincaba en la carne, rasgó él con la aguda cuerna el arca del
vientre del caballo... Brotó de la rasgadura larga, humeante, todo el paquete
intestinal; fiemo y sangrp, en hedionda mezcolanza, se emplastaron en la
arena; las patas del caballo, al querer arrancar en espantada huída, se
enredaron en el revoltijo de tripas colgante, y lo pisotearon y despedazaron,
sacudiendo trozos y piltrafas; el jaco, vacío, titubeó, tembló convulsivo
sobre sus cuatro remos, y en tanto que el picador se zafaba pesadamente,
tumbóse desplomado, mascando el aire con bascas de agonía...
Fijamente
miraba a Bertina yo. Su perfil, de entre las ondas de la mantilla, salía
acentuado, como adelgazado por una contracción nerviosa. Las alas de su nariz
delicada palpitaban, y sus mejillas eran dos hojas de magnolia recién abierta,
tersas y blancas, que jamás ha regado el rocío...
Es
indudable que siente -pensé al pronto-. Es el horror lo que hace aletear su
corazón y albear su tez. Va a volverse y a decirme que no la traiga más a esta
carnicería.
Volvíase
Bertina, en efecto. Su rostro, al buscar el mío, sonreía con travesura
deliciosa, con una mezcla de queja y mimo, de resignación y chuscada, que
desafiaba al pincel del retratista más expresivo. Y su mano, cual relicario
de anillos de pedreria, engaste de la joya más valiosa aún de los deditos
ebúrneos y las uñas rosadas, alzaba airosamente el abierto abanico manileño,
poniéndolo como un biombo ante la vista del cuerpo de la sardina despanzurrada,
y dejando, a la parte que el país exornado con extravagantes flores no
interceptaba, libre el campo para contemplar ávidamente cómo el Pajel iba a parear: una galantería al
público, un rasgo de condescendencia del diestro...
-De estas
cosas feas, lo mejor es ¡defenderse con el abanico -murmuró, traduciendo a su
manera la pregunta de mis ojos. Porque no viéndolas, ¿verdad?, es lo mismo que
si no las hubiese...
-¿Te
basta a ti con el abanico? -respondí en el mismo tono confidencial y afable.
-Claro
que sí... Ya no se ve ese asco -afirmó, acercando a su nariz el esenciero, que
con otros dijes minúsculos colgaba de su cadena de oro.
Me precio
de prudente, de hábil, y tardé aún seis meses en retirar de fin modo suave e
insensible mi candidatura a la mano ensortijada de Bertina. En este tiempo
pude cerciorarme de que el sistema del abanico lo aplicaba a todos los casos
posibles. Tapar, tapar, que ojos que no ven, corazón que no quiebra...; Y yo no
quiero un corazón que se regula por la materialidad de los ojos!
-No
estaba usted enamorado de Bertina -objeté. Si lo estuviese, prescindiría de
esos tiquis miquis; y aun sin estarlo, debió usted comprender que su actitud
era eminentemente social. Nadie hace otra cosa. No se mira lo que no puede
evitarse. La sociedad esgrime un abanico inmenso.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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