¿No la
visteis al cruzar la esquina a la viejecita de pelo más blanco que los copos de
la nieve, detenidos en los aleros de los tejados, de tez rancia como el marfil,
de dentadura cabal y firme todavía, sin postizo ni engañifa alguna? Las
curtidas y arrugadas manos con que manejaba la badila revolviendo las castañas
en el tostador dicen a voces la vida de labor incesante; la venerable calma de
la frente y la limpidez de los ojos, que debieron de ser hermosos a los veinte
años; la tranquilidad de la conciencia... Sentada en la bocacalle, al margen de
la acera, procurando no estorbar con su humilde comercio a los transeúntes, en
primavera vendía lilas, clavellinas y rosas «de olor»; pero apenas asomaba el
frío, saliendo a relucir las primeras «pañosas», establecía su puesto de
castañas asadas, y allí la tenían los chiquillos golosos de la escuela y los
estudiantes que van a la
Universidad y al Instituto, despachanrón la mercancía con una
afabilidad y un desinterés señoril...
Generosa
y franca, a fuerza de española neta, jamás escatimó la ración al niño que,
tiritando, alarga su «perra chica», ni al mozo que, riendo, suelta la peseta en
el regazo; jamás regateó y jamás pidió limosna. Ahogos y miserias, crujidas y
hasta enfermedades sospechamos que se las pasó la tía Celesta muy agazapada, en
su sotabanco de la Ronda ;
pero ¿extender ella aquella mano? Primero se moriría. Era preciso oírla cuando
se expresaba en confianza. «Trabajar, sí, señor; que ésa es la ley del
pobre..., digo del pobre honrado. Con mi trabajo me he mantenido y nadie ha
tenío que avergonzarme ni de moza ni de vieja... Y ya, ¿pa qué voy a pedir? To
me sobra. ¡Con setenta y seis que cumplí el día de Santos... Se me murió mi
hija; crié un nietecillo que quedaba y se me escapó; dicen que sa embarcao pa
las Américas, porque era codiciosillo y quería hacer un fortunón... A mí, que la Virgen no me quite mi
cocido y mi catre...»
Y
cuando insistíamos para saber si no aspiraba a algo, murmuró confidencialmente
la tía Celesta:
-Me
pide el cuerpo, con este frío barbero, otro mantón abrigadito, que el puesto ya
parece de telaraña... Y el caso es que me conviene que venga todavía más frío,
más nieve, más escarcha...; así venderé más castañas calientes, y pue que junte
pa el mantón... Ya llevo tres reales en un décimo... Mientras, está una
aterería..., y por otra parte achicharrá...
La
mañana en que tía Celesta expresó tan modestas aspiraciones (¡qué mañana!; se
helaban las palabras en la boca) fué la última que la vió ocupar su puesto y
revolver las castañas sobre la hornilla. Desapareció.... «Estará acatarrada».
Buen catarro debía de ser, que pasaron las Navidades y llegaron los Carnavales
sin que la castañera volviese viese a su sitio de costumbre. Y tampoco, cuando
los -últimos cierzos de la
Sierra soplaron ya fatigados sobre Madrid, se presentó, cual
otros años ofreciendo los precoces narcisos, que anuncian la resurrección de
Flora...
Seguramente
la tía Celesta había logrado el mantón con que soñaba; un mantón color de
tierra, que no se rompe, que no se gasta y que abriga de una vez...
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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