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lunes, 1 de julio de 2013

Dios castiga

Desde la mañana en que el hijo fue encontrado con el corazón atravesado de un tiro, no hubo en aquella pobre casa día en que no se llorase. Sólo que el tributo de lágrimas era el padre quien lo pagaba: a la madre se la vio con los ojos secos, mirando con irritada fijeza, como si escudriñase los rostros y estudiase su expresión. Sin embargo, de sus labios no salía una pregunta, y hasta hablaba de cosas indiferentes... La vaquiña estaba preñada. El mainzo, este año, por falta de lluvias, iba a perderse. El patexo andaba demasiado caro. Iban a reunirse los de la parroquia para comprar algunas lanchas del animalejo...
Así, no faltaba en la aldea de Vilar quien opinase que la señora Amara «ya no se recordaba del mociño». ¡Buena lástima fue dél! Un rapaz que era un lobo para el trabajo, tan lanzal, tan amoroso, que todas las mozas se lo comían. Y por moza fue, de seguro, por lo que le hicieron la judiada. Sí, hom: ya sabemos que las mozas tienen la culpa de todo. Y Félise, el muerto, andaba tras de una de las más bonitas, Silvestriña, la del pelo color de mazorca de lino y ojos azul ceniza, como la flor del lino también. Y Silvestriña le hacía cara, ¿no había de hacérsela? ¡Estaba por ver la rapaza que le diese un desaire a Félise!
Cuchicheábase todo esto muy bajo, porque en las aldeas hay sus conjuras de silencio, y toda la reserva que se guarda en otras esferas, en asuntos diplomáticos es nada en comparación con la reserva labriega, cuando está de por medio un delito y puede venir a enterarse «la justicia». Sabían los labriegos ¡vaya si lo sabían!, en quien pudiesen recaer las sospechas. No ignoraban que el matador no podía ser otro que Agustín, el de Luaño, valentón de navaja en cinto y revólver cargado en faltriquera. No era su primera fazaña, pues en el alboroto de «una de palos» de alguna romería, dejó un hombre con las tripas fuera; pero esto de ahora parecía mayor traición, y denotaba peor alma en el criminal que, por lo mismo, infundía doble temor, pues era capaz de todo.
Había recibido el Juzgado una denuncia anónima, escrita con mala letra y detestable ortografía, pero con redacción clara y apasionada, delatando terminantemente a Agustín. Decía también el papel que dos muchachas de Vilar, Silvestriña y su hermana, pasando algo tarde por la correidora que a su casa conducía, oyeron, no un tiro, sino dos, y vieron caer al mozo, y hasta escucharon que pedía auxilio, que no le dieron; se limitaron a encerrarse en su morada. Y el anonimato delator instigaba al Juzgado a que incoase diligencias y tomase declaraciones, que descubrirían al culpable.
El Juzgado, muy lánguidamente, no tuvo más remedio que hacer algo... Tropezó, desde el primer momento, con una pared de silencio. Nadie había visto nada; nadie sabía nada; por poco responden que no conocían ni a la víctima ni al supuesto matador. Las muchachas, esa noche, no habían salido de casa; no oyeron, pues, los gritos de auxilio; y la primera noticia la tuvieron, ellas y los demás, a la madrugada siguiente, cuando el cuerpo de Félise apareció rígido, helado, todo empapado de orvallo mañanero... Esto repitieron las dos mociñas, pellizcando mucho el pañuelo y bajando los ojos.
-Bien te avisé, Pedro, que no cumplía escribir tal carta -decía la señora Amara a su marido, cuando ya se demostró que las diligencias resultaban completamente infructuosas y que ni venticuatro horas estuvo preso el de Luaño-. Como ninguén ha visto el caso, y si lo vio se calla, más te valiera callar tú. Non vos vale de nada esa habilidá de saber de letra. Sedes más tontos que los que nunca tal deprendimos.
-Mujer -balbuceó el viejo, secándose el llanto con un pañuelo a cuadros, todo roto-, mujer, como era mi fillo, que no teníamos otro, y nos lo mataron como si lo llevasen a degollar... Yo ya poco valgo, ¡pero si puedo, no se ha de reír el bribón condenado ese!
-No hagas nada, hom, te lo pido por la sangre de Félise. ¡No te metas quillotros!
Y la actitud de la vieja era tan firme y amenazadora, sus duros ojos miraban con tal energía, con tal imposición de voluntad, que el padre agachó la cabeza subyugado. Y no se volvió a hablar del asunto, aunque fuese visible que no se pensaba sino en él.
Al aparente olvido de los padres, respondió el olvido real de la aldea. Nadie recordaba -al menos aparentemente- a aquel Félise, tan amigo de todos los demás rapaces. Su cuerpo se pudría en el cementerio humilde, bajo la cruz pintada de negro que los padres habían colocado sobre la fosa. Y el de Luaño, más arrogante y quimerista que nunca, venía todas las tardes a Vilar, a cortejar a su novia, Silvestriña, con la cual era público que iba a casar cuando vinieran las noches largas de Nadal y Reyes.
Se comentaba mucho, y con dejos de envidia, la boda. El señor de Cerbela, que tenía propiedades en Luaño, daría al nuevo matrimonio en arriendo uno de sus mejores lugares, acasarados, de los más productivos del país. Comprendía largos prados, con su riego de agua de pie; fértiles labradíos, montes leñales bien poblados de tojo, arbolado de soto de castaños, que dividía la casa de la carretera; huerto con frutales, y una vivienda mediana, unida a la pajera, herbeiro y establos. Un principado rústico, que requería, en ello estaban de acuerdo los labradores, un casero, el propósito de trabajar de alma, para sacarle el jugo; y, como dudaban de que Agustín, tan amigo de broma y jarana, tuviese formalidad para tal obra, él contestaba con firmeza:
-Lo han de ver. Cuando Agustín el de Luaño, destremina de hacer una cosa, hácela, ¡recorcio! ¡En comiendo el pan de la boda, meto ganado y un criado en la casa, espeto el arado en la tierra, se abona, se siembra y para el año veredes si ha cosecha o no! ¡Y yo a trabajar como el primero, que de cosas más malas soy capaz por Silvestriña!
Toda la aldea y todo Luaño fueron convidados al festín nupcial. Es costumbre, en estos casos, que los convidados regalen vino, pan, manjares; pero Agustín, rumboso, no consintió que nadie llevase nada. Él traía a casa de su novia sobrado con que hartar hasta los pordioseros que tocaban la zanfona y echaban coplas impulsados por el hambre. Y de beber, ¡no se diga! Vinieron dos pellejos y un tonel, amén de una barrica de aguardiente de caña. Agustín, expansivo y gozoso, contaba que el señor de Corbela le había dicho, mismo así: «Mira, que para llevar bien un lugar como el tuyo, hay que tener mucho cuidado con la bebida, y tú eres amigo de empinar.» Y que él había contestado, mismo así: «Señor mi amo, las tolerías de la mocidá son una cosa y otra el juicio. El día de mi boda será el último en que beba yo por el jarro.»
Menos los padres de Félise, que antes de ponerse el sol se habían encerrado en su casa, toda la aldea se refociló en la comilona. Contábase que el padre había gritado amenazas cuando los novios pasaban hacia la iglesia, y que la señora Amara, cogiéndole de una manga, imponiéndole silencio, se lo había llevado. Ante la esplendidez de la cena, se olvidó el incidente. Había montañas de cocido, jamones enteros hervidos en vino con hierbas aromáticas, pescados fritos a calderos, y pollos, y rosquillas, y negro café, realzado por la «caña» traidora. El novio menudeaba los tragos, repitiendo su frase: «Es el último día que bebo por jarro.» A la novia le presentaron como cuestión de honra el beber también. Y la pareja, ya a los postres, estaba completamente chispa. A puñados, casi en brazos, los fueron llevando los mozos a la nueva casa que debían habitar. Se diría que el aire libre les aumentaba la embriaguez. Como quien suelta en el suelo un par de troncos, los tendieron en la cama. Por no encerrarlos, dejaron la puerta arrimada solamente.
Los convidados se volvieron a Vilar a continuar el festín. Sólo al otro día empezaron a susurrar, siempre en voz muy queda, no se enterase «la justicia», que los había seguido, al ir a Luaño, una sombra negra; otros dijeron que una mujer vestida de luto. Nadie precisó estos datos, y hubo quien los trató de invención.
Lo cierto fue que, a cosa de las dos de la noche, se descubrió ya, por llamaradas, el fuego que consumía la pareja y los establos, vacíos de ganado aún. Comunicado el incendio a la vivienda, las altas llamas mordieron y se cebaron en el seco maderamen. El humo salía hacia fuera; pero aún cuando hubiese alguien despierto en las casuchas más próximas, es probable que no lo viese, por taparlo la cortina del espeso soto de castaños. Los novios, asustados, sin comprender, se irguieron en el lecho, y Silvestriña gritó; pero ya era tarde, porque una cortina roja se alzaba ante sus espantados ojos, y el humo la asfixiaba. La habitación era un inmenso brasero; los chasquidos de la llama y su ronquido pavoroso ahogaban los lamentos de los moribundos, cuyos cuerpos aparecieron al otro día reducidos a carbón.
Y cuando le dieron a la señora Amara algunas comadres: «¿Ve? Dios castiga sin palo ni piedra...», ella contestó sosegadamente:
-A mín, dejádeme de eso... Yo, ya sabedes que no me meto en nada... Es mi marido el que anduvo por ahí parlando, con si Dios castiga o no castiga... Pues si castiga Dios, nosotros, ¿qué tenemos que vere? Callare...

Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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