Desde la mañana en que el hijo fue
encontrado con el corazón atravesado de un tiro, no hubo en aquella pobre casa
día en que no se llorase. Sólo que el tributo de lágrimas era el padre quien lo
pagaba: a la madre se la vio con los ojos secos, mirando con irritada fijeza,
como si escudriñase los rostros y estudiase su expresión. Sin embargo, de sus
labios no salía una pregunta, y hasta hablaba de cosas indiferentes... La
vaquiña estaba preñada. El mainzo, este año, por falta de lluvias, iba a
perderse. El patexo andaba demasiado caro. Iban a reunirse los de la
parroquia para comprar algunas lanchas del animalejo...
Así, no faltaba
en la aldea de Vilar quien opinase que la señora Amara «ya no se recordaba del mociño».
¡Buena lástima fue dél! Un rapaz que era un lobo para el trabajo, tan lanzal,
tan amoroso, que todas las mozas se lo comían. Y por moza fue, de seguro, por
lo que le hicieron la judiada. Sí, hom: ya sabemos que las mozas tienen la
culpa de todo. Y Félise, el muerto, andaba tras de una de las más bonitas,
Silvestriña, la del pelo color de mazorca de lino y ojos azul ceniza, como la
flor del lino también. Y Silvestriña le hacía cara, ¿no había de hacérsela?
¡Estaba por ver la rapaza que le diese un desaire a Félise!
Cuchicheábase
todo esto muy bajo, porque en las aldeas hay sus conjuras de silencio, y toda
la reserva que se guarda en otras esferas, en asuntos diplomáticos es nada en
comparación con la reserva labriega, cuando está de por medio un delito y puede
venir a enterarse «la justicia». Sabían los labriegos ¡vaya si lo sabían!, en
quien pudiesen recaer las sospechas. No ignoraban que el matador no podía ser
otro que Agustín, el de Luaño, valentón de navaja en cinto y revólver cargado
en faltriquera. No era su primera fazaña, pues en el alboroto de «una de palos»
de alguna romería, dejó un hombre con las tripas fuera; pero esto de ahora
parecía mayor traición, y denotaba peor alma en el criminal que, por lo mismo,
infundía doble temor, pues era capaz de todo.
Había recibido
el Juzgado una denuncia anónima, escrita con mala letra y detestable
ortografía, pero con redacción clara y apasionada, delatando terminantemente a
Agustín. Decía también el papel que dos muchachas de Vilar, Silvestriña y su
hermana, pasando algo tarde por la correidora que a su casa conducía,
oyeron, no un tiro, sino dos, y vieron caer al mozo, y hasta escucharon que
pedía auxilio, que no le dieron; se limitaron a encerrarse en su morada. Y el
anonimato delator instigaba al Juzgado a que incoase diligencias y tomase
declaraciones, que descubrirían al culpable.
El Juzgado, muy
lánguidamente, no tuvo más remedio que hacer algo... Tropezó, desde el primer
momento, con una pared de silencio. Nadie había visto nada; nadie sabía nada;
por poco responden que no conocían ni a la víctima ni al supuesto matador. Las
muchachas, esa noche, no habían salido de casa; no oyeron, pues, los gritos de
auxilio; y la primera noticia la tuvieron, ellas y los demás, a la madrugada
siguiente, cuando el cuerpo de Félise apareció rígido, helado, todo empapado de
orvallo mañanero... Esto repitieron las dos mociñas, pellizcando mucho el
pañuelo y bajando los ojos.
-Bien te avisé,
Pedro, que no cumplía escribir tal carta -decía la señora Amara a su marido,
cuando ya se demostró que las diligencias resultaban completamente infructuosas
y que ni venticuatro horas estuvo preso el de Luaño-. Como ninguén ha visto el
caso, y si lo vio se calla, más te valiera callar tú. Non vos vale de nada esa
habilidá de saber de letra. Sedes más tontos que los que nunca tal deprendimos.
-Mujer
-balbuceó el viejo, secándose el llanto con un pañuelo a cuadros, todo roto-,
mujer, como era mi fillo, que no teníamos otro, y nos lo mataron como si lo
llevasen a degollar... Yo ya poco valgo, ¡pero si puedo, no se ha de reír el
bribón condenado ese!
Y la actitud de
la vieja era tan firme y amenazadora, sus duros ojos miraban con tal energía,
con tal imposición de voluntad, que el padre agachó la cabeza subyugado. Y no
se volvió a hablar del asunto, aunque fuese visible que no se pensaba sino en
él.
Al aparente
olvido de los padres, respondió el olvido real de la aldea. Nadie recordaba -al
menos aparentemente- a aquel Félise, tan amigo de todos los demás rapaces. Su
cuerpo se pudría en el cementerio humilde, bajo la cruz pintada de negro que
los padres habían colocado sobre la fosa. Y el de Luaño, más arrogante y
quimerista que nunca, venía todas las tardes a Vilar, a cortejar a su novia,
Silvestriña, con la cual era público que iba a casar cuando vinieran las noches
largas de Nadal y Reyes.
Se comentaba
mucho, y con dejos de envidia, la boda. El señor de Cerbela, que tenía
propiedades en Luaño, daría al nuevo matrimonio en arriendo uno de sus mejores
lugares, acasarados, de los más productivos del país. Comprendía largos prados,
con su riego de agua de pie; fértiles labradíos, montes leñales bien poblados
de tojo, arbolado de soto de castaños, que dividía la casa de la carretera;
huerto con frutales, y una vivienda mediana, unida a la pajera, herbeiro y
establos. Un principado rústico, que requería, en ello estaban de acuerdo los
labradores, un casero, el propósito de trabajar de alma, para sacarle el jugo;
y, como dudaban de que Agustín, tan amigo de broma y jarana, tuviese formalidad
para tal obra, él contestaba con firmeza:
-Lo han de ver.
Cuando Agustín el de Luaño, destremina de hacer una cosa, hácela, ¡recorcio!
¡En comiendo el pan de la boda, meto ganado y un criado en la casa, espeto el
arado en la tierra, se abona, se siembra y para el año veredes si ha cosecha o
no! ¡Y yo a trabajar como el primero, que de cosas más malas soy capaz por
Silvestriña!
Toda la aldea y
todo Luaño fueron convidados al festín nupcial. Es costumbre, en estos casos,
que los convidados regalen vino, pan, manjares; pero Agustín, rumboso, no
consintió que nadie llevase nada. Él traía a casa de su novia sobrado con que
hartar hasta los pordioseros que tocaban la zanfona y echaban coplas
impulsados por el hambre. Y de beber, ¡no se diga! Vinieron dos pellejos y un
tonel, amén de una barrica de aguardiente de caña. Agustín, expansivo y gozoso,
contaba que el señor de Corbela le había dicho, mismo así: «Mira, que para llevar
bien un lugar como el tuyo, hay que tener mucho cuidado con la bebida, y tú
eres amigo de empinar.» Y que él había contestado, mismo así: «Señor mi amo,
las tolerías de la mocidá son una cosa y otra el juicio. El día de mi
boda será el último en que beba yo por el jarro.»
Menos los
padres de Félise, que antes de ponerse el sol se habían encerrado en su casa,
toda la aldea se refociló en la comilona. Contábase que el padre había gritado
amenazas cuando los novios pasaban hacia la iglesia, y que la señora Amara,
cogiéndole de una manga, imponiéndole silencio, se lo había llevado. Ante la
esplendidez de la cena, se olvidó el incidente. Había montañas de cocido,
jamones enteros hervidos en vino con hierbas aromáticas, pescados fritos a
calderos, y pollos, y rosquillas, y negro café, realzado por la «caña»
traidora. El novio menudeaba los tragos, repitiendo su frase: «Es el último día
que bebo por jarro.» A la novia le presentaron como cuestión de honra el beber
también. Y la pareja, ya a los postres, estaba completamente chispa. A puñados,
casi en brazos, los fueron llevando los mozos a la nueva casa que debían
habitar. Se diría que el aire libre les aumentaba la embriaguez. Como quien
suelta en el suelo un par de troncos, los tendieron en la cama. Por no encerrarlos,
dejaron la puerta arrimada solamente.
Los convidados
se volvieron a Vilar a continuar el festín. Sólo al otro día empezaron a
susurrar, siempre en voz muy queda, no se enterase «la justicia», que los había
seguido, al ir a Luaño, una sombra negra; otros dijeron que una mujer vestida
de luto. Nadie precisó estos datos, y hubo quien los trató de invención.
Lo cierto fue
que, a cosa de las dos de la noche, se descubrió ya, por llamaradas, el fuego
que consumía la pareja y los establos, vacíos de ganado aún. Comunicado el
incendio a la vivienda, las altas llamas mordieron y se cebaron en el seco
maderamen. El humo salía hacia fuera; pero aún cuando hubiese alguien despierto
en las casuchas más próximas, es probable que no lo viese, por taparlo la cortina
del espeso soto de castaños. Los novios, asustados, sin comprender, se
irguieron en el lecho, y Silvestriña gritó; pero ya era tarde, porque una
cortina roja se alzaba ante sus espantados ojos, y el humo la asfixiaba. La
habitación era un inmenso brasero; los chasquidos de la llama y su ronquido
pavoroso ahogaban los lamentos de los moribundos, cuyos cuerpos aparecieron al
otro día reducidos a carbón.
Y cuando le
dieron a la señora Amara algunas comadres: «¿Ve? Dios castiga sin palo ni
piedra...», ella contestó sosegadamente:
-A mín,
dejádeme de eso... Yo, ya sabedes que no me meto en nada... Es mi marido el que
anduvo por ahí parlando, con si Dios castiga o no castiga... Pues si castiga
Dios, nosotros, ¿qué tenemos que vere? Callare...
Cuento de la tierra
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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