Había una vez un rey que tenía tres
hijos. Y el rey estaba desconsolado con sus hijos, porque los encontraba algo
mamitas y él deseaba que fueran atrevidos y valientes. Se puso a idear cómo
haría para sacarlos de entre las enaguas de la reina, quien los tenía
consentidos como a criaturas recién nacidas y no deseaba ni que les diera el
viento.
Un día los llamó y les
dijo -Muchachos, ¿por qué no se van a rodar tierras? Le ofrezco el trono a
aquel que venga casado con la princesa más hábil y bonita. Y lo mejor será que
no digan nada a su mama, porque ¿quién la quiere ver, si ustedes chistan algo
de lo que les he propuesto?
Y dicho y hecho: a
escondidas de la reina los príncipes alistaron su viaje. Para no dar malicia,
no salieron todos el mismo día: primero salió el mayor, un lunes; después el de
en medio, el miércoles; y el menor, el sábado.
El mayor cogió la
carretera y anda y anda, llegó al anochecer a pedir posada a una casita aislada
entre un potrero. Cuando se acercó, oyó unos gritos dolorosos, se asomó por una
hendija y vió a una vieja que estaba dando de latigazos a una pobre miquita que
lloraba y se quejaba como un cristiano, encaramada en un palo suspendido por
mecates de la solera. El
príncipe llamó: ¡Upe! ña María...
La vieja se asomó
alumbrando con la candela.
Era una vieja más fea que
un susto en ayunas: tuerta, con un solo diente abajo, que se le movía al
hablar, hecha la cara un arruguero y con un lunar de pelos en la barba.
El joven pidió posada y la
vieja le contestó de mal modo que su casa no era hotel, que si quería se
quedara en el corredor y se acostara en la banca.
El príncipe aceptó, porque
estaba muy rendido. Desensilló la bestia, la amarró de un horcón y él se echó
en la banca y se privó.
Allá muy a deshoras de la
noche, se levantó asustado porque alguien le tiraba de una manga. Sobre él,
colgando del rabo, estaba la mica, que se había salido quién sabe por dónde.
Iba a gritar el príncipe,
pero ella le puso su manecita peluda en la boca y le dijo: No grités, porque
entonces va y me pillan aquí y me dan otra cuereada. Mirá, vengo a proponerte
matrimonio y me sacás de esta casa.
Al muchacho le cogieron
grandes ganas de reir, y no fue cuento, sino que reventó en una carcajada.
-Vos sos tonta- le
contestó-. ¿Cómo me voy yo a casar con una mica? Si querés te llevo conmigo,
pero para divertirme.
La pobre animalita se echó
a llorar.
-Así no, entonces no; yo sólo casada puedo salir de aquí. Y se puso a
contar los malos tratos que le daba la vieja y a querer que le tocara su cuerpo
y viera como lo tenía de llagado de los golpes. Pero el príncipe no la veía,
porque se había vuelto a dejar caer y estaba dormido. Otro día muy de mañana se
levantó y oyó otra vez a la vieja dando de escobazoz a la mica. No tuvo lástima y
siguió su camino.
Eso mismo le pasó al hijo
segundo, quien siguió por la misma carretera. Este tampoco quiso cargar con la
mica.
El tercero tomó también la
carretera y al anochecer llegó a la casita del potrero. Y la misma cosa: la
vieja dando de palos a la
mica. Pero éste tenía el corazón derretido y no podía con la crueldad. Abrío la
puerta, le quitó el palo a la vieja y la amenazó con darle con él si no dejaba
a aquel pobre animal.
La vieja se puso como un
toro guaco de brava y no quería dar posada al príncipe, pero él dijo que se
quedaría en la banca del corredor y que allí pasaría la noche, aunque se
enojara el Padre Eterno.
Y de veras, allí pasó la
noche.
Allá en la madrugada lo
despertaron unos jalonazos que le daban. Despertó azorado, restregándose los
ojos. Una manita peluda le tapó la boca. Como ya comenzaban las claras del día,
distinguió a la mica que se mecía sobre él, agarrada del techo por el rabo. Y
la miquita se puso a llorar y a contarle su martirio. Luego le propuso
matrimonio. Al principio el joven le llevó el corriente y quiso tomarlo a
broma: le ofreció llevarla consigo y tratarla con mucho cariño, pero la mica
comenzó a sollozar con una gran tristeza y por su carita peluda corrían las
lágrimas.
-Así no- contestó- es
imposible. Esta mujer es bruja y sólo si hallo quien se case conmigo, podré
salir de entre sus manos.
Este príncipe, que siempre
había sido de ímpetus, se decidió de repente a casarse con la mica. Donde dijo que
sí, retumbó la casa y entre un humarasco apareció la bruja que gritaba:
-¡Y
ahora cargá con tu mica para toda tu vida!
El sintió de veras como si
una cadena atara a su vida la de aquel animal. El príncipe montó a caballo y se
puso la mica en el hombro. Conforme caminaban reflexionaba en su acción, y
comprendía que había hecho una gran tontería.
A cada rato inclinaba más
su cabeza. ¿Qué iba a decir su padre cuando le fuera a salir con que se había
casado con una mona? ¡Y su madre, que no encontraba buena para sus hijos ni a la Virgen María ! ¡Cómo
se iban a burlar sus hermanos y toda la gente! La mica, que parecía que le iba
leyendo el pensamiento, le dijo:
-Mire, esposo mío. No vayamos a ninguna
ciudad... metámonos entre esa montaña que se ve a su derecha y en ella
encontraremos una casita que será nuestra vivienda.
El otro obedeció y a poco
de internarse, dieron con una casa de madera que no tenía más que sala y
cocina, con muebles pobres, pero todo que daba gusto de limpio. Al frente
estaba una huerta y atrás un maizal y un frijolar, chayotera y matas de ayote
que ya no tenían por donde echar ayotes.
La mica pidió al príncipe
que fuera a buscar leña; ella cogió la tinaja y salió a juntar agua a un ojo de
agua que asomaba allí no más. Un rato después, por el techo salía una columnita
de humo y por la puerta, el olor de la comida que preparaba la mica y que abría
el apetito.
Y así fue pasando el
tiempo.
Los tres prícipes habían
quedado en encontrarse al cabo de un año en cierto lugar.
El marido de la mica
siempre estaba muy triste y pensaba no acudir a la cita. Pero ella, cuando
se iba acercando el día señalado, le dijo: -Esposo mío, mañana váyase para que
el sábado esté en el lugar en que encontrará sus hermanos.
El le preguntó: -¿Cómo
sabés vos?
Pero ella guardó silencio.
De veras, otro día partió.
La mica tenía los ojos llenos de agua al decirle adiós y a él le dió mucha
lástima.
Cuando llegó al lugar, ya
estaban allí sus hermanos, muy alegres. Le contaron que se habían casado con
unas princesas lindísimas, que tenían unas manos que sabían hacer milagros.
El pobre no masticaba palabra
y al oirlos, sentía ganas de que se lo tragara la tierra.
-Y vos, hombre, contanos
cómo es tu mujer- le preguntaron.
No se atrevió a confesar
la verdad y les metió una mentira:
-Es una niña tan bella que se para el sol a
verla, y sabe convertir los copos de algodón en oro que hila en un hilo más
fino que el de una telaraña.
Y sus hermanos al
escucharlo, sintieron envidia. Cuando llegaron donde sus padres, fueron
recibidos con gran alegría. Cada uno se puso a poner a su esposa por las nubes.
-Bueno -les dijo el rey-
quiero antes que nada ver los prodigios que saben hacer. Cada una va a hilar y
a tejer una camisa para mí y otra para la reina, tan finamente, que un
muchachito de pocos meses las pueda guardar en su mano. A ver cuál queda mejor.
Les doy un mes de plazo.
Volvieron los príncipes
donde sus mujeres y les explicaron el deseo del rey.
Inmediatamente las
princesas encargaron seda finísima y se pusieron a hilar. La mica no hizo nada,
ni volvió a mentar la
camisa. El marido la llamaba al orden, pero se hacía como si
no fuera con ella y el príncipe se ponía cada vez más triste. El día de ir al
palacio, lo despertó la mica muy de mañana; ya le tenía el caballo ensillado.
-¿Para qué me has
ensillado mi bestia? No pienso ir adonde mis padres, porque no puedo llevarles
lo que me pidieron.
Entonces ella le entregó
dos semillas de tacaco.
-Aquí están las camisas -le dijo.
El muchacho no quería
creer, pro la mica le dijo que si al abrirlas ante su padre no tenía lo que
deseaba, él quedaría libre de ella.
Partió el príncipe y en el
camino encontró a sus hermanos, que en cajas de oro, llevaban las camisas de un
tejido de seda muy fino. Las costuras apenas si se veían y los botones eran de
oro. Cuando el menor enseño sus semillas de tacaco, los mayores le hicieron
burla. Al llegar ante el rey, se regocijó éste del trabajo de las dos nueras y
se puso furioso cuando el otro le dió las semillas de tacaco. Como las cogió
con cólera, las destripó y entonces de cada una salió una camisa de tela tan
fina que una hoja de rosa se veía ordinaria a la par, y de una blancura tal,
que parecía tejida con hebras hiladas del copo de la luna. Los botones eran
piedras preciosas y las costuras no se podían ver ni buscándolas con lente. El
rey y la reina casi se van de bruces y los hermanos salieron avergonzados y
envidiosos.
Bueno-dijo el rey-. Estoy
muy satisfecho del trabajo de vuestras esposas. Ahora que cada una me envíae un
plato. Quiero ver cuál cocina mejor. Les doy una quincena de plazo.
El menor volvió muy
contento donde su mica y le contó el nuevo capricho de su padre. La mica no
volvió a mencionar el asunto, pero el príncipe esta vez esparó pacientemente.
Eso sí, se sintió algo intranquilo cuando llegado el día, la vió coger para el
cerco y volver con un gran ayote que echó a cocinar en la olla.
-Me le va a llevar esto a
su tata -le dijo sacándolo y echándolo en un canasto.
El no hallaba como ir
llegando con aquello. Pero los ojillos de la mica estaban nadando en malicia.
Entonces se decidió, cogió su canasta y echó a andar. En el camino encontró a
sus hermanos que venían seguidos de criados cargados de bandejas de oro y
plata, con manjares exquisitos preparados por sus esposas.
Cuando lo vieron a él con
su ayote entre un canasto, se burlaron y le hicieron chacota.
Se sentaron a la mesa y
comenzaron a servir los platos y el rey y la reina hasta que se chupaban los
dedos. Pero cuando fueron entrando con el ayote entre el canasto, el rey se
enfureció como un patán y lo cogió y lo reventó contra una pared. Y al
reventarse, salió volando de él una bandada de palomitas blancas, unas con
canastillas de oro en el pico, llenas de manjares tan deliciosos como los que
se deben de comer en el cielo en la mesa de Nuestro Señor; otras con flores que
dejaban caer sobre todos los presentes. ¡Ave María! ¡Aquello si que fue
algazara y media!
El rey les dijo:
-Bueno,
ahora quiero que me traigan una vaquita que ojalá se pueda ordeñar en la mesa,
a la hora de las comidas. Les dió ocho días de plazo.
Los príncipes se fueron
renegando de su padre tan antojado. Llegaron de chicha a contar cada uno a su
esposa el antojo del rey. Sólo el menor no dijo nada, porque la cosa le parecía
imposible.
A los ocho días fue
entrando la mica con un cañuto de caña de bambú y lo entregó a su esposo:
-Tome, hijo, y vaya al palacio. Tenga confianza y verá que le va bien. No lo
abra hasta que llegue.
El muchacho cogió el
cañuto y partió. En el patio encontró a sus hermanos con una vaquitas enanas
del tamaño de un ternero recién nacido y llenas de cintas. Al verlo entrar sin
nada, se pusieron a codearse y a reír.
A la hora del almuerzo
fueron entrando con sus vacas y se empeñaron en que se subieran a la mesa, pero
allí los animales dejaron una quebrazón de loza y una hasta una gracia hizo en
el mantel. El rey y la reina se enojaron mucho y se levantaron de la mesa sin
atravesar bocado.
A la comida, el rey
preguntó a su hijo menor por su vaquita. El sacó el cañuto de caña de bambú, lo
abrió y va saliendo una vaquita alazana con una campanita de plata en el
pescuezo y los cachitos y los casquitos de oro. Las teticas parecían botoncitos
de rosa miniatura. Se fue a colocar muy mancita frente al rey sobre su taza,
como para que la
ordeñara. El rey lo hizo y llenó la taza de una leche
amarillita y espesa. Después se colocó ante la reina e hizo lo mismo, y así fue
haciendo en cada uno de los que estaban sentados. Todos tenían un bigote de
espuma sobre la boca.
Por supuesto que ustedes
imaginarán cómo estaban los reyes con su hijo menor. ¡Ni para qué decir nada de
esto!
Los otros, que se veían
perdidos, salieron con el rabo entre las piernas.
-Ahora -dijo el rey-
quiero que me traigan a sus esposas el domingo entrante.
-¡Aquí sí que me llevó la
trampa! -pensó el hijo menor. Por un si acaso, se fue a las tiendas y compró un
corte de seda, un sombrero, guantes, zapatillas, ropa interior, polvos, perfume
y qué sé yo.
Y llegó con sus regalos
adonde su esposa y le contó lo que deseaba su padre. La mica se hizo la sorda y
en toda la semana trabajó nada más que en sus labores de costumbre: barrer,
limpiar, hacer la comida y lavar.
Cada rato el marido le
decía:
-Hija, ¿por qué no saca el corte que le traje y hace un vestido?
Pero ella lo que hacía era
encaramarse en su trapecio que estaba suspendido de la solera y hacer maroma
colgada del rabo.
Cuando la veía en estas
piruetas al príncipe se le fruncía la boca del estómago de la verguenza... ¡Si
su esposa no era sino una pobre mica!
El sábado pidió a su
marido que fuera a conseguir una carreta y que la pidiera con manteado para ir
así a conocer a sus suegros. El quiso persuadirla de que era muy feo ir en
carreta, menos adonde el rey; que se iban a reir de ellos; que la gente de la
ciudad era rematada y que por aquí y por allá. Pero la mica metió cabeza y dijo
que si no iba en carreta, no iría.
El príncipe pensaba que
eso sería lo mejor, y a ratos intentó no volver a poner los pies en el palacio,
pero el caso es que fue a buscar y contratar la carreta.
El domingo quiso que su
esposa se arreglara y adornara, que se envolviera siquiera en la seda que él
había traído, porque deseaba que no le vieran el rabo. La mica, que era
cabezona como ella sola, no quiso hacer caso y le contestó:
-Mire, hijo, para el santo
que es con un repique basta. Y se pasó la lenguilla rosada por el pelo.
Lo mandó que se fuera adelante
y ella se metió entre la carreta.
El príncipe encontró de
camino a sus hermanos que iban en sendas carrozas de cuatro caballos, cada uno
con su esposa llena de encajes y plumas que pegan al techo del coche. Eran
hermosotas, no se podía negar, y el joven volvió la cabeza y pegó un gran
suspiro cuando allá vió venir la carreta pesada y despaciosa.
-¿Y tu mujer? -preguntaron
los hermanos.
- Allá viene en aquella
carreta.
Las señoras se asomaron y
se taparon la boca con el pañuelo para que su cuñado no las viera reir. Los
príncipes se pusieron como chiles, al pensar lo que podrían imaginar sus
mujeres al ver que su cuñada venía entre una carreta cubierta con un manteado
como una campiruza cualquiera.
Llegaron a la puerta del
palacio. El rey y la reina salieron a recibir a sus hijos. Las dos nueras al
inclinarse les metieron los plumajes por la nariz. En esto la
carreta quiso entrar en el patio, pero los guardias lo impidieron.
-¿Y tu esposa? -preguntó
el rey al menor de sus hijos, que andaba para adentro y para afuera haciendo
pinino.
-Allí viene entre esta
carreta- contestó chillado.
-¡Entre esa carreta! Pero
hijo, vos estás loco!
Y el gentío que estaba a
la entrada del palacio se puso a silbar y a burlarse, al ver la carreta con su
manteado detrás de aquellas carrozas que brillaban como espejos.
El rey gritó que dejaran
pasar la carreta.
Y la carreta fue entrando,
cararán cararán... Se detuvo frente a la puerta...
¡Al príncipe un sudor se
le iba y otro se le venía! Deseaba que la tierra se lo tragara.
Tuvo que sentarse en una
grada, porque no se podía sostener. ¡Ya le parecía oir los chiflidos de la
gente donde vieran salir de la carreta una mica!
¡Pero fue saliendo una
princesa tan bella que se paraba el sol a verla, vestida de oro y brillantes,
con una estrella en la frente, riendo y enseñando unos dientes, que parecían
pedacitos de cuajada!
Lo primero que hizo fue
buscar al menor de los príncipes. Le cogió una mano con mucha gracia y le dijo:
-Esposo mío, presénteme a sus padres-. Cuando se los hubo presentado, los reyes
se sintieron encantados porque hacía una reverencias y decía unas cosas con tal
gracia, como jamás se había visto.
El rey en persona la llevó
de bracete al comedor y la sentó a su derecha. Durante la comida, sus concuñas,
que no le perdían ojo, vieron que la princesa se echaba entre el seno, con
mucho disimulo, cucharadas de arroz, picadillo, pedacitos de pescado y
empanadas. Por imitar hicieron lo mismo. Después hubo un gran baile. Cuando
empezaron a bailar, la princesa se sacudió el vestido y salieron rodando
perlas, rubíes y flores de oro. Las otras creyeron que a ellas les iba a pasar
lo mismo y sacudieron sus vestidos, pero lo que salió fueron granos de arroz,
el picadillo, los pedazos de carne y las empanadas. Los reyes y sus maridos sintieron
que se les asaba la cara de verguenza.
Luego el rey cogió a su
hijo menor y a su esposa de la mano y los llevó al trono. -Ustedes serán
nuestros sucesores- les dijo. Pero ella con mucha gracia le contestó: Le damos
gracias, pero yo soy la única hija del rey de Francia, que está muy viejito y
quiere que mi esposo se haga cargo de la corona.
Al oir que era la hija del
rey de Francia, el rey casi se va para atrás, porque el rey de Francia era el
más rico de todos los reyes, el rey de los reyes, como quien dice. La princesa
habló algunas palabras al oído de su marido, quien dijo a su padre:
-Padre mío, ¿por qué no
reparte su reino entre mis dos hermanos? Así estará mejor atendido.
Al rey le pareció muy bien
y allí mismo hizo la
repartición. Los hermanos quedaron muy agradecidos. Luego se
despidieron y se fueron para Francia en una carroza de oro con ocho caballos
blancos que tenían la cola y las crines como cataratas espumosas. Esta carroza
llegó cuando la carreta que trajo a la princesa iba saliendo del patio del
palacio, y cuando estuvieron solos, la niña le contó que una bruja enemiga de
su padre, porque éste no había querido casarse con ella, se vengó
convirtiéndole a su hija en una mica la que volvería a ser como los cristianos
cuando un príncipe quisiera casarse con esa mica.
Y después vivieron muy felices.
Y yo fuiY todo lo ví
Y todo lo curiosee
Y nada saqué.
1.040. Lyra (Carmen)
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