Tiene la cara de pordiosero;
mendiga con la mirada. Sus
ojos, de color de avellana, inquietos, medrosos, siguen los movimientos de
aquel de quien esperan algo como los ojos del mono sabio a quien arrojan
golosinas, y que, devorando unas, espera y codicia otras. No repugna aquel
rostro, aunque revela miseria moral, escaso aliño, ninguna pulcritud, porque
expresa todo esto, y más, de un modo clásico, con rasgos y dibujo del más puro
realismo artístico: es nuestro Zalamero, que así se llama, un pobre de
Velázquez. Parece un modelo hecho a propósito por la Naturaleza para
representar el mendigo de oficio, curtido por el sol de los holgazanes en los
pórticos de las iglesias, en las lindes de los caminos. Su miseria es
campesina; no habla de hambre ni de falta de luz y de aire, sino de mal
alimento y de grandes intemperies; no está pálido, sino aterrado; no enseña
perfiles de hueso, sino pliegues de carne blanda, fofa. Así como sus ojos se
mueven implorando limosna y acechando la presa, su boca rumia sin cesar, con un
movimiento de los labios que parece disimular la ausencia de los dientes. Y con
todo, sí tiene dientes, negros, pero fuertes. Los esconde como quien oculta sus
armas. Es un carnívoro vergonzante. Cuando se queda solo o está entre gente de
quien nada puede esperar, aquella impaciencia de sus gestos se trueca en una
expresión de melancolía humilde, sin dignidad picaresca, sin dejar de ser
triste; no hay en aquella expresión honradez, pero sí algo que merece perdón,
no por lo bajo y villano, sino por lo doloroso. Se acuerda cualquiera, al
contemplarle en tales momentos, de Gil Blas, de don Pablos, de maese Pedro, de
Patricio Rigüelta; pero como este último, todos esos personajes con un tinte
aldeano que hace de esta mezcla algo digno de la égloga picaresca, si hubiere
tal género.
Zalamero ha sido diputado en
una porción de legislaturas; conoce a Madrid al dedillo, por dentro y por
fuera; entra en toda clase de círculos, por altos que sean; se hace la ropa con
un sastre de nota, y, con todo, anda por las calles como por una calleja de su
aldea, remota y pobre.
Los pantalones de Zalamero
tienen rodilleras la misma tarde del día que los estrena. Por un instinto del
gusto, de que no se da cuenta, viste siempre de pardo, y en invierno el paño de
sus trajes siempre es peludo. Los bolsillos de su americana, en los que mete
las manazas muy a menudo, parecen alforjas.
No se sabe por qué, Zalamero
siempre trae migajas en aquellos bolsillos hondos y sucios, y lo peor es que,
distraído, las coge entre los dedos manchados de tabaco y se las lleva a la
boca.
Con tales maneras y figura,
se roza con los personajes más empingorotados, y todos le hacen mucho caso. «Es
pájaro de cuenta», dicen todos.
«Zalamero, mozo listo», repiten
los ministros de más correa. Fascina solicitando. El menos observador ve en él
algo simbólico; es una personificación del genio de la raza en lo que tiene de
más miserable, en la holgazanería servil, pedigüeña y cazurra. «Yo soy un
frailuco -dice el mismo Zalamero-; un fraile a la moderna. Soy de la
orden de los mendicantes parlamentarios.» Siempre con el saco al hombro va de
Ministerio en Ministerio pidiendo pedazos de pan para cambiarlos en su alea por
influencias, por votos. Ha repartido más empleos de doce mil reales abajo que
toda una familia de esas que tienen el padre jefe, de un partido o de fracción
de partido. Para él no hay pan duro; está a las resultas de todo; en cualquier
combinación se contenta con la peor; lo peor, pero con sueldo. Sus empleados
van a Canarias, a Filipinas; casi siempre se los pasan por agua; pero vuelven,
y suelen volver con el riñón cubierto y agradecidos.
-¿Qué carrera ha seguido
usted, señor Zalamero? -le preguntan las damas.
Y él contesta, sonriendo:
-Señora, yo siempre he sido
un simple hombre público.
-¡Ah! ¿Nació usted diputado?
-Diputado, no, señora; pero
candidato creo que sí.
-¿Y ha pronunciado usted
muchos discursos en el Congreso?
-No, señora, porque no me
gusta hablar de política.
En efecto: Zalamero, que sigue
con agrado e interés cualquier conversación, en cuanto se trata de política
bosteza, se queda triste, con la cara de miseria melancólica que le
caracteriza, y enmudece mientras mira; receloso, al preopinante.
No cree que ningún hombre de
talento tenga lo que se llama ideas políticas, y hablarle a Zalamero de
monarquía o república, democracia, derechos individuales, etc., etc., es darle
pruebas de ser tonto o de tratarle con poca confianza. Las ideas políticas, los
credos, como él dice, se han inventado para los imbéciles y para que los
periódicos y los diputados tengan algo que decir. No es que él haga alarde de
escepticismo político. No; eso no le tendría cuenta. Pertenece a un partido
como cada cual; pero una cosa es
seguirle el humor al pueblo soberano, representar un papel en
la comedia en que todos admiten el suyo, por no desafinar, y otra cosa es que
entre personas distinguidas, de buena sociedad, se hable de las ideas en que no
cree nadie.
Zalamero, en el seno de la
confianza, declara que él ha llegado a ser hombre público... por pereza, por
pura inercia. «Dejándome, dejándome ir, dice, me he visto hecho diputado. Nunca
me gustó trabajar; siempre tuve que buscar la compañía de los vagos, de los que
están en la plaza pública, en el café, azotando calles a las horas en que los
hombres ocupados no parecen por ninguna parte. ¿Qué había de hacer? Me aficioné
a la cosa pública; me vi metido en los negocios de los holgazanes, de los
desocupados, en elecciones. Fui elector, cazador de votos, como quien es jugador.
Cuando supe bastante me voté a mí propio. El progreso de mi ciencia consistió
en ir buscando la influencia cada vez más arriba. He llegado a esta síntesis:
todo se hace con dinero, pero arriba. Cuanto más arriba y cuanto más dinero,
mejor. El que no es rico, no por eso deja de manejar dinero; hay para esto la
tercería de los grandes contratos vergonzantes. El dinero de los demás, en idas
y venidas que ideaba yo, me ha servido como si fuera mío.»
Mientras muchos personajes
andan echando los bofes para asegurar un distrito, y hoy salen por aquí, mañana
por los cerros de Úbeda, Zalamero tiene su elección asegurada para siempre en
el tranquilo huerto electoral que cultiva abonando sus tierras con todo el
estiércol que encuentra por los caminos, en los basureros, donde hay abono de
cualquier clase.
Aunque trata a duquesas,
grandes hombres, ilustres próceres, millonarios insignes, cortesanos y
diplomáticos, en el fondo, Zalamero los desprecia a todos, y sólo está contento
y sólo habla con sinceridad cuando va a recorrer el distrito, y en una taberna,
o bajo los árboles de una pomareda, ante el paisaje que vieron sus ojos desde
la niñez, apura el jarro de sidra o el vaso de vino, bosteza sin disimulo,
estira los brazos, y a la luz de la luna, con la poética sugestión de los rayos
de plata que incitan a las confidencias, exclama con su voz tierna y ronca de
pordiosero clásico, dirigiéndose a uno de sus íntimos aldeanos, agentes,
electores, sus criaturas:
-...Y después, si Dios
quiere, como otros han llegado, puedo llegar a ministro..., y como no soy
ambicioso, juro a Dios que con los treinta mil reales de la cesantía me
contento; sí, los treinta mil..., aquí, en esta tierra de mis padres, en la
aldea, bajo estos árboles, con vosotros...
Y Zalamero se enternece de veras
y suspira porque ha hablado con el corazón. En el fondo es cómo el aguador que junta
ochavos y suena con la
terriña. Zalamero , el palaciego del sistema parlamentario, el
pobre de la Corte de los Milagros..., del salón de conferencias; el mendicante
representativo no sueña con grandezas, no quiere meter al país en un puño,
imponer un credo.
¡Qué credos!
Ser ministro ocho días, quedarse con treinta
mil..., y a la aldea. Es
todo lo Cincinnato que puede ser un Zalamero. No quiere ser gravoso a la
patria. «Si me hubiesen dado una carrera, hoy sería algo. Pero un hombre como yo, ¿a qué ha de
aspirar sino a ser ministro cesante cuando la vejez ya no le consienta
trabajar... el distrito?»
Cuento español
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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