Había una vez un rey ciego, como el
de "La Flor del Olivar", quien también tenía tres hijos. Muchos
médicos lo vieron y muchas promesas llevaban hechas él, la reina y sus hijos,
pero los ojos no daban trazas de ver.
Había una viejecilla
curandera que era bruja y tenía fama porque había hecho algunas curaciones que
los doctores no habían conseguido. Por un si acaso, la hicieron venir al
palacio, y ella dijo que se dejaran de ruidos y que buscaran el Pájaro Dulce Encanto
y le pasaran la cola al rey por los ojos: que este pájaro estaba en poder del
rey de un país muy lejano; eso sí, que se la pasara el mismo que lograba
apoderarse del pájaro.
Los tres hijos del rey se
dispusieron a ir a testarear la medicina, y el rey prometió que el trono sería
para aquel que la trajera.
Los tres partieron el
mismo día: el mayor por la mañana, el siguiente a medio día y el menor por la
tarde, cada uno en un buen caballo y bien provistos de dinero.
Al salir el mayor de la
ciudad, vió un grupo de gente a la entrada de una iglesia - "¿Y adónde vas
Vicente-? Al ruido de la gente- se acercó a ver qué era, y se encontró con un
muerto tirado en las gradas y uno de los del grupo le contó que lo habían
dejado allí porque no tenían con qué enterrarlo, y que el padre no quería
cantarle unos responsos si no había quien le pagara.
-¡A mí qué...! dijo el
príncipe, y siguió su camino.
A medio día, cuando pasó
el otro, vió a la entrada de la iglesia al pobre difunto que todavía no había
hallado quien lo enterrara. -Eso a mí no me va ni me viene- dijo el príncipe y
siguió su camino. Cuando el menor pasó en la tarde, todavía estaba allí el
cadáver, medio hediondo ya, y las gentes que miraban tenían que estar
espantando los perros y los zopilotes que querían acercarse a hacer una fiesta
con el muerto.
Al príncipe se le movió el
corazón y pagó a unos para que fueran a comprar un buen ataúd y él en persona
buscó al padre para que le cantara los responsos; fue a ayudar a abrir la
sepultura y no siguió su camino sino hasta que dejó al otro tranquilo bajo
tierra.
A poco andar, le cogió la
noche en un lugar despoblado.
De repente vió
desprenderse de una cerca una luz del tamaño de una naranja, que se fue yendo a
encontrarlo y que por fin se le puso al frente. Al príncipe se le pararon
toditos los pelos y preguntó más muerto que vivo:
-De parte de Dios
todopoderoso, dí, ¿quién eres?
Y una voz que paracía
salir de un jucó, le respondió: -Soy el alma de aquel que hoy enterraste y que
viene a ayudarte. No tengás miedo, yo te llevaré adonde está el Pájaro Dulce
Encanto. No tenés más que ir siguiéndome. Eso sí, no podés caminar de día.
Al joven se le fue
volviendo el alma al cuerpo y siguió a la luz. Hizo como ella le dijo y descansaban de día.
A los dos días ya no le tenía miedo y más bien deseaba que se le llegara la noche. Y a la semana ya
eran muy buenos amigos.
Anda y anda, por fin
llegaron al reino donde estaba el pájaro. La luz le dijo que a la media noche
se fuera a pasear frente a los jardines del palacio y que se metiera en ellos
por donde la viera brillar. Así lo hizo y a media noche entró a los jardines y
echó a andar detrás de la luz, que lo pasó frente a los soldados dormidos y lo
metió en el palacio sin que nadie lo sintiera. Llegaron por fin a un gran salón
de cristal iluminado por una lámpara muy grande que era como ver la luna, todo
adornado con grandes macetas de oro en que crecían rosales que daban rosas
tintas, y el príncipe se quedó maravillado al ver los miles de rosas que se
veían entre las hojas verdes. El suelo estaba alfombrado de rosas deshojadas y
se sentía aquel aroma que despedían las flores que daban gusto, y en una jaula
de alambres de oro en los que había ensartados rubíes del tamaño de una bellota
de café, colgada del cielo raso, y muy alta, estaba el Pájaro Dulce Encanto,
que era así como del tamaño de un yigüirro pero con la pluma blanca, con un
copetico y las patas del color del coral. Cuando entró el príncipe, comenzó a
cantar y el joven creía que entre las matas estaban escondidos músicos muy
buenos que tocaban flautas y violines. Y así se hubiera quedado sin acordarse
de más nada, si la luz no le hubiera llamado la atención: -¿Idiai, hombré, ya
olvidaste a lo que venías? A ver si vas al cuarto, que sigue, que es el comedor
y te alcanzás cuanta mesa y silla encontrés.
Así lo hizo y cuando trajo
todos los muebles que había, los fue colocando uno encima de otro para alcanzar
el pájaro. Con mil y tantos trabajos, se fue encaramando por aquella especie de
escalera y ya estaba estirando el brazo para coger la jaula, cuando todo se le
vino abajo, haciendo por supuesto un gran escándalo. A la bulla, hasta el rey
se levantó y corrió medio dormido y chingo a ver qué pasaba. Y van encontrando
a mi señor debajo de todo, golpeado y hecho un ¡ay de mí! Lo sacaron y lo
hicieron confesar por qué estaba allí. El rey lo mandó encalabozar y que lo
tuvieran a pan y agua. Cuando estaba en el calabozo, se le apareció la luz y le
aconsejó que no se afligiera.
A los días lo mandó a
llamr el rey y le dijo que se le devolvería la libertad y le daría el Pájaro,
si le conseguía un caballo que él quería mucho y que le había robado un
gigante.
El príncipe le contestó
que otro día le daría la
respuesta. En la noche llegó la luz y le aconsejó que dijera
que bueno.
Dicho y hecho, la luz lo
guió hasta que llegaron al potrero en donde el gigante guardaba el caballo.
Escondido entre una zanja, esperó que amaneciera. Apenas comenzaron las claras
del día, salió el gigante del potrero caracoleando el caballo, que por cierto
era el caballo más hermoso del mundo: negro, como de raso, con una estrella en
la frente y con las patas blancas.
Ya la luz le había
aconsejado que apenas los viera salir, entrara al potrero y subiera a un palo
de mango muy coposo que había en el centro; que esperara allí hasta que
regresara el gigante en la noche, y cuando éste tuviera los ojos cerrados no se
fiara porque no estaba dormido, sino cuando los tuviera de par en par y que
entonces debaría aprovechar para robar el caballo.
Además le contó que el caballo
tenía en la paletilla derecha una tuerca y que le diera vueltas a esa tuerca y
que vería.
Pues bueno, en la noche
volvió el gigante y seguramente venía muy cansado, porque no hizo más que medio
amarrar el caballo del tronco del árbol, le aflojó la cincha y él se tiró a su
lado. Comenzó a roncar, pero el príncipe se fijó en que tenía los ojos
cerrados; poco a poco los ronquidos fueron más, más débiles, y el príncipe vió
que tenía un ojo cerrado y otro abierto; por fin cesaron los ronquidos y el
gigante tenía los ojos de par en par, unos ojazos más grandes que las ruedas de
una carreta. Poquito a poco se fue bajando y desamarró el caballo. Pero este
animal hablaba como un cristiano y gritó: -¡Amo, amo, que me roban! - De un
brinco se levantó el gigante. El joven se quedó chiquitico entre unas ramas.
El gigante miró por todos
lados y gritó: -¿Quién te roba? ¡Nadie te roba? -Luego se volvió a dejar caer y
a poco abrió los ojos.
Vuelta otra vez a bajar
poquito a poco. Puso una mano en la cabeza del caballo e intentó montar, pero
el animal gritó otra vez:
-¡Amo, amo, que me roban!
De nuevo se recordó el
gigante, pero no vió a nadie. Con cólera le contestó: -¿Quién te roba? ¡Nadie
te roba! ¡Si me vuelves a decir que te roban, te mato!
Así que el príncipe vió al
gigante con los ojos abiertos, muy resuelto se acercó al caballo, que esta vez
no chistó. Entonces lo montó, le apretó la tuerca y el caballo salió volando.
La luz había dicho al
príncipe que antes de entrar en la ciudad volviera a apretar la tuerca para que
el caballo descendiera, y que no se diera por entendido con el rey que sabía
aquella cualidad de la
bestia. Lo hizo así, y el rey lo recibió muy contento, pero
el muy mala fe le dijo que todavía no le daría el Pájaro, si no cuando le
trajera su hija, que había sido robada por el mismo gigante.
El joven no quiso
contestar nada sino hasta que habló con la luz, quien le dijo que aceptara.
A la noche siguiente
partieron y llegaron al palacio del gigante. La luz le aconsejó que llevara el
caballo y que lo dejara amarrado entre un bosque cercano al palacio. El debería
subir por una enredadera hasta una ventana iluminada, que era la ventana del
comedor. A aquellas horas deberían estar cenando. Cuando viera que el gigante
había bebido mucho vino y dejara caer la cabeza sobre la mesa, debía tirar unos
terroncillos a la niña y le haría señas para que se acercara y lo siguiera.
Todo pasó dichosamente,
porque el gigante se puso una buena juma y la princesa, que deseaba con toda su
alma salir de las garras de aquel bruto, no dudó ni un minuto en seguir al
joven que le pareció muy galán. Al príncipe también le pareció muy linda la
niña y al punto se enamoró de ella. El caso es que los dos se gustaron.
Sin ninguna novedad
llegaron al palacio, pero el rey, que era muy mala fe, le dijo que le pidiera
cualquier otra cosa, pero que el Pájaro no se lo daba.
Entonces la luz le
aconsejó que le pidiera que lo dejara dar tres vueltas por la plaza montado en
el caballo, con la niña por delante y el Pájaro en su jaula en una mano. El rey
convino, y para estar seguro, puso soldados en todas las bocacalles que daban a
la plaza. El
principe salió muy honradamente, pero al ir a acabar la tercera, apretó la
tuerca y el caballo salió por aires, y al poco rato desapareció entre las
nubes. Por supuesto que el rey se quedó jalándose las mechas y diciendo que
bien merecido se lo tenía por tonto. A él no le había pasado por la imaginación
que el príncipe supiera lo de la tuerca.
Bueno, pues, joven, al
llegar a su país, apretó la tuerca, y el caballo bajó. Al pasar por una ciudad
encontró a sus dos hermanos todos dados a la mala fortuna, que se habían
engringolado en unas fiestas, se habían quedado sin un cinco y no sabían con
qué cara llegar donde su padre.
Los dos hermanos sintieron
una gran envidia por la suerte de su hermano menor que traía no sólo el Pájaro
sino una linda princesa y un canallo maravilloso.
El joven los invitó a
volver con él, pero ellos se negaron. Eso sí, le rogaron que les aceptara el
convite que le hacían de ir a almorzar en un lugar en las afueras de la población. El , sin
malicia, aceptó en seguida. Ellos hicieron beber al príncipe y a la princesa
una bebida que era un nárcotico, y cuando estuvieron sin conocimiento, se
llevaron al joven y lo echaron en un precipicio. Cuando la niña despertó, le
dijeron que él se había ido a parrandear en unas fiestas que se celebraban en
un pueblo vecino y que la había dejado abandonada. Pero que ellos no la
desampararían y se la llevarían al palacio de su padre.
Volvieron a su casa y el
rey y la reina se alegraron y ellos para que no supieran por qué el menor no
aparecía, lo pusieron en mal, y les hicieron creer que ellos habían sido los de
todo el trabajo y que la princesa era una niña loca que habían recogido en el
camino. Pero no pudieron conseguir que el rey repartiera el reino entre los
dos,porque le pasaron la cola del Pájaro Dulce Encanto y no surtió ningún
efecto; el rey quedó tan ciego como antes.
Quiso Dios que la luz
libró al joven de que no rodara entre el precipicio, sino que una rama lo
agarró por el vestido y unos carreteros que pasaban lo oyeron gritar, se
acercaron y lo ayudaron a salir de allí. Les dijo quién era y como se había
hecho algunas heridas y no podía caminar ellos mismos lo llevaron al palacio
del rey y a los cuatro días fueron llegando con él.
La princesa, que no había
vuelto a hablar de la tristeza de la ausencia del joven, al verlo, se puso
feliz y el Pájaro que no había vuelto a cantar, llenó el palacio con sus
flautas y violines.
Pero el rey y la reina
estaban muy enojados contra su hijo menor por los cuentos con que sus hermanos
mayores habían venido, y no querían recibirlo. Él, entonces, contó lo que le
había ocurrido; los carreteros atestiguaron; además, el joven para probar que
era él quien había conseguido el Pájaro, lo cogió y pasó su cola por los ojos
del rey, quien enseguido quedó con unos ojos tan buenos que le podían hacer
frente a la luz del sol. Se conocieron las mentiras de los hermanos envidiosos,
pero el príncipe que era un buenazo de Dios, no permitió que los castigaran,
los abrazó y compartió el reino con ellos.
El se casó con la
princesa, quien colgó de su ventana la jaula con el Pájaro Dulce Encanto, que
diario tenía aquello hecho una retreta.
Cuando la luz vió feliz y
tranquilo a su amigo, vino a decirle adiós: Mucho sintió el príncipe esta
separación, pero la luz le dijo: -Ya cumplí, ya te demostré mi gratitud. Adiós
y ahora hasta que nos volvamos a ver en la otra vida.
Y me meto por un huequito
y me salgo por otro, para que ustedes me cuenten otro.
1.040. Lyra (Carmen)
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