Los que me conocían, al
enterarse de que iba a trabajar en el criadero de gorilas de Farjalla Bill Alí
se encogieron compasivamente de hombros.
Yo ya no tenía dónde
elegir. Me habían expulsado de los más importantes comercios de Stanley.
En unas partes me
acusaban de ratero y en otras de beodo. Mi último amo al tropezar conmigo en la
entrada del mercado, dijo, comentando irónicamente mi determinación:
"No enderezarás la
cola de un galgo aunque la dejes veinte años metida en un cañón de fusil."
Yo me encogí de hombros
frente al pesimismo que trascendía del proverbio árabe. ¿Qué podía hacer? En
África uno se muere de hambre no solo en el desierto sino también en la más
compacta y vocinglera de las selvas. Allí donde verdea el mango o ríe el
chimpancé, casi siempre acecha la flecha venenosa.
En la factoría de
Farjalla Bill trabajaba como tenedor de libros. El canalla de Farjalla no solo
explotaba un provechoso criadero de gorilas, sino también una academia de
elefantes jóvenes. Allí se les enseñaba a trabajar. El mercader vendía con
excelente ganancia los elefantes domesticados y gorilas. Disponía de varias
leguas de selva y de numerosos rebaños de esclavos. Como éstos eran sumamente
torpes para dedicarlos a la educación del elefante, se les utilizaba en los
trabajos penosos. Las negras, generalmente, en la factoría se dedicaban a
nodrizas de los gorilas huérfanos, debido a que los monos adultos morían de
tristeza al verse privados de su libertad. Los gorilas recién nacidos y
huérfanos requerían atenciones extraordinarias para alimentarlos, porque con su
olfato delicado percibían la diferencia que había entre sus madres y las
negras. Además, las pequeñas bestias son terriblemente celosas y no toleran que
la esclava amamante a su propio hijo. Como Farjalla Bill Alí no se mostraba en
este particular sumamente cuidadoso, una negra llamada Tula, que trajo su
pequeño al criadero, sin poderlo impedir, vio cómo el gorila a cuyo cuidado
estaba estrangulaba al niño.
Aquello originó un drama.
El padre de la criatura, un negro que trabajaba en el embarcadero de la ciudad,
al enterarse de que su hijo había perecido entre las zarpas de un gorila, se
presentó en el criadero, tomó la bestia por una pata y le cortó la cabeza. Gozoso de
su hazaña, se presentó con la cabeza del gorila en el puerto.
Rápidamente Farjalla Bill
Alí fue informado del perjuicio que había sufrido. Farjalla acudió al
embarcadero. Desde lejos era visible la cabeza del mono, colocada sobre una
pila de fardos de algodón. Farjalla apareció "como la cólera del
profeta", según un testigo. No pronunció palabra alguna, desenfundó su
gruesa pistola y descerrajó en la cabeza del marido de Tula todos los
proyectiles que cargaba el disparador. En mi calidad de capataz de descarga de
otro comerciante, fui testigo del crimen. Prácticamente el negro quedó sin
cabeza. En el proceso que se le siguió a Farjalla, éste salió absuelto. Los
testigos depusieron falsamente que el árabe tuvo que defenderse de una agresión
del negro. Entre los testigos inicuos figuraba yo. Mi patrón, que entonces
estaba interesado en la compra de colmillos de elefantes, había vinculado sus
capitales a la empresa de Farjalla, y me obligó a declarar que el negro había
intentado agredir al árabe con un gran cuchillo. Durante el proceso, la cabeza
del gorila decapitado figuró como importante pieza de convicción.
De más está decir que
durante la sustanciación de la causa Farjalla Bill Alí no estuvo un solo día
detenido. Hora es, por lo tanto, que presente al principal personaje de la
historia.
Farjalla Bill Alí era un
canalla nato. Tenía antecedentes y no podía desmentirlos. El abuelo de su madre
había sido ahorcado en el mastelero de una fragata por tratante de esclavos. El
padre de Farjalla fue asesinado por un mercader. La madre de Farjalla se dedicó
durante bastante tiempo a la trata de ébano vivo. Un elefante enfurecido
durante una siesta, la mató a colmilladas. Farjalla continuó en el oficio.
Era él un congolés alto,
flaco, de nariz ganchuda. Pertenecía al rito musulmán.
Ornamentaba su cabeza un
turbante de muselina amarilla, y jamás nadie le vio desprovisto de su recio
látigo. Azotaba por igual a blancos y negros. Cierto es que cuando un blanco
llegaba a trabajar para Farjalla, había alcanzado su degradación más completa.
Después de la factoría estaba el presidio.
Él conocía mis
antecedentes. Cuando me presenté a Farjalla para pedirle trabajo, ordenó que me
entregaran una botella de whisky y me despidió diciéndome:
-Ve y emborráchate.
Después hablaremos.
Estuve tres días ebrio.
Al cuarto, una lluvia de puntapiés que recibí sobre las costillas me despertó.
De pie junto a mí, frío y adusto, permanecía el tratante. Me levanté dolorido
mientras que el bellaco me preguntaba:
-¿Vas a dormir hasta el
día del juicio final? Ven al almacén. Es hora de que te ganes tu pan.
Así me inicié en su
factoría. Pero nuestras relaciones no podían marchar bien. Un día que salimos
por el río cerca de los llamados "rápidos de Stanley" en busca de un
cargamento de marfil, después que hubimos adquirido la mercadería y en momentos
que los "cazadores" wauas, en sus piraguas, efectuaban en torno de
nosotros un simulacro de danza náutica, Farjalla quiso apoderarse por la
violencia de una esclava que yo había canjeado por una pistola automática.
Farjalla alegaba que yo no podía adquirir mercadería de ninguna especie
mientras trabajaba a sus órdenes. Alegó que si los cazadores me vendieron la
esclava era en razón del prestigio de Farjalla. Evidentemente, el negro
procedía de mala fe. Yo era un blanco, y a mi compra de la negra no podía
oponerse ningún derecho.
Entonces Farjalla,
irritado, me respondió que jamás toleraría que la negra viviera en la factoría.
Yo le respondí que de
ningún modo pensaba llevar a mi esclava a su ladronera. Cuando pronuncié esta
última palabra la irritación de Farjalla subió tal que inclinándose sobre mí, y
antes que pudiera adivinar su intención, me escupió a la cara.
¡Dios de los dioses!
Dispuesto a romperle los huesos me abalancé sobre él, pero Farjalla me lanzó
tal puntapié en la boca del estómago que caí desvanecido en el fondo de la
barca.
Cuando desperté de los
efectos del golpe, del aguardiente de banana y del cansancio, mi esclava había
desaparecido. Me encontraba cesante e ignominiosamente vapuleado.
Los negros me miraban
irónicamente. Comprendí que estaba perdido si no me reconciliaba con Farjalla
Bill Alí.
Tragando mi odio, labio
sonriente y corazón traicionero, me dirigí a la factoría. El árabe
despotricaba entre sus cargueros. Apenas si se dignó contestar a mi saludo. Yo
entré en el escritorio del almacén como si nada hubiera sucedido.
Desde entonces mis
relaciones con el mercader fueron odiosas. Él me consideraba un esclavo
despreciable; yo un hombre a quien mi venganza algún día haría rechinar los
dientes.
Pero está escrito que los
caminos del perverso no van muy lejos.
Pocos días después de los
acontecimientos que dejo narrado murió en la factoría un gorila adulto que
debíamos remitir al jardín zoológico de Melbourne. Farjalla, que por
negligencia aplazaba el envío, se daba a todos los diablos, resolvió enviar en
su lugar un chimpancé que estaba al cuidado de Tula, la mujer del negro que
Farjalla había asesinado a tiros. Tula estaba sumamente encariñada con el
pequeño mono. El chimpancé la seguía como un chicuelo travieso sigue a su
madre. Cuando la viuda se enteró de que el mono iba a ser remitido a un jardín
de fieras, se echó a llorar desconsoladamente. Era cosa de ver y no creer cómo
la negra tomaba al chimpancé y le atusaba el pelo y lo apretaba contra su pecho
llorando, mientras que el mono, con expresión compungida, miraba en rededor,
acariciando con sus largos dedos sonrosados y velludos las húmedas mejillas de
su madre adoptiva.
Farjalla Bill Alí era un
hombre a quien no enternecían las lágrimas ni de un millón de negras.
Partiríamos al día
siguiente para la ciudad de Stanley. En el mismo camión llevaríamos al gorila
muerto, al chimpancé vivo y a la
negra. El chimpancé lo enviaríamos desde la ciudad de
Melbourne. En cuanto al gorila muerto la negra se quedaría con él junto a una
termitera.
Camino a Stanley, y poco
menos que a dos leguas de la factoría se descubría un trozo de selva diezmado
por las termites u hormigas blancas. Allí, en el claro terronero requemado por
el sol levantábanse una especie de menhires de barro de cinco a siete metros de
altura. Estos monumentos huecos eran los nidos de las termites. Farjalla tenía
la costumbre, cuando se le moría un animal exótico, de vender el esqueleto. En
Stanley vivía un hombre que compraba los esqueletos de gorilas para remitirlos
a Londres. Probablemente los esqueletos estaban destinados a establecimientos
educativos.
Con el fin de evitar el
proceso de descomposición natural, Farjalla, de acuerdo a las costumbres del
país, llevaba el cadáver hasta la termitera, y con un mazo abría un agujero en
el nido. Inmediatamente hileras compactas de termites cubrían el muerto
abandonado sobre el agujero. En pocas horas el esqueleto quedaba perfectamente
mondado.
Y no dejaré de añadir que
hasta hacía pocos años los traficantes de esclavos castigaban a los negros muy
rebeldes untándolos con miel y amarrándolos a uno de estos hormigueros.
Cargamos el gorila muerto
en el viejo camión del mercader. Luego la negra y el chimpancé. Yo iba junto al
árabe que conducía el volante. Quiero hacer constar que nosotros éramos las
únicas personas que quedaban en la factoría. Todos los servidores se habían
concentrado en el Norte para dar caza a una pareja de leones que la noche
anterior devoraron un buey. Los hombres, armados de largas lanzas para cazar
elefantes, seguidos de sus mujeres y sus hijos, se habían internado en la
selva.
Salimos con el sol hacia
la ciudad de Stanley. Torbellinos de mariposas multicolores se desparramaban
por el camino. Aunque el camión se deslizaba rápidamente, nos sabíamos
vigilados por todos los ojos del bosque. De pronto, Farjalla, sin apartar los
ojos del volante, me dijo:
-Búscate otro amo. No me
sirves.
-Bueno -respondí.
Tras nosotros se oía el
llanto de la negra abrazada a su chimpancé. Eran unos sollozos sordos. Por
entre unas tablas se distinguía a la mujer abrazando tiernamente a la bestia, y
el mono, con expresión compungida, miraba en rededor, brillantes los ojos
lastimeros. La negra acariciaba la cabeza del chimpancé, que inspeccionaba el
rostro de su madre adoptiva con perpleja vivacidad. No sabía de qué peligro
concreto defenderla.
¡Calla esa boca!
-rezongó el mercader dirigiéndose a la esclava sin mirarla, porque cuando
manejaba le concedía una importancia extraordinaria a esta operación. Tratando
de fingir sumisión, le dije:
-Siento no haberte podido
servir.
El árabe se limitó a
contestarme:
-No sirves ni para cortar
las babuchas de un vagabundo.
La negra, abrazada al
pequeño chimpancé, había comenzado otra vez a llorar. Súbitamente salimos de la
sombra verde. Arriba estaba el cielo. Frente al claro requemado por el sol, las
termites habían levantado sus rugosos bloques pardos. En el remate de algunos
de estos nidos gigantes brotaban matas de hierba.
Con rechinamiento de
herrería se detuvo el camión. Cogí la maza y me dirigí a un hormiguero tres
veces más alto que yo. Parecía un tronco desgastado por la tempestad. La negra
cargó con el bolsón con el gorila muerto, y trabajosamente, agobiada, se
dirigió a la
termitera. Tras ella, chueco, mirándome resentido, caminaba
el pequeño chimpancé.
Levanté la maza y la
descargué sobre la base del hormiguero. El hormigón del nido no cedió. Farjalla
se acercó, yo levanté la maza, y antes que él pudiera evitarlo, le descargué un
vigoroso puntapié en la boca del estómago. El mismo puntapié que él me había
dado en el bote, el día de la fiesta negra en los "rápidos de
Stanley". Farjalla se desplomó. Le dije a la esclava:
-Trae el gorila.
La mujer dejó caer
pesadamente la bestia muerta junto al tratante de esclavos. Sin perder tiempo,
le despojé de su turbante, y con la larga tira de muselina lo amarré de pies y
manos. Luego descargué otro mazazo en la termitera, y un trozo de corteza se
hundió definitivamente, dejando ver el interior plutónico, sembrado de negros
canales por los que se deslizaba febrilmente una blancuzca humanidad de
hormigas grises.
¡Ayúdame! -le grité a la
negra.
La esclava comprendió.
Levantando al gorila muerto amarrado al traficante, empujamos los dos cuerpos
sobre la termitera. La
mujer lanzó algunos gritos guturales, el pequeño chimpancé corrió hacia ella y
se pegó a su flanco tomándole la mano.
Ella, riéndose, con los
labios entreabiertos, se quedó contemplando la hervorosa grieta de la termitera. Millares
y millares de hormigas rabiosas cubrían de una sábana gris los dos bultos. La
chilaba de Farjalla y el velludo cuerpo del gorila quedaron revestidos de una
costra movediza y cenicienta que se ajustaba constantemente a las crecientes
desigualdades de aquellos cuerpos.
La negra y su hijo
adoptivo miraban aquel final.
Yo tomé la botella de
whisky que había quedado debajo del cajón del asiento del camión y le dije a la
esclava:
-Es mejor que te vayas y
no vuelvas más.
La mujer, tomando apresuradamente
la mano del mono, se dirigió al bosque. Les vi por última vez cuando entraban
en el linde de la muralla vegetal.
El pequeño chimpancé,
tomado de su mano, volvía la cabeza hacia mí como un chicuelo resentido. Y,
oculto ahora tras unos cactos, aguardaba el momento de subir al caballo que
había escondido la noche anterior. Tula apartó unas ramas y se hundió en lo
verde. Yo monté a caballo y regresé a la factoría para probar la coartada,
mientras que allí, bajo el sol se quedó Farjala Bill Alí. Las hormigas se lo
comían vivo.
1.019. Alt (Roberto)
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