Yo ignoro cuáles son las
causas que lo determinaron al profesor Hagenbuk a dedicarse a los naipes, en
vez de volverse bizco en los tratados de matemáticas superiores. Y si digo
volverse bizco, es porque el
profesor Hagenbuk siempre bizqueó algo; pero aquella noche, dejando los naipes
sobre la mesa, exclamó:
-¿Ya apareció el
espantoso mal olor?
El olfato del profesor
Hagenbuk había siempre funcionado un poco defectuosamente, pero debo convenir
que no éramos nosotros solos los que percibíamos ese olor en aquel restaurant
de después de medianoche, concurrido por periodistas y gente ocupada en
trabajos nocturnos, sino que también otros comensales levantaban intrigados la
cabeza y fruncían la nariz, buscando alrededor el origen de esa pestilencia
elaborada como con gas de petróleo y esencia de clavel.
El dueño del restaurant,
un hombre impasible, pues a su mostrador se arrimaban borrachos conspicuos que
toda la noche bebían y discutían de pie frente a él, abandonó su flema, y,
dirigiéndose a nosotros -desde el mostrador, naturalmente-, meneó la cabeza
para indicarnos lo insólito de semejante perfume.
Luis y yo asomamos, en
compañía de otros trasnochadores, a la puerta del restaurant. En la calle
acontecía el mismo ridículo espectáculo. La gente, detenida bajo los focos
eléctricos o en el centro de la calzada, levantaba la cabeza y fruncía las
narices; los vigilantes, semejantes a podencos, husmeaban alarmados en todas
direcciones. El fenómeno en cierto modo resultaba divertido y alarmante,
llegando a despertar a los durmientes. En las habitaciones fronteras a la
calle, se veían encenderse las lámparas y moverse las siluetas de los recién
despiertos, proyectadas en los muros a través de los cristales. Algunas puertas
de calle se abrían. Finalmente comenzaron a presentarse vecinos en pijamas, que
con alarmante entonación de voz preguntaban:
-¿No serán gases
asfixiantes?
A las tres de la
madrugada la ciudad estaba completamente despierta. La tesis de que el hedor
clavel-petróleo fuera determinada por la emanación de un gas de guerra, se
había desvanecido, debido a la creencia general en nuestro público de que los
gases de guerra son de efecto inmediato. Lo cual contribuía a desvanecer un
pánico que hubiera podido tener tremendas consecuencias.
Los fotógrafos de los
periódicos perforaban la media luz nocturna con fogonazos de magnesio,
impresionando gestos y posturas de personas que en los zaguanes, balcones,
terrazas y plazuelas, enfundadas en sus salidas de baño o pijamas, comentaban
el fenómeno inexplicable.
Lo más curioso del caso
es que en este alboroto participaban los gatos y los caballos.
"Xenius", el hábil fotógrafo de "El Mundo" nos ha dejado
una estupenda colección de caballos aparentemente encabritados de alegría entre
las varas de sus coches y levantando los belfos de manera tal, que al dejar
descubierto el teclado de la dentadura pareciera que se estuviesen riendo.
Junto a los zócalos de
casi todos los edificios se veían gatos maullando de satisfacción encrespando el
hocico, enarcado el lomo, frotando los flancos contra los muros o las
pantorrillas de los transeúntes. Los perros también participaban de esta orgía,
pues saltando a diestra y siniestra o arrimando el hocico al suelo corrían como
si persiguieran un rastro, mas terminaban por echarse jadeantes al suelo, la
lengua caída entre los dientes.
A las cuatro de la
madrugada no había un solo habitante de nuestra ciudad que durmiera, ni la
fachada de una sola casa que no mostrara sus interiores iluminados. Todos miraban
hacia la bóveda estrellada. Nos encontrábamos a comienzos del verano. La luna
lucía su media hoz de plata amarillenta, y los gorriones y jilgueros
aposentados en los árboles de los paseos piaban desesperadamente.
Algunos ciudadanos que
habían vivido en Barcelona les referían a otros que aquel vocerío de pájaros
les recordaba la Rambla de las Flores, donde parecen haberse refugiado los
pájaros de todas las montañas que circunvalan a Barcelona. En los vecindarios
donde había loros, éstos graznaban tan furiosamente, que era necesario taparse
los oídos o estrangularles.
-¿Qué sucede? ¿Qué pasa?
-era la pregunta suspendida veinte veces, cuarenta veces, cien veces, en la
misma boca.
Jamás se registraron
tantos llamados telefónicos en las secretarías de los diarios como entonces.
Los telefonistas de guardia en las centrales enloquecían frente a los tableros
de los conmutadores; a las cinco de la mañana era imposible obtener una sola
comunicación; los hombres, con la camisa abierta sobre el pecho, habían colgado
los auriculares. Las calles ennegrecían de multitudes. Los vestíbulos de las
comisarías se llenaban de visitantes distinguidos, jefes de comités políticos,
militares retirados, y todos formulaban la misma pregunta, que nadie podía
responder:
-¿Qué sucede? ¿De dónde
sale este perfume?
Se veían viejos
comandantes de caballería, el collar de la barba y el bastón de puño de oro,
ejerciendo la autoridad de la experiencia, interrogados sobre química de
guerra; los hombres hablaban de lo que sabían, y no sabían mucho. Lo único que
podían afirmar es que no se estaba en presencia de un fenómeno letal, y ello
era bien evidente, pero la gente les agradecía la afirmación. Muchos
estaban asustados, y no era para menos.
A las cinco de la mañana
se recibían telegramas de Córdoba, Santa Fe, Paraná y, por el Sur, de Mar del
Plata, Tandil, Santa Rosa de Toay dando cuenta de la ocurrencia del fenómeno.
Los andenes de las estaciones hervían de gente que, con la arrugada nariz
empinada hacia el cielo, consultaban ávidamente la fragancia del aire.
En los cuarteles se
presentaban oficiales que no estaban de guardia o con licencia. El ministro de
Guerra se dirigió a la Casa de Gobierno a las cinco y cuarto de la mañana; hubo
consultas e inmediatamente se procedió a citar a los químicos de todas las
reparticiones nacionales, a las seis de la mañana. Yo , por no ser
menos que el ministro me presenté en la redacción del diario; cierto es que
estaba con licencia o enfermo, no recuerdo bien, pero en estas circunstancias
un periodista prudente se presenta siempre. Y por milésima vez escuché y repetí
esta vacua pregunta:
-¿Qué sucede? ¿De dónde
viene este perfume?
Imposible transitar
frente a la pizarra de los diarios. Las multitudes se apretujaban en las
aceras; la gente de primera fila leía el texto de los telegramas y los
transmitía a los que estaban mucho más lejos.
"Comunican que la
ola de perfume verde ha llegado a San Juan."
"De Goya informan
que ha llegado la ola de perfume verde."
"Los químicos e
ingenieros militares reunidos en el Ministerio de Guerra dictaminan que, dada
la amplitud de la ola de perfume, ésta no tiene su origen en ninguna fábrica de
productos tóxicos."
"La Jefatura de
Policía se ha comunicado con el Ministerio de Guerra. No se registra ninguna
víctima y no existen razones para suponer que el perfume petróleo-clavel sea
peligroso."
"El observatorio
astronómico de La Plata y el observatorio de Córdoba informan que no se ha
registrado ningún fenómeno estelar que pueda hacer suponer que esta ola sea de
origen astral. Se cree que se debe a un fenómeno de fermentación o de
radioactividad."
"Bariloche informa
que ha llegado la ola de perfume."
"Rio Grande do Sul
informa que ha llegado la ola de perfume."
"El observatorio
astronómico de Córdoba informa que la ola de perfume avanza a la velocidad de
doce kilómetros por minuto."
Nuestro diario instaló un
servicio permanente de comunicación con estación de radio; además situó a un
hombre frente a las pizarras de su administración; éste comunicaba por un
megáfono las últimas novedades, pero recién a las seis y cuarto de la mañana se
supo que en reunión de ministros se había resuelto declarar el día feriado. El
ministro del Interior, por intermedio de las estaciones de radios y los
periódicos se dirigían a todos los habitantes del país, encareciéndoles:
1° No alarmarse por la
persistencia de este fenómeno que, aunque de origen ignorado, se presume
absolutamente inofensivo.
2° Por consejo del
Departamento Nacional de Higiene se recomienda a la población abstenerse de
beber y comer en exceso, pues aún se ignoran los trastornos que puede originar
la ola de perfume.
Lo que resulta evidente es que el día 15 de septiembre
los sentimientos religiosos adormecidos en muchas gentes despertaron con
inusitada violencia, pues las iglesias rebosaban de ciudadanos, y aunque el
tema de los predicadores no era "estamos en las proximidades del fin del
mundo", en muchas personas se desperezaba ya esta pregunta.
A las nueve de la mañana,
la población fatigada de una noche de insomnio y de emociones se echó a la cama. Inútil intentar
dormir. Este perfume penetrante petróleo-clavel se fijaba en las pituitarias
con tal violencia, que terminaba por hacer vibrar en la pulpa del cerebro
cierta ansiedad crispada. Las personas se revolvían en las camas impacientes,
aturdidas por la calidez de la emanación repugnante, que acababa por infectar
los alimentos de un repulsivo sabor aromático. Muchos comenzaban a experimentar
los primeros ataques de neuralgia, que en algunos se prolongaron durante más de
sesenta horas, las farmacias en pocas horas agotaron su stock de productos a
base de antitérmicos, a las once de la mañana, hora en que apareció el segundo
boletín extraordinario editado por todos los periódicos: el negocio fue un
fracaso. En los subsuelos de los periódicos grupos de vendedores yacían
extenuados; en las viviendas la gente, tendida en la cama, permanecía
amodorrada; en los cuarteles los soldados y oficiales terminaron por seguir el
ejemplo de los civiles; a la una de la tarde en toda Sudamérica se habían interrumpido
las actividades más vitales a las necesidades de las poblaciones: los trenes
permanecían en medios de los campos... con los fuegos apagados; los agentes de
policía dormitaban en los umbrales de las casas; se dio el caso de un ladrón
que, haciendo un prodigioso esfuerzo de voluntad, se introdujo en una oficina
bancaria, despojó al director del establecimiento de sus llaves e intentó abrir
la caja de hierro en presencia de los serenos que le miraban actuar sin
reaccionar, pero cuando quiso mover la puerta de acero su voluntad se quebró y
cayó amodorrado junto a los otros.
En las cárceles el aire
confinado determinó más rápidamente la modorra en los presos que en los
centinelas que los custodiaban desde lo alto de las murallas donde la atmósfera
se renovaba, pero al final los guardianes terminaron por ceder a la violencia
del sueño que se les metía en una "especie de aire verde por las
narices" y se dejaban caer al suelo. Este fue el origen de lo que se llamó
el perfume verde. Todos, antes de sucumbir a la modorra, teníamos la sensación
de que nos envolvía un torbellino suave, pero sumamente espeso, de aire verde.
Las únicas que parecían
insensibles a la atmósfera del perfume clavel-petróleo eran las ratas, y fue la
única vez que se pudo asistir al espectáculo en que los roedores, saliendo de
sus cuevas, atacaban encarnizadamente a sus viejos enemigos los gatos.
Numerosos gatos fueron destrozados por los ratones.
A las tres de la tarde
respirábamos con dificultad. El profesor Hagenbuk, tendido en un sofá de mi
escritorio, miraba a través de los cristales al sol envuelto en una atmósfera
verdosa; yo, apoltronado en mi sillón, pensaba que millones y millones de
hombres íbamos a morir, pues en nuestra total inercia al aire se aprecia cada
vez más enrarecido y extraño a los pulmones, que levantaban penosamente la
tablilla del pecho; luego perdimos el sentido, y de aquel instante el único
recuerdo que conservo es el ojo bizco del profesor Hagenbuk mirando el sol
verdoso.
Debimos permanecer en la
más completa inconsciencia durante tres horas. Cuando despertamos la total
negrura del cielo estaba rayada por tan terribles relámpagos, que los ojos se
entrecerraban medrosos frente al ígneo espectáculo.
El profesor Hagenbuk, de
pie junto a la ventana murmuró:
-Lo había previsto; ¡vaya
si lo había previsto!
Un estampido de violencia
tal que me ensordeció durante un cuarto de hora me impidió escuchar lo que él
creía haber previsto. Un rayo acababa de hendir un rascacielos, y el edificio
se desmoronó por la mitad, y al suceder el fogonazo de los rayos se podía
percibir el interior del edificio con los pisos alfombrados colgando en el aire
y los muebles tumbados en posiciones inverosímiles.
Fue la última descarga
eléctrica.
El profesor Hagenbuk se
volvió hacia mí, y mirándome muy grave con su extraordinario ojo bizco,
repitió:
-Lo había previsto.
Irritado me volví hacia
él.
-¿Qué es lo que había
previsto usted, profesor? -grité.
-Todo lo que ha sucedido.
Sonreí incrédulamente. El
profesor se echó las manos al bolsillo, retiró de allí una libreta, la abrió y
en la tercera hoja leí:
"Descripción de los
efectos que los hidrocarburos cometarios pueden ejercer sobre las poblaciones
de la Tierra."
-¿Qué es eso de los
hidrocarburos cometarios?
El profesor Hagenbuk
sonrió piadosamente y me contestó:
-La substancia dominante
que forma la cola de los cometas. Nosotros hemos atravesado la cola de un
cometa.
-¿Y por qué no lo dijo
antes?
-Para no alarmar a la gente. Hace diez días
que espero la ocurrencia de este fenómeno, pero..., a propósito; anoche usted
se ha quedado debiéndome treinta tantos de nuestra partida.
Aunque no lo crean
ustedes, yo quedé sin habla frente al profesor. Y estas son las horas en que
pienso escribir la historia de su fantástica vida y causas de su no menos
fantástico silencio.
1.019. Alt (Roberto)
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