Oid un cuento... ¿Que no le
queréis naturalista? ¡Oh, no! será idealista, imposible... romántico.
* * *
Monasterio tendió el brazo,
brilló la batuta en un rayo de luz verde, y al conjuro, surgieron como
convocadas, de una lontananza ideal, las hadas invisibles de la armonía, las
notas misteriosas, gnomos del aire, del bronce y de las cuerdas. Era el alma de
Beethoven, ruiseñor inmortal, poesía eternamente insepulta, como larva de un
héroe muerto y olvidado en el campo de batalla; era el alma de Beethoven lo que
vibraba, llenando los ámbitos del Circo y llenando los espíritus de la ideal
melodía, edificante y seria de su música única; como un contagio, la poesía sin
palabras, el ensueño místico del arte, iba dominando a los que oían, cual si un
céfiro musical, volando sobre la sala, subiendo de las butacas a los palcos y a
las galerías, fuese, con su dulzura, con su perfume de sonidos, infundiendo en
todos el suave adormecimiento de la vaga contemplación extática de la belleza
rítmica.
El sol de fiesta de Madrid
penetraba disfrazado de mil colores por las altas vidrieras rojas, azules,
verdes, moradas y amarillas; y como polvo de las alas de las mariposas iban los
corpúsculos iluminados de aquellos haces alegres y mágicos a jugar con los
matices de los graciosos tocados de las damas, sacando lustre azul, de pluma de
gallo, al negro casco de la hermosa cabeza desnuda de la morena de un palco, y
más abajo, en la sala, dando reflejos de aurora boreal a las flores, a la paja,
a los tules de los sombreros graciosos y pintorescos que anunciaban la
primavera como las margaritas de un prado.
* *
*
Desde un palco del centro oía
la música, con más atención de la que suelen prestar las damas en casos tales,
Elisa Rojas, especie de Minerva con ojos de esmeralda, frente purísima,
solemne, inmaculada, con la cabeza de armoniosas curvas, que, no se sabía por
qué, hablaban de inteligencia y de pasión, peinada como por un escultor en
ébano. Aquellas ondas de los rizos anchos y fijos recordaban las volutas y las
hojas de los chapiteles jónicos y corintios y estaban en dulce armonía con la
majestad hierática del busto, de contornos y movimientos canónicos, casi
simbólicos, pero sin afectación ni monotonía, con sencillez y hasta con gracia.
Elisa Rojas, la de los cien adoradores, estaba enamorada del modo de amar de
algunos hombres. Era coqueta como quien es coleccionista. Amaba a los escogidos
entre sus amadores con la pasión de un bibliómano por los ejemplares raros y
preciosos. Amaba, sobre todo, sin que nadie lo sospechara, la constancia ajena:
para ella un adorador antiguo era un incunable.
A su lado tenía aquella tarde en otro palco, lleno de obscuridad, todo de
hombres, su biblia de Gutenberg,
es decir, el ejemplar más antiguo, el amador cuyos platónicos obsequios se
perdían para ella en la noche de los tiempos.
Aquel
señor,
porque ya era un señor como de treinta y ocho a cuarenta años, la quería, sí,
la quería, bien segura estaba, desde que Elisa recordaba tener malicia para
pensar en tales cosas; antes de vestirse ella de largo ya la admiraba él de
lejos, y tenía presente lo pálido que se había puesto la primera vez que la
había visto arrastrando cola, grave y modesta al lado de su madre. Y ya había
llovido desde entonces. Porque Elisa Rojas, sus amigas lo decían, ya no era
niña, y si no empezaba a parecer desairada su prolongada soltería, era sólo
porque constaba al mundo entero que tenía los pretendientes a patadas, a
hermosísimas patadas de un pie cruel y diminuto; pues era cada día más bella y
cada día más rica, gracias esto último a la prosperidad de ciertos buenos
negocios de la familia.
Aquel
señor tenía
para Elisa, además, el mérito de que no podía pretenderla. No sabía Elisa a
punto fijo por qué; con gran discreción y cautela había procurado indagar el
estado de aquel misterioso adorador, con quien no había hablado unas que dos o
tres veces en diez años y nunca más de algunas docenas de palabras, entre la
multitud, acerca de cosas insignificantes, del momento. Unos decían que era
casado y que su mujer se había vuelto loca y estaba en un manicomio; otros que
era soltero, mas que estaba ligado a cierta dama por caso de conciencia y
ciertos compromisos legales... ello era que a la de Rojas le constaba que aquel señor no podía pretender amores
lícitos, los únicos posibles con ella, y le constaba porque él mismo se lo
había dicho en el único papel que se había atrevido a enviarle en su vida.
Elisa tenía la costumbre, o
el vicio, o lo que fuera, de alimentar el fuego de sus apasionados con miradas
intensas, largas, profundas, de las que a cada amador de los predilectos le
tocaba una cada mes, próximamente. Aquel
señor, que al principio no había sido de los más favorecidos, llegó
a fuerza de constancia y de humildad a merecer el privilegio de una o dos de
aquellas miradas en cada ocasión en que se veían. Una noche, oyendo música
también, Elisa, entregada a la gratitud amorosa y llena de recuerdos de la
contemplación callada, dulce y discreta del hombre que se iba haciendo viejo
adorándola, no pudo resistir la tentación, mitad apasionada, mitad picaresca y
maleante, de clavar los ojos en los del triste caballero y ensayar en aquella
mirada una diabólica experiencia que parecía cosa de algún fisiólogo de la
Academia de ciencias del infierno: consistía la gracia en querer decir con la
mirada, sólo con la mirada, todo esto que en aquel momento quiso ella pensar y
sentir con toda seriedad: «Toma mi alma; te beso el corazón con los ojos en
premio a tu amor verdadero, compañía eterna de mi vanidad, esclavo de mi
capricho; fíjate bien, este mirar es besarte, idealmente, como lo merece tu
amor, que sé que es purísimo, noble y humilde. No seré tuya más que en este
instante y de esta manera; pero ahora toda tuya, entiéndeme por Dios, te lo dicen
mis ojos y el acompañamiento de esa música, toda amores». Y casi firmaron los ojos: Elisa, tu Elisa. Algo debió de comprender aquel señor; porque se puso muy pálido
y, sin que lo notara nadie más que la de Rojas , se sintió desfallecer y tuvo que apoyar
la cabeza en una columna que tenía al lado. En cuanto le volvieron las fuerzas
se marchó del teatro en que esto sucedía. Al día siguiente Elisa recibió, bajo
un sobre, estas palabras: «¡Mi divino imposible!». Nada más, pero era él,
estaba segura. Así supo que tal amante no podía pretenderla, y si esto por una
temporada la asestó y la obligó a esquivar las miradas ansiosas de aquel señor, poco a poco volvió a la
acariciada costumbre y, con más intensidad y frecuencia que nunca, se dejó
adorar y pagó con los ojos aquella firmeza del que no esperaba nada. Nada.
Llegó la ocasión de ver el personaje imposible,
pretendientes no mal recibidos al lado de su ídolo, y supo hacer, a fuerza de
sinceridad y humildad y cordura, compatible con la dignidad más exquisita, que
Elisa, en vez de encontrar desairada la situación del que la adoraba de lejos,
sin poder decir palabra, sin poder defenderse,
viese nueva gracia, nuevas pruebas en la resignación necesaria, fatal, del que
no podía en rigor llamar rivales a los que aspiraban a lo que él no podía
pretender. Lo que no sabía Elisa era que aquel
señor no veía las cosas tan claras como ella, y sólo a ratos, por
ráfagas, creía no estar en ridículo. Lo que más le iba preocupando cada mes,
cada año que pasaba, era naturalmente la edad, que le iba pareciendo impropia
para tales contemplaciones. Cada vez se retraía más; llegó tiempo en que la de Rojas comprendió que aquel señor ya no la buscaba; y sólo
cuando se encontraban por casualidad aprovechaba la feliz coyuntura para admirarla,
siempre con discreto disimulo, por no poder
otra cosa, porque no tenía fuerza para no admirarla. Con esto
crecía en Elisa la dulce lástima agradecida y apasionada, y cada encuentro de
aquellos lo empleaba ella en acumular amor, locura de amor, en aquellos pobres
ojos que tantos años había sentido acariciándola con adoración muda, seria,
absoluta, eterna.
Mas era costumbre también en la de Rojas jugar con fuego,
poner en peligro los afectos que más la importaban, poner en caricatura, sin
pizca de sinceridad, por alarde de paradoja sentimental, lo que admiraba, lo
que quería, lo que respetaba. Así, cuando veía al amador incunable animarse un poco, poner gesto
de satisfacción, de esperanza loca, disparatada, ella, que no tenía por tan
absurdas como él mismo tales ilusiones, se gozaba en torturarle, en probarle, como el bronce de un cañón,
para lo que le bastaba una singular sonrisa, fría, semiburlesca.
* *
*
La tarde de mi cuento era
solemne para aquel señor; por
primera vez en su vida el azar le había puesto en un palco codo con codo, junto
a Elisa. Respiraba por primera vez en la atmósfera de su perfume. Elisa estaba
con su madre y otras señoras, que habían saludado al entrar a alguno de los
caballeros que acompañaban al otro.
La de Rojas
se sentía a su pesar exaltada; la música y la presencia tan cercana de aquel
hombre la tenían en tal estado, que necesitaba, o marcharse a llorar a solas sin saber por qué, o hablar mucho y
destrozar el alma con lo que dijera y atormentarse a sí propia diciendo cosas
que no sentía, despreciando lo digno de amor... en fin, como otras veces. Tenía
una vaga conciencia, que la humillaba, de que hablando formalmente no podría
decir nada digno de la Elisa ideal que aquel hombre tendría en la cabeza. Sabía que
era él un artista, un soñador, un hombre de imaginación, de lectura, de
reflexión... que ella, a pesar de todo,
hablaba como las demás, punto
más punto menos. En cuanto a él... tampoco hablaba apenas. Ella le oiría... y
tampoco creía digno de aquellos oídos nada de cuanto pudiera decir en tal
ocasión él, que había sabido callar tanto...
Un rayo de sol, atravesando
allá arriba, cerca del techo, un cristal verde, vino a caer sobre el grupo que
formaban Elisa y su adorador, tan cerca uno de otro por la primera vez en la vida. A un tiempo
sintieron y pensaron lo mismo, los dos se fijaron en aquel lazo de luz que los
unía tan idealmente, en pura ilusión óptica, como la paz que simboliza el arco
iris. El hombre no pensó más que en esto, en la luz; la mujer pensó, además, en
seguida, en el color verde. Y se dijo: «Debo de parecer una muerta», y de un
salto gracioso salió de la brillante aureola y se sentó en una silla cercana y
en la sombra. Aquel señor no se movió. Sus amigos se
fijaron en el matiz uniforme, fúnebre que aquel rayo de luz echaba sobre él.
Seguía Beethoven en el uso de la orquesta y no era discreto hablar mucho ni en
voz alta. A las bromas de sus compañeros el enamorado caballero no contestó más
que sonriendo. Pero las damas que acompañaban a Elisa notaron también la extraña
apariencia que la luz verde daba al caballero aquel.
Miró con franqueza, con la
sonrisa diabólica en los labios, al infeliz caballero que se moría por ella...
y dijo, como para los de su palco solo, pero segura de ser oída por él:
-Ahí tenéis lo que se
llama... un viejo verde.
Las amigas celebraron el
chiste con risitas y miradas de inteligencia.
El viejo verde, que se había oído
bautizar, no salió del palco hasta que calló Beethoven. Salió del rayo de luz y
entró en la obscuridad para no salir de ella en su vida.
Elisa Rojas no volvió a
verle.
* *
*
Pasaron años y años; la de Rojas se casó con
cualquiera, con la mejor proporción
de las muchas que se le ofrecieron. Pero antes y después del matrimonio sus
ensueños, sus melancolías y aun sus remordimientos fueron en busca del amor más
antiguo, del imposible. Tardó
mucho en olvidarle, nunca le olvidó del todo: al principio sintió su ausencia
más que un rey destronado la corona perdida, como un ídolo pudiera sentir la
desaparición de su culto. Se vio Elisa como un dios en el destierro. En los días de crisis para su alma,
cuando se sentía humillada, despreciada, lloraba la ausencia de aquellos ojos
siempre fieles, como si fueran los de un amante verdadero, los ojos amados. «¡Aquel señor sí que me quería, aquél sí
que me adoraba!».
Una noche de luna, en
primavera, Elisa Rojas, con unas amigas inglesas, visitaba el cementerio civil,
que también sirve para los protestantes, en cierta ciudad marítima del Mediodía
de España. Está aquel jardín, que yo llamaré santo, como le llamaría religioso
el derecho romano, en el declive de una loma que muere en el mar. La luz de la
luna besaba el mármol de las tumbas, todas pulcras, las más con inscripciones
de letra gótica, en inglés o en alemán.
En un modesto pero elegante
sarcófago, detrás del cristal de una urna, Elisa leyó, sin más luz que aquella
de la noche clara, al rayo de la luna llena, sobre el mármol negro del nicho,
una breve y extraña inscripción, en relieve, con letras de serpentina. Estaba
en español y decía: «Un viejo verde».
De repente sintió la
seguridad absoluta de que aquel viejo
verde era el suyo. Sintió esta seguridad porque, al mismo tiempo
que el de su remordimiento, le estalló en la cabeza el recuerdo de que una de
las poquísimas veces que aquel señor
la había oído hablar, había sido en ocasión en que ella describía aquel cementerio protestante que ya había
visto otra vez, siendo niña, y que la había impresionado mucho.
«¡Por mí, pensó, se enterró
como un pagano! Como lo que era, pues yo fui su diosa».
Sin que nadie la viera,
mientras sus amigas inglesas admiraban los efectos de luna en aquella soledad
de los muertos, se quitó un pendiente, y con el brillante que lo adornaba,
sobre el cristal de aquella urna, detrás del que se leía «Un viejo verde»,
escribió a tientas y temblando: «Mis amores».
* * *
Me parece que el cuento no
puede ser más romántico, más imposible...
UN VIEJO VERDE
Leopoldo Alas «clarin»Cuento español
Oid un cuento... ¿Que no le
queréis naturalista? ¡Oh, no! será idealista, imposible... romántico.
* * *
Monasterio tendió el brazo,
brilló la batuta en un rayo de luz verde, y al conjuro, surgieron como
convocadas, de una lontananza ideal, las hadas invisibles de la armonía, las
notas misteriosas, gnomos del aire, del bronce y de las cuerdas. Era el alma de
Beethoven, ruiseñor inmortal, poesía eternamente insepulta, como larva de un
héroe muerto y olvidado en el campo de batalla; era el alma de Beethoven lo que
vibraba, llenando los ámbitos del Circo y llenando los espíritus de la ideal
melodía, edificante y seria de su música única; como un contagio, la poesía sin
palabras, el ensueño místico del arte, iba dominando a los que oían, cual si un
céfiro musical, volando sobre la sala, subiendo de las butacas a los palcos y a
las galerías, fuese, con su dulzura, con su perfume de sonidos, infundiendo en
todos el suave adormecimiento de la vaga contemplación extática de la belleza
rítmica.
El sol de fiesta de Madrid
penetraba disfrazado de mil colores por las altas vidrieras rojas, azules,
verdes, moradas y amarillas; y como polvo de las alas de las mariposas iban los
corpúsculos iluminados de aquellos haces alegres y mágicos a jugar con los
matices de los graciosos tocados de las damas, sacando lustre azul, de pluma de
gallo, al negro casco de la hermosa cabeza desnuda de la morena de un palco, y
más abajo, en la sala, dando reflejos de aurora boreal a las flores, a la paja,
a los tules de los sombreros graciosos y pintorescos que anunciaban la
primavera como las margaritas de un prado.
* *
*
Desde un palco del centro oía
la música, con más atención de la que suelen prestar las damas en casos tales,
Elisa Rojas, especie de Minerva con ojos de esmeralda, frente purísima,
solemne, inmaculada, con la cabeza de armoniosas curvas, que, no se sabía por
qué, hablaban de inteligencia y de pasión, peinada como por un escultor en
ébano. Aquellas ondas de los rizos anchos y fijos recordaban las volutas y las
hojas de los chapiteles jónicos y corintios y estaban en dulce armonía con la
majestad hierática del busto, de contornos y movimientos canónicos, casi
simbólicos, pero sin afectación ni monotonía, con sencillez y hasta con gracia.
Elisa Rojas, la de los cien adoradores, estaba enamorada del modo de amar de
algunos hombres. Era coqueta como quien es coleccionista. Amaba a los escogidos
entre sus amadores con la pasión de un bibliómano por los ejemplares raros y
preciosos. Amaba, sobre todo, sin que nadie lo sospechara, la constancia ajena:
para ella un adorador antiguo era un incunable.
A su lado tenía aquella tarde en otro palco, lleno de obscuridad, todo de
hombres, su biblia de Gutenberg,
es decir, el ejemplar más antiguo, el amador cuyos platónicos obsequios se
perdían para ella en la noche de los tiempos.
Aquel
señor,
porque ya era un señor como de treinta y ocho a cuarenta años, la quería, sí,
la quería, bien segura estaba, desde que Elisa recordaba tener malicia para
pensar en tales cosas; antes de vestirse ella de largo ya la admiraba él de
lejos, y tenía presente lo pálido que se había puesto la primera vez que la
había visto arrastrando cola, grave y modesta al lado de su madre. Y ya había
llovido desde entonces. Porque Elisa Rojas, sus amigas lo decían, ya no era
niña, y si no empezaba a parecer desairada su prolongada soltería, era sólo
porque constaba al mundo entero que tenía los pretendientes a patadas, a
hermosísimas patadas de un pie cruel y diminuto; pues era cada día más bella y
cada día más rica, gracias esto último a la prosperidad de ciertos buenos
negocios de la familia.
Aquel
señor tenía
para Elisa, además, el mérito de que no podía pretenderla. No sabía Elisa a
punto fijo por qué; con gran discreción y cautela había procurado indagar el
estado de aquel misterioso adorador, con quien no había hablado unas que dos o
tres veces en diez años y nunca más de algunas docenas de palabras, entre la
multitud, acerca de cosas insignificantes, del momento. Unos decían que era
casado y que su mujer se había vuelto loca y estaba en un manicomio; otros que
era soltero, mas que estaba ligado a cierta dama por caso de conciencia y
ciertos compromisos legales... ello era que a la de Rojas le constaba que aquel señor no podía pretender amores
lícitos, los únicos posibles con ella, y le constaba porque él mismo se lo
había dicho en el único papel que se había atrevido a enviarle en su vida.
Elisa tenía la costumbre, o
el vicio, o lo que fuera, de alimentar el fuego de sus apasionados con miradas
intensas, largas, profundas, de las que a cada amador de los predilectos le
tocaba una cada mes, próximamente. Aquel
señor, que al principio no había sido de los más favorecidos, llegó
a fuerza de constancia y de humildad a merecer el privilegio de una o dos de
aquellas miradas en cada ocasión en que se veían. Una noche, oyendo música
también, Elisa, entregada a la gratitud amorosa y llena de recuerdos de la
contemplación callada, dulce y discreta del hombre que se iba haciendo viejo
adorándola, no pudo resistir la tentación, mitad apasionada, mitad picaresca y
maleante, de clavar los ojos en los del triste caballero y ensayar en aquella
mirada una diabólica experiencia que parecía cosa de algún fisiólogo de la
Academia de ciencias del infierno: consistía la gracia en querer decir con la
mirada, sólo con la mirada, todo esto que en aquel momento quiso ella pensar y
sentir con toda seriedad: «Toma mi alma; te beso el corazón con los ojos en
premio a tu amor verdadero, compañía eterna de mi vanidad, esclavo de mi
capricho; fíjate bien, este mirar es besarte, idealmente, como lo merece tu
amor, que sé que es purísimo, noble y humilde. No seré tuya más que en este
instante y de esta manera; pero ahora toda tuya, entiéndeme por Dios, te lo dicen
mis ojos y el acompañamiento de esa música, toda amores». Y casi firmaron los ojos: Elisa, tu Elisa. Algo debió de comprender aquel señor; porque se puso muy pálido
y, sin que lo notara nadie más que la de Rojas , se sintió desfallecer y tuvo que apoyar
la cabeza en una columna que tenía al lado. En cuanto le volvieron las fuerzas
se marchó del teatro en que esto sucedía. Al día siguiente Elisa recibió, bajo
un sobre, estas palabras: «¡Mi divino imposible!». Nada más, pero era él,
estaba segura. Así supo que tal amante no podía pretenderla, y si esto por una
temporada la asestó y la obligó a esquivar las miradas ansiosas de aquel señor, poco a poco volvió a la
acariciada costumbre y, con más intensidad y frecuencia que nunca, se dejó
adorar y pagó con los ojos aquella firmeza del que no esperaba nada. Nada.
Llegó la ocasión de ver el personaje imposible,
pretendientes no mal recibidos al lado de su ídolo, y supo hacer, a fuerza de
sinceridad y humildad y cordura, compatible con la dignidad más exquisita, que
Elisa, en vez de encontrar desairada la situación del que la adoraba de lejos,
sin poder decir palabra, sin poder defenderse,
viese nueva gracia, nuevas pruebas en la resignación necesaria, fatal, del que
no podía en rigor llamar rivales a los que aspiraban a lo que él no podía
pretender. Lo que no sabía Elisa era que aquel
señor no veía las cosas tan claras como ella, y sólo a ratos, por
ráfagas, creía no estar en ridículo. Lo que más le iba preocupando cada mes,
cada año que pasaba, era naturalmente la edad, que le iba pareciendo impropia
para tales contemplaciones. Cada vez se retraía más; llegó tiempo en que la de Rojas comprendió que aquel señor ya no la buscaba; y sólo
cuando se encontraban por casualidad aprovechaba la feliz coyuntura para admirarla,
siempre con discreto disimulo, por no poder
otra cosa, porque no tenía fuerza para no admirarla. Con esto
crecía en Elisa la dulce lástima agradecida y apasionada, y cada encuentro de
aquellos lo empleaba ella en acumular amor, locura de amor, en aquellos pobres
ojos que tantos años había sentido acariciándola con adoración muda, seria,
absoluta, eterna.
Mas era costumbre también en la de Rojas jugar con fuego,
poner en peligro los afectos que más la importaban, poner en caricatura, sin
pizca de sinceridad, por alarde de paradoja sentimental, lo que admiraba, lo
que quería, lo que respetaba. Así, cuando veía al amador incunable animarse un poco, poner gesto
de satisfacción, de esperanza loca, disparatada, ella, que no tenía por tan
absurdas como él mismo tales ilusiones, se gozaba en torturarle, en probarle, como el bronce de un cañón,
para lo que le bastaba una singular sonrisa, fría, semiburlesca.
* *
*
La tarde de mi cuento era
solemne para aquel señor; por
primera vez en su vida el azar le había puesto en un palco codo con codo, junto
a Elisa. Respiraba por primera vez en la atmósfera de su perfume. Elisa estaba
con su madre y otras señoras, que habían saludado al entrar a alguno de los
caballeros que acompañaban al otro.
La de Rojas
se sentía a su pesar exaltada; la música y la presencia tan cercana de aquel
hombre la tenían en tal estado, que necesitaba, o marcharse a llorar a solas sin saber por qué, o hablar mucho y
destrozar el alma con lo que dijera y atormentarse a sí propia diciendo cosas
que no sentía, despreciando lo digno de amor... en fin, como otras veces. Tenía
una vaga conciencia, que la humillaba, de que hablando formalmente no podría
decir nada digno de la Elisa ideal que aquel hombre tendría en la cabeza. Sabía que
era él un artista, un soñador, un hombre de imaginación, de lectura, de
reflexión... que ella, a pesar de todo,
hablaba como las demás, punto
más punto menos. En cuanto a él... tampoco hablaba apenas. Ella le oiría... y
tampoco creía digno de aquellos oídos nada de cuanto pudiera decir en tal
ocasión él, que había sabido callar tanto...
Un rayo de sol, atravesando
allá arriba, cerca del techo, un cristal verde, vino a caer sobre el grupo que
formaban Elisa y su adorador, tan cerca uno de otro por la primera vez en la vida. A un tiempo
sintieron y pensaron lo mismo, los dos se fijaron en aquel lazo de luz que los
unía tan idealmente, en pura ilusión óptica, como la paz que simboliza el arco
iris. El hombre no pensó más que en esto, en la luz; la mujer pensó, además, en
seguida, en el color verde. Y se dijo: «Debo de parecer una muerta», y de un
salto gracioso salió de la brillante aureola y se sentó en una silla cercana y
en la sombra. Aquel señor no se movió. Sus amigos se
fijaron en el matiz uniforme, fúnebre que aquel rayo de luz echaba sobre él.
Seguía Beethoven en el uso de la orquesta y no era discreto hablar mucho ni en
voz alta. A las bromas de sus compañeros el enamorado caballero no contestó más
que sonriendo. Pero las damas que acompañaban a Elisa notaron también la extraña
apariencia que la luz verde daba al caballero aquel.
Miró con franqueza, con la
sonrisa diabólica en los labios, al infeliz caballero que se moría por ella...
y dijo, como para los de su palco solo, pero segura de ser oída por él:
-Ahí tenéis lo que se
llama... un viejo verde.
Las amigas celebraron el
chiste con risitas y miradas de inteligencia.
El viejo verde, que se había oído
bautizar, no salió del palco hasta que calló Beethoven. Salió del rayo de luz y
entró en la obscuridad para no salir de ella en su vida.
Elisa Rojas no volvió a
verle.
* *
*
Pasaron años y años; la de Rojas se casó con
cualquiera, con la mejor proporción
de las muchas que se le ofrecieron. Pero antes y después del matrimonio sus
ensueños, sus melancolías y aun sus remordimientos fueron en busca del amor más
antiguo, del imposible. Tardó
mucho en olvidarle, nunca le olvidó del todo: al principio sintió su ausencia
más que un rey destronado la corona perdida, como un ídolo pudiera sentir la
desaparición de su culto. Se vio Elisa como un dios en el destierro. En los días de crisis para su alma,
cuando se sentía humillada, despreciada, lloraba la ausencia de aquellos ojos
siempre fieles, como si fueran los de un amante verdadero, los ojos amados. «¡Aquel señor sí que me quería, aquél sí
que me adoraba!».
Una noche de luna, en
primavera, Elisa Rojas, con unas amigas inglesas, visitaba el cementerio civil,
que también sirve para los protestantes, en cierta ciudad marítima del Mediodía
de España. Está aquel jardín, que yo llamaré santo, como le llamaría religioso
el derecho romano, en el declive de una loma que muere en el mar. La luz de la
luna besaba el mármol de las tumbas, todas pulcras, las más con inscripciones
de letra gótica, en inglés o en alemán.
En un modesto pero elegante
sarcófago, detrás del cristal de una urna, Elisa leyó, sin más luz que aquella
de la noche clara, al rayo de la luna llena, sobre el mármol negro del nicho,
una breve y extraña inscripción, en relieve, con letras de serpentina. Estaba
en español y decía: «Un viejo verde».
De repente sintió la
seguridad absoluta de que aquel viejo
verde era el suyo. Sintió esta seguridad porque, al mismo tiempo
que el de su remordimiento, le estalló en la cabeza el recuerdo de que una de
las poquísimas veces que aquel señor
la había oído hablar, había sido en ocasión en que ella describía aquel cementerio protestante que ya había
visto otra vez, siendo niña, y que la había impresionado mucho.
«¡Por mí, pensó, se enterró
como un pagano! Como lo que era, pues yo fui su diosa».
Sin que nadie la viera,
mientras sus amigas inglesas admiraban los efectos de luna en aquella soledad
de los muertos, se quitó un pendiente, y con el brillante que lo adornaba,
sobre el cristal de aquella urna, detrás del que se leía «Un viejo verde»,
escribió a tientas y temblando: «Mis amores».
* * *
Me parece que el cuento no
puede ser más romántico, más imposible...
Cuento español
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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