En el balneario de
Aguachirle, situado en lo más frondoso de una región de España muy fértil y
pintoresca, todos están contentos, todos se estiman, todos se entienden, menos
dos ancianos venerables, que desprecian al miserable vulgo de los bañistas y
mutuamente se aborrecen.
¿Quiénes son? Poco se
sabe de ellos en la casa. Es
el primer año que vienen. No hay noticias de su procedencia. No son de la
provincia, de seguro; pero no se sabe si el uno viene del Norte y el otro del
Sur, o viceversa,... o de cualquier otra parte. Consta que uno dice llamarse D.
Pedro Pérez y el otro D. Álvaro Álvarez. Ambos reciben el correo en un
abultadísimo paquete, que contiene multitud de cartas, periódicos, revistas, y
libros muchas veces. La gente opina que son un par de sabios.
Pero ¿qué es lo que
saben? Nadie lo sabe. Y lo que es ellos, no lo dicen. Los dos son muy corteses,
pero muy fríos con todo el mundo e impenetrables. Al principio se les dejó
aislarse, sin pensar en ellos; el vulgo alegre desdeñó el desdén de aquellos
misteriosos pozos de ciencia, que, en definitiva, debían de ser un par de
chiflados caprichosos, exigentes en el trato doméstico y con berrinches
endiablados, bajo aquella capa superficial de fría buena crianza. Pero, a los
pocos días, la conducta de aquellos señores fue la comidilla de los desocupados
bañistas, que vieron una graciosísima comedia en la antipatía y rivalidad de
los viejos.
Con gran disimulo, porque
inspiraban respeto y nadie osaría reírse de ellos en sus barbas, se les
observaba, y se saboreaban y comentaban las vicisitudes de la mutua ojeriza,
que se exacerbaba por las coincidencias de sus gustos y manías, que les hacían
buscar lo mismo y huir de lo mismo, y sobre ello, morena.
* * *
Pérez había llegado a
Aguachirle algunos días antes que Álvarez. Se quejaba de todo; del cuarto que
le habían dado, del lugar que ocupaba en la mesa redonda, del bañero, del
pianista, del médico, de la camarera, del mozo que limpiaba las botas, de la
campana de la capilla, del cocinero, y de los gallos y los perros de la
vecindad, que no le dejaban dormir. De los bañistas no se atrevía a quejarse,
pero eran la mayor molestia. «¡Triste y enojoso rebaño humano! Viejos verdes,
niñas cursis, mamás grotescas, canónigos egoístas, pollos empalagosos, indianos
soeces y avaros, caballeros sospechosos, maníacos insufribles, enfermos
repugnantes, ¡peste de clase media! ¡Y pensar que era la menos mala! Porque el
pueblo... ¡Uf! ¡El pueblo! Y aristocracia, en rigor, no la había. ¡Y la
ignorancia general! ¡Qué martirio tener que oír, a la mesa, sin querer, tantos
disparates, tantas vulgaridades que le llenaban el alma de hastío y de
tristeza!».
Algunos entrometidos, que
nunca faltan en los balnearios, trataron de sonsacar a Pérez sus ideas, sus
gustos; de hacerle hablar, de intimar en el trato, de obligarle a participar de
los juegos comunes; hasta hubo un tontiloco que le propuso bailar un rigodón
con cierto dueña... Pérez tenía un arte especial para sacudirse estas moscas. A
los discretos los tenía lejos de sí a las pocas palabras; a los indiscretos,
con más trabajo y alguna frialdad inevitable; pero no tardaba mucho en verse
libre de todos.
Además, aquella triste
humanidad le estorbaba en la lucha por las comodidades; por las pocas
comodidades que ofrecía el establecimiento. Otros tenían las mejores
habitaciones, los mejores puestos en la mesa; otros ocupaban antes que él los
mejores aparatos y pilas de baño; y otros, en fin, se comían las mejores
tajadas.
El puesto de honor en la
mesa central, puesto que llevaba anejo el mayor mimo y agasajo del jefe de
comedor y de los dependientes, y puesto que estaba libre de todas las
corrientes de aire entre puertas y ventanas, terror de Pérez, pertenecía a un
señor canónigo, muy gordo y muy hablador; no se sabía si por antigüedad o por
odioso privilegio.
Pérez, que no estaba
lejos del canónigo, le distinguía con un particular desprecio; lo envidiaba,
despreciándole, y le miraba con ojos provocativos, sin que el otro se percatara
de tal cosa. Don Sindulfo, el canónigo, había pretendido varias veces pegar la
hebra con Pérez; pero éste le había contestado siempre con secos monosílabos. Y
D. Sindulfo le había perdonado, porque no sabía lo que se hacía, siendo tan
saludable la charla a la mesa para una buena digestión.
Don Sindulfo tenía un
estómago de oro, y le entusiasmaba la comida de fonda, con salsas picantes y
otros atractivos; Pérez tenía el estómago de acíbar, y aborrecía aquella comida
llena de insoportables galicismos. Don Sindulfo soñaba despierto en la hora de
comer; y D. Pedro Pérez temblaba al acercarse el tremendo trance de tener que
comer sin gana.
-¡Ya va un toque! -decía
sonriendo a todos don Sindulfo, y aludiendo a la campana del comedor.
-¡Ya han tocado dos
veces! -exclamaba a poco, con voz que temblaba de voluptuosidad.
Y Pérez, oyéndole, se
juraba acabar cierta monografía que tenía comenzada proponiendo la supresión de
los cabildos catedrales.
Fue el sabio díscolo y
presunto minando el terreno, intrigando con camareras y otros empleados de más
categoría, hasta hacerse prometer, bajo amenaza de marcharse, que en cuanto se
fuera el canónigo, que sería pronto, el puesto de honor, con sus beneficios,
sería para él, para Pérez, costase lo que costase. También se le ofreció el cuarto
de cierta esquina del edificio, que era el de mejores vistas, el más fresco y
el más apartado del mundanal y fondil ruido. Y para tomar café, se le prometió
cierto rinconcito, muy lejos del piano, que ahora ocupaba un coronel retirado,
capaz de andar a tiros con quien se lo disputara. En cuanto el coronel se
marchase, que no tardaría, el rinconcito para Pérez.
* * *
En esto llegó Álvarez.
Aplíquesele todo lo dicho acerca de Pérez. Hay que añadir que Álvarez tenía el
carácter más fuerte, el mismo humor endiablado, pero más energía y más
desfachatez para pedir gollerías.
También le aburría aquel
rebaño humano, de vulgaridad monó-tona; también se le puso en la boca del
estómago el canónigo aquel, de tan buen diente, de una alegría irritante y que
ocupaba en la mesa redonda el mejor puesto. Álvarez miraba también a don
Sindulfo con ojos provocativos, y apenas le contestaba si el buen clérigo le
dirigía la palabra. Álvarez también quiso el cuarto que solicitaba Pérez y el
rincón donde tomaba café el coronel.
A la mesa notó Álvarez
que todos eran unos majaderos y unos charlatanes... menos un señor viejo y
calvo, como él, que tenía enfrente y que no decía palabra, ni se reía tampoco
con los chistes grotescos de aquella gente.
«No era charlatán, pero
majadero también lo sería. ¿Por qué no?» Y empezó a mirarle con antipatía. Notó
que tenía mal genio, que era un egoísta y maniático por el afán de imposibles
comodidades.
«Debe de ser un profesor
de instituto o un archivero lleno de presunción. Y él, Álvarez, que era un
sabio de fama europea, que viajaba de incógnito, con nombre falso, para
librarse de curiosos o impertinentes admiradores, aborrecía ya de muerte al
necio pedantón que se permitía el lujo de creerse superior a la turbamulta del
balneario. Además, se le figuraba que el archivero le miraba a él con ira, con
desprecio; ¡habríase visto insolencia!».
Y no era eso lo peor: lo
peor era que coincidían en gustos, en preferencias que les hacían muchas veces
incompatibles.
No cabían los dos en el
balneario. Álvarez se iba al corredor en cuanto el pianista la emprendía con la
Rapsodia húngara... Y allí se encontraba a Pérez, que huía también de Listz
adulterado. En el gabinete de lectura nadie leía el Times... más que el
archivero, y justamente a las horas en que él, Álvarez el falso, quería
enterarse de la política extranjera en el único periódico de la casa que no le
parecía despreciable.
«El archivero sabe
inglés. ¡Pedante!».
A las seis de la mañana,
en punto, Álvarez salía de su cuarto con la mayor reserva, para despachar las
más viles faenas con que su naturaleza animal pagaba tributo a la ley más baja
y prosaica... ¡Y Pérez, obstruccionista, odioso, tenía, por lo visto, la misma
costumbre, y buscaba el mismo lugar con igual secreto... y ¡aquello no podía aguantarse!
No gustaba Álvarez de
tomar el fresco en los jardines ramplones del establecimiento, sino que buscaba
la soledad de un prado de fresca hierba, y en cuesta muy pina, que había a
espaldas de la casa...
Pues allá, en lo más alto del prado, a la sombra de su
manzano..., se encontraba todas las tardes a Pérez, que no soñaba con que
estaba estorbando.
Ni Pérez ni Álvarez
abandonaban el sitio; se sentaban muy cerca uno de otro, sin hablarse,
mirándose de soslayo con rayos y centellas.
* * *
Si el archivero supuesto
tales simpatías merecía al fingido Álvarez, Álvarez a Pérez le tenía frito, y
ya Pérez le hubiera provocado abiertamente si no hubiera advertido que era
hombre enérgico y, probablemente, de más puños que él.
Pérez, que era un sabio
hispano-americano del Ecuador, que vivía en España muchos años hacía,
estudiando nuestras letras y ciencias y haciendo frecuentes viajes a París,
Londres, Rusia, Berlín y otras capitales; Pérez, que no se llamaba Pérez, sino
Gilledo, y viajaba de incógnito, a veces, para estudiar las cosas de España,
sin que estas se las disfrazara nadie al saberse quien él era; digo que Gilledo
o Pérez había creído que el intruso Álvarez, era alguna notabilidad de
campanario, que se daba tono de sabio con extravagancias y manías que no eran
más que pura comedia. Comedia que a él le perjudicaba mucho, pues, sin duda por
imitarle, aquel desconocido, boticario probablemente, se le atravesaba en todas
sus cosas: en el paseo, en el corredor, en el gabinete de lectura y en los
lugares menos dignos de ser llamados por su nombre.
Pérez había notado
también que Álvarez despreciaba o fingía despreciar a la multitud insípida y
que miraba con rencor y desfachatez al canónigo que presidía la mesa.
La antipatía, el odio se
puede decir, que mutuamente se profesaban los sabios incógnitos crecía tanto de
día en día, que los disimulados testigos de su malquerencia llegaron a temer
que el sainete acabara en tragedia, y aquellos respetables y misteriosos
vejetes se fueran a las manos.
* * *
Llegó un día crítico. Por
casualidad, en el mismo tren se marcharon el canónigo, el bañista que ocupaba
la habitación tan apetecida, y el coronel que dejaba libre el rincón más
apartado del piano. Terrible conflicto. Se descubrió que el amo del
establecimiento había ofrecido la sucesión de D. Sindulfo, y la habitación más
cómoda, a Pérez primero, y después a Álvarez.
Pérez tenía el derecho de
prioridad, sin duda; pero Álvarez... era un carácter. ¡Solemne momento! Los
dos, temblando de ira, echaron mano al respaldo. No se sabía si se disputaban
un asiento o un arma arrojadiza.
No se insultaron, ni se
comieron la figura más que con los ojos.
El amo de la casa se
enteró del conflicto, y acudió al comedor corriendo.
-¡Usted dirá! -exclamaron
a un tiempo los sabios.
Hubo que convenir en que
el derecho de Pérez era el que valía.
Álvarez cedió en latín,
es decir, invocando un texto del Derecho romano que daba la razón a su
adversario. Quería que constase que cedía a la razón, no al miedo.
Pero llegó lo del
aposento disputado. ¡Allí fue ella! También Pérez era el primero en el
tiempo... pero Álvarez declaró que lo que es absurdo desde el principio, y
nulo, por consiguiente, tractu temporis convalescere non potest, no
puede hacerse bueno con el tiempo; y como era absurdo que todas las ventajas,
por gollería, se las llevase Pérez, él se atenía a la promesa que había
recibido..., y se instalaba desde luego en la habitación dichosa; donde, en
efecto, ya había metido sus maletas.
Y plantado en el umbral,
con los puños cerrados amenazando al mundo, gritó:
-In pari causa, melior
est conditio possidentis.
Y entró y se cerró por
dentro.
Pérez cedió, no a los
textos romanos, sino por miedo.
En cuanto al rincón del
coronel, se lo disputaban todos los días, apresurándose a ocuparlo el que
primero llegaba y protestando el otro con ligeros refunfuños y sentándose muy
cerca y a la misma mesa de mármol. Se aborrecían, y por la igualdad de gustos y
disgustos, simpatías y antipatías, siempre huían de los mismos sitios y
buscaban los mismos sitios.
* * *
Una tarde, huyendo de la
Rapsodia húngara, Pérez se fue al corredor y se sentó en una mecedora, con un
lío de periódicos y cartas entre las manos.
Y a poco llegó Álvarez
con otro lío semejante, y se sentó, enfrente de Pérez, en otra mecedora. No se
saludaron, por supuesto.
Se enfrascaron en la
lectura de sendas cartas.
De entre los pliegues de
la suya sacó Álvarez una cartulina, que contempló pasmado.
Al mismo tiempo, Pérez
contemplaba una tarjeta igual con ojos de terror.
Álvarez levantó la cabeza
y se quedó mirando atónito a su enemigo.
El cual también, a poco,
alzó los ojos y contempló con la boca abierta al infausto Álvarez.
El cual, con voz
temblona, empezando a incorporarse y alargando una mano, llegó a decir:
-Pero... usted, señor
mío... ¿es... puede usted ser... el doctor... Gill edo...?
-Y usted... o estoy
soñando... o es... parece ser... ¿es... el ilustre Fonseca?...
-Fonseca el amigo, el
discípulo, el admirador... el apóstol del maestro Gilledo... de su doctrina...
-De nuestra doctrina,
porque es de los dos: yo el iniciador, usted el brillante, el sabio, el
profundo, el elocuente reformador, propagandista... a quien todo se lo debo.
-¡Y estábamos juntos!...
-¡Y no nos conocíamos!...
-Y a no ser por esta
flaqueza... ridícula... que partió de mí, lo confieso, de querer conocernos por
estos retratos...
-Justo, a no ser por
eso...
Y Fonseca abrió los
brazos, y en ellos estrechó a Gilledo, aunque con la mesura que conviene a los
sabios.
La explicación de lo
sucedido es muy sencilla. A los dos se les había ocurrido, como queda dicho, la
idea de viajar de incógnito, Desde su casa Fonseca, en Madrid, y desde no sé
dónde Gilledo, se hacían enviar la correspondencia al balneario, en paquetes
dirigidos a Pérez y Álvarez, respectivamente.
Muchos años hacía que
Gilledo y Fonseca eran uña y carne en el terreno de la ciencia. Iniciador
Gilledo de ciertas teorías muy complicadas acerca del
movimiento de las razas primitivas y otras baratijas prehistóricas, Fonseca
había acogido sus hipótesis con entusiasmo, sin envidia; había hecho de ellas
aplicaciones muy importantes en lingüística y sociología, en libros más leídos,
por más elocuentes, que los de Gilledo. Ni éste envidiaba al apóstol de su idea
el brillo de su vulgarización, ni Fonseca dejaba de reconocer la supremacía del
iniciador, del maestro, como llamaba al otro sinceramente. La lucha de la
polémica que unidos sostuvieron con otros sabios, estrechó sus relaciones; si
al principio, en su ya jamás interrumpida correspondencia, sólo hablaban de
ciencia, el mutuo afecto, y algo también la vanidad mancomunada, les hicieron
comunicar más íntimamente, y llegaron a escribirse cartas de hermanos más que
de colegas.
Álvarez, o Fonseca, más
apasionado, había llegado al extremo de querer conocer la vera efigies de su
amigo; y quedaron, no sin contestarse por escrito la parte casi ridícula de
esta debilidad, quedaron en enviarse mutuamente su retrato con la misma
fecha... Y la casualidad, que es indispensable en esta clase de historias, hizo
que las tarjetas aquellas, que tal vez evitaron un crimen, llegaran a su
destino el mismo día.
Más raro parecerá que
ninguno de ellos hubiera escrito al otro lo de la ida a tal balneario, ni el
nombre falso que adoptaban... Pero tales noticias se las daban precisamente
(¡claro!) en las cartas que con los retratos venían.
* * *
Mucho, mucho se estimaban
Álvarez y Pérez, a quienes llamaremos así por guardarles el secreto, ya que
ellos nada de lo sucedido quisieron que se supiera en la fonda.
Tanto se estimaban, y tan
prudentes y verdaderamente sabios eran, que depuestos, como era natural, todas
las rencillas y odios que les habían separado mientras no se conocían, no sólo
se trataron en adelante con el mayor respeto y mutua consideración, sin disputarse
cosa alguna..., sino que, al día siguiente de su gran descubrimiento,
coincidieron una vez más en el propósito de dejar cuanto antes las aguas y
volverse por donde habían venido. Y, en efecto, aquella misma tarde Gilledo
tomó el tren ascendente, hacia el sur, y Fonseca el descendente, hacia el
norte.
Y no se volvieron a ver
en la vida.
Y cada cual se fue
pensando para su coleto que había tenido la prudencia de un Marco Aurelio,
cortando por lo sano y separándose cuanto antes del otro. Porque ¡oh miseria de
las cosas humanas! La pueril, material antipatía que el amigo desconocido le
había inspirado... no había llegado a desaparecer después del infructuoso
reconocimiento.
El personaje ideal, pero
de carne y hueso, que ambos se habían forjado cuando se odiaban y despreciaban
sin conocerse, era el que subsistía; el amigo real, pero invisible, de la
correspondencia y de la teoría común, quedaba desvanecido... Para Fonseca el
Gilledo que había visto seguía siendo el aborrecido archivero; y para Gilledo,
Fonseca, el odioso boticario.
Y no volvieron a
escribirse sino con motivo puramente científico.
Y al cabo de un año, un
Jahrbuch alemán publicó un artículo de sensación para todos los arqueólogos del
mundo.
Se titulaba Una
disidencia.
Y lo firmaba Fonseca. El
cual procuraba demostrar que las razas aquellas no se habían movido de
Occidente a Oriente, como él había creído, influido por sabios maestros, sino
más bien siguiendo la marcha aparente del sol... de Oriente a Occidente...
1901
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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