Djamil entró en mi
camarote y me dijo: Señor, ya están apareciendo las primeras montañas.
Abandoné precipitadamente
mi encierro y fui a apoyarme de codos en la borda. Las aguas
estaban bravías y azules mientras que en el confín la línea de montañas de
Madagascar parecía comunicarle al agua la frialdad de su sombra. Poco me
imaginaba que dos días después me iba a encontrar en Tananarivo con mi primo
Guillermo Emilio, y que desde ese encuentro me naciera la repugnancia que me
estremece cada vez que oigo hablar de las orquídeas.
Efectivamente, dudo que
en el reino vegetal exista un monstruo más hermoso y repelente que esta flor
histérica, y tan caprichosa, que la veréis bajo la forma de un andrajo gris
permanecer muerta durante meses y meses en el fondo de una caja, hasta que un
día, bruscamente, se despierta, se despereza y comienza a reflorecer,
coloreándose las tintas más vivas.
Yo ignoraba todas estas
particularidades de la flor, hasta que tropecé con Guillermo Emilio,
precisamente en Madagascar.
Creo haber dicho que
Guillermo Emilio era cazador de orquídeas. Durante mucho tiempo se dedicó a
esta cacería en el sur del Brasil; pero luego, habiendo la justicia pedido su
extradición por no sé qué delito de estafa, de un gran salto compuesto de
numerosos y misteriosos zigzags se trasladó a Colombia. En Colombia formó parte
de una expedición inglesa que en el espacio de pocos meses cazó dos mil
ejemplares de orquídeas en las boscosas montañas de Nueva Granada. La expedición
estaba costosamente equipada, y cuando los ingleses llegaron a Bogotá, de los
dos mil ejemplares les quedaban vivos únicamente dos. El resto, malignamente,
se había marchitado, y el financiador de la empresa, un lustrabotas
enriquecido, enloqueció de furor.
Completamente
empobrecido, y además mal mirado por la policía, Guillermo Emilio emigró a
México, donde pretende que él fue el primero que descubrió la especie que
conocemos bajo el nombre de "orquídea del azafrán". No sé qué
incidentes tuvo con un nativo -los mexicanos son gente violenta-, que Guillermo
Emilio desapareció de México con la misma presteza que anteriormente salió de
Río Grande, después de Natal, luego de Bogotá y, finalmente, de Tampico.
Algunos maldicientes susurraban que el primo Guillermo Emilio combinaba el robo
con la caza, y yo no diré que sí ni que no, porque bien claro lo dicen las
Sagradas Escrituras: "No juzguéis si no quieres ser juzgado".
Era él un hombre alto
como un poste, de piernas largas, brazos largos, cara larga y fina y mucha
alegría que gastar. Se le encontraba casi siempre vestido con un traje caqui,
polainas y casco de explorador y un cuaderno bajo el brazo. En este cuaderno
estaban pegados varios recortes de periódicos de provincia, donde se le veía
junto a una planta de orquídeas acompañado de un grupo de indígenas sonrientes.
Tal publicidad le permitió robar en muchas partes.
Este es el genio que yo
me encontré una mañana de agosto en Tananarivo cuando semejante a un babieca
abría los ojos como platos frente al disparatado palacio que ocupó la ex reina
indígena Ranavalo. Este palacio lo construyó un francés aventurero que recaló
en Madagascar huyendo de sus crueles deudores, y de quien me contaron
extraordinarias anécdotas; pero dejémoslas para otro día.
Estaba, como digo, de
pie, abriendo los ojos frente al palacio y rodeado de un grupo de cobrizas
chiquillas con motas trenzadas y desparramadas, como los flecos de una
alfombra, sobre su frente de chocolate. Por momentos miraba el palacio de la pobre Ranavalo , y
si le volvía la espalda tropezaba con una multitud de robustos malgaches, que
con la cabeza cargada de cestos de cañas pasaban hacia el mercado transportando
sus plátanos. También pasaban rechinantes carros arrastrados por pequeños
cebúes despojados de su rabo por una infección que permite salvar al buey
sacrificando su cola. Yo conocía un chiste muy divertido respecto al buey y su
cola, pero ahora no lo recuerdo. Adelante.
Mis proyectos eran
variados. Uno consistía en marcharme a los arrozales de Ambohidratrimo, otro -y
éste me seducía muy particularmente- en cruzar oblicuamente la isla partiendo
de Tananarivo para el puerto de Majunga, y embarcarme allí para el archipiélago
de las Comores. Ninguno de estos proyectos estaba determinado por la necesidad
de los negocios, sino por el placer. De pronto escuché una gritería y vi a un
viejo con casco de corcho que salió maldiciendo y riéndose a la puerta de su
almacén, y al tiempo que maldecía y se reía, amenazaba con el puño la copa de
un cocotero. Entonces, fijándome en donde señalaba el viejo, vi un mono con un
gran cigarro encendido que se lo había robado. En el almacén ladero, un chino,
con un blusón azul que le llegaba a los talones y una gran coleta, miraba al
mono, que fumaba haciéndole amenazadoras señales.
-¡Tony! ¡Tú aquí, Tony!
¿Quién diablos me
llamaba?
Me volví, y allí, para mi
desgracia, estaba el primo Guillermo, con su traje caqui y el cuaderno debajo
del brazo. Mientras cambiábamos las primeras preguntas yo pensaba en echarle
escrupuloso candado a mi cartera. Sin embargo, me dejé persuadir, y Guillermo,
tomándome de un brazo, exclamó en voz alta, tan alta, que creo que la pudo
escuchar el chino del "fondak" frontero:
-Nunca entres al
restaurante de un chino. Será un misterio para ti lo que te dé de comer.
Terminó mi primo de
pronunciar estas palabras, se corrió una cortinilla de abalorios, y corpulento,
con una barba despejada sobre su pecho y un turbante del razonable diámetro de
una piedra de molino, apareció Taman. Arrastrando sus amarillas babuchas por el
piso de madera, se aproximó a nuestra mesa, y Guillermo Emilio le dijo:
-Honorable Taman: te
presentaré a un primo mío, perteneciente a una muy noble familia de América.
Taman me saludó al modo
oriental; luego estrechó calurosamente mi mano y yo pensé si no había caído en
una emboscada. Luego un chico tuerto, con una lamentable chilaba colgando de
sus hombros y un fez rojo, depositó tres vasos de café sobre la mesa y el primo
Guillermo me lo presentó:
-Es sabio y virtuoso como
el ojo de Alá.
El pequeño tuerto me
saludó lo mismo que su amo, y el primo Guillermo continuó:
-A ti puedo confiarme
-miró en derredor cautelosamente-. Este prodigioso niño llamado Agib, ha
descubierto la orquídea negra. Dice que de pétalo a pétalo la flor mide cerca
de cuarenta centimetros.
-¿Y dónde descubrió ese
prodigio?
-A ti puedo confiártelo. Es en el oeste del lago Itasy,
sobre una falda del Tananarivo.
-¿Y por qué no la cazó
él?
El tuerto, a quien su tío
Taman encontraba sabio y virtuoso como el ojo de Alá, me respondió:
-Te diré, señor. He oído
decir en ese paraje que en el tronco mismo de la orquídea se oculta una
venenosísima serpiente negra...
- El primo Guillermo
masculló:
-¡Supersticiones! ¿No
sabes acaso, que el perfume de las orquídeas ahuyenta a las serpientes?
-¿Y qué piensas hacer tú?
-intervine yo, que a mi pesar comenzaba a sentirme interesado en la aventura.
-Contrataré a dos
indígenas. Cargaremos el tronco en una angarilla y traeremos la orquídea aquí.
Taman, el dueño del
tabuco, que bebía su café silenciosamente, remató el diálogo con estas
palabras, al tiempo que acariciaba la nuca de su sobrino:
-Este precioso niño no se
equivoca nunca. Le aconseja un djim.
Finalmente, después de
muchas conferencias, tratos y disputas, como se acostumbra en Oriente, Taman le
alquiló al primo Guillermo Emilio su sobrino con las siguientes condiciones, de
cuya puntual enumeración fui testigo:
TAMAN. - Convenimos tú y
yo en que no le pegarás al niño con el puño ni con un bastón.
GUILLERMO. - Únicamente
le pegaré cuando haga falta.
TAMAN. - Pero ni con el
puño ni con el bastón.
GUILLERMo. - Pero sí
podré utilizar una vara flexible.
TAMAN. - Sí; podrás. Le
darás, además, de comer suficientemente.
GUILLERMO. - Sí.
TAMAN. - Le dejarás
dormir donde quiera, sin forzar su voluntad.
GUILLERMO. - Sí; menos
cuando esté de guardia.
TAMAN. - No serás con él
cruel ni autoritario.
GUILLERMO (impaciente). -
¡No pretenderás que le trate como si fuera mi esposa preferida!
TAMAN. - Bueno, bueno; te
recomiendo a la alegría de mi vida, al hijo de mi hermana y a la preferencia de
mis ojos.
Finalmente, una semana
después, guiados por el tuerto Agib, salimos de Tananarivo en dirección al
Norte. Dos malgaches, de pelo tan rizado que le formaba en torno de la cabeza
una corona de flecos de alfombra, nos acompañaban como cargueros.
Primero cruzamos los
arrabales y las aldeas vecinas, donde encontramos por todas partes, frente a
sus cabañas de bambú y rafia, verdaderas colectividades de poltrones malgaches
jugando al karatva, un juego muy parecido al nuestro que se conoce bajo el
nombre de las damas, con la diferencia que ellos, en vez de tener trazado su
tablero en una tabla, lo han pintado en un tronco de árbol.
Después dejamos detrás
una larga caravana de cargadores de carbón, semidesnudos, andrajosos, algunos
ya completamente ciegos, otros con larga barba blanca caída sobre el pecho
desnudo rayado de costillas. Algunos se ayudaban para caminar con un báculo, y
entre ellos venían jovencitas, y todos, sin distinción de edad, cargaban hasta
cinco cestas redondas, puestas una encima de la otra, sobre la cabeza.
Cantaban una canción
tristísima, y aunque el sol se extendía sobre los próximos mambúes, aquella
caravana de espectros negruzcos me sobrecogió, y la consideré de mal augurio
para nuestra aventura.
Al caer la tarde
alcanzamos los primeros bosques de ravenalas, plantas de bananos de hasta
treinta metros de altura, con anchas hojas abiertas como abanicos.
Indescriptibles gritos de monos acompañaban nuestra marcha. Nunca me imaginé
que los monos pudieran conectar tan variadísimas sinfonías de chillidos,
rugidos, lamentaciones, gritos, ronquidos, rebuznos y aullidos como los que
estas bestias peludas, negruzcas, rojas y amarillentas componían desde sus
alturas.
El "Ojo de
Alá", como irreverentemente llamaba Taman a su sobrino Agib, se había
humanizado. De tanto en tanto volvía la cabeza y le dirigía una sonrisa de
señorita tímida a mi primo, que, implacable como un beduino, seguía adelante
sin mirar a derecha ni izquierda, a no ser para lanzar una de esas malas
palabras que hasta a las bestias de la selva las obligan a enmudecer. ¡Pobre
Guillermo Emilio! ¡Si sabía él para qué se apresuraba!...
Al día siguiente ya
cruzamos un bosque de ébanos; luego descendimos a un valle y al cruzar un río
cenagoso un cocodrilo, que tenía la misma cabeza conformada que una corneta,
atrapó por una pantorrilla a un carguero y se lo llevó aguas adentro, y pudimos
ver cuando otro cocodrilo, precipitándose sobre él, le llevó un brazo. El agua
se tiñó de rojo, y nosotros nos alejamos consternados. Quedaba ahora un solo
cargador malgache, con cara de gato de cobre, y cuyas motas las mantenía
constantemente peinadas en trencitas, que le caían sobre la frente como los
flecos de una gualdrapa.
El tercer día de nuestra
expedición subimos a la altura de unos montes, cuya planicie parecía de
cristalización vidriada, piedra negra, resbaladiza como canto de botella. Abajo
se veía el mar de la selva, y allá, muy lejos, el confín aguanoso del océano Índico.
A pesar de que estábamos en verano, arriba hacía frío. Después de caminar
trabajosamente durante dos horas por esta planicie cristalina oscura, pelada de
toda vegetación, comenzamos el descenso hacia un valle arborescente, verde como
si estuviera recortado en grandes paños de terciopelo verde cotorra. Un gran
pájaro azul cruzó delante de nosotros chillando ásperamente, y comenzamos a
bajar, pero pronto nos envolvió una nube de estaño; mascábamos agua, y cuando
quisimos acordar, casi sin tiempo para refugiarnos debajo de un peñasco,
estalló una tempestad terrible.
Verticales centellas
conectaban el cielo y la tierra, torbellinos de agua rodaban en el espacio sus
trombas de lluvia, y los truenos y la noche nos mantenían acurrucados bajo una
roca. De pronto, aquel monstruoso techo de tinieblas se resquebrajó, y
nuevamente apareció el cielo azul, con un sol centelleante de alegría. Eran las
dos de la tarde. Nos
desnudamos y pusimos a secar nuestra ropa al sol, y por primera vez desde la
salida de Tananarivo oímos, el rugido corto, parecido al ladrido de un perro
afónico. Era una pareja de panteras que andaba cazando cerca de nosotros.
Cenamos varios puñados de arroz hervido en agua con un poco de aceite y bebimos
abundantes cuencos de cacao.
Luego nos echamos a
dormir. Al día siguiente alcanzaríamos el paraje donde florecía la orquídea
negra.
Aborrezco los detalles
superfluos. Aquel viernes, a las diez de la mañana estábamos a un paso de la
orquídea negra. Ismaíl nos había guiado hasta un pequeño sendero rayado de
troncos podridos de ravanalas y acacias. Este sendero estaba cerrado al fondo
por un murallón de roca, pero cubierto también de una alfombra de musgo, y
allí, al fondo, derribado sobre el roquedal, se veía un tronco podrido, tan
deshecho, que no podía precisarse a qué especie vegetal pertenecía. Y de este
tronco arrancaba un tallo, y al extremo de este tallo..., ¡jamás he visto nada
tan maravilloso, ni aun pintado!
Era una estrella de picos
fruncidos, tallada en un tejido de terciopelo negro bordeado de un festón de
oro. Del centro de este cáliz lánguido, inmenso como una sombrilla de geisha,
surgía un bastón de plata espolvoreado de carbón y rosa.
Todos lanzamos un grito
de admiración. Guillermo Emilio se aproximó, estudió el tronco, lo removió con
una palanca muy fácilmente, sacó del bolsillo un puñado de monedas de plata,
las repartió entre Agib y el carguero malgache y les dijo:
-Retírenla
cuidadosamente. Si llegamos a Tananarivo con la flor completa, les daré el
doble.
Armados de hachas y palancas
Agib y el malgache comenzaron a separar el tronco de su base musgosa. Guillermo
y yo dimos principio a la construcción de una angarilla de bambú provista de su
correspondiente techo.
-Este ejemplar nos
reportará veinte mil dólares, por lo menos -cuchicheaba Guillermo, mientras
ataba las cañas.
Nunca escuché un grito de
terror semejante. Salté hacia la orquídea, y allí, arriba del murallón, vi al
niño musulmán con la cara cruzada por un látigo de aceite negro; de pronto este
látigo de aceite negro cruzó el espacio, y ya no le vimos más. Un doble hilo de
sangre corría por la mejilla de Agib.
Fue inútil cuanto
hicimos. Cubierto de sudor sanguinolento, estremeciéndose continuamente, pocos
minutos después moría Agib. Tenía razón. Una serpiente negra se ocultaba bajo
el tronco de la orquídea.
Yo mentiría si dijera que
la muerte del Ojo de Alá, como le llamábamos un poco burlonamente, nos importó.
Estábamos envenenados de codicia.
Veinte mil dólares
danzaban ahora en nuestra mente. El mismo malgache había salido de su apatía
oriental, y dos horas después, no sin matar previamente una araña venenosa,
gorda como un sapo, cargamos en la angarilla el tronco de la orquídea.
Y con esta preciosa
carga, una semana después entrábamos al tabuco de Taman.
-Déjame a mí; yo le
hablaré -dijo el primo Guillermo Emilio.
Recuerdo que Taman salió
a nuestro encuentro sumamente pálido. Tenía ya noticia de la muerte del hijo de
su hermana.
Pero me llamó la atención
que no se dignó dirigir una sola mirada a la preciosa flor, cuyos festones de
terciopelo y oro llenaban la mísera habitación revestida de tapices baratos y
alfombras, mezquinas, de un monstruoso prestigio de sueño chino. Nos miramos
todos en silencio: luego Taman dijo:
-¿Dónde han dejado al
hijo de mi hermana?
Creo que el primo
Guillermo empleó cinco mil palabras para explicarle a Taman el final del Ojo de
Alá. Mesándose la barba, lo cual es signo peligroso en un musulmán robusto,
Taman escuchaba a Guillermo, y cuanto más profundo era el silencio de Taman,
más impaciente y voluble era la cháchara de Guillermo. Y de pronto Taman, cuya
exquisita educación no hacía esperar esta reacción de su parte, agarró un
garrote, y levantándolo sobre la cabeza de Guillermo, dijo:
-¡Perro maldito! ¡Cómete
esa orquídea!
-¡Taman -suplicó el primo
Guillermo-, Taman, entiéndeme: ni tú, ni yo, ni él tuvo la culpa! En cuanto a
comerme esa orquídea, no digas disparates. ¿Te comerías veinte mil dólares?
-¿Cómete esa orquídea, he
dicho!
-Entendámonos,
Taman: tu querido sobrino...
-¡Vas a comerte esa
orquídea, perro!
El tono que esta vez
empleó Taman para amenazar fue terrorífico. Que el primo Guillermo se percató
de ello lo demuestra el hecho que sin ningún pudor se arrodilló delante de
Taman, y tomándole la chilaba, le dijo:
-Escúchame, honorable
hermano mío...
Una sombra de ferocidad
cruzo el rostro de Taman. Guillermo Emilio vio esa sombra, y con infinita
melancolía se dirigió a la angarilla donde la orquídea negra dejaba caer su
picudo cáliz de terciopelo y oro.
-Taman, piensa...
-¡Come! -ladró Taman.
Entonces por primera y
probablemente por última vez en mi vida he visto a un hombre comerse veinte mil
dólares. El primo Guillermo desgarró la orquídea de su tronco, y con la misma
desesperación de quien devora sus propias entrañas comenzó a morder y tragarse
el suntuoso tejido de la flor.
Cuando Guillermo terminó
de comerse el último pedacito de terciopelo y oro, Taman salió del tabuco en
silencio, y Guillermo se desmayó.
Estuvo dos meses enfermo
del estómago, y cuando creyeron que se había curado una peste curiosísima,
manchas negras con borde bronceado, le comenzó a cubrir la piel en todas partes
del cuerpo, y aunque varios médicos sospechan que es una afección nerviosa,
ninguna autoridad sanitaria le permite al primo Guillermo abandonar la isla
donde "se comió su fortuna".
1.019. Alt (Roberto)
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