La
voluntad tarada
De allí que Balder oscilara entre
los excesos más opuestos con brevísimos intervalos de tiempo.
Una ansiedad permanente solicitaba
en él compañía femenina, que rechazaba casi inmeditamente de obtenerla. Las
mujeres le desilusionaban por la esterilidad mental de su existencia. Donde se
imaginaba un palacio descubría una choza.
De cada una que se acercaba,
pensaba impaciente:
-Es ésta. -Luego reconocía que se
había equivocado. La presentida era como las otras, y se apartaba de ellas con
agrios modales de defraudado.
Lo acosaba una incomodidad
permanente, cierto furor lento que inopinadamente estallaba en una avalancha de
groserías incon-cebibles.
Pero después de la explosión de su
hastío, repleto de malevolencia, se apartaba de esas desdichadas, lívido de
rencor, como si ellas fueran responsables de la existencia de ese infierno en
el que se consumía sin posibilidad de salvarse.
Al aparecer Irene, su corazón dio
un salto tremendo. Creyó identificarla. Era , más cuando la jovencita escapó a su voluntad, él se
sumergió casi con naturalidad en la monotonía de su vida gris.
Pasaban meses sin que la imagen de
la colegiada tocara la sensibilidad de Balder, luego un incidente la despertaba
flamante, tal cual la conociera en el primer minuto que ella lo contempló
absorta.
Reconstruía con alegría el
espectáculo de un encuentro inesperado. Conversarían interminable-mente, le
narraría la odisea de su inercia. Irene le perdonaría sus ficciones, admitiría
realmente que él era un hombre que no mentía nunca. Estanislao, a su vez, le
confiaría que no se reprochaba las falsedades injertadas en su primera y
segunda carta, ya que eran para mayor gloria de ese amor que envasaba.
Cierto es que nadie miente sin un
objeto, mas es auténtico que Balder jamás mentía, ni para defender intereses
estimables.
La única mujer engañada de
continuo, respecto a su situación, fue Irene. Más que engaño, ello constituyó
una pérdida de memoria en cierto modo, tan densa y circunstancial, como en otra
dirección había sido permanente el olvido de la causa que aquella tarde lo
arrastrara preocupadísimo hasta el andén número uno de la estación Retiro.
Aunque Balder tenía por hábito
analizar cuanto suceso se ponía al alcance de su inteligencia, en el caso de
Irene una pasividad tortuosa, escondida, lo apartaba de inquirir qué causas lo
inhibían para acercarse a ella. Procedía como si le no investigar nada.
Estas inhibiciones de voluntad no
le pasaban desapercibidas. Comprendía que su actitud, dado el interés que le
inspiraba la jovencita, no era normal. Como si su mente careciera de fortaleza
para fijarse y ahondar los motivos de tales anomalías, asumía procederes de
criatura caprichosa. Se negaba a darse explicaciones a sí mismo, de un hecho
que habría de asombrar a los demás, de conocerlo.
Si insistimos en la pereza de
Balder es porque el cronista admira el oscuro mecanismo de lo que cree se puede
designar . Pero no nos anticipemos.
Objetivamente, la conducta de
Estanislao era más absurda que la de cualquiera que necesitando imperiosamente
una riqueza se niega a obtenerla en el momento que está al alcance de sus
manos.
Semejantes algunas de voluntad y de
lógica, revelan a veces el funcionamiento preventivo de lo subconsciente, cuyos
ojos invisibles han discernido la
Verdad. Y sin embargo, de primera impresión, nos sentimos
inclinados a clasificar al individuo como un demente y si extremamos
indulgencia, como un desequilibrado.
No es posible catalogarlo de otra
manera, de acuerdo a los cánones de psicología experimental.
Lo que trato de demostrar, es que
la psicología experimental se equivoca.
Existen en el hombre o en su alma,
quizás en el fondo de sus ojos, sentidos con un tal poder de discernimiento,
que frente a ellos, la lógica corriente, la psicología de laboratorio, es más
primitiva y grosera que el juego de un principiante de quinta categoría de
ajedrez comparado con el efectuado en el tablero por un Alekine o un Tartakower.
Balder vivía sin estímulos y
rechazando obstinadamente aquel que podría nacerle de acercarse a la joven
distantísima. No sabía por qué, se le ocurría que Irene se entregaría hasta
convulsionarle la vida, si se atrevía a acercarse.
Parejo con tamaña inercia repleta de
expectativa, se desarrolló en él una idea fija:
-Algo extraordinario tiene que
ocurrir en mi vida.
Como si temiera los efectos de lo
deseado extraordinario, no sólo que no daba un paso para obtenerlo, sino que
hasta lo esquivaba.
Hubo semanas en que se repitió
todos los días:
-Sí, algo extraordinario tiene que
ocurrir en mi vida.
Por su parte, Balder no trataba de
acelerar el advenimiento del suceso extraordinario. Al salir de la oficina se
enquistaba en un café pensando que algún día...
Mueve a risa un perezoso divagando
de esa manera. Como todos los ineptos, era extraordinariamente pagado de sí
mismo. A los que tenían la curiosidad de escucharlo los amenazaba con realizar
planes estupendos:
En este país no existían
arquitectos. ¡Oh!, ya lo verían, cuando entrara en acción. Su proyecto
consistía en una red de rascacielos en forma de H, en cuyo tramo transversal se
pudiera colgar los rieles de un tranvía aéreo. Los ingenieros de Buenos Aires
eran unos bestias. Él estaba de acuerdo con Wright.
Había que substituir las murallas
de los altos edificios por finos muros de cobre, aluminio o cristal. Y
entonces, en vez de calcular estructuras de acero para cargas de cinco mil
toneladas, pesadas, babilónicas,
perfeccionaría el tipo de rascacielo aguja, fino, espiritual, no cartaginés,
como tendenciaban los arquitectos de esta ciudad sin personalidad.
Sus compañeros se reían. ¿Cómo
resolvería el problema del reflejo? Y si respondía que, de acuerdo a los
estudios de la óptica moderna, colorarían los cristales, de manera que los
edificios fueran pirámides cuya superficie reprodujera la escala cromática del
arco iris, las carcajadas menudeaban de tal manera, que indignado se apartaba
de ellos. Serían siempre los mismos rutinarios, útiles para cargar con un
teodolito y mensurar campos donde habrían de pastorear con el resto de ganado.
Carecían de imaginación, esterilizados por las matemáticas, únicamente
aspiraban a ganar dinero, u ocupar un cargo donde las actividades burocráticas
substituyeran la iniciativa técnica.
Se refugiaba en su idea fija:
-Algo extraordinario tiene que
ocurrir en mi vida.
Como este pensamiento lo repetía
varias veces al día, se convirtió en una idea fija que indirectamente excusaba
su no acción.
¿En qué consistía lo extraordinario
para Balder? Dejar de ser lo que era. Para un vendedor de periódicos,
extraordinario sería arrojar los diarios en la acera, entrar al Luna Park,
subir al ring frente a una multitud de treinta mil personas y ponerlo de un a Víctor Peralta en el primer round. Lo
extraordinario para Balder era despertar un día por efectos de un choque
externo, y encontrarse dueño de una voluntad que le permitiera realizar sueños
de vida heroica, sin vacilaciones. Deslumbrar a sus semejantes. Ser dueño de
una voluntad de acero.
No es menos ilógico este deseo de
un perezoso que la quimera del vendedor de diarios en derrotarlo a Víctor
Peralta por en el primer round.
Afirmo que para satisfacer sus
deseos, le hubiera vendido su alma al diablo.
Contrariamente a lo que se puede
suponer no era ni el primero ni el único hombre de esta generación de
escépticos deseoso de sellar un pacto con el demonio.
Posiblemente no exista hombre
inteligente que en cierta etapa de su vida, no haya deseado que el diablo
existiera, para estipular un contrato con él.
Pensamientos semejantes, son
sumamente familiares a individuos que, como Estanislao Balder, se repiten dos
mil veces al año, que tiene que acontecer en sus vidas.
Claro está, que todos, llegado el
fatal momento, si el diablo se presentara, retrocederían espantados. Otros
quizá, los más audaces, le propusieran un equívoco trato , con el innegable propósito de hacerle trampa en el
momento de pagar. A este último grupo de jugadores tramposos pertenecía Balder.
Seamos sensatos: Balder no se
representaba al demonio de acuerdo a la grotesca escatología católica. No. El
demonio constituía para él, la suma de una serie de fuerzas oscuras, indefinibles,
que de personalizarse revestirían la figura de un financiero, cierto desalmado
de rostro pálido y líneas largas, cuyo busto de atleta, enfundado en un jacket
con solapas de raso, aparece recuadrado por una ventana metálica sobre un fondo
enyesado de rascacielos superpuestos.
Estas potencias, inteligencia,
voluntad, se transmitían al contratante, y Balder no dudaba por un instante de
la existencia de dicha fuerza. La dificultad residía en encontrar un secreto
(que indudablemente existía) para ponerse en contacto con ella. El hombre es
capaz de inventar al diablo, si el diablo no existe.
Otras veces se decía que lo más
probable era que la Fuerza se encontrara soterrada en el interior del hombre
que la buscaba con afán, erróneamente, fuera de sí mismo.
Si así acontecía, ¿mediante qué
procedimiento podía desprendérsela de su intrincado caracol interno, ponerla en
marcha, y recoger los prodigios que debía suscitar?
Estanislao cavilaba trabajosamente
sus hipótesis disparatadas. Existía un . Los que lo poseían, sonriendo con suficiencia
irónica negaban el más allá; otros movían la cabeza como indicando que la
moneda con que debía pagarse tal era sumamente ardua, y Balder, después de acumular
series de conjeturas, se abandonaba a la indolencia, diciéndose confiado:
-De cualquier manera algo
extraordinario tiene que ocurrir en mi vida.
Pasaba el tiempo. Apartándolo de
sus problemas de técnica profesional, vivía sumergido en la inactividad que le
imponían sus sentidos incapaces.
Se decía que ; lo reveló ante ciertos problemas, pero su apatía era
mucho más fuerte que su voluntad de acción.
Los días se deslizaban monótonos y
grises, mientras que él con mirada tumefacta y envidiosa observaba de lejos el
camino de otros más fuertes.
Bien hubiera querido realizarse,
deslumbrar a sus prójimos, pero tamañas virtudes no se obtienen con un simple
deseo en un minuto de entusiasmo baladí. Desaparecido el impulso primero que lo
había levantado hasta la cresta de las nubes, se acurrucaba en el fondo de esa
neblina que velaba sus gestos con una incertidumbre de afásico, cuyo mecanismo
motriz se encuentra lesionado.
Se acostumbró a vivir en las
profundidades de la
cavilación. Su obra de ayudante en oficinas técnicas no le
satisfacía. Él no había nacido para tan insignificantes menesteres. Su destino
era realizar creaciones magníficas, edificios monumentales, obeliscos titánicos
recorridos internamente de trenes eléctricos. Transformaría la ciudad en un
panorama de sueños de hadas con esqueletos de metales duros y cristales
policromos. Acumulaba cálculos y presupuestos, sus delirios eran tanto más
magníficos a medida que de menos fuerzas disponía para realizarlos.
En tanto, el fracaso de su
existencia trascendía hasta a lo físico.
Su rostro brillaba de grasitud
cutánea. Estaba sumamente encorvado, el talle torcido, el trasero pesado, la
caja del pecho encogida, los brazos inertes, los movimientos torpes.
A pesar de que no tenía veintisiete
años, gruesas arrugas comenzaron a diseñarse en su rostro. Al caminar
arrastraba los pies. Visto de atrás parecía jorobado, caminando de frente
dijérase que avanzaba sobre un plano ondulado, de tal manera se cantoneaba por
inercia. El pelo se escapaba por sus sienes hasta cubrirle las orejas, vestía
mal, siempre se le veía con la barba crecida y las uñas orladas de tinta.
Además echaba vientre.
Tal era su estampa irrisoria de
abúlico de café, que con expresión desganada de hombre acabado, deja circular
los días entre sus dedos amarillos de nicotina:
-¡Oh, si se pudiera firmar un
contrato con el diablo!
Y lo notable es que hubiera
suscripto el pacto con el demonio.
Es de creer por momentos que este
hombre atravesaba crisis de estupidez, empujado por la desesperación.
Lo salvaba el espíritu, perezoso
frenesí sordo que urgía el milagro. En el fondo de la caverna de carne, el alma
de Balder solicitaba permanentemente el prodigio. Suponía a los peores
infernales más piadosos que los divinos, y en consecuencia apelaba a ellos con
devoción rayana en la locura.
Muchas veces, al ir a acostarse,
quedábase sentado a la orilla de la cama, miraba melancólicamente sus pies
callosos, e invocaba a las fuerzas del más allá para que lo salvaran de la
muerte.
-¡Oh, tú, demonio, que fuiste
fuerte y desafiaste a Dios!, ¿serás tan canalla que no tengas piedad de mí?
¿Por qué no vienes? Yo no tengo inconveniente en firmarte un contrato. Cierto
es que muchos pretenderán hacer la misma operación contigo, ya lo sé, pero
ellos son inferiores a mí, y tú también lo sabes. Es necesario que me salve,
que me convierta en un héroe; en fin, esas cláusulas del contrato nosotros las
convendríamos después. Lo esencial es que vengas.
Ninguna voz extrahumana respondía a
la súplica de Balder, pero él, contra la lógica materialista que nos dice y
repite hasta la saciedad que nada desde el Más Allá puede interceder en favor
de nuestra penuria, creía que se salvaría.
Alguien, , lo salvaría. ¿De qué modo? No podía preverlo. Pero
cualquier día, una mano misteriosa entre los dos horizontes crepusculares de la
noche y el amanecer, le arrojaría el salvavidas. Braceando desesperadamente
llegaría a la otra orilla del mar sucio donde flotaba en compañía de sus
semejantes, encontraría un continente flamante; su envoltura física, torcida y
fatigada, se desprendería como la piel de una serpiente, y él surgiría ante los
seres humanos, ágil y espléndido, más fuerte que un dios creador.
Se adormecía con ligera sonrisa. A
través de los párpados cerrados, percibía en la distancia la figura de la jovencita. Luego ,
sobre telones de oscuridad, ángulos de rascacielos y obeliscos, él cruzaba bajo
cables de trenes aéreos, un estrépito espantoso se amontonaba en sus oídos, y
necesitaba hacer un esfuerzo para no saltar de la cama y gritar en la
desolación del cuarto, frente a su esposa que estaba adormecida en otra cama:
-Soy un dios que cruza anónimo por
la tierra.
Transcurrían los meses.
A intervalos tuvo relaciones con
mujeres.
Se desengañaba en juegos fáciles e
indiferentes. Ellas no lo satisfacían, y Balder tampoco demostraba aptitudes
para resultarles agradable.
Se acostaba con ellas con la misma
facilidad que concurría al café a conversar con amigos que no estimaba, mas
indispensables por la fuerza de la costumbre.
Sobrellevaba la monotonía de su
vida con resignación de cadáver.
En ciertas circunstancias, se
esforzaba por descubrir los aspectos interesados de la personalidad de sus
amigas, luego, decepcionado de la vaciedad que revelaban, abandonada todo buen
propósito y su conducta era lisa y llanamente la de un desvergonzado, a quien
se le importa un comino lo que la gente opine de él.
Incluso experimentaba determinada
alegría malévola en jugarle malas pasadas a sus compañeras de reservados. Ellas
adolecían de la misma facilidad que él, para proporcionarse relaciones que con
fantástica inconsciencia llamaban .
Junto a su esposa se aburría.
Admitía de buen grado que posiblemente se hastiara junto a otra mujer, si por
una serie de obligaciones contraídas se viera obligado a convivir.
Analizaba a su mujer y la
encontraba semejante a las esposas de sus amigos. Todas ofrecían
características semejantes. Eran singularmente amargadas, ambiciosas,
vanidosas, rigurosamente honestas, y con un orgullo inmenso de tal honestidad.
A veces se le antojaba que este orgullo estaba en razón inversa del reprimido
deseo de dejar de ser honestas. Lo más notable del caso es que si alguna de
estas mujeres honestas, para singularizarse hubiera dejado de serlo, con semejante
actitud no habría agregado ningún encanto a su personalidad. Habían nacido para
enfundarse en un camisón que les llegaba a lo talones y hacerse la señal de la
cruz antes de dormirse. Pavoneaban una estructura mental modelada en todas las
restricciones que la hipocresía del régimen burgués impone a sus desdichadas
servidoras.
Se decía a veces Balder.
Su esposa, como otros tantos de
cientos de esposas anónimas, era una excelente dueña de casa, pero él no era
hombre de regodearse en el espectáculo de un piso bien encerado, o en la pantalla calcada en la matriz de una hoja
arrancada de la
revista Para Ti o El
Hogar.
Su mujer bordaba excelentemente, cocinaba
muy bien, hacía un poco de ruido en el piano, mas estas virtudes domésticas no
alteraban el punto de vista de Balder, irónico e indiferente.
¿Qué relaciones existían entre un
piso encerado o una albóndiga a punto, y la felicidad?
Las mujeres de sus amigos eran más
o menos semejantes a su esposa, lo cual no impedía que tarde o temprano un
colega de Balder, se le acercara diciéndole:
-¿Sabés?, me estoy enamorando de mi
querida.
Estanislao los examinaba con cierta
envidia. Se acordaba del pelirrojo Günter. Iba un cuarto de hora antes a la
alcoba donde tenía que reunirse con su amante. Y desparramaba entre las sábanas
tallos de nardos. Y Balder sonriendo malévolamente le decía:
-¿Y en la cama de tu esposa no
desparramas nardos?
¿Y Gonzalo Sacerdote? Cuando
hablaba de tartamudeaba de felicidad, se recogía en una especie
de silencio interminable. No había uno de ellos que en ciertas circunstancias
se recatara de confidenciar intimidades que un temperamento delicado hubiera
mantenido en el más escrupuloso secreto.
Con cierto horror se preguntaba
Balder:
-¿Pero qué vida viven estos
hombres? ¿Son hipócritas o sensuales? ¿O es que existe el mundo de que ellos
alardean?
No eran ni lo uno ni lo otro.
Después de espiarlos meses, de observarlos continuamente, llegaba a la
conclusión de que sus actos eran perfectamente lógicos, explicables:
No podían vivir sin ilusiones.
Se casaron jóvenes, y pronto las
ilusiones desaparecieron. Casi todos ellos tenían una base moral que les
impedía abandonar a su esposa para seguir a la que amaban. Así creía Balder al
principio. Luego constató que tal base moral no existía. Ellos sabían que de
abandonar a su esposa para convivir con la amante, hubieran terminado por
hastiarse junto a ésta como ahora se hartaban de monotonía junto a la esposa.
Incluso en algunos de ellos
identificaba el embrión de un drama futuro. Y como no podía menos de analizar,
llegaba entonces a la desoladora conclusión de que ninguna de esas mujeres era
responsable del hastío de su marido, de la desolación arenosa de la vida de
hogar. No. Ellas, en el fondo, eran tan desdichadas como sus esposos. Vivían
casi herméticamente enclaustradas en su vida interior a la cual el esposo
entraba por excepción.
Esas mujeres honestas (sin dejar de
serlo prácticamente) tenían curiosidades sexuales, hambre de aventuras, sed de
amor. Llegado el momento, por excepción, sólo una que otra se hubiera apartado
de la línea recta.
La conciencia de ellas estaba
estructurada por la sociedad que las había deformado en la escuela, y como las
hormigas o las abejas que no se niegan al sacrificio más terrible, satisfacían
las exigencias del espíritu grupal. Pertenecían a la generación del año 1900.
Para substituir la ausencia de vida
espiritual (el religiosismo en su forma de culto es olvidado por las mujeres en
cuanto éstas se casan) iban al cine. Leían escasas novelas fáciles, más se
interesaban por las intrigas de actrices de la pantalla, y cavilaban sus
escándalos y los de sus galanes cuyos adulterios ofrecían a estas imaginaciones
reducidas pero hambrientas, un mundo extraordinario. Allí no podían entrar los
esposos, como en el mundo de la curiosidad femenina tampoco encontraban paso
estos hombres cuando estaban de novios.
Vivían en monotonía, de la misma
manera que sus maridos. La diferencia consistía en que ellas no disfrutaban de
ningún derecho.
Encadenadas por escrúpulos que la
seducción burguesa les había incrustado en el entendimiento, lo soñaban todo,
sin ser capaces, por pusilanimidad, de tomar nada. Y de hacer algo, como ponían
ilusión, ejecutaban sus actos con esa efusiva torpeza que caracteriza la falta
de en el pecado.
Balder analizaba los problemas que
se ofrecían a sus ojos, buscando características de su personalidad a través de
ellos.
¿Era un monstruo? ¿Era un sensual?
No amaba a ninguna de sus amantes,
y alguna de ellas eran extraordinariamente lindas. Cuando recordaba se encogía
de hombros. No animado por orgullo de conquistador fatigado, sino porque
comprendía la inutilidad del placer sexual si no se desarrollaba acompañado de
amor.
Casi todas esas muchachas (sus
amigas) pertenecían al grado inmediato que antecede a la mediana burguesía.
Hijas de empleados o comerciantes. Tenían hermanos y novios empleados o
comerciantes. Ocupaban por sistema casas cuya fachada se podía confundir con el
frente de viviendas ocupadas por familias de la mediana burguesía. No
frecuentaban almacén, feria ni carnicería, porque ello hubiera sido en desmedro
de su categoría. A la calle salían vestidas correctamente. En ciertas
circunstancias, un portero no habría podido individualizar a la semiburguesa de
la aristócrata, como era establecer las diferentes fachadas de las casas
ocupadas por esta gente.
La finalidad de estas jóvenes era
casarse. La finalidad de sus hermanos o novios era engañar mujeres, y casarse
luego ventajosamente. El matrimonio constituía el punto final de estos machos y
de estas hembras. Un claro anormal en la gruesa corriente de pensamiento era
casarse por amor. Frecuentemente confundían la pasión amorosa con un blando
sentimiento de afecto, que le permitía ser dueñas de sí mismas, en todas las
circunstancias, y calcular las ventajas económicas que implicaba el cambio de
posición. Ellos no. Se casaban .
Las que perdían notoriamente la
virginidad antes de casarse eran, para todas aquellas otras mujeres que
llegaban vírgenes al matrimonio, unas . Si estas perdidas conseguían casarse, la gente no
tenía inconveniente en tratarlas, restituirles su afecto e intimar con ellas. A
las mujeres honestas les agrada escarbar en los recuerdos de estas otras.
Curiosidad que se justifica.
Cuando uno de dichos tipos de
jovencita porteña (constituyen el noventa por ciento de la población femenina),
se encontraba frente a Balder, lo repudiaba de inmediato o se convertía en una
amiga. Balder no era como los otros hombres. Podían conversar de las penurias
de su alma, sin que los ojos se le inflamaran de llamaradas de lujuria.
Balder compadecía irónicamente a
esas muchachas hipócritas, le admiraban y aterrorizaban los simulacros de
pasión que tenían que efectuar junto a un imbécil, la gama de aburrimientos que
soportaban con la esperanza de libertarse de la tutela familiar en el Registro
Civil.
Algunas de estas desgraciadas a los
veintisiete años estaban aún en la masturbación y la mentira, otras, más
jóvenes, le hacían preguntas que lo divertían extraordinariamente:
-»¿Cómo eran los prostíbulos?»
-»¿Sentían felicidad esas mujeres
de llevar una vida semejante?»
-¿Eran felices los hombres con
ellas? ¿Tenían modales refinados?»
¿»Sus hermanos, cuando de noche
faltaban a sus casas, venían de tales parajes?»
-»¿Cómo se las componían esas
mujeres para evitar los hijos?»
Algunas lamentábanse de no haber
nacido hombres, para correr aventuras. Balder, encogiéndose de hombros, hacía
comentarios duros: , y la conversación súbitamente se interrumpía al
chocar con el silencio de esas muchachas que permanecían pensativas mirando el
espacio. Algunas caras graves, semblantes serios de atención, lo enternecían;
entonces, para romper la tensión interior de esas almas entristecidas, les daba
un papirotazo en la punta de la nariz preguntándoles irónicamente:
-¿Por qué no conversan de esos
asuntos con sus novios?
Las jóvenes se tomaban la cabeza
entre las manos y cuchicheaban, mirándose escandalizadas:
¿Preguntarles semejantes
barbaridades a sus novios? ¿Estaba loco Balder? Era imposible, ellos hubieran
pensado terriblemente mal, confundiéndolas con unas locas o, en caso contrario,
tratarían de sacar provecho en una dirección sexual.
No, no y no. Los novios estaban
colocados en un especialísimo estado mental. Su trato requería determinadas
precauciones, cierta técnica y : a un futuro esposo no se le manifestaban
curiosidades que su estupidez puede considerar como síntomas de tendencias
peligrosas.
-¿Y qué conversan ustedes entonces?
-les preguntaba Balder perplejo, y ellas haciendo un gesto displicente que
podía expresar , contestaban:
-¿Y de qué quiere que conversemos?
De tonterías.
Por tonterías entendían al
apapanatado merengue del tema amoroso, el silencio de los que nada tienen que
decirse, los convencionales:
Balder se horrioizaba diez minutos,
recordaba las conversaciones mantenidas con su esposa y reconocía que eran más
o menos idénticas en estupidez a estas otras que le asombraban. Callaba
preocupado.
-¿Qué piensa usted, Balder?
-¿Qué quiere que piense? Me parece
que todos somos unos hipócritas.
-Sin embargo no se puede vivir de
otra manera.
Balder recapacitaba:
-Sí, se puede vivir. Lo que hay es
que somos unos farsantes sin coraje.
-¿Qué debe hacerse?...
-¿Qué debe hacerse?... ¿qué debe
hacerse?... lo grave es que mirando en redor no se descubre nada más que
mentiras, y la gente se habituó de tal modo a ellas, que cualquier verdad,
incluso la más inocente y accesible, les parece una injuria a las buenas
costumbres.
Otras veces se preguntaba:
-¿Hasta qué punto estos hipócritas
aparentan ignorar la verdad para tener pretextos de vivir como perfectos
fariseos? ¿Será posible que sostengan a los extremos que lo hacen, su comedia?
Llegaba inevitablemente a una fatal
conclusión:
-El hogar es una mentira. Existe
nada más que de nombre. Substancialmente, lo que se define por hogar, es una
pocilga, en la cual un macho, respetablemente denominado esposo, practica los
vicios más atroces sin que una hembra, su respetable esposa, se de por enterada.
Pero, ¿y los vicios existían? ¿Qué hogares podían ser aquéllos, donde tres
vidas, padre, madre e hijo, con prescindencia del sexo, vivían internamente
separados por el desnivel de sus experiencias?
La experiencia del padre era
distinta a la de a madre. Y la del hijo, referida a estas otras dos
experiencias, no guardaba ninguna simetría. Padre, madre, hijo, cada uno giraba
vitales intereses distintos, con razones comunes de afecto a la cohesión. Frecuentemente ,
las razones consistían en disciplina, desconocimiento y temor al mundo,
sensibilidad pareja, semejanzas psíquicas. Lo evidente es que los dedos de un
cuerpo joven y las restricciones morales impuestas por vidas ya agotadas,
creaban en el rincón de basura invisibles círculos de aislamiento. Bajo apariencia
de comunión cotidiana, comunión de palabras o gestos, existían murallas y
fronteras, parecidísimas a las que se interponen entre dos hombres que hallan
idiomas distintos.
Dicho aislamiento, no tan sólo
dislocaba de la comprensión a padres y a hijos, sino que apartaba también a los
esposos. Cuando creían intimar, era porque conectaban bajezas análogas,
superficialidades recíprocas. Sus entendimientos se tocaban en la tintorería.
Si Balder oía decir que un
matrimonio , conjeturaba:
-¿Qué porquerías afines habrá entre
esos dos cerdos?
Había descubierto singularidades
curiosas, probablemente tan antiguas como la sociedad del hombre, y por ello,
sin valor alguno:
Cuando más groseros, más
inmediatos, más egoístas eran los deseos de un hombre o de una mujer, más
fácilmente se conllevaban.
A un lacayo y a una mucama, o a un
repartidor de leche y una cocinera, les resultaba menos difícil constituir un
hogar socialmente respetable, que a una chiquilla respaldada por el petulante decoro
de su familia burguesa y un infeliz cuyo ideal arrancaba de una base
burocrática.
El lacayo o el repartidor de leche
se habían confeccionado dos o tres ideas concretas respecto a la vida, así
también la mucama y la cocinera, que con las dos o tres ideas maniobraban con
éxito en la vida. En
cambio los retoños de nuestra burguesía ríspida vivían en disconformidad. No
sabían lo que ansiaban ni hacia dónde iban. Accidente que no le ocurría a la
mucama ni al cocinero. Deseaban acumular dinero, y si venían hijos, éstos, en
vez de desjarretarse en trabajos duros, que ingresaran a robar a la clase
media, con el pasaporte de un título universitario.
Dicha etapa de civilización
argentina, comprendida entre el año 1900 y 1930, presenta fenómenos curiosos.
Las hijas de tenderos estudian literatura futurista en el Facultad de Filosofía
y Letras, se avergüenzan de la roña de sus padres y por la mañana regañan a la
criada si en la cuenta del almacén descubren diferencia de centavos.
Constatamos así la aparición de una democracia (aparentemente muy brillante)
que ha heredado íntegramente las raídas mezquindades del destripaterrones o
criado tipo y que en su primera y segunda generación, ofrece los subtipos de
los hombres de treinta años presentes: individuos insaciados, groseros, torpes,
envidiosos y ansiosos de apurar los placeres que barruntan gozan los ricos.
Reconsiderando el fenómeno, Balder
quedaba perplejo. Un terrible mecanismo estaba en marcha, sus engranajes se
multiplicaban. Hombres y mujeres constituían hogares basados en mentiras
permanentes. Simultáneamente con ello alardeaban tal afán de encumbramiento
fácil, que a instantes el observador sentía tentaciones de colocar los orígenes
de semejante delirio en la estructura de la industria cinematográfica norteamericana,
confeccionada especialmente para satisfacer las exigencias primitivas de estos
países rurales.
El cine, deliberadamente ñoño con
los argumentos de sus películas, y depravado hasta fomentar la masturbación de
ambos sexos, dos contradicciones hábilmente dosificadas, planteaba como única
finalidad de la existencia y cúspide de suma felicidad, el automóvil americano,
la cancha de tennis americana, una radio con mueble americano, y un chalet
standard americano, con heladera eléctrica también americana. De manera que
cualquier mecanógrafa, en vez de pensar en agremiarse para defender sus
derechos, pensaba en engatusar con artes de vampiresa a un cretino adinerado
que la pavoneara en una voiturette. No concebían el derecho social, se
prostituían en cierta medida, y en determinados casos asombraban a sus gerentes
de lujo que gastaban, incompatible con el escaso sueldo ganado.
Los muchachos no eran menos
estúpidos que estas hembras.
Se trajeaban y dejaban bigotillo,
plagiando escrupulosamente las modas de dos o tres eximios pederastas de la
pantalla, a quienes las chicas del continente africano y sudamericano enviaban
profusas declaraciones.
Un día cualquiera, estas muchachas
manoseadas en interminables sesiones de cine, masturbadas por sí mismas y los
distintos novios que tuvieron, con un imbécil. Éste a su vez había engañado,
manoseado y masturbado a distintas jovencitas, idénticas a la que ahora se
casaba con él.
De hecho estas , que emporcaran de líquidos seminales las butacas de
los cines de toda la ciudad, se convertían en señoras respetables, y también de
hecho, estos cretinos trasmutábanse en graves señores, que disertaban sobre .
El matrimonio ocupaba una casita o
un departamento nuevo anunciado en la plana de avisos de los periódicos . A los nueve meses la señora daba a luz un cachito de
carne flamante que la del pasquín local anunciaba como un acontecimiento,
un mes después, un sacerdote granuja, cara de culo y ojos de verraco bautizaba
la criatura, y la función reproductora de estas hembras cesaba casi por
completo, substituida por abortos más o menos trimestrales.
Los sábados, dichos matrimonios
descoloridos (desteñidos hasta en los trajes que compraban por cuotas
mensuales) se enquistaban en el cine y el domingo paseaban en alguna granja de
suburbio verde. Durante la semana el individuo concurría ocho horas a su
oficina, y cada luna nueva le preguntaba a su esposa, entre bascas y
trasudores:
-¿Te ha venido el mes?
Estas vidas mezquinas y sombrías
manoteaban permanentemente en el légamo de una oscuridad mediocre y horrible.
Por inexplicable contradicción nuestros criados de cuello duro eran
patrioteros, admiradores del ejército y sus charrascas, aprobaban la riqueza y
astucia de los patronos que los explotaban, y se envanecían del poderío de las
compañías anónimas que en substitución del aguinaldo, les giraban una circular:
el remoto Directorio de Londres, Nueva York o Amsterdam .
Sociedad, escuelas, servicio
militar, oficinas, periódicos y cinematógrafo, política y hembras, modelaban
así un tipo de hombre de clase media, alcahuete, desalmado, ávido de pequeñas
fortunas porque sabía que las grandes eran inaccesibles, especie de perro de
presa que hacía deportes una vez por semana, y que afiliado a cualquier centro
conservador, con presidencia de un generalito retirado, despotricaba contra los
comunistas y la Rusia de los soviets.
La psicología de estos tipos,
primaria y malvada, se estropajaba a través del tiempo. Más tarde unos, más
temprano otros, terminaban por refugiarse en el islote de una amante, cuya
fotografía mostraban en el comienzo de sus relaciones a sus camaradas, entre
cuchicheos obscenos. Y conste que los que se echaban una amante eran los más
inteligentes del grupo. La morralla frecuentaba el lenocinio, casi siempre la
misma prostituta, cuyas especialidades ensalzaban, hasta terminar por confundir
las aptitudes profesionales de la meretriz con la conducta pasional de una
querida.
A veces estas relaciones terminaban
en un drama sangriento, que los diarios de la tarde explotaban tres días
seguidos. Al cuarto día, un nuevo crimen llegaba con su repuesto fresco a
substituir el delito agotado.
Balder iba y venía por la ciudad
remordiendo el conjunto de síntomas. La urgencia carnal de los machos se
contraequilibraba con la contención hipócrita de las hembras, y a instantes,
como en el desbarajuste de un naufragio, todos trataban de salvarse,
recurriendo para ello a las mentiras más absurdas y torpes.
A veces Balder conversaba con
conocidos a quienes hacía mucho tiempo perdiera de vista. Ellos se habían
casado. Por supuesto, con mujeres que querían, pero a quienes ahora no debían
querer sino muy relativamente. No eran felices. Algo se dilucidaba allá en el
fondo que transparentaba el vericueto de sus confidencias. Estanislao se
aterrorizaba ante la invisible catástrofe que representaban estos derrotados.
No se ilusionaban ante ningún suceso del mundo. (El mundo de ellos había
naufragado en el lecho conyugal por la noche y en menesteres oficinescos
durante el día.) Se encogían de hombros ante las mismas palabras que cuando
adolescentes los encabritaban. El máximum de ambición que descubrían, era
parangonable con el de un aventurero. Dar un golpe de suerte o de azar para enriquecerse
y . Respetaban y odiaban a sus jefes, admiraban
incondicionalmente a los pilletes audaces que se imponían en la ciudad con su
trabajo de extorsión y eran sumamente amargos, escépticos, burlones y joviales.
No creían en la
felicidad. De más está decir que una esperanza posiblemente
hubiera transformado a estas almas, pero la esperanza requiere cierta amplitud
de sentimientos, incompatible con la total aceptación del fracaso que
revelaban. Además, para tener esperanzas es necesario llevar en el interior
cierta fuerza espiritual de la que carecían.
Balder a veces admitía que era un
derrotado. Un descorazonamiento inmenso lo imposibilitaba para la acción
durante algunos días, luego reaccionando se decía que en alguna parte se encontraba
la mujer que debía injertar en su vida nuevas esperanzas y energías, y
confortado por la tibia certidumbre dejaba pasar los días.
No tenía prisa, sus ilusiones eran
cortas. Si luego se examina el proceso amoroso que se desenvolvió en su vida,
se verá cuán exacta es tal afirmación. Balder no tenía prisa, como tampoco la
tenían sus compañeros. Vivían porque el azar los había colocado en el planeta
Tierra. Con gesto perezoso recogían lo que estaba al alcance de sus manos, y
siempre que el esfuerzo no exigiera un derroche de energía.
En síntesis, Balder era uno de los
tantos tipos que denominamos . Haragán, escéptico, triste...
Los días volteaban sobre él, su
taciturnidad aumentaba. Una vez, habían pasado muchos meses, recordó que el
Carnaval estaba próximo, evocó su pasividad durante las anteriores
carnestolendas, se prometió nuevamente, con rigurosas penas en caso de no
cumplir, que iría al Tigre, aguardó dos meses ansiosamente... se repitieron las
mascaras... él se arrinconó junto a una mesa de café, mirando pasar la gente
con desaboridamiento, y por segunda vez transcurrió la primera, segunda, cuarta
y quinta noches de corso, sin que se moviera de allí para ir al Tigre. No se
daba cuenta que el desgano y la pereza lo estaban defendiendo de un
acontecimiento decisivo en su existencia.
Pensó con tristeza que su voluntad
había desaparecido para siempre. Irene continuaba viviendo en su imaginación.
Despojada de toda apariencia terrestre, se manifestaba en el fondo de su pecho
por una dulzura queda, semejante al debilísimo perfume de ciertas flores
muertas.
1.019. Alt (Roberto)
No hay comentarios:
Publicar un comentario