El drama se hundía. Ya
era indudable. Los amigos que rodeaban a Pablo Leal, el autor, entre
bastidores, ya no trataban de animarle, de hacerle tomar los ruidos que venían
de la sala por lo que no eran. Ya no se le decía: «Es que algunos quieren
aplaudir, y otros imponen silencio». El engaño era inútil. Callaban los fieles
compañeros que le estaban ayudando a subir aquel que a ellos les parecía
calvario. El noble Suárez, el ilustre poeta, vencedor en cien lides de aquel
género... y derrotado en otras ciento, estaba pálido, tembloroso. Quería a Leal
de todo corazón; era su protector en las tablas; él le había aconsejado llevar
a la escena uno de aquellos cuadros históricos que Pablo escribía con pluma de
maestro, de artista, y con sólida erudición. Creía, por ceguera del cariño, en
el talento universal de su amigo, de su Benjamín, como él le llamaba, porque
veía en Pablo un hermano menor.
«¡Cuánto padecerá!
-pensaba Suárez-. Es más nervioso que yo, mucho más; es primerizo, y ¡yo, que
ya estoy hecho a las armas padezco tanto cada vez que pierdo una de estas
batallas!». Era verdad que él padecía mucho. Conocía al público mejor que
nadie; sabía que era un ídolo de barrio... y le temía con un fetichismo
artístico inexplicable. No era Suárez de los que creen que cuarenta o cuatro
mil necios sumados pueden dar de sí una suma de buen criterio; despreciaba en
sus adentros, como nadie, la opinión vulgar; pero creía que al teatro se va a
gustar al público, sea como sea. Y transigía con él, y procuraba engañarle con
oropel que añadía al oro fino de su ingenio; y como unas veces le aplaudían el
oro y le silbaban el oropel, y otras veces al revés, y otras se lo silbaban
todo por igual, o todo se lo aplaudían, insistía, desorientado, en su afán de
vencer; pero daba mil tropiezos en aquella guerra indigna de su mérito, y a los
estrenos iba a ciegas siempre, esperando el tallo como si fuese la bola de una
ruleta que no se sabe dónde va a parar.
Y padecía infinito las
noches de estreno. No comió aquel día; se le iba el santo al cielo; sentía
náuseas, inquietud de calentura, y deseaba con ardor, aun más que el triunfo,
que volara el tiempo, que pasara la crisis.
«¡Cuánto padecería aquel
pobre Leal, que, más pensador que literato, sincero, artista de austera
religiosidad estética, ignoraba las miserias y pequeñeces de los escenarios,
las luchas de empresa, las cábalas de camarillas y cenáculos!».
Suárez miraba a su amigo
con disimulo, y le veía sonreír, mientras se paseaba, entre aquellos lienzos
arrumbados, en corto espacio, como en una jaula.
«Es claro que disimula,
pensaba Suárez; pero lo hace muy bien. Si yo no supiera que es imposible no
padecer en este trance, creería que él estaba muy tranquilo. En sus ojos yo no
veo inquietud, amargura; no hay ningún esfuerzo en ese gesto plácido. Lo que es
excitado, no lo está».
Y luego preguntó a su
amigo:
-¿No sientes nada...
aquí, por encima del estómago?
Leal se rió y dijo:
-No; no siento nada. ¿Es
eso lo que se siente?
-Yo sí; eso. Toda la
noche.
-Pues yo sólo siento...
que esto se lo lleva la trampa. ¿No oyen ustedes? La dama grita, pero más
gritan fuera...
En efecto, crecía el
tumulto. Los amigos de Leal, los leales, los que le rodeaban, protestaban entre
bastidores; contestaban, sin que desde fuera los oyesen, es claro, a los gritos
del público.
-Conozco esa voz: es la de López , a quien Leal no
votó en la Academia de la Historia.
-Y ese otro que dice que
bajen el telón es Minuta, el director de El Gubernamental, el imitador de Campoamor...
Suárez callaba y
observaba a Pablo, que volvía a pasear, al parecer tranquilo.
En fin, se hundió el
drama. Cayó el telón entre murmullos. La dama, que se había destrozado la
garganta, corrió a abrazar a Pablo, llorosa, gritando:
-¡Imbéciles! ¡No han
querido oír! ¡No han querido enterarse!
Hubo que subir al
saloncillo.
Ecce homo.
Allí había de todo.
Amigos verdaderos, indignados de verdad; amigos falsos, más indignados al
parecer. Pero a estos Pablo les leía en los ojos el placer inmenso que sentían.
Se discutió el drama, la
competencia del público, hasta las condiciones acústicas del teatro. El talento
del autor nadie lo ponía en tela de juicio. ¡Estaba él allí! Algunos, haciendo
alarde de franqueza y mirando con delicia el efecto de sus palabras, decían que
la cosa era una joya literaria pero acaso no era teatral. Otros gritaban: «Es
teatral y es muy humana... y muy nueva... ¡El público es un imbécil!».
-Eso no -decía un autor
que ni en ausencia se atrevía a ser irreverente con el público.
Un crítico, gran catador
de salsas dramáticas y filarmónicas, crítico del Real, vamos, de óperas, y
constante lector de Shakespeare, hizo la anatomía del drama y del estreno. El
drama era demasiado científico y pecaba de idealista. Suárez reparó que Leal,
que todo lo había oído sin dejar el gesto de placidez, miró un momento con ira
al químico que quería pincharle con disparates romos. El químico aborrecía a
Leal, que le había tenido que dar varias lecciones en las disputas de café.
La sesión del saloncillo
venía a ser una capilla... a posteriori, después del suplicio.
Pero pasó también. Pasó
todo. Leal, Suárez y los demás íntimos salieron del teatro ya muy tarde; y como
hacía buena noche de luna, de templado ambiente, recorrieron calles y calles
sin acordarse de que había camas en el mundo. Suárez era quien más hacía por
mantener la conversación; quería retrasar todo lo posible el momento de dejar a
Leal a solas con sus impresiones. Ya cerca del amanecer entraron en un café y
cada cual tomó lo que quiso. Leal prefirió una copa de Jerez. ¡Cosa más rara!
El vinillo le puso alegre, pero de veras; era imposible que se pudiera fingir
aquel contento. Suárez acabó por sentir más curiosidad que lástima. ¿Por qué
demonio, siendo tan nervioso su amigo, y no siendo un santo, no padecía más con
la derrota de aquella noche y con los alfilerazos del saloncillo? Lo que hacía
Leal era procurar que no se hablase de su drama, ni del público, ni de la crítica. Con mucha
naturalidad llevó la conversación a cosas más elevadas; se habló de la
psicología de las multitudes, del altruismo, de la vida de familia, y de si era
compatible con las grandes empresas de abnegación, de reforma social. Pablo
opinaba que sí; que por el amor del hogar debían irse organizando todos los
amores superiores, para ser efectivos, para perder el carácter de abstracción
que generalmente revisten y les quita fuerza... Leal se exaltaba hablando de
aquello; de la necesidad de fundarlo todo en el cariño real de la familia... Mucho
hablaron, mucho. Pero al fin vino el sueño, y Suárez se despidió del autor
derrotado, seguro de que lo primero que haría Pablo al verse en la cama...
sería dormirse.
* * *
Pasó mucho tiempo, y
Suárez no se atrevía a preguntar a Leal de dónde había sacado fuerzas para
pasar con tal serenidad por las amarguras de aquella terrible noche.
Pero un día, hablando de
teología y de religión, Pablo se lo explicó todo espontáneamente, dándole la
clave del misterio, por vía de ejemplo de ciertas demostraciones.
Se trataba de varios
artículos recientes de filósofos extranjeros, -acerca de legitimidad racional
de la plegaria.
Salieron a relucir las novísimas teorías referentes a la
creencia; se comentó la filosofía de Renouvier; se habló de otros defensores de
la tesis de la contingencia, del autor de Las tres dialécticas, Gourd; y
llegando Leal a decir algo suyo, de experiencia personal, se explicó de esta
manera:
-Yo perdono a los
espíritus geométricos su intransigencia esquinada, su inflexibilidad, su
cristalización fatal, congénita, y no me irrito cuando me dicen que me
contradigo, y me llaman místico, soñador, dilettante, etc., etc. No
pueden ellos comprender esta plasticidad del misterio; la seguridad con que se
apoya, si no los pies, las alas del espíritu, en la bruma de lo presentido, de
la intuición inspirada. No comprenderán, imposible, por ejemplo, a Carlyle
cuando nos habla de la adoración legítima del mito mientras es sincera; no
comprenderán, imposible, a Marillior cuando distingue el mito racional de la
última razón metafísica de la
religión. Y , sin embargo, es una pretensión ridícula querer
elevarnos por encima de los límites de nuestra pobre individualidad, y hacernos
superiores a las influencias de raza, clima, civilización, nacionalidad,
tiempo, etc., etc., sin más fundamento que la idea de que el conocimiento
realmente científico necesita, para ser, prescindir de todas las influencias
históricas. ¿Quién se atreve a personificar en sí el sujeto puro de la ciencia
pura? Pero otra cosa es la legitimidad de la creencia racional, no incompatible
con lo que la conciencia nos da como lo más conforme a verdad, según el
adelanto especulativo que alcanzamos. Así como en derecho positivo nadie tiene
por absurdas las formas residuales del primitivo o antiquísimo derecho
simbólico, así estos nobles residuos, racionales, de creencias antiguas pueden
entrar en nuestra vida moral, no en calidad de ciencia, pero sí de creencia y
culto y devoción personal, que nadie ha de imponer a nadie. Yo, v. gr., soy de
los que rezan, de los que adoran; y no por seguir al pie de la letra la
teología ortodoxa, ni por inclinarme a las teorías de que hablábamos, relativas
a la contingencia, a las voliciones divinas nuevas, al indeterminismo
primordial. Yo no pido a Dios que por mí cambie el orden del mundo; rezo deseando
que haya armonía entre mi bien, el que persigo, y ese orden divino; rezo, en
fin, deseando que mi bien sea positivo, real, no una apariencia, un engaño de
mi corazón. Y con tal sentido, me animo a mejorar moralmente, a hacerme menos
malo, no sólo por la absoluta ley del deber, sino pensando en la flaqueza de mi
interesada pequeñez de alma; también por esa especie de pacto místico,
inofensivo por lo menos, en que ofrecemos a Dios el sacrificio de una pasión,
de un falso bien mundano, a cambio de que exista esa anhelada armonía entre el
orden divino de las cosas y un deseo nuestro que tenemos por lícito. Cualquier
jurista podrá ver que no es esto imponer una condición para el sacrificio, pues
en buen derecho, la condición es acontecimiento futuro e incierto, que puede
ser o no ser... y esta armonía que deseo entre mi anhelo y el orden de las
cosas no es contingente.
-Vamos -dijo Suárez-, eso
es la filosofía, más o menos ecléctica, del voto.
-Sí; yo hago votos. Y no
me avergüenzo. Algunas veces me han servido para salir menos mal de situaciones
difíciles. Oye un ejemplo... del que no he hablado nunca a nadie... ¿Te
acuerdas del naufragio de aquel drama histórico mío, que tú me hiciste llevar
al teatro?
-¡Pues no he de
acordarme!...
-¿Y no te acuerdas de que
yo estuve aquella noche bastante sereno, con gran asombro tuyo?
-Sí, hombre; y por cierto
que no pude explicarme nunca...
-Pues vas a explicártelo
ahora. Por aquellos días, yo tenía a mi único hijo, de seis años, enfermo de
algún cuidado, fuera de Madrid, en una aldea del Norte, adonde le había llevado
su madre por consejo del médico. Yo me fui con ellos. Mi drama se ensayó, como
recordarás, durante mi ausencia. Me llamaban desde Madrid, pero yo no quería
separarme de mi hijo. El médico del pueblo, hombre discretísimo, me aseguró que
la enfermedad de mi hijo no ofrecía peligro, y que de fijo sería larga; que en
aquellos ocho días que yo necesitaba para ir y volver, nada de particular
podría pasar. Mi mujer apoyaba al médico; lo mismo los demás parientes y los
amigos; vosotros desde Madrid me apurabais encareciendo la necesidad de mi
presencia... Dejé a mi hijo; pero es claro que de él tenía noticia telegráfica
dos veces al día. En cuanto estuve lejos de los míos, el dolor de la ausencia
fue mi principal sentimiento; lo del drama quedaba relegado a segundo
término... Hasta me remordía la conciencia, a ratos. Mil veces estuve tentado
de volver al lado del enfermo, echando a rodar todas las vanidades de
artista... Las noticias del pueblo eran satisfactorias, el niño mejoraba...
Pero el telegrama que recibí la noche anterior a la del estreno me alarmó; la
madre, veladamente, me indicaba un retroceso, el ansia de que yo volviera
pronto. Todos los que leían el telegrama me aseguraban que no había en él motivo
para tristes presentimientos... Pero yo los tenía tales, que eran una angustia
indecible. Mientras vosotros, en casa, en el teatro, me hablabais, entre bromas
cariñosas, de las emociones del autor, de la capilla... yo pensaba en lo otro,
en la otra crisis; y cuando no me veía nadie apoyaba la cabeza en una pared
para descansar; porque me abrumaba el peso de mi agonía, el plomo de tantas
ideas siniestras que me llenaban el cerebro... Dolor y remordimiento... ¿Por
qué no huí? ¿Por qué no os dejé con vuestro estreno dichoso y no eché a correr
al lado de los míos...? No lo sé. Porque me daba vergüenza; por falta de
fuerzas para toda resolución; porque, en buena lógica, yo también juzgaba
irracionales mis temores... Acaso, y esto aún me avergüenza, porque, sin darme
yo cuenta de ello, me retenía la vanidad del autor, aquella miseria... Lo que
hice para calmar mis remordimientos, por acto también de amor puro a mi hijo,
y, valga la verdad, con fe y esperanza realmente religiosas, fue ofrecer a Dios
un voto, un voto en el sentido que te he explicado antes. «Señor, venía a ser
mi pensamiento, yo ofrezco en cambio de un telegrama que me anuncie una gran
mejoría de mi hijo enfermo, de una noticia que me quite esta horrible
incertidumbre, este tormento de presentir vagamente una desgracia superior a mi
resistencia, yo ofrezco los viles despojos de un naufragio de mi pobre vanidad;
juro con todas las veras de mi alma, que a cambio de la salud de mi hijo, deseo
vivamente la derrota de mi amor propio, la muerte de este otro hijo del
ingenio, hijo metafórico, que no tiene mi sangre, que no es alma de mi alma.
Muera el drama... y que baje por lo menos a 37 y unas décimas la temperatura de
mi Enriquín... Que Dios quiera que esto deba ser así, que esté en el orden que
sea... y prometo recibir la silba con toda la serenidad que pueda, pensando en
cosas más altas, de piedad, de caridad, de filosofía...».
"A las ocho y cuarto
de la noche terrible... recibí un telegrama en que se me daba la enhorabuena en
nombre del médico, porque el niño experimentaba una mejoría que tenía trazas de
ser definitiva, anuncio de franca y pronta curación... Mi alegría fue inmensa;
mi enternecimiento inefable; mi fe, de granito. Noté que a los demás el
telegrama les hacía poco efecto, porque no habían creído en el peligro... y
porque no eran los demás padres de Enriquín. En aquel éxtasis de reposo moral,
de emoción religiosa, me cogió como un torbellino la realidad brutal del
estreno... No sé cómo llegué al teatro; me vi rodeado de gente... La dama me preguntó
si estaba bien caracterizado el personaje con aquella ropa, aquellas arrugas...
¡qué sé yo! Aquel infierno de las vanidades me arrancó por algunos momentos el
recuerdo de mi felicidad, de la gran noticia que me habían mandado desde mi
hogar querido... No volví a pensar en la dicha de tener a mi hijo fuera de
cuidado... hasta que me dieron el primer susto las señales de desagrado que
empezaron a venir de la sala, que yo no veía... Yo no esperaba un descalabro;
esperaba un buen éxito; sobre todo creía en mi drama. Llegaba, por lo visto, el
momento de cumplir el voto; había que alegrarse, desear la derrota... Era el
precio de la salud de mi hijo. Saqué fuerzas de flaqueza..., elevé cuanto pude
el corazón y las ideas..., y aunque tropezando y cayendo en el camino de aquel
Calvario... de menor cuantía, al fin creo que conseguí no hacerme indigno del
premio de mi promesa. Si no con perfección, al cabo cumplí mi voto.
"Te aseguro, mi
querido poeta, que representándome las sonrisas de mi hijo redivivo; la dicha
que me aguardaba en sus primeras caricias; la felicidad de llorar de placer
juntos y de dar gracias a Dios la madre, el padre y el hijo...; las injurias de
aquella noche horrible no me llegaban a lo más hondo de las entrañas... No era
yo del todo el que recibía aquellos agravios. Yo, más que el autor de mi pobre
drama, era el padre de mi pobre hijo. Este no podían matármelo los morenos.
Dios quería librarlo de las garras de la fiebre; un enemigo mucho más serio que
el público de los lunes clásicos.
Cuento español
1901
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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