Había una vez unos chacalincitos
que quedaron huérfanos de padre y madre y sin nadie quien les dijera ni ¿qué
hacen allí?
Era la pareja: la
mujercita, la mayor y la que había quedado de cabeza de casa. Eran muy pobres y
un día no les amaneció ni una burusca con qué encender el fuego. Entonces
decidieron irse a rodar tierras. Atrancaron la puerta y agarraron montaña
adentro. Allá al mucho andar, se sintieron cansados; entonces se subieron a un
palo para pasar la noche y se acomodaron en una horqueta. Así que anocheció,
vieron allá muy largo una lucecita. No se atrevieron a bajar por miedo que se
los fuera a comer algún animal, pero se fijaron bien en la dirección en donde
quedaba.
Apenas comenzó a amanecer,
bajaron y anduvieron en dirección de la lucecita. Anda y
anda, anda y anda, salieron al medio día a un potrero. A la orilla de la
montaña había una casita; por el techo salía un mechoncito de humo y por la
puerta y la ventana un olor como a miel hirviendo.
Poquito a poco se fueron
acercando y vieron en la ventana una cazuela con torrejas. Como estaban hilando
de hambre, y el olor convidaba, no pudieron contenerse y se arrimaron a la ventana. La muchachita
estiró la mano y se cachó una torreja. Del interior una voz ronca gritó:
"¡Piscurum, gato, no me robés mis torrejas!"
Los chiquitos se
escondieron entre el monte y allí se repartieron su torreja, que lo que hizo
fue alborotarles la gana de comer.
Otra vez se fueron
acercando y pescaron otra torreja. Y otra vez la voz que gritaba:
"¡Piscurum, gato, no me robés mis torrejas!"
Los muchachos se
escondieron, se comieron las torrejas y quisieron volver por más, pero da la
desgracia que por querer salir a la carrera, lo hicieron muy ateperetadamente y
la cazuela se volcó. A la bulla, se asomó la vieja, la dueña de la casa, que
era una bruja más mala que el mismo Patas. Vió por donde cogieron las
criaturas, se les puso atrás y al poco rato las agarró por las orejas y las
trajo arrastrando hasta la casa.
Como estaban tan flacos
que parecían fideos, la bruja les dijo que no se los comería,pero que los iba a
engordar como a unos chanchitos, para darse cuatro gustos con ellos.
Los encerró entre una jaba
y cada día les echaba los desperdicios, y como los pobres no tenían otra cosa,
no les quedaba más que convenir y tragárselos.
Bueno, allá a los ocho
días llegó la vieja y les dijo: -Saquen por esta rendija el dedito chiquito.
A la niña se le ocurrió
que era para ver como andaban de gordura y entonces sacó dos veces un rabito de
ratón que se había hallado en un rincón de la jaba. Como la vieja era
algo pipiriciega, no echó de ver el engaño, y se fue más brava que un Sol imán, al sentir aquellos deditos tan
requeteflacos.
Y así fue por espacio de
casi tres meses. Lo cierto del caso es que los chiquillos, quieras que no, no
habían engordado con los desperdicios.
Pero dió el tuerce que un
día, la niña no agarró bien el rabito de ratón al ponérselo a la bruja para que
tocara, y se le quedó a ésta en la
mano. Se fue a la luz a mirar bien y al convencerse que los
chiquillos la habían estado cogiendo de mona, se puso muy caliente: abrió la
jaba y los sacó. Al verlos tan cachetoncitos, se le bajó la cólera.
-Bueno- les dijo- ahora
voy a ver si hago una buena fritanga con ustedes. Vayan a traerme agua a
aquella quebrada para ponerlos a sancochar-. Por supuesto, que al oírla a los
infelices se les atrevesó en la garganta un gran torozón. A cada uno le dió una
tinaja para que la hinchera y ella se puso a cuidarlos desde la puerta.
Cuando llegaron a la
quebrada, les salió de detrás de un palo, un viejito que era tatica Dios, y les
dijo: -No se aflijan, mis muchachitos, que para todo hay remedio. Miren, van a
hacer una cosa: ahora van a llegar con el agua y se van a mostrar muy sumisos
con la vieja. Y
hasta procuren quedar bien: aticen el fuego, bárranle la cocina, friéguenle los
trastos. Ella ha de poner una gran olla sobre los tinamastes y una tabla
enjabonada que llegue a la orilla de la olla y apoyada en la pared. Les ha de decir
que echen una bailadita sobre la tabla, pero es, que sin que ustedes se den
cuenta, va a inclinar la tabla y ustedes se van a resbalar y van a ir a dar
entre la olla; así la bruja no tendrá que molestarse oyéndolos gritar y hacer
esfuerzos por escaparse.
Y así que les aconsejó lo
que debían hacer, el viejicito se metió en la montaña.
Volvieron los chiquitos e
hicieron lo que tatica Dios les aconsejara: barrieron, atizaron el fuego, y
echaron muchos viajes a la quebrada con las tinajas, para llenar la gran olla
en que los iba a sancochar.
La vieja se puso muy
complaciente con ellos, al verlos tan obedientes y tan afanosos. Por fin puso
la tabla enajabonada y les dijo: -vengan mis muchitos y echen una bailadita en
esta tabla.
La niña se hizo la
inocente, y dijo para sus adentros:
-Callate pájara, que ya
conozco tus cábulas.
Hicieron que se ponían a
ensayar en el suelo y que no podían.
Si es que no sabemos. ¿Por
qué no sube usted y nos dice cómo quiere?
Y la vieja les creyó, y va
subiéndose a la tabla. Y
apenas volvió la cara para hacer la primera pirueta, los chiquillos inclinaron
la tabla y la vieja fue a dar, ¡chupulún! a la olla de agua hirviendo.
Después la sacaron y la enterraron. Registraron
la casa y encontraron un gran cuarto lleno de barriles hasta el copete de monedas
de oro.
Por supuesto que todo le
tocó a ellos.
1.040. Lyra (Carmen)
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