El siglo tan
desmedrado,
¿Para qué nos
resucita?
¿Momias no tiene
Infinitas?
¿Qué harán las
nuestras en él?
QUEVEDO (Álbum, al Conde de San Luis.)
Nevaba sobre las blancas,
heladas cumbres. Nieve en la nieve, silencio en el silencio. Moría el sol
invisible, como padre que muere ausente. La belleza, el consuelo de aquellas
soledades de los vericuetos pirenaicos, se desvanecía, y quedaba el horror
sublime de la noche sin luz, callada, yerta, terrible imitación de la nada
primitiva.
En la ceniza de los
espesos nubarrones que se agrupaban en rededor de los picachos, cual si fueran
a buscar nido, albergue, se hizo de repente más densa la sombra; y si ojos de
ser racional hubieran asistido a la tristeza de aquel fin de crepúsculo en lo
alto del puerto, hubieran vislumbrado en la cerrazón formas humanas, que
parcelan caprichos de la niebla al desgarrarse en las aristas de las peñas,
recortadas algunas como alas de murciélago, como el ferreruelo negro de Mefistófeles.
En vez de ir
deformándose, desvaneciéndose aquellos contornos de figura humana, se fueron
condensando, haciendo reales por el dibujo; y si primero parecían
prerrafaélicos, llegaron a ser después dignos de Velásquez. Cuando la
obscuridad, que aumentaba como ávida fermentación, volvió a borrar las líneas,
ya fue inútil para el misterio, porque la realidad se impuso con una voz,
vencedora de las tinieblas: misión eterna del Verbo.
-Hemos caído de pie, pero
no con fortuna. Creo que hemos equivocado el planeta. Esto no es la Tierra.
-Yo os demostraré,
Quevedo, con Aristóteles en la mano, que en la Tierra, y en tierra de España
estamos.
-¿Ahí tenéis al Peripato
y no lo decíais? Y en la mano; dádmelo a mí para calentarme los pies
metiéndolos en su cabeza, olla de silogismos.
-No os burléis del
filósofo maestro de maestros.
-¡Ah, señor Cano, como
estos vericuetos; ah, señor Nieves, y qué atrasadilla me parece su teología,
ahora que he viajado tanto por otros mundos altos!
-No habléis de eso, y,
busquemos donde cenar.
-¡Ah, Tirso; ah, fraile!
Como vuestro clerigón, ¿no llamaréis a Dios bueno hasta que cenéis? Cenad ex
nihilo, porque otra cosa no hay por aquí, a lo que no veo.
-Señores, sin ser yo tan
ilustre lógico cual esta gloria de Trento, ni menos teólogo, como no sea en
verso, creo que antes de la cena, que no es idea simple, que no es categoría,
debemos pensar en el sitio, en el lugar, que si es categoría. Porque yo, por
ahora, dudo que estemos en parte alguna. Y donde no hay espacio, no hay cena.
-Pero hay frío, señor
Calderón.
-Bien dice Lope.
Procuremos orientarnos. Es decir, oriente ahora no se puede buscar, pero según
lo que yo pude colegir cuando caímos, ya cerca de este globo, a la luz del Sol
y antes de penetrar en las nubes de nieve, dentro de España estamos, y sobre
altísimas montañas, y del mar no muy lejos; de modo que éstos deben de ser los
Pirineos, y acaso los de mi tierra, porque yo, señores míos, siento un no sé
qué de bienestar de que no me hablan vuestras mercedes.
-Natural me parece,
insigne Jovellanos, que seáis vos, de tiempos de mejor brújula que los
nuestros, quien nos deje barruntar en dónde estamos. Pero yo daría mi Buscón
por una buscona que me hiciese topar ahora, no con la madre Venus , sino con
su digno esposo Vulcano, para que me fabricase una cama donde dormir, menos
fría que este suelo.
-Señores, yo vuelvo a mi
Aristóteles, y digo...
-Teólogo, tenéis razón;
seamos peripatéticos, discurramos con los pies, y a ver si a fuerza de
discurrir probamos algo... algo caliente.
Una voz nueva resonó
entonces en aquellas soledades como suave música, y era la de fray Luis de
León, también expedicionario, que decía:
-Amigos queridos, esta
noche más ha de ser de penitencia, de ayuno, que de hartazgo; porque, si he de
hablar con franqueza, nuestra vuelta al mundo terrenal más me parece castigo
que otra cosa. Pecamos, pecamos; pequé yo a lo menos, -y si en buena teología
esto no se puede llamar pecado, llámelo D. Melchor como quiera o convenga;
-pequé digo, deseando lo que en soledades de mi dicha, de allá arriba, nunca
creí que se podría desear. ¡Ay, sí! El engaño, como siempre. El desengaño,
igual. En esta tierra obscura, sepultada en noche y en olvido, ¿qué me había
quedado a mí? Si vivía en la alma región luciente, ¿a qué querer, como quise,
saber algo de la mísera
Tierra ? Fue vanidad, sin duda. Moviome el apetito de saber si
aquella larva que yo por acá había dejado, y que el mundo llamó mi gloria, se
había desvanecido, cual mis despojos, o algo había quedado de ella, aunque no
fuera más que un soplo que fuese callado por la montaña...
-¡Ay, señor fray Luis de
León! -interrumpió Lope- a todos creo yo que nos escuece el mismo
remordimiento. Yo, que al morir dije, según cuentan, pues yo no me acuerdo, que
daría todas mis comedias, que eran humo, por un poco de gracia al entregar el
alma a Dios, ahora me veo aquí desterrado del cielo, si así puedo decirlo, por
la pícara vanidad de oler si algo todavía se dice por el mundo del montón
infinito de mis coplas.
Todos fueron confesando
pecado semejante. A todos aquellos ilustres varones les había picado la mosca
venenosa de la vanagloria cuando gozaban la gloria no vana, y habían deseado
saber algo de su renombre en la
Tierra. ¿Se acordarían de ellos aquí abajo? Y el castigo
había sido dejarlos caer, juntos, en montón, de las divinas alturas, sobre
aquella nieve, en aquellos picachos, rodeados de la noche, padeciendo hambre y
frío.
* * *
Como pudieron, de mala
manera, empezaron a caminar sobre la nieve, procurando descender, por si
encontraban más abajo rastro de senda que los guiara a vivienda humana, o por
lo menos a lugar menos desapacible donde aguardar el día y aguantar el hambre.
Porque es de advertir que aquellos desterrados del cielo, en cuanto pisaron
tierra volvieron a sentir todas las necesidades propias de los que andamos
vivos por estos valles de lágrimas.
Jovellanos, por varios
signos topográficos, y más por revelaciones del corazón, insistía en su idea de
que estaban sobre alguna montaña de Asturias. Los otros llegaron a creerle, y
como práctico le tomaron, y detrás de él marchaban dejándole guiar la milagrosa
caravana por las palpables tinieblas adelante.
-Para mí, señores,
estamos en alguno de los puertos que separan a León de mi tierra.
-Pues entonces, a fe de
Quevedo, que ya sé quién nos va a dar posada. El oso de Favila.
-Ese no; pero otros no
deben de andar lejos.
Notó Lope que el terreno
que había llegado a pisar apenas tenía ligera capa de nieve y era llano.
-¡No tan llano, por
Cristo! -gritó Quevedo, que dio un tropezón y tuvo que tocar la blanca alfombra
con las manos. Sintió al tacto cosa dura y que ofrecía una superficie convexa y
pulida.
-Señores, -exclamó- aquí
hay trampa; con los pies tropecé en una barra, y entre los dedos tengo otra.
Agachose Jovellanos, y
tras él los demás, y notaron que bajo la nieve se alargaban dos varas duras
como el hierro, paralelas...
-Esto ha de ser un
camino, -dijo D. Gaspar; tal vez los modernos atraviesan estas montañas de
modo que a nosotros nos parecería milagroso si lo viéramos... Yo tengo escrito
un viaje que llamo de Madrid a Gijón, y en él expreso el deseo de que algún
día...
-¡Jesús nos valga!...
-interrumpió Calderón; entramos en un antro, en una cárcel... aquí toco una
pared fría que chorrea... y aquí otra pared...
-Entramos, por lo visto,
en la cueva de un oso. Ya tenemos posada. Dios nos libre del huésped...
Interrumpió a Quevedo y
pasmó a todos un quejido terrible, intenso, que sonó lejos; un silbido
ensordecedor y poderoso, de monstruo desconocido... Y de repente vieron a gran
distancia un punto rojo de luz, que se acercaba; y oyeron estrépito de cadenas
y mil infernales choques de hierro contra hierro, bramidos horrísonos. Un
monstruo inmenso, negro, que se les echaba encima para devorarlos, les hizo,
con el terror, caer en tierra. Todos se pegaron, cuan largos eran, a la fría
pared que sudaba una asquerosa humedad. Los más cerraron los ojos; pero
algunos, como fray Luis de León y Jovellanos, tuvieron ánimo para contemplar el
peligro, y vieron pasar, como un relámpago, inmenso dragón negro, vomitando
ascuas, rodeado de humo...
-No hemos caído en la
Tierra, sino en el infierno, -dijo Quevedo cuando todos estuvieron en pie, algo
menos asustados, si no tranquilos.
-Salgamos de esta cueva
maldita, si podemos, -propuso Tirso.
-Volvamos sobre nuestros
pasos...
-Sí, una honrosa
retirada.
Salieron como pudieron de
la cueva, antro o lo que fuese; y no teniendo en las tinieblas modo de
orientarse mejor, procuraron seguir la dirección que señalaban aquellas barras
de hierro que de vez en cuando sentían bajo los pies.
-Esto es un camino,
señores; no me cabe duda, -dijo el autor del Informe sobre la ley Agraria.
-Un camino infernal.
-No, D. Francisco, un
camino... de hierro, pues hierro es esto que pisamos.
-Bien, pero es cosa del
diablo. ¿Cómo creéis que estemos en la Tierra? ¿Cría la Tierra monstruos como
ése de fuego que por poco nos aplasta?
-¿Quién sabe -dijo fray
Luis- si los pecados de los hombres han convertido el mundo en mansión de
terribles fieras traídas del Averno?
-¡Y aquí venimos a buscar
gloria mundana! ¡Y pensábamos que en la Tierra quedaría memoria de nosotros, y
la Tierra es vivienda de sierpes y vestiglos! ¡Oh! ¿quién nos sacará de aquí?
-Sigamos, sigamos, -dijo
Tirso.
-Señores, atención
-exclamó Lope, que iba delante con Jovellanos.
-O el miedo me hace ver las
estrellas, o una brilla enfrente de nosotros.
-¿Estrella terrestre?
Llámese candil.
-Sí, dijo Tirso; -allí
una luz verde... y más abajo, ¿no ven ustedes otra rojiza?...
-Sí, y ésta parece que se
mueve...
-¡Ya lo creo! Hacia
nosotros viene... ¿Qué hacemos?
-Señores, a fe de
Quevedo, que me canso de ser cobarde; yo de aquí no me muevo; venga lo que
viniere, más puede en mí el ansia de saber qué mundo es éste y qué monstruos
nos asustan, que el amor al pellejo...
Nadie quiso ser menos
valiente; y todos, a pie quieto, esperaron el terrible peligro desconocido que
se acercaba.
La luz, cerca del suelo,
avanzaba, avanzaba... De repente, un silbido estridente hizo temblar el aire;
cien ecos de los montes repitieron como un coro de quejidos prolongados el
melancólico estrépito... Aunque la obscuridad era tanta, pudieron nuestros
héroes distinguir entre la nieve una masa negra que con marcha lenta y uniforme
a ellos se acercaba.
Nadie se echó a tierra,
nadie tembló, nadie cerró los ojos. Como inmenso gusano de luz, el monstruo
tenía bajo la panza bastante claridad para que por ella se pudiera distinguir
la extraña figura. Era un terrible unicornio, que por el cuerpo negro arrojaba
chispas y una columna de humo. Montado sobre el lomo de hierro llevaba un
diablo, cuya cara negra pudieron vislumbrar a la luz de un farolillo con que el
tal demonio parecía estar mirándole las pulgas a su cabalgadura infernal...
Pasó la visión espantosa
rozando casi con los asombrados inmortales, que, para no ser atropellados,
tuvieron que retroceder un paso...
Quevedo, decidido a ser
quien era, y Jovellanos con ansia infinita de saber algo nuevo e inaudito,
miraron con atención firme, cara a cara, el endriago que se les echaba encima,
y los dos a un tiempo, en alta voz, sin darse cuenta de lo que hacían,
exclamaron:
-«¡Tirso de Molina!»
-Presente -dijo el
fraile.
-No es eso -exclamó el
autor del Buscón. -Es que en el lomo de ese monstruo de hierro que acaba de
pasar, a la luz del farolillo de aquel diablo, he leído en letras de oro...
eso: Tirso de Molina.
-¿Mi nombre?
-Sí -dijo D. Gaspar.
Tirso de Molina; en letras doradas, grandes. Yo lo leí también.
-¿Y qué debemos pensar?
-preguntó Cano.
-Nada bueno -dijo Lope.
-Nada malo -dijo Quevedo.
En aquel momento, el
monstruo, que se llamaba como el Maestro Téllez, retrocedía deteniéndose
pacífico, humilde, sin ruido, cerca de los pasmados huéspedes celestiales.
«Tirso de Molina», leyeron todos en el costado del supuesto vestiglo. Un hombre
cubierto con un capote pardo, alumbrándose con una linterna, pasó cerca, y se
detuvo a inspeccionar el raro artefacto, que por tal lo empezó a tener
Jovellanos, adivinando algo de lo que era.
-Señores, -dijo el
desconocido en buen castellano, al notar que varios caballeros, entre ellos
clérigos, y frailes algunos por lo visto, rodeaban la máquina; -señores, al
tren, que aquí se para muy poco.
-¿Al tren? ¿Y qué es eso?
-preguntó Quevedo.
-Pero ¿dónde estamos?
-dijo D. Gaspar.
-¿Pues no lo han oído? En
Pajares.
Mediaron explicaciones.
El mozo de estación creyó que se las había con locos, y los dejó en la
obscuridad; pero Jovellanos fue atando cabos, y sobre poco más o menos,
aquellos ilustres varones supieron de qué se trataba.
Estaban en la Tierra; los
hombres atravesaban las montañas en máquinas rapidísimas, movidas por el fuego,
¡y esas máquinas se llamaban... como ellos! Aquella, Tirso de Molina; otras, de
fijo, se llamarían Jovellanos, Quevedo, Cervantes... como los demás hijos ilustres
de España.
-Señores -dijo D. Gaspar, ya lo veis; el mundo no está perdido, ni vosotros olvidados. Ilustre poeta
mercenario, ¿qué dice vuestra merced de esto? ¿Sábele tan mal que a este
portento de la ciencia y de la industria le hayan puesto los hombres de este
siglo el seudónimo glorioso de Tirso de Molina?
Sonrió Tirso, y con toda
sinceridad se declaró satisfecho al encontrarse con tal tocayo.
-Verdad es que no lo
siento. Pero a mal mundo hemos venido si queríamos para siempre curarnos de vanidades.
-¡Oh, quién sabe, quién
sabe! Acaso no lo sean -advirtió don Gaspar.
-La gloria que da el mundo no es
gloria; pero agradecer el recuerdo, el cariño de los míseros mortales, acaso no
sea indigno de los bienaventurados.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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