Había una vez un hombre muy
torcido, muy torcido. Parecía que el tuerce lo hubiera cogido de mingo. Como
era más torcido que un cacho de venado, le pusieron el apodo de Cacho de Venado
y así todo el mundo le llamaba Juan, Cacho e´ Venao; pero con el tiempo, por
abreviar, sólo le decían Juan Cacho.
Creyendo hacer una gracia,
se casó, pero la paloma le salío un sapo, porque la mujer tenía un humor que
sólo el santo Job la podía aguantar. Parecía que el pobre Juan Cacho se hubiera
puesto expresamente a buscar con candela la mujer más mal geniosa del mundo.
Para alivio de males era
peor que una cuila para tener hijos. Y no echaba las criaturas al mundo como
Dios manda, sino que cada rato salía mi señora con guápiles. En un momento se
llenaron de chiquillos. ¡Y había que ver lo que era mantener aquella marimba!.
Luego, con ese tuerce, era
rara la semana que Juan podía salir adelante, porque nada más que pichuleos era
lo que encontraba. Y no era que el hombre de Dios fuera un atenido de esos que
les gusta pasarse la vida rascándose la panza. No. Si era
amigo de Gurrugucear el real por todo.
El lo mismo le hacía a una
cosa que a otra, y todo sabía hacer: él encalaba, él cogía goteras, él
desyerbaba; él metía y picaba leña; él remendaba ollas; él jalaba diarios; él,
para hacer barbacoas a las matas de chayote; él para sacar raíces.¿Que un
remiendo de albañil? Allí estaba Juan Cacho. ¿Que componer una cumbrera? Allí
estaba Juan Cacho. En fin, él hacía lo que podía pero nunca quedaba bien con
aquella fierísima de su mujer. Había que ver las samotanas que le armaba los
sábados, cuando llegaba con la mantención escasa... ¡Válgame Dios! La mujer le
tiraba las cuatro papas y los frijolillos, el maicillo y la tapilla de dulce.
Los chiquillos eran
enfermizos, llenos de granos, sucios y con el ejemplo que les daba la Mama,
también malcriados con el Tata.
Por fin un día a Juan se
le llenó la cachimba, como dicen, y no quiso aguantar más. Echó sus cuatro
chécheres en un saco y se fue a rodar tierras.
De camino se ganó unos
rialitos y compró, para matar el hambre, un diez de pan y quince de salchichón.
Anda y anda, le agarró la noche en despoblado y de ribete comenzó a llover. Se
metió en un rastrojo en donde quedaba en pie una media agua de cañas y hojas.
Encendió un fogón para calentarse, se arrodajó en el suelo y sacó de su morral
el pan y el salchichón, dispuesto a no dejar ni una borona.
Iba a echarse el primer
bocado, cuando oyó que le dijeron:
-¡Ave María Purísima!
Levantó los ojos y va
viendo un viejitico todo tulenquito hecho un pirrís, apoyado en un bordón.
Tenía cuatro mechas canosas y una barbilla rala y todo él inspiraba lástima. Al
viejito se le iba los ojos detrás del pan y del salchichón.
-¡Sea por Dios! Y Juan
Cacho tenía tanta hambre. Pero, ¡qué caray!, donde hay para uno hay para dos.
-Aquí hay pa juntos,
amigó, dijo Juan Cacho al viejito.
El viejito no se hizo de
rogar; se arrodajó también en el suelo y se puso a comer con una gana, que es
veía que hacía su rato no probaba bocado. Y si Juan Cacho no se anda listo, no
lo deja a oscuras.
Así que comieron y medio
se calentaron, se echaron a dormir sobre la hojarasca.
Cuando comenzaron las
claras del día, despertó Juan Cacho y vió al viejito dispuesto a darle agua a
los caites. Hacía un frío que no se aguantaba. ¡Ah!, ¡un jarro de café bien
caliente!, pensó Juan. El viejito, como si le estuviera leyendo el pensamiento,
le dijo:
-Hombré, ¿te gustaría
tomar una tasa de café acabadito de chorrear? Por supuesto que con eso no hizo
más que alborotarle las ganas. El viejito se fue sacando de la bolsa una
servilleta blanquitica que daba gusto. No parecía que entre el montón de
chuicas que era el viejo, pudiera haber un trapo tan limpio.
-Tomá, le dijo, te voy a
hacer este regalo.
-¿Y para qué quiero yo
esto?, pensó Juan Cacho. Será para limpiarme el hambre de la boca...
Como si hubiera oído esta
reflexión, el viejito le respondió:
-No creás, hijó. Esta es
una servilleta de virtud. Te la doy para premiarte tu buen corazón. Me diste la
mitad de lo que tenías. Yo sé que te quedaste con hambre por mí.
Juan se quedó viendo a su
huésped y se puso en un temblor cuando se dió cuenta de que ya no era un
viejito tulenquito, con una barbilla rala y cuatro mechas canosas, cubierto de
chuicas, sino TATICA DIOS en persona, envuelto en resplandores. Juan se puso de
rodillas y le rezó el Bendito Alabado. El señor le dijo:
-Extendé la servilleta en
el suelo y decí: “Servilletica, por la virtud que Dios te dió, dame de comer”.
Entonces la servilleta se
hizo un gran mantel y sobre él apareció una gran cafetera llena de café
caliente y aromático; un pichel lleno de postrera amarillita y acabada de
ordeñar; un cerro de tortillas de queso, doradas, de esas que al partirlas
echan un vaho caliente que huele a la pura gloria y que al partirlas hacen
hebras; un tazón de natilla; bollos de pan dulce con su corteza morena, de los
que se esponjan al partirlos y se ven amarillos de huevo y de aliño; tarritos
de jalea de membrillo y de guayaba; pollos asados, frutas , en fin, tanta cosa
que sería largo de enumerar.
Cuando Juan volvió a ver,
ya Tatica Dios no estaba allí. Juan estaba muy asustado con la aparición, pero
pudo más el hambre y se puso a comer todas aquellas ricuras con las que jamás
había soñado su imaginación de pobrecito.
Cuando terminó, todavía
quedaban viandas como para una semana. Recogió la vajilla que era de oro y
plata y de la más fina porcelana y puso todo lo que pudo en su saco, porque no
creía que la cosa se repitiera. Luego se guardó la servilleta.
Allá de camino, por
tantear, la volvió a extender sobre el zacate y dijo: “Servilletica, por la
virtú que Dios te dió, dame de comer”. Y otra vez apareció un banquete que se
lo hubieran deseado los obispos y los reyes. Lo que hizo fue que en el primer
rancho que encontró, avisó para que fueran a recoger todo aquello.
Juan Cacho pensó en su
chiquillos hambrientos, y a pesar de lo mal criados que eran , y de su mujer,
creyó que su deber era volver a donde ellos y darles de comer. Y se puso a
imaginarlos sentados alrededor de un banquete como los que había tenido
enfrente. Lo que voy a hacer, pensó, es no dejarlos comer mucho, para que no se
empachen.
Al anochecer llegó a un
sesteo. Bajo un gran higuerón y sentados alrededor de una gran fogata, había
muchos boyeros y hombres que venían arreando ganado. Estaban tomando café que
le habían comprado al dueño del sesteo. La verdad es que lo que vendía este
hombre, no era café, sino agua chacha. Entonces Juan Cacho les dijo:
-Boten esa cochinada y van
a probar lo que es café. ¡Y no van a tomar café vacío!...
Diciendo y haciendo,
extendió en el suelo su servilleta y dijo: “Servilletica, por la virtú que Dios
te dió, danos de comer”. Y aparecieron el café, y la postrera y la natilla y
los pollos asados y vinos y las sabrosuras. Toda aquella gente acostumbrada a
arroz, frijoles y bebida, no se atrevían a tocar los ricos manjares.
Juan les dijo: “¡Ideay,
viejos, aturrúcenle, que ahora es tiempo!”
Los arrieros no se
hicieron de rogar. A poquito rato se les habían subido los tragos y aquello era
parranda y media.
El dueño del sesteo era lo
que se llama un hombre angurriento, de los que no pueden ver bocado en boca
ajena, y en cuanto se dió cuenta del tesoro que era aquella servilleta, le echó
el ojo.
Apenas vió que Juan Cacho
se había dormido, le sacó la servilleta y le puso otra en su lugar. Y Juan, que
había caído como una piedra, tan rendido estaba, y que además andaba medio
tuturuto con los tragos que se había tomado, no sintió nada.
Antes de amanacer se
levantó Juan Cacho ya fresco, se cercioró de que tenía la servilleta entre la
bolsa y cogió para su casa. De camino se iba haciendo ilusiones, de la sorpresa
que les iba a dar a su mujer y a sus chiquillos; de lo mansita que se le iba a
poner la alacrana de su esposa y se imaginaba a cada una de sus criaturas con
un pollo asado en la mano.
Cuando llegó a su casucha,
entró muy orondo, dándose aire de persona quitada de ruidos.
En cuanto lo vió la
chompipona de su mujer comenzó a insultarlo; pero él no le hizo caso y se fue
derecho al fogón, y destapó la olla que tenía en el fuego. Al ver que lo que
había en la olla eran cuatro guineos bailando en agua de sal, se echó a reír y
los tiró a medio patio. La mujer y los chiquillos creían que el hombre se había
chiflado.
-¡Van a ver lo que les
traigo de comer!, les dijo. En cambio de esa cochinada que tenían en el fuego,
les voy a dar pollos, chompipes, vino y dulces, de caer sentados comiendo.
Y ñor Aquel cogió los
cuatro chunches que tenían sobre la mesa renca, los tiró por donde primero
pudo; se sacó de la bolsa la servilleta; con mil piruetas la extendió sobre la
mesa y, echándose para atrás, grito: “ Servilletica, por la virtud que Dios te
dió, danos de comer”.
¡Y nada!...
Juan Cacho se quedó más
muerto que vivo. ¡María Santísima! ¿Qué era eso? ¿Será que no le había oído la
servilleta? Volvió a repetir. ¡Y nada! ¿Lo habría cogido de mona Tatica Dios?
No podía ser. El no es de esos que cogen de mona a nadie. ¿Pues, y esto qué
era?
Entre tanto la mujer había
vuelto a coger los estribos: agarró un palo de leña y se lo dejó ir con toda
alma, que si no se agacha el hombre, le parte la jupa por la pura mitad. Y no
fue cuento, Juan Cacho tuvo que salir por aquí es camino, mientras el culebrón
y los chacalincillos le gritaban improperios.
Bueno, Juan Cacho quiso ir
a darle las quejas a Tatica Dios, de lo que le había pasado y se puso al caite,
camino del lugar en donde se lo había encontrado. Llegó al anochecer, sin haber
probado bocado y con abejón en el buche. Encendió un fogón y se sentó a esperar.
Allá, al mucho rato, de veras fue llegando Nuestro Señor con un borriquito de
diestro.
-¿Ideay, hijó, qué estás
haciendo aquí?; le preguntó.
A Juan se le pegó el nudo.
-¿Que qué estoy
haciendo?... ¡Pero mi Señor Jesucristo, si vos debés saberlo!... Lo que es la
tal servilleta, en mi casa no me sirvió sino para ponerme en vergüenza. Va de
decile y decile y lo que hizo esta piedra, hizo ella. De allí salí que deseaba
me tragara la tierra ... Había que ver a mi mujer que es más brava que un
solimán, después, que le tiré los guineos al patio...
-¡Oh, Juan, le dijo
Nuestro Señor, vos sí que sos sencillo! En fin, aquí te traigo este
borriquito... A ver, extendé en el suelo ese saco que traes.
Juan lo extendió.
-¡Ppp, Ppp!, hizo el
Señor, animando al borriquito para que se parara sobre el saco.
Cuando la bestia se colocó
sobre el saco, Tatica Dios ordenó a Juan que fuera repitiendo con El lo que
decía:
-“Borriquito, por la
virtud que Dios te dió, reparame plata”. No lo habían acabado de decir, cuando
el animal se puso a echar monedas por el trasero; monedas en vez de estiércol.
¡Ay, Dios mío!, ¿Qué era
aquello?
Cuando Juan levantó los
ojos para ver a Tatica Dios, ya éste había desaparecido.
Juan se puso a bailar en
una pata de la contentera y no aguardó razones, sino que cogió el camino de
vuelta.
Cuando pasó por el sesteo,
se sintió muy rendido y entró a pedir posada.
Apenas lo vió el dueño, se
quedó chiquitico, pensando que el otro venía a reclamarle.
-¡Hola, compadrito!
¡Dichosos ojos! ¿Y qué viento lo trae por aquí?
Y Juan, que no tenía
pringue de malicia, le soltó:
-¡Viera, viejo, lo que
traigo! ¡Esto sí que es cosa buena! Vamos y tráigame una cobija o un trapo y va
a ver usté...
El hombre no se hizo rogar
y cogió un pedazo de mantalona que estaba a mano. Juan hizo que el burro se
colocara encima de la mantalona y dijo: -Burriquito, por la virtú que Dios te
dió, reparame plata.
Y al momento estaba el
burro echando monedas de oro por el trasero, en vez de estiércol.
Al hombre casi le da una
descomposición del susto de ver aquel gran montón de monedas de oro. Y al
momento se puso a pensar que este burro tenía que ser de él.
Lo primero que hizo fue
darle guaro a Juan para que se almadeara; luego lo llevó a acostarse. Pero en
medio de la soca que se tenía, el pobre Juan no perdía del todo el sentido y no
soltaba el mecate con que llevaba amarrado el burro. Al fin del cuento se privó
y entonces el otro aprovechó la oportunidad para quitarle el burro y
cambiárselo por otro muy parecido.
Al día siguiente muy de
mañana, se puso Juan camino de su casa. Como estaba de goma y él de por sí no
era muy observador, no se fijó en que le habían cambiado el animal. Bueno, el
caso es que llegó a la casa y se metió con todo y burro. Como se sentía muy
seguro, no hizo caso de los denuestos con que lo recibió la gallota de su
mujer. Juan se fue derechito a la cama, quitó la cobijilla colorada llena de
churretes de candela con que todavía estaban cobijados los chacalincillos, la
tendió en el suelo e hizo que el burro se encaramara sobre ella. Luego gritó
entusiasmado:
-Burriquito, por la virtú
que Dios te dió, reparanos plata.
¡Y nada!
Volvió a decirle y nada.
¡Ayayay! ¿Qué era esto, María Santísima? Otra vez le gritó:
-Burriquito, que por la
virtú que Dios te dió repararme plata.
Y lo que hizo el animal
fue una buena gracia sobre la
cobija. Por supuesto que eso fue el colmo. La mujer le tiró
encima los tizones y luego los chiquillos cogieron los cagajones del burro y lo
agarraron a cagajonazos.
Al pobre Juan le faltaron
pies para salir corriendo. Y, lejos, se sentó a recapacitar. ¿Pues y ésto qué
será? ¿Será que Tatica Dios de veras se había querido burlar de él? No podía
ser; Nuestro Señor no es de bromas, y menos con un triste como él. Entonces
decidió volver allá arriba, al lugar en donde se le había aparecido. Quién
quita que se le apareciera otra vez y le pusiera en claro aquello...
Juan volvió a tomar el
camino, anda y anda. Por fin llegó, ya oscureciendo, cansado, con hambre y todo
achucullado. ¡Qué hombre más torcido era él, que hasta con Tatica Dios le iba
mal! Se sentó, y no fue cuento, sino que largó el llanto, allí en la soledad,
donde nadie lo podía ver.
-Hombre, Juan, ¿qué es
eso?
Levantó los ojos y allí
estaba Tatica Dios en persona, con un saco a la espalda, mirándolo, entre
malicioso y compasivo.
¿Y eso qué es, Juan?
¿Mariqueando como las mujeres? Se veía que le quería meter ánimo.
-¿Pues no ves, Señor mío
Jesucristo, que con el burro también me fue mal? Mientras la cosa era afuera,
funcionaba muy bien, pero en cuanto llegué a mi casa, y había que enfrentarse a
mi mujer, ¡adiós mis flores!... Lo que hizo fue una gracia en la cobija, y
entre la mujer y los chiquillos me cogieron a cagajonazos. Y si no me las
pinto, me matan.
-Pues hijó, yo lo que
encuentro es que vos no te das a respetar de tu mujer ni de tus hijos, y eso va
contra la Ley de Dios. Allí quien debiera tener los pantalones es tu mujer.
Bueno es culantro, pero no tanto, hijo. Bueno es que seas paciente, pero no
hasta el extremo. Vos debés amarrarte esos calzones, Juan, si no querés que tus
hijos acaben por encaramársete encima y tu mujer te ponga grupera. Y mirá,
muchacho, hay que tener su poquito de malicia en la vida, si no querés salir
siempre por dentro. Vos sos muy confiado con todo el mundo; crees que todos son
tan buenos como vos, ¡y qué va! Ese hombre del sesteo te ha jugado sucio,
hombre de Dios, y ... no te digo más. Aquí te traigo, para ver si sabés sacarle
partido.
Tatica Dios abrió el saco
y sacó tamaña perinola que más parecía garrote que otra cosa.
-Poné atención, Juan, a lo
que voy a decir:
-Escomponte, perinola.
Y la perinola salió del
saco y comenzó a arriarle a Juan sin misericordia.
-¡Ay, ay, ayayay!, gritaba
Juan. ¿Ideay, Señor, tras dao, meniao? Me arrea mi mujer y vos también, Señor.
Qué esperanza me queda. ¡Ayayay!
Nuestro Señor dijo:
-Componte, perinola.
Y la perinola se metió muy
docilita entre el saco, como si tal cosa.
-Es para que aprendás,
Juan, a no dejarte. Es la última vez que te meto el hombro. Y si con esta no
entendés, no tenés cuando, y mejor es que me dejés quieto. Yo no te digo que no
seas bueno con tu prójimo, pero tampoco te dejés, porque eso es dejar lugar a
que el egoísmo se extienda como una mata de ayote. Y no volvás por aquí, Juan y
no te dejés.
Juan oyó el sermón muy humildito,
con los ojos bajos, se le había abierto como una hendija en los sesos y ahora
iba comprendido... Tenía razón Tatica Dios. Estaba bueno lo que le había
pasado, por tonto. Sí quién veía al dueño del sesteo tan labioso. Claro, para
mientras se lo tiraba. Pero ahora que se encomendara. Y que se alistara su
mujer, y que los chiquillos se fueran ensebando las nalgas. Y Juan Cacho se
echó el saco a la espalda y comenzó a bajar la cuesta muy decidido, a grandes
pasos.
Llegó al sesteo y salió el
hombre hecho una aguamiel, sin saber si el otro venía a reclamarle o a dejarle
otra cosita.
-¡Hola, compadrito!
¡Dichosos ojos! Pase adelante, debe estar muy cansadito. Voy a llamar a mi
mujer para que me le aliste aunque sea un plato de arroz y frijoles.
Juan Cacho no se hizo de
rogar y se sentó a comer con el saco a un lado. El hombre estaba con una gran
curiosidad de saber qué traía el otro en el saco.
-¿Ideay, compadrito, no
trae por ahí alguna novedad de las que usté acostumbra?
Juan se le acercó y le
dijo bajito:
-Sí, mi estimado, pero es
un gran secreto. Vamos para allá adentro, a un cuarto donde nadie nos oiga. Y
advierta a su mujer y a su familia que oigan lo que oigan, no se asomen, porque
entonces todo se nos echa a perder. De veras, el otro se fue allá adentro y le
advirtió a todo el mundo que nadie se acercara al cuarto, oyera lo que oyera. Y
dijo a su mujer, guiñándole un ojo:
- Voy a ver si hago con
ñor Aquel otro negocito como el de la servilleta y el del burro. Ya vos sabés.
Ve que nadie se acerque, ya te lo advierto.
Si la cosa sale mal por tu
culpa, por no cuidar bien para que no se acerquen, vos me la pagarás.
Se fueron para el cuarto y
se encerraron con llave. Juan fue abriendo poquito a poco el saco, y el otro
hombre con una curiosidad... Estiraba el pescuezo para ver qué tenía entre el
saco y parecía que tenía baile de Sanvito y quería meter la mano.
-¡Ché!, No se asome,
viejo, porque entonces no resulta, le advertía Juan, abriendo poquito a poco el
saco.
-¿Y dígame, compadrito,
preguntó Juan Cacho, cómo le ha salido el burriquito?
-¿Cuál burriquito?,
preguntó el otro sobresaltado.
-Pues el burriquito...
usté sabe. ¿Y la servilletica, le ha servido de algo?
-No sé de qué me está
hablando.
-¿Con que no lo sabe? Pues
le voy a enseñar.
Y Juan puso la boca del
saco en dirección del hombre y gritó:
-Escomponte, perinola.
La perinola que parecía un
garrote, salió del saco disparada y comenzó a arriarle al hombre sin
misericordia y le dió tal garroteada que lo dejó negrito de cardenales. El
hombre gritaba pidiendo socorro, pero como había advertido a la familia que
oyeran lo que oyeran, no se asomaran, nadie acudió a su auxilio.
Juan Cacho le preguntó:
¿Sabés ahora de cuál
servilleta y de cuál burro te hablo?
-¡Sí sé! ¡Sí sé!, gritaba
el hombre, y ahoritica mismo te los devuelvo, pero ve que ese garrote no me
pegue más.
-Cuando me devolvás mis
cosas, entonces...
La servilleta y el buroo
le fueron devueltos. Cuando Juan Cacho se convenció de que eran los legítimos,
se montó en su burro y con la servilleta entre la bolsa y el saco de la
perinola al hombro, cogió camino para su casa. El hombre del sesteo se quedó en
un quejido y su cuerpo parecía el de un crucificado.
Juan llegó a su casa.
Apenas lo divisó su mujer, le gritó:
-¿Ya venís, poca pena?
Vení acá y te contaré un cuento, gran atenido, que sólo servís para echar hijos
al mundo y después no sabés mantenerlos. Y no te basta venir solo, sino que
también traes el burro. De las costillas te voy a sacar mi cobija, gran tal por
cual...
¡Ave María! La mujer
parecía un toro guaco. Y los chiquillos malcriados, haciéndole segunda.
Juan Cacho no hizo caso y,
tun tun, se metió en la casa, como sino fuera con él. La mujer y los chiquillos
se metieron también insultándolo, Juan abrió el saco y cuando su mujer le iba a
zampar ya la mano, gritó:
-Escomponte, perinola.
Y salió la perinola a
cumplir con su deber y a darle a aquella alacrana. Hasta que sonaban los
golpes: pan, pan... Y la mujer gritaba y gritaba pidiéndole auxilio.
De cuando en cuando la
perinola les daba a probar también a los gülas que se habían metido debajo de la cama. Los vecinos
acudieron, y como no les abrían, echaron la puerta abajo y también salieron
rascando.
A la mujer, a punta de
garrote, se le había bajado la cresta y muy humildita se puso a pedirle perdón
a Juan y a decirle que no lo volvería a hacer, que en adelante iba a ser otra
cosa.
Juan se compadeció y
gritó:
-Componte, perinola.
Y la perinola que parecía
un garrote se metió muy docilita en el saco. Había que ver las chichotas y
cardenales que tenían en el cuerpo la madre y los hijos. Juan se paseaba muy
gallo por entre aquellas palomitas y corderitos, que le miraban con toda
humildad.
-Ahora, a comer, ordenó
Juan, y extendió sobre la mesa renca la servilletica.
-Servilletica, por la
virtú que Dios te dió, danos de comer.
Y la servilletica se
volvió mantel y se cubrió de viandas exquisitas. Todos comieron y se chupaban
los dedos. Juan mandó a repartir entre la vecindad y todavía quedó.
Enseguida cogió la cobija,
la tendió en el suelo y dijo:
-Burriquito, por la virtú
que Dios te dió, repáramos plata.
Y la bestia echó por el
trasero, no cagajones, como la vez pasada, sino monedas de oro.
Después de eso la mujer
tuvo que coger cama ocho días, tan mal parada había quedado con la garroteada;
pero allí en la cama, mi señora parecía una madejita de seda.
Juan compró una casa
grande, hermosísima y los pobres se acabaron en ese pueblo, porque Juan no
dejaba que hubiera gente con necesidad.
A los chiquillos le
sacaron las lombrices; se pusieron gordos y colorados; además se volvieron muy
educados, porque Juan puso colgando en el gran salón y medio a medio, el saco
de la perinola, con una pizquita de fuera, para que todo el mundo viera que
allí estaba quien todo lo arreglaba.
Pero de eso hace ya muchos
años, y quien sabe que se hicieron la servilletica, el burriquito y la
perinola.
1.040. Lyra (Carmen)
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