Y como
todo llega al fin en la vida cuando debe llegar, también llegó el 24 de junio,
día de la gran fiesta de los Amancaes, en el que todos los habitantes de Lima,
a pie, a caballo o en carruaje, se dirigieron a la célebre meseta, situada a
media legua de distancia de la ciudad. Mestizos e indios se mezclaban en la
fiesta común y marchaban alegremente por grupos de parientes o de amigos. Cada
uno de estos grupos llevaba sus provisiones e iba precedido por un tocador de
guitarra que cantaba los aires más populares.
Avanzaban
a través de los campos de maíz, cruzando los bosques de bananeros o por entre
las calles de sauces en busca de los bosques de limoneros y naranjos, cuyos
perfumes se confundían con los aromas suaves de la montaña. A lo largo del
camino, había puestos ambulantes que ofrecían a los paseantes aguardiente y
cerveza, siendo tan numerosas las libaciones de estos líquidos, que indios y
mestizos reían a carcajadas, medio ebrios. Los que iban a caballo hacían
caracolear sus monturas en medio de la multitud, compitiendo unos con otros en
celeridad, habilidad y destreza.
Reinaban
en la fiesta, que toma el nombre de las florecillas de la montaña, un ardor y
una libertad inconcebibles, a pesar de lo cual jamás se promovía una disputa
que turbara la alegría pública. Algunos lanceros a caballo, con corazas
resplandecientes, mantenían el orden.
Cuando
la multitud llegó a la meseta de los Amancaes, se oyó un inmenso clamor de
admiración, que fue repetido por los ecos de la montaña.
A los
pies de los espectadores se extendía la antigua Ciudad de los Reyes, cuyas
torres y campanarios llenos de sonoras campanas, se elevaban osadamente hacia
el cielo. San Pedro, San Agustín y la catedral atraían las miradas hacia sus
torres, que brillaban heridas por los rayos del sol. Santo Domingo, la rica
iglesia cuya Virgen no lleva jamás dos días seguidos el mismo manto, levantaba
más que sus vecinas la flecha elegante de su campanario.
A la
derecha, el océano Pacífico hacía ondular sus extensas llanu-ras azules al
soplo de la brisa, y la vista, volviendo del Callao a Lima, se deleitaba en la
contemplación de todos aquellos monumentos funerarios que contenían los restos
de la gran dinastía de los Incas. En la lejanía, el cabo Morro-Solar encerraba
como en un cuadro los esplendores de aquel espectáculo.
Pero
mientras los limeños contemplaban admirados tan esplén-didos panoramas, se
preparaba un drama sangriento en las heladas cumbres de la cordillera.
Efectivamente,
al paso que los habitantes de la ciudad la iban abandonando, penetraban gran
número de indios, que vagaban por sus calles. Los hombres, que, por lo general,
tomaban parte activa en la fiesta de los Amancaes, se paseaban entonces
silenciosamente y con aire singularmente pensativo. De vez en cuando, algún
jefe les daba apresuradamente una orden secreta y reanudaban su marcha; pero
todos se iban reuniendo poco a poco en los barrios más ricos de la ciudad.
Cuando
el sol comenzó a desaparecer en el horizonte, la aristocracia limeña emprendió
el camino de los Amancaes, luciendo sus trajes más costosos y sus más valiosas
alhajas. Una inter-minable fila de coches desfiló entre los árboles, confundida
con las gentes que marchaban a caballo o a pie.
En el
reloj de la catedral dieron las cinco.
Un
griterío inmenso resonó en la ciudad. De todas las plazas, de todas las calles,
de todas las casas, salieron indios con las armas en la mano. Los barrios más
hermosos fueron inundados de insurrectos, algunos de los cuales agitaban por
encima de sus cabezas teas encendidas.
-¡Mueran
los españoles! ¡Mueran nuestros opresores! -se oía gritar con voces
estentóreas.
Casi al
mismo tiempo, se cubrieron las cimas de los cerros también de indios, que se
dispusieron a unirse a sus hermanos de la ciudad.
Lima
ofrecía en aquel momento un aspecto extraño. Los insurrectos se habían
esparcido por todos los barrios y a la cabeza de una de sus columnas iba Martín
Paz, agitando la bandera negra, en dirección a la Plaza Mayor , mientras
los demás indios atacaban las casas previamente designadas para ser demolidas.
Cerca de él, Manangani lanzaba feroces aullidos.
En la
plaza, los soldados del Gobierno, prevenidos contra la rebelión, se habían
formado en orden de batalla delante del palacio del presidente, y los insurgentes,
al entrar en la plaza, fueron recibidos por una nutrida granizada de balas.
Sorprendidos
al principio por aquella descarga, que estaban muy lejos de esperar, y que
arrebató a muchos la vida, se lanzaron contra la tropa con ímpetu insuperable,
produciéndose una horrible confusión en que los contendientes llegaron a pelear
cuerpo a cuerpo. Martín Paz y Manangani hicieron prodigios de valor; pero sólo
por milagro se libraron de la muerte.
Necesitaban
tomar el palacio y fortificarse en él a todo trance.
-¡Adelante!
-gritó Martín Paz.
Y a su
voz se precipitaron los indios al asalto.
Aunque
de todas partes eran rechazados, lograron los indios a su vez hacer retroceder
a la tropa que rodeaba el palacio, y ya Manangani se lanzaba a los primeros
escalones del pórtico, cuando se detuvo repentinamente.
Las
filas de los soldados se habían abierto y por el espacio que habían dejado
libre asomaban sus bocas dos piezas de artillería, colocadas allí para
ametrallar a los sitiadores.
No
había tiempo que perder. Era absolutamente preciso saltar sobre la batería y
apoderarse de ella, antes que disparase.
-¡Vamos
los dos! -exclamó Manangani, dirigiéndose a Martín Paz.
Pero
éste acababa de alejarse y no escuchaba ya nada, porque un negro le había dicho
al oído estas palabras:
"Están
saqueando la casa del marqués de Vegal, y quizás asesinándolo."
Al oír
esto, Martín Paz retrocedió; y Manangani quiso arrastrarlo consigo hacia
delante; pero, en aquel momento, los cañones dispararon y la metralla diezmó
las filas de los indios.
-¡Síganme!
-gritó Martín Paz.
Varios
compañeros, que le eran muy adictos, se unieron a él, y con la ayuda de éstos
consiguió el indio abrirse paso entre los soldados.
Aquella
fuga tuvo todas las apariencias y resultado de una traición, porque, creyéndose
los indios abandonados por su jefe, fue imposible reunirlos de nuevo, a pesar
de los esfuerzos que realizó Manangani para llevarlos al combate.
Envueltos
en una nube espesa de tropas que los fusilaban sin piedad, se produjo una
espantosa confusión y su derrota completa. Las llamas, que se elevaban al cielo
en ciertos barrios, atrajeron a algunos fugitivos sedientos de pillaje; pero
los soldados los persiguieron espada en mano, dando muerte a gran número de
ellos.
Entretanto,
Martín Paz llegó a casa del marqués, donde se sostenía una lucha encarnizada,
dirigida por el mismo Zambo. El indio tenía sumo interés en entrar allí,
porque, combatiendo al español, deseaba al mismo tiempo apoderarse de Sara,
prenda de la fidelidad de su hijo.
Derribadas
la puerta y las paredes del patio, se presentó el marqués con la espada en la
mano, rodeado por sus servidores para rechazar a la turba que invadía su
palacio. La altivez de aquel hombre y su valor tenían algo de sublimes. No sólo
no trataba de evitar el peligro, sino que parecía buscarlo con tal de sembrar
la muerte en su derredor.
Pero,
¿qué podía hacer contra aquella multitud de indios que, lejos de disminuir,
aumentaba por momentos con la llegada de los vencidos de la Plaza Mayor ?
Viendo
el marqués disminuir sus fuerzas y sus defensores, estaba ya decidido a dejarse
matar sin oponer resistencia, en vista de la inutilidad de sus esfuerzos,
cuando Martín Paz, con la rapidez del rayo, acometió a los agresores,
obligándolos a volverse contra él y, consiguiendo llegar hasta el marqués, en
medio de las balas, para servirle de escudo con su cuerpo.
-¡Bien,
hijo mío, bien! -dijo el marqués a Martín Paz, estrechándole la mano.
Pero el
joven indio estaba triste y no desarrugaba el ceño.
-¡Bien,
Martín Paz! -repitió otra voz que le llegó al alma.
Conoció
a Sara, y su brazo trazó un ancho círculo de sangre en torno suyo. La tropa del
Zambo empezaba a ceder. Aquel nuevo Bruto había dirigido por segunda vez los
golpes contra su hijo sin poder alcanzarlo, en tanto que Martín Paz, cuando en
el ardor de la lucha veía que el enemigo sobre quien iba a descargar el hacha
era su padre, desviaba el arma para no herirlo.
De
repente, Manangani, cubierto de sangre, se puso al lado del Zambo, diciéndole:
-Has
jurado vengar la traición de un infame en sus parientes, en sus amigos y en él
mismo, y ha llegado el momento de que cumplas tu palabra, porque los soldados
se acercan y el mestizo Andrés Certa viene con ellos.
-Ven,
pues, Manangani -dijo el Zambo, riéndose ferozmente; ven.
Y
saliendo ambos de la casa del marqués, corrieron hacia la tropa que llegaba al
paso de carga. Las tropas les apuntaron; pero el Zambo, sin intimidarse, se fue
derecho al mestizo.
-Si es
usted Andrés Certa -le dijo, sepa que su novia se encuentra en casa del
marqués, y Martín Paz va a llevársela a las montañas.
Y,
dicho esto, los indios desaparecieron.
El
Zambo había puesto frente a frente a los dos enemigos mortales, y los soldados,
engañados por la presencia de Martín Paz, se precipitaron contra la casa del
marqués.
Andrés
Certa, loco de furor y de celos, se arrojó contra Martín Paz, tan pronto como
lo vio.
-Ahora
nos las entenderemos nosotros dos -gritó el joven indio, y abandonando la
escalera de piedra, que tan valientemente había defendido, corrió hacia donde
se encontraba el mestizo.
Allí se
encontraron pecho contra pecho, tocándose las caras y confundiéndose las
miradas en un relámpago de odio. Ni amigos ni enemigos podían acercarse a
ellos, que, estrechamente abrazados, ni respiraban siquiera.
Andrés
Certa se irguió contra Martín Paz, a quien se le había caído el puñal; pero, al
levantar el brazo el mestizo, logró el indio asirlo antes de que le hiriese.
Andrés Certa intentó inútilmente desprenderse de su enemigo, quien, volviendo
su puñal contra aquél, se lo clavó hasta el puño en el corazón.
Después,
se arrojó en brazos del marqués de Vegal.
-¡A las
montañas, hijo mío! -exclamó el marqués. Huye a las montañas, te lo ordeno.
En
aquel momento, se presentó el judío Samuel y se precipitó sobre el cadáver de
Andrés Certa, arrancándole la cartera que llevaba en el bolsillo; pero Martín
Paz, que lo había visto, se apresuró a apoderarse de ella, la abrió, la hojeó,
exhaló un grito de alegría y, avanzando hacia el marqués, le puso en la mano un
papel que decía lo siguiente:
"He
recibido del señor Andrés Certa cien mil duros, cantidad que me comprometo a
devolverle si Sara, a quien salvé del naufragio del San José, no es hija y
única heredera del marqués de Vegal."
"Samuel."
-¡Mi
hija! -exclamó el español, y se precipitó en el aposento de Sara; pero ésta no
estaba allí. El padre Joaquín, que, bañado en su propia sangre, se encontraba
en aquella estancia, no pudo articular más que estas palabras:
-El
Zambo..., robada..., río de Madera.
1.016. Verne (Julio)
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