El Sol
acababa de ocultarse al otro lado de los picos nevados de las cordilleras; pero
bajo aquel hermoso cielo peruano, a través del transparente velo de las noches,
la atmósfera se impregnaba de una frescura luminosa. Era la hora en que el
viento bienhechor, que soplaba fuera de las viviendas, permitía vivir a la
europea, y los habitantes de Lima, envueltos en sus ligeros abrigos y
conversando seriamente de los más fútiles asuntos, recorrían las calles de la
población.
Había,
pues, gran movimiento en la plaza Mayor, ese foro de la antigua Ciudad de los
Reyes. Los artesanos disfrutaban de la frescura de la tarde, descansando de sus
trabajos diarios, y los vendedores circulaban entre la muchedumbre, pregonando
a grandes voces la excelencia de sus mercancías. Las mujeres, con el rostro
cuidadosa-mente oculto bajo la toca, circulaban alrededor de los grupos de
fumadores. Algunas señoras en traje de baile, y con su abundante cabello
recogido con flores naturales, se paseaban gravemente en sus carretelas. Los
indios pasaban sin levantar los ojos del suelo, no creyéndose dignos de mirar a
las personas, pero conteniendo en silencio la envidia que los consumía. Los
mestizos, relegados como los indios a las últimas capas sociales,
exteriorizaban su malestar más ruidosamente.
En
cuanto a los españoles, los orgullosos descendientes de Pizarro, llevaban la
cabeza erguida, como en el tiempo en que sus antepasados fundaron la Ciudad de los Reyes,
envolviendo en su desprecio a los indios, a quienes habían vencido, y a los
mestizos nacidos de sus relaciones con los indígenas del Nuevo Mundo. Los
indios, como todas las razas reducidas a la servidumbre, sólo pensaban en
romper sus cadenas, confundiendo en su profunda aversión a los vencedores del
antiguo Imperio de los Incas y a los mestizos, especie de clase media orgullosa
e insolente.
Los
mestizos, que eran españoles por el desprecio con que miraban a los indios, e
indios por el odio que profesaban a los españoles, se consumían entre estos dos
sentimientos igualmente vivos.
Cerca
de la hermosa fuente levantada en medio de la plaza Mayor, había un grupo de
jóvenes, todos mestizos, que, envueltos en sus ponchos, como manta de algodón
de cuadros, larga y perforada con una abertura que da paso a la cabeza,
vestidos con anchos pantalones rayados de mil colores, y cubiertos con
sombreros de anchas alas hechos de paja de Guayaquil, hablaban, gritaban y
gesticulaban.
-Tienes
razón, Andrés -decía un hombrecillo muy obsequioso, llamado Milflores.
Este
Milflores era una especie de parásito que padecía Andrés Certa, joven mestizo,
hijo de un rico mercader que había caído muerto en uno de los últimos motines
promovidos por el conspirador La Fuente. Andrés Certa había heredado un gran caudal,
que derrochaba en obsequio de sus amigos, de quienes, a cambio de sus puñados
de oro, sólo exigía complacencias.
-¿Para
qué sirven esos cambios de poder, esos pronunciamientos eternos que trastornan
el Perú? -repuso Andrés en alta voz. Que sea Gambarra o Santa Cruz el que
gobierne, no importa, si aquí no reina la igualdad.
-¡Bien
dicho, bien dicho! -exclamó el pequeño Milflores, quien con gobierno
igualitario o sin él jamás habría podido ser igual a un hombre de talento.
-¡Cómo!
-añadió Andrés Certa. Yo, hijo de un negociante, ¿no podré tener carroza sino
tirada por mulas? ¿No han traído mis buques la riqueza y la prosperidad a este
país? ¿Es que la aristocracia del dinero no vale tanto como la de la sangre que
ostenta sus vanos títulos en España?
-¡Es una
vergüenza! -respondió un joven mestizo. Vean ustedes, ahí pasa don Fernando en
su carruaje tirado por dos caballos. ¡Don Fernando de Aguillo! Apenas tiene con
qué mantener a su cochero y se pavonea orgullosamente por la plaza. Bueno; ¡ahí
viene otro, el marqués de Vegal!
Una
magnífica carroza desembocaba en aquel momento en la plaza Mayor: era la del
marqués de Vegal, caballero de Alcántara, de Malta y de Carlos III, que iba
sólo al paseo por aburrimiento y no por ostentación. Abismado en profundos pensamientos,
ni siquiera oyó las reflexiones que la envidia sugería a los mestizos, cuando
sus cuatro caballos se abrieron paso a través de la multitud.
-¡Odio
a ese hombre! -dijo Andrés Certa.
-¡No
será por mucho tiempo! -respondió uno de los jóvenes.
-No, porque
a todos esos nobles va a concluírseles pronto el lujo, y hasta puedo decir a
dónde van a parar su vajilla y las joyas de la familia.
-Efectivamente,
tú debes saber algo, porque frecuentas la casa del judío Samuel, en cuyos
libros de cuentas se inscriben los créditos aristocráticos, como se amontonan
en sus cofres los restos de esas grandes riquezas; cuando todos los españoles
sean unos mendigos como su César de Bazán, llegará la nuestra.
-La
tuya, sobre todo, Andrés, cuando te encarames sobre tus millones -respondió
Milflores. Y ahora estás a punto de duplicar tu capital.
-A
propósito, ¿cuándo te casas con la hija del viejo Samuel, esa hermosa limeña
que no tiene de judía más que su nombre de Sara?
-Dentro
de un mes -respondió Andrés Certa, en cuya fecha será mi caudal el mayor de
todo el Perú.
-Pero -preguntó
uno de los jóvenes mestizos, ¿por qué no has elegido por esposa a una española
de alto rango?
-Porque
desprecio tanto como aborrezco esa clase de gente.
Andrés
Certa no quería confesar que había sido desdeñado por varias familias nobles en
las que había tratado de introducirse.
En
aquel momento recibió un fuerte empujón de un hombre de elevada estatura y algo
canoso, cuya corpulencia hacía suponer que tenía gran fuerza muscular.
Aquel
hombre, que era un indio de las montañas, vestía chaqueta parda, debajo de la
cual se veía una camisa de gruesa tela y cuello alto que no ocultaba por
completo su pecho velludo; su calzón corto, rayado de listas verdes, se unía
por medio de ligas rojas a unas medias de color de tierra; calzaba sandalias de
piel de vaca e iba tocado con sombrero puntiagudo, bajo el cual brillaban
grandes pendientes.
Después
de haber tropezado con Andrés Certa, lo miró fijamente.
-¡Miserable
indio! -exclamó el mestizo, alzando el brazo en actitud amenazadora.
Sus
compañeros lo detuvieron.
-¡Andrés,
Andrés, ten cuidado! -exclamó Milflores.
-¡Atreverse
a empujarme un vil esclavo!
-Es el
Zambo, un loco.
El
Zambo continuó mirando al mestizo, a quien había empujado intencionadamente;
pero éste, que no podía contener su cólera, sacó un puñal que llevaba en el
cinturón, e iba a precipitarse sobre su agresor, cuando resonó en medio del
tumulto un grito gutural y el Zambo desapareció.
-Brutal
y cobarde -murmuró Andrés Certa.
-No te
precipites -aconsejó Milflores- y salgamos de la plaza. Las limeñas se muestran
aquí muy orgullosas.
Luego,
el grupo de jóvenes se dirigió al centro de la plaza.
El sol
había desaparecido ya en el horizonte, y las limeñas, con el rostro oculto bajo
el manto, continuaban discurriendo por la plaza Mayor, que estaba todavía muy
animada.
Los
guardias a caballo, apostados delante del pórtico central del palacio del
virrey, situado al norte de la plaza, hacían grandes esfuerzos para mantenerse
en su puesto en medio de aquella multitud bulliciosa. Parecía que los
industriales más diversos se habían dado cita en aquella plaza, convertida en
inmenso bazar de objetos de toda especie. El piso bajo del palacio del virrey y
el pórtico de la catedral, ocupados por un sinnúmero de tiendas, hacían de
aquel conjunto un mercado inmenso, abierto a todos los productos tropicales.
En
medio del ruido de la muchedumbre resonó el toque de oraciones del campanario
de la catedral, e inmediatamente cesó el bullicio, sucediendo a los grandes
clamores el murmullo de la oración. Las mujeres cesaron de pasear y se pusieron
a desgranar el rosario.
Y,
mientras todos los transeúntes acortaban el paso o se detenían, inclinando la
cabeza para orar, una anciana, que acompañaba a una joven, pugnaba por abrirse
paso entre la multitud, provocando grandes protestas.
La
joven, al oír las increpaciones que se les dirigían por perturbar el rezo de
las personas piadosas, quiso detenerse; pero la dueña la obligó a seguir.
-¡Hija
del demonio! -murmuraron cerca de ella.
-¿Quién
es esa condenada bailarina?
-Es una
pelandusca.
La
joven se detuvo confusa.
Un
arriero acababa de ponerle de pronto la mano en el hombro para obligarla a
arrodillarse; pero en aquel momento, un brazo vigoroso lo echó a rodar por
tierra. A esta escena, rápida como un relámpago, siguió un momento de
confusión.
-Huya
usted, señorita -le aconsejó una voz suave y respetuosa a la joven.
Ésta,
pálida de terror, se volvió y vio un joven indio, de elevada estatura, que, con
los brazos cruzados, esperaba a pie firme a su adversario.
-Por mi
alma, estamos perdidas -exclamó la dueña, arrastrando consigo a la joven.
El
arriero, maltrecho a consecuencia de la caída, se levantó; pero no creyendo
prudente pedir cuentas a un adversario tan vigoroso y resuelto como parecía ser
el joven indio, se dirigió a donde estaban sus mulas, murmurando inútiles
amenazas.
1.016. Verne (Julio)
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