En que el antiguo y solemne vals alemán se vuelve torbellino
Pero si
los espectadores, después de salir del teatro, recobraron su calma
acostumbrada; si fueron pacíficamente a sus casas, sin conservar más que una
especie de atolondramiento pasajero, no habían dejado de sufrir una exaltación
extraordinaria; y anonadados, rendidos, como si hubieran cometido algún exceso
en la comida, cayeron pesadamente en sus camas.
Al día
siguiente tuvieron todos, una especie de recuerdo de lo ocurrido la víspera. En
efecto, al uno le faltaba el sombrero, perdido en la zambra, al otro un faldón
de la levita rasgado en la pelea, a esta su fino zapato de rusel[1],
a esa su manto de los días señalados. Volvió la memoria a aquellos honrados
ciudadanos y con la memoria cierto pudor de su incalificable efervescencia. Les
aparecía todo como una orgía de la cual hubieran sido héroes inconscientes.
Ni lo
mencionaban ni querían pensar en ello. Pero el personaje más aturdido de la
población era el burgomaestre van Tricasse. Cuando al día siguiente se
despertó, no pudo hallar su peluca. Lotche la había buscado por todas partes.
Nada. La peluca se había quedado en el campo de batalla. En cuanto a hacerla
reclamar por Juan Mistrol, el trompeta juramentado de la villa, no. Valía más
sacrificarla que exhibirse a la vergüenza, teniendo la honra de ser el primer
magistrado de la población.
El
digno van Tricasse meditaba, tendido bajo sus mantas, molido el cuerpo, pesada
la cabeza, tumefacta la lengua, ardiente el pecho. No sentía gana alguna de
levantarse, al contrario, y su cerebro trabajó aquella mañana más que en
cuarenta años.
El
honorable magistrado coordinaba en su mente todos los incidentes de tan
inexplicable representación. Los comparaba con los hechos acaecidos en casa del
doctor Ox y buscaba las razones de esta singular excitabilidad que por dos
veces acababa de declararse entre sus más recomendables administrados.
¿Pero
qué ocurre? -decía para sí. ¿Qué vértigo es ese que se ha apoderado de mi
pacífica villa de Quiquendone? ¿Es que vamos a volvernos locos y habrá que
convertir la población en un vasto manicomio? ¿Por qué, en fin, ayer estábamos
todos allí, notables, consejeros, jueces, abogados, médicos, académicos, y
todos, si la memoria me es fiel, hemos pasado por ese acceso de furiosa
demencia? ¿Pero qué había pues, en aquella música infernal? Es inexplicable.
Sin embargo, yo no había comido ni bebido nada que pudiera producir en mí
semejante excitación. No. Ayer en la comida, una tajada de ternera muy hecha,
alguna cucharada de espinacas con azúcar, huevos batidos y dos vasos de cerveza
floja cortada con agua pura, eso no puede subirse a la cabeza. No. Algo hay que
no puedo explicarme, y como, en suma, soy responsable de los actos de mis
administrados, mandaré instruir indagatoria.
Pero la
indagatoria, decretada por el consejo municipal, no produjo resultado alguno.
Si los hechos eran patentes, la búsqueda de los magistrados no dio con sus
causas. Por otro lado, la calma se había restablecido en los ánimos y con la
calma vino el olvido de los excesos. Los periódicos de la localidad se
abstuvieron de hablar de ello, y la reseña de la representación, que apareció
en el Memorial de Quiquendone, no hizo alusión alguna al desenfrenado
entusiasmo de la concurrencia entera.
Pero
si, entretanto, la población volvió a su habitual apatía, si tornó a ser, al
menos en apariencia, flamenca como antes, se experimentaba que en el fondo el
carácter y temperamento de sus habitantes se iba poco a poco modificando.
Hubiera podido decirse con verdad, según la expresión del médico Domingo
Custos, que les nacían los nervios.
Expliquémonos,
sin embargo. Este cambio indudable, por nadie contradicho, sólo se presentaba
con ciertas condiciones. Cuando los quiquendonenses iban por la calle, al aire
libre, por las plazas y a lo largo del Vaar, seguían siendo aquellas buenas
gentes frías y metódicas, de antiguo conocidas. Asimismo, cuando se confinaban
en su morada, unos trabajando de manos y otros de cabeza, ni los unos hacían
nada, ni los otros discurrían en lo más mínimo. Su vida privada era silenciosa,
fuerte, vegetativa como siempre. Ni había reyertas ni reconvenciones en las
familias, ni aceleración de palpitaciones en el corazón, ni excitación alguna de
la medula encefálica. El promedio de las pulsaciones seguía siendo el de los
buenos tiempos, de cincuenta a cincuenta y dos por minuto.[2]
Pero,
fenómeno absolutamente inexplicable; que hubiera dejado burlada la sagacidad de
los fisiólogos más ingeniosos de la época, si los habitantes de Quiquendone no
se modificaban en su vida privada, se transformaban visiblemente por el
contrario en la vida común, con motivo de las relaciones que entre los
individuos se establecen.
Así es
que si se reunían en un edificio público, ya no andaba la cosa bien, como decía
el comisario Passauf. En la
Bolsa , en el Ayuntamiento, en el anfiteatro de la Academia , en las sesiones
del consejo, en las reuniones de los doctos, se producía una especie de
revivificación o sobreexcitación singular que se apoderaba de los asistentes.
Al cabo de una hora las relaciones ya eran agrias. A las dos horas la discusión
degeneraba en disputa. Las cabezas se calentaban y se acudía a las
personalidades. En la iglesia misma, durante el sermón, los fieles no podían
oír con sangre fría al ministro Stabel, que, agitándose en el púlpito, los
amonestaba con más severidad que de costumbre. En fin, este estado de cosas
trajo nuevos altercados, ¡ay!, más graves que el del médico Custos con el
abogado Schut, y si no necesitaron nunca la intervención de la autoridad fue
porque los pendencieros, una vez en su casa, hallaban allí con la calma el
olvido de las ofensas hechas y recibidas.
Sin
embargo, esa particularidad no había podido llamar la atención de unos entendimientos
absolutamente impropios para reconocer lo que pasaba en ellos. Sólo un
personaje de la población, aquel mismo cuyo cargo pensaba el consejo en
suprimir, el comisario Miguel Passauf, había observado que la excitación, nula
en las casas particulares, se revelaba pronto en los edificios públicos, y
discurría no sin cierta ansiedad sobre lo que acontecería si algún día se
propagase ese frenesí por las habitaciones, y si la epidemia, así la llamaba,
se esparcía por las calles de Quiquendone. Entonces ya no habría olvido de
injurias, ni intermitencias de delirio, sino una excitación permanente que
lanzaría indudablemente a los quiquendonenses unos contra otros.
-¿Y qué
sucedería? -decía para sí, con espanto, el comisario Passauf-. ¿Cómo contener
tan salvajes furores? ¿Cómo tener a raya los temperamentos aguijoneados?
Entonces mi cargo ya no será una sinecura, y habría precisión de que el consejo
duplique mi sueldo, a no ser que tenga que ser yo mismo preso por infracción y
perturbación del orden público.
Ahora
bien estos justísimos temores no tardaron en realizarse. De la Bolsa , del templo, del
teatro, de la casa municipal, de la
Academia , del mercado, el mal invadió las casas particulares,
y esto menos de quince días después de la terrible representación de Los
Hugonotes.
Los
primeros síntomas de la epidemia se declararon en casa del banquero Collaert.
Este
rico personaje daba un baile, o al menos un sarao a las notabilidades de la
población. Había emitido, algunos meses antes, un empréstito de treinta mil
francos, que se suscribió en sus tres cuartas partes, y satisfecho de este
éxito financiero había abierto sus salones y dado una fiesta a sus
compatriotas.
Sabido
es lo que son esas reuniones flamencas, puras y tranquilas, en las cuales hacen
todo el gasto la cerveza y los jarabes. Algunas conversaciones sobre el tiempo
que hace, el aspecto de la cosecha, el buen estado de los jardines, el
entretenimiento de las flores y, sobre todo, de los tulipanes; de cuando en
cuando una danza lenta y acompasada como un minué; a veces un vals, pero uno de
esos valses alemanes que no dan más de vuelta y media por minuto y durante los
cuales los que bailan se hallan tan lejos uno de otro como los brazos lo
permiten, tales eran las circunstancias ordinarias de los bailes a que
concurría la alta sociedad de Quiquendone. Se había intentado aclimatar la
polka después de ponerla a cuatro tiempos, pero las parejas siempre se quedaban
atrás de la orquesta, por lento que fuese el compás, de modo que hubo necesidad
de renunciar a ella.
Aquellas
reuniones pacíficas en que los donceles y doncellas hallaban un placer virtuoso
y moderado, nunca habían producido escándalos funestos. ¿Por qué, entonces,
aquella noche, en casa del banquero Collaert, los jarabes parecieron
transformarse en vinos licorosos, en champaña chispeante y en incendiario
ponche? ¿Por qué a mitad de la fiesta se apoderó de todos los convidados una
especie de inexplicable embriaguez? ¿Por qué se convirtió el minué en
tarantela? ¿Por qué los músicos de la orquesta apresuraron la medida? ¿Por qué
las bujías alumbraron como en el teatro con brillo insólito? ¿Qué corriente
eléctrica era la que invadía los salones del banquero? ¿De dónde provino que
las parejas se acercaron, que las manos se estrecharon con más convulsivo
apretón y que los caballeros en sus solos se distinguieron por algunos pasos
atrevidos, durante aquella pastorela antes tan grave, tan solemne, tan modesta?
¡Ay!
¿Cuál sería el Edipo que pudiera responder a tan insolubles preguntas? El
comisario Passauf, presente en la función, veía muy bien que la borrasca venía,
más no podía dominarla sin huir, sintiendo como una embriaguez que le subía al
cerebro. Todas sus facultades físicas e impulsivas de la pasión se
desarrollaban y se le vio diferentes veces echarse sobre los dulces y
desvalijar los platos, como si hubiera salido de una larga dieta.
Entretanto,
la animación del baile se aumentaba. Un largo murmullo, como un zumbido sordo,
se exhalaba de todos los pechos. Se bailaba de veras, agitándose los pies con
creciente frenesí. Los rostros se encendían cual si fueran caras de Sileno. Los
ojos brillaban como carbunclos. La fermentación general llegaba a todo su
colmo.
Y
cuando la orquesta entonó el vals de Freyschütz, cuando este vals tan alemán y
de movimiento tan lento fue atacado con desenfrenado brazo por los músicos,
¡ay!, ya no fue un vals sino un torbellino insensato, una rotación vertiginosa,
un giro digno de ser conducido por algún Mefistófeles, que llevase el compás
con un tizón ardiendo. Después un galop[3],
un galop infernal, durante una hora, sin poder desviarlo ni suspenderlo,
desatado en revueltas por entre salas, salones, antecámaras y escaleras, desde
el sótano hasta el desván de la opulenta mansión, arrastró a los mozos y
doncellas, padres, madres, individuos de toda edad, de todo peso y de todo
sexo, y al grueso banquero Collaert y a la señora de Collaert, y a los
consejeros y magistrados, y al gran Juez, y a Niklausse y a la señora van
Tricasse, y al burgomaestre van Tricasse y al mismo comisario Passauf, quien
jamás pudo acordarse de quién fue su pareja aquella noche.
Pero
«ella» no lo olvidó. Y desde aquel día, «ella» vio en sueños al avasallador
comisario. ¡Y «ella» era la amable Tatanemancia!
1.016. Verne (Julio)
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