La
ciudad de Lima está situada en un rincón del valle del Rímac, y a nueve leguas
de su embocadura. Las primeras ondulaciones del terreno, que forman parte de la
gran cordillera de los Andes, comienzan al Norte y al Este. El valle está
formado por las montañas de San Cristóbal y de los Amancaes. Estas montañas se
levantan detrás de Lima y terminan en sus arrabales. La ciudad, que se
encuentra en un lado del río, se comunica con el arrabal de San Lorenzo, que
está en la orilla opuesta, por un puente de cinco arcos, cuyos pilares
anteriores oponen a la corriente su arista triangular.
Los
posteriores ofrecen bancos a los paseantes en los que se sientan los
desocupados en las tardes de verano, para contemplar desde allí una hermosa
cascada.
La
ciudad tiene dos millas de longitud de Este a Oeste, y milla y cuarto de
anchura, desde el puente hasta las murallas. Éstas, de doce pies de altura y
diez de espesor en su base, están construidas con ladrillos secados al sol,
formados de tierra arcillosa, mezclada con paja machacada, capaces de resistir
los temblores de tierra, bastante frecuentes en aquel país. El recinto tiene
siete puertas y tres postigos y termina en el extremo sudeste por la pequeña
ciudadela de Santa Catalina.
Tal es
la antigua Ciudad de los Reyes, fundada por Pizarro el día de la Epifanía. Desde
entonces ha sido y es todavía teatro de las revoluciones siempre renacientes.
Lima era en otro tiempo el principal depósito del comercio de América en el océano
Pacífico, gracias a su puerto el Callao que fue constituido en 1779 de un modo
singular.
El
clima, más templado y suave que el de Cartagena o Bahía, situadas en la costa
opuesta de América, hace de Lima una de las ciudades más agradables del Nuevo
Mundo. El viento tiene allí dos direcciones invernales: o sopla del Sudoeste y
se refresca al atravesar el océano Pacífico, o sopla del Sudeste, refrescando
el ambiente con la frescura que ha recogido en los helados picachos de las
cordilleras.
En las
latitudes tropicales son puras y hermosas las noches, durante las cuales
desciende el benéfico rocío que fecunda el suelo, expuesto a los rayos de un
cielo sin nubes. Así, cuando el sol desaparece tras el horizonte, los
habitantes de Lima se congregan en las casas, refrescadas por la oscuridad,
quedando en seguida desiertas las calles, y apenas si algún café o taberna es
visitado por los bebedores de aguardiente o de cerveza.
La
noche en que comienza la acción de este relato, la joven, seguida por la dueña,
llegó sin dificultad ninguna al puente del Rímac, prestando atención al menor
ruido cuya naturaleza no le permitía distinguir su emoción, pero sólo oyó las
campanillas de una recua de mulas o el silbido de un indio.
Aquella
joven, llamada Sara, volvía a casa de su padre, el judío Samuel. Vestía falda
de color oscuro con pliegues medio elásticos y muy estrechos por abajo, lo que
la obligaba a dar pasos muy menudos con esa gracia delicada, particular de las
limeñas.
Aquella
saya, guarnecida de encaje y de flores, iba en parte cubierta por un manto de
seda que subía hasta la cabeza, cubriéndola con un capuchón. Bajo el gracioso
vestido aparecían medias finísimas y zapatitos de raso; rodeaban los brazos de
la joven brazaletes de gran valor, y toda su persona tenía ese poderoso
atractivo a que en España se da el nombre de donaire.
Milflores
había estado acertado al decir que la novia de Andrés Certa no debía tener de
judía más que el nombre, porque era el tipo exacto de las admirables señoras
cuya hermosura es superior a toda alabanza.
La
dueña, vieja judía en cuyo rostro se reflejaban la avaricia y la codicia, era
una fiel sirvienta de Samuel, que apreciaba sus servicios en su justo valor y
los pagaba con equidad.
Al
llegar las dos mujeres al arrabal de San Lorenzo, un hombre con hábito de
fraile, que llevaba la cabeza cubierta con la cogulla, pasó al lado de ellas,
mirándolas con atención. Aquel hombre, de gran estatura, tenía uno de esos
semblantes apacibles que respiran calma y bondad. Era el padre Joaquín de
Camarones, y al pasar dirigió una sonrisa de inteligencia a Sara, que miró a su
sirvienta, después de hacer al fraile una cariñosa señal con la mano.
-Muy
bien, señorita -dijo la anciana con voz áspera, ¿cómo, después de haber sido
insultada por los hijos de Cristo, se atreve usted a saludar a un clérigo? ¿Es
que hemos de verla a usted algún día, con el rosario en la mano, practicar las
ceremonias de la
Iglesia Católica ?
Las
ceremonias de la Iglesia
eran la ocupación principal de las limeñas, las cuales las seguían con
ferviente devoción.
-Hace
suposiciones extrañas -respondió la joven, ruborizándose.
-Extrañas
como la conducta de usted. ¿Qué diría mi amo Samuel si se enterara de lo que ha
ocurrido esta noche?
-¿Soy,
acaso, culpable de que un arriero brutal me haya insultado?
-Yo me
entiendo, señorita -dijo la vieja, moviendo la cabeza, y no hablo del arriero.
-Entonces,
¿aquel joven hizo mal al defenderme contra las injurias del populacho?
-¿Es la
primera vez que encontramos a ese indio en nuestro camino? -preguntó la dueña.
Afortunadamente,
la joven tenía en aquel momento el rostro cubierto con la mano, porque, de otro
modo, la oscuridad no habría sido suficiente para ocultar la turbación de su
semblante a la mirada investigadora de la vieja sirvienta.
-Dejemos
al indio donde está -repuso ésta. Mi obligación es vigilar la conducta de
usted, y de lo que me quejo es de que, por no molestar a los cristianos, quiso
usted detenerse hasta que ellos hubieran hecho su oración y hasta ha
experimentado usted deseos de arrodillarse como ellos. ¡Ah, señorita! Su padre
de usted me despediría tan pronto como supiera que he permitido semejante
apostasía.
Pero la
joven no la escuchaba. La observación de la vieja respecto al joven indio,
había traído a su memoria pensamientos más agrada-bles. Creía que la
intervención del joven había sido providencial y se había vuelto muchas veces
para ver si la seguía. Sara tenía en el corazón cierta audacia que le sentaba
perfectamente. Orgullosa como española, si se habían fijado sus ojos en aquel hombre,
era porque aquel hombre era altivo y no había solicitado una mirada como premio
de su protección.
Al
suponer que el indio la había seguido con la vista, Sara no se había
equivocado. Martín Paz, después de haberla socorrido, quiso asegurar la retirada
y, cuando el grupo de gente se dispersó, se puso en seguimientos sin que ella
lo advirtiese.
Este
Martín Paz, era un hermoso joven, que llevaba con nobleza el traje nacional del
indio de las montañas; de su sombrero de paja, de anchas alas, se escapaba una
hermosa cabellera negra, que contrastaba con el tono cobrizo de su rostro. Sus
ojos brillaban con dulzura infinita, y su boca y su nariz eran correctas, cosa
rara en los hombres de su raza. Era uno de los más valerosos descendientes de
Manco Cápac, y por sus venas debía correr sangre ardorosa, que le impulsaba a
la realización de grandes hazañas.
Vestía,
con aire marcial, poncho de colores brillantes y en la cintura llevaba uno de
esos puñales aztecas, terribles en una mano ejercitada, porque parece que
forman una sola pieza con el brazo que los maneja. En el norte de América, a
las orillas del lago Ontario, aquel indio habría sido jefe de una de las tribus
errantes que tan heroicamente lucharon con los ingleses.
Martín
Paz sabía que Sara era hija de Samuel el judío y novia del opulento mestizo
Andrés Certa; pero sabía también que, por su nacimiento, posición y riquezas,
no podían casarse, aunque olvidaba todos estos imposibles para seguir los
impulsos de su corazón hacia ella.
Abismado
en sus reflexiones, apresuraba la marcha, cuando se acercaron a él dos indios
que lo detuvieron.
-Martín
Paz -le dijo uno de ellos, ¿no vas a volver esta noche a las montañas donde
están nuestros hermanos?
-Cierto
-respondió fríamente el indio.
-La
goleta Anunciación se ha dejado ver a la altura del Callao, ha dado algunas
bordadas, y después, protegida por la punta, ha desaparecido. Seguramente se
habrá acercado a tierra, hacia la embocadura del Rímac, y será conveniente que
nuestras canoas vayan a aligerarla de sus mercancías. Es preciso que estés
allí.
-Martín
Paz hará lo que deba hacer.
-Te
hablamos en nombre del Zambo.
-Y yo
respondo en el mío.
-¿No
temes que le parezca inexplicable tu presencia en el arrabal de San Lázaro a
estas horas?
-Estoy
donde me place.
-¿Delante
de la casa del judío?
-Los
que no crean buena mi conducta, me hallarán esta noche en la montaña.
Los
ojos de aquellos tres hombres lanzaron chispas.
Los
indios enmudecieron y volvieron a la orilla del Rímac, perdiéndose el ruido de
sus pasos en la oscuridad.
Martín
Paz se había acercado apresuradamente a la casa del judío, casa que, como todas
las de Lima, tenía un solo piso, construido de ladrillos y techado con cañas
unidas entre sí y cubiertas de yeso. Todo el edificio, dispuesto para resistir
los temblores de tierra, imitaba por medio de una hábil pintura los ladrillos
de las primeras hiladas; y el techo, de figura cuadrada, estaba cubierto de
flores, formando una azotea llena de perfumes.
Se
llegaba al patio penetrando por una gran puerta cochera, situada entre dos
pabellones, que, como era costumbre, no tenían ninguna ventana que se abriese a
la calle.
Daban
las once en la iglesia parroquial, cuando Martín Paz se detuvo frente a la casa
de Sara, en cuyas inmediaciones reinaba un profundo silencio.
¿Por
qué permanecía inmóvil el indio delante de aquellas paredes? Era que una sombra
blanca había aparecido en la azotea, entre las flores, a las que la oscuridad
de la noche daba una forma vaga sin quitarles su perfume.
Martín
Paz levantó las dos manos involuntariamente y las cruzó sobre su pecho.
La
sombra blanca desapareció como asustada.
Martín
Paz se volvió y se encontró frente a Andrés Certa.
-¿Desde
cuándo pasan la noche los indios en contemplación? -preguntó iracundo Andrés
Certa.
-Desde
que los indios pisan el suelo de sus antepasados -respondió Martín Paz.
Andrés
Certa avanzó hacia su rival, que permanecía inmóvil.
-¡Miserable!
¿Me dejarás libre el sitio?
-No -contestó
Martín Paz.
Y,
dicho esto, ambos adversarios sacaron a relucir los puñales.
Los
contendientes eran de igual estatura y parecían de igual fuerza.
Andrés
Certa levantó rápidamente su brazo, dejándolo caer más rápidamente aún. Su
puñal había encontrado el puñal azteca del indio y rodó en seguida a tierra,
herido en el hombro.
-¡Socorro,
socorro! -gritó.
Se
abrió la puerta de la casa del judío y acudieron varios mestizos de una casa
inmediata, algunos de los cuales persiguieron al indio, que huía rápidamente,
mientras los otros levantaron al herido.
-¿Quién
es este hombre? -preguntó uno de ellos. Si es marino, llevémoslo al hospital
del Espíritu Santo; y si es indio, al hospital de Santa Ana.
En
aquel momento se acercó un anciano al herido, y apenas lo hubo mirado, exclamó:
-¡Lleven
a este joven a mi casa! ¡Vaya una desgracia extraña!
Aquel
anciano no era otro que el judío Samuel, quien acababa de reconocer en el
herido al novio de su hija.
Mientras
tanto, Martín Paz corría con toda la rapidez que sus robustas piernas le
permitían, confiando en poder librarse de sus perseguidores merced a su ligereza
y a la oscuridad de la noche. Le iba en ello la vida.
Si
hubiera podido llegar al campo, se habría encontrado seguro; pero las puertas
de la ciudad, que se cerraban a las once, no volvían a abrirse hasta las cuatro
de la mañana siguiente.
Al
llegar al puente de piedra, los mestizos y algunos soldados que iban en su
persecución estaban ya a punto de alcanzarlo, cuando una patrulla desembocó por
el extremo opuesto. Martín Paz, no pudiendo adelantar ni retroceder, subió al
parapeto y se lanzó a la corriente del río, que se deslizaba sobre un lecho de
piedra.
Los
perseguidores abandonaron el puente y corrieron hacia las orillas del río para
apoderarse del fugitivo en el momento en que saliera a tierra; pero fue inútil;
Martín Paz no volvió a aparecer.
1.016. Verne (Julio)
No hay comentarios:
Publicar un comentario