Donde las cosas han llegado a
tal extremo que los habitantes de Quiquendone, los lectores y hasta el autor,
reclaman un desenlace inmediato
Este
último incidente demuestra el grado de exaltación en que se hallaba el pueblo
quiquendonense. ¡Haber llegado a tal violencia los dos más antiguos y más
pacíficos amigos de la población! ¡Y esto sólo algunos minutos después que su
antigua simpatía, su amable carácter y su temperamento contemplativo acababan
de recobrar su imperio sobre lo alto de la torre!
Al
saber lo que ocurría, no pudo el doctor Ox contener su gozo. Se resistía a las
observaciones de su ayudante que veía el mal giro que iban tomando las cosas.
Por otro lado, ambos participaban de la exaltación general, y aunque menos
excitados que el resto de la población, llegaron a reñir lo mismo que el
burgomaestre con el consejero.
Por lo
demás, preciso es decir que la cuestión dominante había hecho aplazar todos los
lances personales para después de terminada la guerra con los de Virgamen.
Nadie tenía el derecho de verter su sangre inútilmente cuando pertenecía hasta
la última gota a la patria en peligro.
En
efecto, las circunstancias eran graves y no era posible retroceder.
El
burgomaestre van Tricasse, a pesar del ardor guerrero que le animaba, no había
creído deber atacar a su enemigo sin prevenirle. Por consiguiente, había
encargado al guardabosque Hottering que intimase a los virgamenses a que le
diesen una reparación por el desafuero cometido en 1185 sobre el territorio
quiquendonense.
Las
autoridades de Virgamen no adivinaron al principio de lo que se trataba, y el
guardabosque, a pesar de su carácter oficial, fue descortésmente despedido.
Van
Tricasse envió entonces a uno de los ayudantes del general confitero, el
ciudadano Hildeberto Shumman, fabricante de cara-melos, hombre muy firme y
enérgico que llevara a los habitantes de Virgamen la minuta del acta levantada
en 1185 por orden del burgomaestre van Tricasse.
Las
autoridades de Virgamen prorrumpieron en carcajadas e hicieron con el ayudante
exactamente lo mismo que con el guardabosque.
El
burgomaestre reunió entonces todas las notabilidades de la población, se
redactó admirable y vigorosamente una carta en forma de ultimátum en la cual se
formulaba el casus belli y se dio a la ciudad culpable el tiempo de
veinticuatro horas para reparar el ultraje inferido a Quiquendone.
La
carta partió y volvió dos horas después, rasgada en trozos que constituían
otros tantos insultos nuevos. Los virgamenses conocían de muy antaño la
longanimidad de los quiquendonenses y se burlaban de ellos, de su reclamación,
de sus casus belli y de su ultimátum.
Ya no
quedaba, pues, más remedio que apelar a la suerte de las armas, invocar el dios
de las batallas y según el procedimiento prusiano arrojarse sobre los
virgamenses antes que estuvieran preparados.
Esto
fue lo que decidió el consejo en una sesión solemne, en que los gritos, las
invectivas, los ademanes de amenaza se cruzaron con violencia sin ejemplo. Una
asamblea de locos, una reunión de poseídos, un club de endemoniados no hubieran
ofrecido un tumulto mayor.
Conocida
la declaración de guerra, el general Juan Orbideck reunió sus tropas, en número
de dos mil trescientos noventa y tres combatientes entre una población de dos
mil trescientas noventa y tres almas, Mujeres, chiquillos y ancianos se
reunieron con los hombres útiles. Todo objeto cortante y contundente, se
convirtió en arma. Se requisaron los fusiles de la casas y se encontraron
cinco, dos de ellos sin gatillo, que se repartieron a la vanguardia.
La
artillería se componía de la vieja culebrina del castillo, tomada en 1339 en el
ataque de Quesnoy, una de las primeras bocas de fuego que menciona la historia
y que llevaba cinco siglos sin usarse. Pero no había proyectiles que meter en
ella, por fortuna para los sirvientes de tal pieza; pero aun así era invento
que podía imponer al enemigo. En cuanto a las armas blancas, se habían sacado
del museo de antigüedades hachas de piedra, alabardas, mazas de armas, franciscas,
frámeas, guisarmas, partesanas, espadones, etcétera, y también de esos
arsenales conocidos con el nombre de cocinas. Pero el valor, el derecho, el
odio al extranjero, el deseo de venganza debían suplir a los mecanismos más
perfeccionados y remplazar, al menos así lo esperaban, las ametralladoras
modernas y los cañones que se cargan por la culata.
Se pasó
revista. Ni un ciudadano faltó a la lista. El general Ordibeck, poco firme en
su caballo, que era animal malicioso, se cayó tres veces al frente del ejército,
pero se levantó sin herida, lo cual se consideró como favorable augurio. El
burgomaestre, el consejero, el comisario civil, el gran juez, el preceptor, el
banquero, el rector, en fin, todas las notabilidades, marchaban a la cabeza. Ni
madres, ni hermanas, ni hijas vertían una sola lágrima. Al contrario, incitaban
a sus padres, hermanos y maridos al combate y los seguían formando la
retaguardia, a las órdenes de la valerosa van Tricasse.
La
trompeta del pregonero Juan Mistrol resonó; el ejército se puso en movimiento,
salió de la plaza, y dando gritos feroces se dirigió hacia la puerta de
Audenarde.
Cuando
la cabeza de la columna iba a salir de los muros de la población, un hombre se
precipitó delante de ella, exclamando:
-¡Deténganse!
¡Deténganse, locos! ¡Suspendan su ataque! Déjenme cerrar la llave. No están
ansiosos de sangre. Son unos buenos ciudadanos pacíficos y tranquilos. Si están
enardecidos, la culpa la tiene mi amo, el doctor Ox. Es un experimento. Con
pretexto de alumbrarlos con gas oxhídrico, ha saturado...
El
ayudante estaba fuera de sí, pero no pudo acabar. En el mismo momento en que el
secreto del doctor iba a escapársele, el mismo Ox, poseído de un furor
indefinible, se arrojó sobre el desgraciado Igeno y le cerró la boca a
puñetazos.
Aquello
fue una batalla. El burgomaestre, el consejero, los notables que se habían
detenido a la vista de Igeno, arrebatados a su vez por la exasperación, se
arrojaron sobre los dos extranjeros, sin querer escuchar ni al uno ni al otro.
El doctor Ox y su ayudante, sacudidos, aporreados, iban a ser conducidos a la Comisaría por orden de
van Tricasse, cuando...
1.016. Verne (Julio)
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