-¡En
marcha! -dijo Martín Paz
Y el
marqués siguió en silencio al indio. Le habían robado a su hija y necesitaba
encontrarla.
Se
pusieron ambos calzones con correas en las rodillas, se cubrieron con grandes
sombreros de paja, montó cada uno en una mula, después de haber puesto en las
pistoleras buenas pistolas, y emprendieron la marcha, llevando, además, al
costado una carabina. Martín Paz llevaba también un lazo, cuyo extremo iba
sujeto al arzón de la silla.
Martín
Paz conocía las llanuras y las montañas que iban a atravesar y sabía a qué país
perdido llevaba el Zambo a su novia. ¡Su novia…! ¿Se atrevería a dar este
nombre a la hija del marqués?
El
español y el indio, sin más que una sola idea y con un solo propósito,
penetraron en las gargantas de la cordillera, donde crecían los cocoteros y los
pinos. Los cedros, los algodoneros, los áloes quedaban tras ellos en las
llanuras cubiertas de maíz. Algunos cactos espinosos picaban a veces a sus
cabalgaduras, haciéndolas vacilar sobre la pendiente de los precipicios.
A la
sazón era empresa dificilísima atravesar las montañas, porque las nieves se
derretían a los rayos del sol de junio. El agua formaba cataratas espumeantes y
estruendosas que se desprendían de las cumbres de los montes y rodaban hasta
insondables abismos.
Esto no
obstante, el marqués y Martín Paz corrían día y noche sin descanso un solo
instante, hasta que llegaron a la cumbre de los Andes, a catorce mil pies sobre
el nivel del mar. Allí no había ya árboles ni vegetación, y con frecuencia se
veían envueltos en las terribles tempestades de la cordillera que levantaban
torbellinos de nieve sobre los picos más elevados. El marqués se detenía a
veces a su pesar, pero Martín Paz lo sostenía y lo abrigaba contra las inmensas
ventiscas de nieve.
En
aquel punto, el más elevado de los Andes, sometidos a un estado enfermizo, que
hace temblar al hombre más intrépido, necesitaron hacer grandísimos esfuerzos
de voluntad para resistir a la fatiga.
En la vertiente
oriental de la cordillera encontraron, al fin, las huellas de los indios, y
bajaron de las montañas.
Al
llegar a las inmensas selvas vírgenes que tanto abundan en las llanuras
situadas entre el Perú y el Brasil, Martín Paz tuvo necesidad de hacer uso de
su extraordinaria sagacidad india para caminar a través de aquellos bosques
inextricables.
Un
fuego medio apagado, señales de pasos, la rotura de algunas ramas, la
naturaleza de los vestigios, todo era para él objeto de un detenido examen.
El
marqués temía que a su desgraciada hija la hubieran obligado a caminar a pie
por las piedras y las arenas; pero el indio le mostró algunos guijarros
incrustados en tierra que revelaban la presión de la pata de un animal; por
encima de sus cabezas vieron ramas que habían sido desviadas en la misma
dirección, y que no podían ser alcanzadas sino por una persona a caballo. El
marqués cobraba esperanzas, y Martín Paz iba tan confiado y era tan hábil, que
no había para él ni obstáculos insuperables ni peligros invencibles.
Una
noche, Martín Paz y el marqués se vieron obligados a detenerse a causa del
cansancio.
Habían
llegado a las orillas de un río: eran las primeras corrientes del Madera, que
el indio reconoció al punto. Inmensos manglares se inclinaban por encima de las
aguas, uniéndose a los árboles de la otra orilla por medio de bejucos
entrelazados de modo caprichoso.
¿Habían
subido los raptores por la orilla? ¿Habían bajado la corriente del río o la
habían atravesado en línea recta? Éstas eran las preguntas que se hacía Martín
Paz. Siguiendo con pena infinita algunas huellas que había encontrado, llegó,
costeando la orilla, hasta una explanada, algo menos oscura que el resto del
bosque, donde encontraron huellas que revelaban que una partida de hombres
había atravesado el río en aquel paraje.
Cuando
Martín Paz trataba de orientarse, vio que se movía detrás de un matorral una
especie de masa negra; preparó su lazo y se dispuso al ataque; pero,
adelantándose algunos pasos, encontró una mula tendida en tierra y presa de las
convulsiones de la agonía. El pobre animal, expirante, debía haber sido herido
lejos del sitio adonde había llegado, como lo revelaba el largo rastro de
sangre que encontró Martín Paz. Este hallazgo le hizo suponer que los indios,
no pudiendo obligarla a atravesar el río, habían tratado de matarla a
puñaladas. Desde aquel momento, ya no vaciló acerca de la dirección de sus
enemigos y volvió al lado del marqués, a quien dijo:
-Mañana
llegaremos.
-Marchemos
enseguida -respondió el español.
-Pero
tenemos que atravesar ese río.
-Lo
atravesaremos a nado.
Ambos
se desnudaron; Martín Paz reunió en un lío los vestidos, se puso éste sobre su
cabeza, y los dos entraron silenciosamente en el agua para no despertar la
atención de los peligrosos caimanes, que en gran número frecuentan los ríos del
Brasil y del Perú.
Al
llegar a la otra orilla, se apresuró Martín Paz a buscar las huellas de los
indios; pero, por más que examinó las hojas y las piedras, no descubrió nada.
Como la rapidísima corriente del río los había llevado bastante abajo, subieron
por la orilla, donde encon-traron señales evidentes del paso de los indios.
El
Zambo había atravesado por allí el Madera con su tropa, que se había
acrecentado al paso. Efectivamente, los indios de las llanuras y de las montañas,
que esperaban impacientemente el triunfo de la rebelión, al conocer la traición
de que habían sido objeto, lanzaron rugidos de cólera y siguieron a la tropa
del viejo indio para sacrificar la víctima de que se habían apoderado.
La
joven, casi sin conciencia de lo que pasaba en torno suyo, andaba porque las
manos de los indios la empujaban hacia delante; pero, si la hubieran abandonado
en aquellas soledades, no habría avanzado un paso para librarse de la muerte. A
veces recordaba al joven indio, y entonces caía como una masa inerte sobre el
cuello de su mula. Cuando al otro lado del río se vio precisada a seguir a pie
a sus raptores, dos indios la obligaron a andar rápidamente dejando tras de sí
una huella de sangre.
Al
Zambo le importaba poco que aquella sangre revelase la dirección que había
tomado, porque estaba ya cerca del objeto de su excursión y pronto las
cataratas del río resonaron con fuerza cerca de ellos.
Los
indios llegaron a una especie de pueblecillo, compuesto de un centenar de
cabañas de pinos entrelazados y de tierra.
Al
verlos acercarse, salió del pueblo una multitud de mujeres y de niños, dando
grandes gritos de alegría; pero la alegría se trocó en cólera cuando se
enteraron de la defección de Martín Paz.
Sara,
inmóvil ante sus enemigos, miraba, casi sin verlos, todos aquellos rostros
horribles que gesticulaban en torno suyo, profiriendo en sus oídos las más
terribles amenazas.
-¿Dónde
está mi esposo? -decía una. Tú eres quien lo ha matado.
-¿Qué
has hecho de mi hermano, que no volverá ya a su cabaña?
-¡Qué
muera! ¡Cada uno de nosotros debe tener un pedazo de su carne! ¡Que muera!
Y
aquellas mujeres, blandiendo puñales, agitando teas encendidas y levantando
piedras enormes, acercábanse terriblemente amenazadoras a la joven.
-¡Atrás!
-gritó el Zambo. Que esperen todos la decisión de los jefes.
Las
mujeres retrocedieron al oír las palabras del viejo indio, lanzando terribles
miradas a la joven.
Sara,
cubierta de sangre, se encontraba tendida sobre los guijarros de la orilla.
Más
abajo de la aldea, se estrechaba el Madera, en un lecho profundo, precipitando
sus masas de agua con rapidez fulminante desde una altura de más de cien pies.
Los jefes condenaron a Sara a ser arrojada a aquellas cataratas, sentencia que
debía ejecutarse al salir el sol, a cuya hora la víctima sería atada a una
canoa de corteza y abandonada a la corriente del Madera.
Así lo
decidió el consejo, y si retardó hasta la mañana siguiente el suplicio de la
víctima, fue con el propósito de ocasionarle mayor sufrimiento, haciéndole
pasar una noche de angustias y terrores.
Cuando
se conoció la sentencia, fue acogida con aullidos de júbilo por todos los
indios, de quienes se apoderó un delirante regocijo.
Fue una
noche de orgía. El aguardiente fermentó en aquellas cabezas exaltadas, y una
multitud de indios danzando y gritando rodearon a la joven, mientras otros
corrían al través de los campos incultos, blandiendo teas de pino inflamadas.
Cuando
el sol, disipando las sombras de la noche, mostró su disco de oro por Oriente,
la mayoría de los indios se encontraban completamente borrachos.
La
joven fue desatada del poste en que había pasado la noche y cien brazos
quisieron a la vez arrastrarla al suplicio.
Cuando
el nombre de Martín Paz se escapaba de sus labios, le respondían inmediatamente
gritos de odio y de venganza. Fue preciso subir por entre una inmensa
aglomeración de rocas, los senderos abruptos que conducían al nivel superior
del río, adonde llegó la víctima toda ensangren-tada. Una canoa de corteza de
árbol la esperaba a cien pasos de la catarata, y en ella fue puesta y atada con
ligaduras que le penetraban en las carnes.
-¡Venganza!
-exclamó la tribu entera a una voz.
La
canoa fue arrojada a las aguas, y arrastrada rápidamente por la corriente, giró
sobre sí misma...
Dos hombres
aparecieron en aquel momento en la orilla opuesta. Eran Martín Paz y el
marqués.
-¡Mi
hija, mi hija! -exclamó el marqués, cayendo de rodillas sobre la playa.
La
canoa estaba ya a punto de precipitarse en la catarata, hacia donde corría con
extraordinaria rapidez.
Martín
Paz, de pie sobre una roca, lanzó su lazo, que giró en torno de su cabeza en el
instante preciso en que la embarcación iba a ser precipitada; se desenrolló la
larga correa de cuero y su nudo corredizo apresó la canoa.
-¡Muera!
-rugió la horda salvaje de los indios.
Martín
Paz se levantó, y la canoa, suspendida sobre el abismo, no tardó en llegar
hasta él.
Silbó
una flecha en los aires y Martín Paz cayó sobre la barca de la víctima, yendo a
sumergirse con Sara en el torbellino de la catarata.
Casi en
el mismo instante cayó el marqués con el corazón atravesado por otra flecha.
El
indio Martín Paz, y Sara, hija del marqués de Vegal, se habían desposado en el
seno de las espumosas aguas de la catarata, para entrar en la vida eterna.
En su suprema
reunión, la joven cristiana había impreso, con un ademán, en la frente del
indio regenerado, el sello del bautismo, y ambos debieron hallar gracia ante el
Altísimo, a cuya infinita misericordia confiaron sus almas momentos antes de
abandonar la vida.
© Editado
por Javier Palau
1.016. Verne (Julio)
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