Al día siguiente los caballos estaban ensillados y
embridados antes de la salida del sol. Los viajeros, cabalgando por senderos
apenas marcados que serpenteaban ante ellos, se internaron hacia el este
atajando al sol. Su viaje parecía auspiciarse favorablemente. Si no hubiera
sido por la actitud taciturna del teniente, que contrastaba con el buen humor
del gaviero, se les habría tomado por las personas más honradas de la tierra.
El terreno ascendía cada vez más. La inmensa meseta de Chilpanzingo, en la que
reina el mejor clima de México, no tardó en extenderse hasta los confines del
horizonte. Esta región, perteneciente a la zona templada, está situada a mil
quinientos metros sobre el nivel del mar, y no experimenta ni los calores de
las tierras bajas ni los fríos de las zonas elevadas. Pero, dejando este oasis
a su derecha, los dos españoles llegaron a la aldea de San Pedro y, luego de
tres horas de descanso, reemprendieron su ruta dirigiéndose al pequeño pueblo
de Tutela del Río.
-¿Dónde vamos a pernoctar? -preguntó Martínez.
En Tasco -respondió José. Una gran ciudad, comparada con estas
aldeillas, mi teniente.
-¿Hay alguna buena posada?
-Sí, y en un buen clima, bajo un hermoso cielo. En Tasco
el sol calienta menos que al borde del mar. De esa forma, apenas sin enterarse
a medida que se va subiendo, llega uno gradualmente a helarse en las cimas del
Popocatepetl. ¿Cuándo atravesaremos las montañas, José?
-Pasado mañana al atardecer, mi teniente. Desde las
cumbres podremos vislumbrar, muy lejos, eso sí, el término de nuestro viaje.
¡México es, realmente, una ciudad de oro! ¿Sabéis en lo que estoy pensando, mi
teniente? Martínez no respondió. -Me
pregunto qué habrá sido de los oficiales del brick y del navío que abandonamos
en aquel islote. Martínez se estremeció.
-¡No lo sé...! -respondió sordamente.
-Me gusta pensar -continuó fosé- que todos esos altaneros
personajes se han muerto de hambre. Por otra parte, cuando los desembarcamos
algunos cayeron al mar, y por esos parajes hay una especie de tiburón, la
tintorera, que no perdona. ¡Virgen Santa!
¡Si el capitán Orteva levantara la cabeza, ya podríamos irnos ocultando
en el vientre de una ballena!
Pero, por fortuna, su cabeza estaba a la altura de la
botavara cuando las escotas se rompieron tan oportunamente... -¡Cállate de una
vez! El marinero puso punto en boca. «¡A buenas horas le entran los escrúpulos!»,
pensó José.
Luego, en voz alta,
recomenzó:
Cuando regresemos me quedaré
a vivir en este hermoso país de México.
¡Se hacen las singladuras
entre piñas y bananas y se encalla en arrecifes de oro y de plata! ¿Por eso te
decidiste a hacer traición? -preguntó Martínez.
¿Por qué no, mi teniente? iAsunto de piastras!
-¡Ah...! -exclamó Martínez
con desagrado.
¿Y vos? -preguntó José.
-¿Yo? ¡Por cuestiones de
jerarquía!
¡El teniente pretendía, ante
todo, vengarse del capitán! ¡Ah...! -exclamó
José, despreciativo. Los dos eran tal para cual, fuesen cuales fueran sus
móviles.
-¡Calla...! -murmuró Martínez,
deteniéndose con brusquedad. ¿Ves algo por aquel lado? José se irguió sobre los
estribos.
-No hay nadie -respondió.
-¡He visto desaparecer
rápidamente a un hombre! -dijo Martínez.
-¡Imaginaciones!
-¡Lo he visto! -repitió
Martínez, impaciente.
-¡Pues bien, explorad, si
ese es vuestro gusto...! Y José continuó su camino. Martínez avanz6 solo hacia
un matorral de ese tipo dé mangles cuyas ramas, al tocar el suelo, echan raíces
y forman malezas impenetrables. El teniente echó pie a tierra. La soledad era
completa. De pronto, observó una especie de espiral que se removía en la
sombra. Era una serpiente de pequeño
tamaño, con la cabeza aplastada por una piedra, y que retorcía aún la parte
posterior de su cuerpo como si estuviese galvanizada.
¡Había alguien aquí! -murmuró
el teniente.
Martínez, supersticioso y con remordimientos, miró hacia
todas partes.
Empezó a temblar. ¿Quién
sería...? -susurró.
-¿Qué pasa? -preguntó José,
que se había reunido con su compañero.
-¡Nada, nada! -respondió Martínez. ¡Vámonos! Los viajeros bordearon a
continuación las riberas del Mexala, pequeño afluente del río Balsas, cuyo
curso también remontaron. Pronto, algunas humaredas delataron la presencia de
indígenas, y el pequeño pueblo de Tutela del Río apareció ante sus ojos. Pero
los españoles, que tenían prisa por llegar a Tasco antes de anochecer, dejaron
el pueblo luego de unos momentos de reposo. El camino se hacía más abrupto. Sus
monturas tenían que ir casi siempre al paso.
Aquí y allá, pequeños
olivares empezaron a aparecer en las laderas de las montañas. Tanto en el
terreno como en la temperatura y la vegetación se manifestaban notables
diferencias. No tardó en caer la noche. Martínez seguía a pocos pasos a su
guía. Este se orientaba con trabajo en medio de las espesas tinieblas, buscando
los senderos practicables, renegando unas veces contra un tronco que le hacía
tropezar, otras contra una rama que le azotaba la cara y amenazaba con apagar
el excelente habano que fumaba. El teniente dejaba que su caballo siguiera al
de su compañero. Vagos remordimientos le acometían, sin advertir que era presa
de una obsesión. La noche había caído por completo. Los viajeros apretaron el
paso. Atravesaron sin detenerse las aldeas de Contepec y de Iguala, y llegaron
al fin a Tasco.
José tenía razón. Era una gran ciudad después de las
insignificantes aldeas que habían atravesado. Una especie de posada se abría en
la calle principal. Tras dejar sus caballos a un mozo de cuadra, entraron en la
sala del establecimiento, en la que aparecía una larga y estrecha mesa
completamente servida. Los españoles se sentaron uno frente al otro y
comenzaron a hacer los honores a una comida que sería sin duda suculenta para
paladares indígenas, pero que sólo el hambre podía hacer soportable a paladares
europeos. Se trataba de pedazos de pollo que nadaban en una salsa de chile
verde, porciones de arroz sazonadas con ajíes y azafrán, gallinas viejas
rellenas con aceitunas, pasas, cacahuetes y cebollas; calabacines en dulce,
garbanzos y ensaladas, acompañado todo por tortillas, una especie de tortas de
maíz cocinadas en una placa de hierro. Tras la comida les sirvieron de beber.
De todas formas, si no el paladar, el
hambre fue satisfecha, y la fatiga no tardó en hacer dormir a Martínez y a José
hasta una hora avanzada de la mañana.
1.016. Verne (Julio)
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