Mientras
tanto, Sara, profundamente angustiada, permanecía sola en su habitación, de
donde no se atrevía a salir. Sofocada por la emoción, se apoyó en el balcón que
daba a los jardines interiores, y allí estaba abismada en sus pensamientos
cuando vio, de pronto, a un hombre que procuraba ocultarse en las calles de
magnolias. Aquel hombre era Liberto, su servidor, que parecía espiar a algún
enemigo invisible, ya ocultándose detrás de una estatua, ya echándose a tierra.
De
repente, Sara palideció. Liberto luchaba con un hombre de alta estatura, que lo
había derribado a tierra, y algunos suspiros ahogados, que se escapaban de la
boca del negro, revelaban que una mano robusta le apretaba el cuello.
La
joven iba a gritar en demanda de socorro, cuando vio levantarse a los dos
hombres: el negro miraba a su adversario y le decía:
-¡Usted,
usted! ¿Es usted?
Y
siguió a aquel hombre que, antes que Sara pudiera lanzar un solo grito, se
presentó ante ella como un fantasma del otro mundo. Así como el negro,
derribado bajo las rodillas del indio, no había podido hablar sino lo que hemos
anotado arriba, la joven, bajo la mirada de Martín Paz, no pudo a su vez decir
sino las mismas palabras:
-¡Usted,
usted! ¿Es usted?
Martín
Paz, con los ojos clavados en ella, dijo:
-¿Oye
la novia los ruidos de la fiesta? Los invitados se congregan en los salones
para ver irradiar la felicidad en su rostro. ¿Es por ventura una víctima
destinada al sacrificio la que va a presentarse a sus ojos? ¿Puede la novia
mostrarse a su prometido con ese rostro pálido y fatigado por el dolor?
Sara
apenas oía lo que Martín Paz estaba diciéndole.
El
joven indio prosiguió:
-Puesto
que la joven llora, mire más allá de la casa de su padre, más allá de la ciudad
donde padece.
Sara
levantó la cabeza, y Martín Paz, adoptando una actitud altiva, con el brazo
extendido hacia las cordilleras, le mostraba el camino de la libertad.
Sara se
sintió arrastrada por un poder irresistible; las voces de algunas personas que
se acercaban a su habitación llegaron hasta ella; su padre iba a entrar sin
duda, y tal vez su novio lo acompañaba. Martín Paz apagó de repente la lámpara
suspendida sobre su cabeza, y se oyó un silbido, semejante al que se había oído
ya en la Plaza Mayor.
De
pronto, se abrió la puerta de la estancia y entraron en ésta Samuel y Andrés
Certa. La oscuridad era profunda; acudieron algunos servidores con luces y
encontraron el aposento vacío.
-¡Maldición!
-exclamó el mestizo.
-¿Dónde
está? -preguntó Samuel.
-Usted
me responde de ella -dijo brutalmente Andrés Certa.
Al oír
esto, el judío se sintió inundado de un sudor frío que le penetraba hasta los
huesos.
-¡Venga
conmigo! -gritó.
Y
seguido por sus criados se lanzó corriendo fuera de la casa.
Mientras
tanto, Martín Paz huía por las calles de la ciudad con cuanta rapidez era
posible. A doscientos pasos de la casa del judío encontró a varios indios, a
quienes el silbido lanzado por él había reunido allí.
-¡A
nuestras montañas! -exclamó.
-¡A
casa del marqués de Vegal! -dijo una voz detrás de él.
Se
volvió Martín Paz, al oír esto, y vio al español detrás de él.
-¿No
quieres confiarme esa joven? -preguntó el marqués.
El
indio inclinó la cabeza y dijo sorprendido:
-¡A
casa del marqués de Vegal!
Martín
Paz, cediendo al ascendiente del marqués, le había confiado la joven, seguro de
que en casa del español no corría el menor riesgo; pero, comprendiendo lo que
el honor exigía, no quiso pernoctar bajo el techo del marqués.
Salió,
pues, presa de violenta excitación, que le hacía hervir la sangre en las venas.
Pero no
había andado aún cien pasos, cuando cinco o seis hombres se arrojaron sobre él
y, a pesar de su tenaz resistencia, lograron atarlo. Martín Paz lanzó un rugido
de desesperación; creía haber caído en poder de sus enemigos.
Pocos
instantes después, le quitaron la venda con que le habían cubierto los ojos, y
se encontró en la sala baja de la taberna en que sus hermanos habían organizado
la rebelión.
El
Zambo, que había presenciado el rapto de la joven, se encontraba allí, rodeado
por Manangani y los demás indios sediciosos. Los ojos de Martín Paz despidieron
relámpagos de cólera.
-Mi
hijo no se apiada de mis lágrimas -dijo el Zambo, puesto que durante tanto
tiempo me deja en la incertidumbre de si está vivo o muerto.
-¿Es
acaso la víspera de una insurrección cuando Martín Paz, nuestro jefe, debe
encontrarse en el campo de nuestros enemigos? -preguntó Manangani.
Martín
Paz no respondió a su padre ni al indio.
-Es
decir, ¿qué nuestros más graves intereses han sido sacrificados en holocausto
de una mujer?
Y,
mientras decía esto, Manangani se acercó a Martín Paz con el puñal en la mano;
pero Martín Paz no lo miró siquiera.
-Hablemos
primero -dijo el Zambo; después de las palabras vendrán los hechos. Si mi hijo
ha faltado a sus hermanos, sabré castigar su traición; pero que tenga cuidado,
porque la hija del judío Samuel no está tan oculta que se nos pueda escapar. Mi
hijo reflexionará: está condenado a muerte, y no hay en la ciudad una piedra
donde pueda reclinar su cabeza. Si, por lo contrario, liberta a su país, para
él serán el honor y la libertad.
Martín
Paz guardó silencio, pero en su corazón se libraba un terrible combate, porque
el Zambo había hecho vibrar las cuerdas de su altiva naturaleza.
Los
insurgentes tenían necesidad de Martín Paz para llevar a la práctica sus
proyectos de rebelión, porque él ejercía la autoridad suprema entre los indios
de la ciudad, los manejaba a su capricho, y una sola señal suya podía llevarlos
a la muerte.
Se le
quitaron las ligaduras por orden del Zambo y Martín Paz se levantó.
-Hijo
mío -le dijo el indio, que lo observaba con atención, mañana, durante la fiesta
de los Amancaes, nuestros hermanos caerán como una tromba sobre los limeños
desarmados. Éste es el camino de las cordilleras, y este otro el de la ciudad;
eres libre, y puedes ir adonde te plazca.
-¡A las
montañas...! -exclamó Martín Paz. ¡A las montañas, y ay de nuestros enemigos!
Y
cuando, aquel amanecer, apareció el sol por el Oriente, iluminó con sus
primeros rayos el conciliábulo que los jefes indios celebraban en el seno de la
cordillera.
1.016. Verne (Julio)
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