Cualquier
otro que no hubiera sido Martín Paz, habría perecido en las aguas del Rímac;
pero él, que estaba dotado de una insuperable fuerza de voluntad y de una
extraordinaria sangre fría, cualidades propias de todos los indios libres del
Nuevo Mundo, logró salvarse de la muerte, aunque no sin gran esfuerzo.
Martín
Paz sabía que los soldados agotarían todos sus recursos para prenderle debajo
del puente, donde la corriente era casi inevitable; pero cortándola
vigorosamente por esfuerzos repetidos, llegó a dominarla y, hallando menos
resistencia en las capas inferiores del agua, logró llegar a la orilla y
ocultarse detrás de una espesura de manglares.
Pero
una vez fuera del agua, ¿qué resolución podría tomar que no lo comprometiera?
Si los soldados que lo perseguían cambiaban de opinión y subían por la orilla
arriba, Martín Paz sería infaliblemente capturado; pero como él no era hombre
que tardara mucho en adoptar una resolución, decidió en seguida entrar en la
ciudad y ocultarse en ella.
Para
evitar que lo viesen los paseantes que habían demorado el regreso a sus casas,
Martín Paz siguió una de las calles más anchas; pero al entrar en ella, le
pareció que lo espiaban, y no pudiendo detenerse a reflexionar, miró en torno
suyo, buscando un refugio. Sus ojos se fijaron en una casa todavía
brillantemente iluminada, y cuya puerta cochera estaba abierta para dar paso a
los coches que salían del patio y llevaban a sus diferentes domicilios a las
eminencias de la aristocracia española.
Martín
Paz se introdujo sin ser visto en aquella casa, y apenas hubo entrado se
cerraron sus puertas. Subió apresuradamente una rica escalera de madera de
cedro, adornada con tapices de mucho precio, y llegó a los salones, que estaban
todavía iluminados pero enteramente vacíos; los atravesó con la celeridad de un
relámpago y se ocultó, en fin, en un oscuro cuarto.
Poco
después, se extinguió la luz que brillaba en aquellos lujosos aposentos y la
casa quedó en silencio.
Martín
Paz se ocupó entonces en reconocer el sitio en que se encontraba, y vio que las
ventanas de aquella habitación daban a un jardín interior.
Ya se
disponía a huir por allí, creyéndolo factible, cuando oyó que le decían:
-Señor
ladrón, ¿por qué no roba usted los diamantes que están sobre esa mesa?
Al oír
esto, se volvió Martín Paz rápidamente y vio a un hombre de altiva fisonomía
que le mostraba con el dedo un estuche lleno de diamantes.
Martín
Paz, insultado de aquel modo, se acercó al español, cuya serenidad parecía inalterable,
sacó su puñal y, volviendo la punta contra su pecho, dijo sordamente:
-Señor,
si repite usted semejante insulto, me daré muerte a sus pies.
El
español, admirado, contempló con atención al indio, y sintió hacia él una
especie de simpatía, en virtud de lo cual se dirigió a la ventana, la cerró
suavemente y, volviéndose hacia el indio, cuyo puñal había caído en tierra, le
preguntó:
-¿Quién
es usted?
-El
indio Martín Paz. Me persiguen los soldados porque me he defendido contra un
mestizo que me atacaba y lo he derribado a tierra de una puñalada. Mi
adversario es el novio de una joven a quien amo; y ahora, que sabe ya quién
soy, puede usted entregarme a mis enemigos, si lo cree conveniente.
-Muchacho
-replicó simplemente el español, mañana salgo para los baños de Chorrillos.
Puedes acompañarme si quieres, y estarás por el momento al abrigo de toda
persecución. Si lo haces, no tendrás nunca que quejarte de la hospitalidad del
marqués de Vegal.
Martín
Paz se limitó a inclinarse con respeto.
-Puedes
acostarte en esa cama y descansar esta noche -añadió el marqués, sin que nadie
sospeche que te encuentras aquí.
El
español salió de la estancia dejando al indio conmovido con su generosa
confianza. Después, Martín Paz, abandonándose a la protección del marqués, se
durmió tranquilamente.
Al día
siguiente, al salir el sol, el marqués dio las órdenes necesarias para la
partida, y envió recado al judío Samuel de que fuese a verlo; pero antes fue a
oír la primera misa de la mañana.
Ésta
era una piadosa práctica que no dejaban de observar todos los miembros de la
aristocracia peruana, porque Lima, desde su fundación, había sido siempre muy
católica, y además de sus muchas iglesias, contaba todavía con veintidós
conventos de frailes, diecisiete de monjas y cuatro casas de retiro para las
mujeres que no pronunciaban votos religiosos. Como cada uno de estos
establecimientos tenía una iglesia particular, existían en Lima más de cien
edificios dedicados al culto, donde ochocientos clérigos seglares o regulares,
trescientas religiosas y hermanos legos, celebraban las ceremonias del culto
católico.
Al
entrar en Santa Ana el marqués de Vegal, vio a una joven arrodillada, que oraba
fervorosamente y lloraba con desconsuelo. Parecía presa de dolor tal, que el
marqués no pudo contemplarla sin cierta emoción, y ya se disponía a dirigirle
algunas palabras de conmiseración, cuando llegó el padre Joaquín, y le dijo en
voz baja:
-Señor
marqués, por favor, no se le acerque usted.
Luego,
el fraile hizo una señal a Sara y ésta lo siguió a una capilla oscura y
desierta.
El
marqués se dirigió al altar y oyó la misa, después de lo cual regresó a su
casa, pensando involuntariamente en aquella joven, cuya imagen había quedado
profundamente grabada en su imaginación.
En el
salón de su casa encontró al judío Samuel, que estaba esperándole, y parecía
haber olvidado los sucesos de la noche anterior. Su semblante estaba iluminado
por la esperanza del lucro.
-¿Qué
manda su señoría? -preguntó al español.
-Necesito
treinta mil duros antes de una hora.
-¡Treinta
mil duros! ¿Y quién los tiene? Por el santo rey David, señor marqués, va a
costarme más trabajo encontrarlos que lo que su señoría se imagina.
-Aquí
tengo joyas de gran valor -repuso el marqués, sin hacer caso de las palabras
del judío, y además puedo vender a usted por poco precio un terreno muy extenso
que tengo cerca del Cuzco.
-¡Ah,
señor! -exclamó Samuel, las tierras nos arruinan, porque nos faltan brazos para
cultivarlas. Los indios se retiran a las montañas y las cosechas no producen lo
que cuesta la recolección.
-¿En
cuánto valora usted esos diamantes? -preguntó el marqués.
Samuel
sacó del bolsillo una balanza pequeña de precisión, y se puso a pesar las
piedras con minuciosa detención, pero sin dejar de hablar, despreciando, como
de costumbre, la prenda que se le ofrecía.
-¡Los
diamantes...! ¡Mala hipoteca...! No producen nada. Es lo mismo que enterrar el
dinero. Observará, su señoría, que el agua de este diamante no es de una
limpieza perfecta... Ya sabe su señoría que estos adornos tan costosos no son
fáciles de vender, por lo que me vería obligado a enviarlos a las provincias de
la Gran Bretaña.
Los norteamericanos me los comprarán seguramente; pero será para cederlos a los
hijos de Albión. Quieren, por consiguiente, y es justo, ganar una comisión
honrosa, que cae sobre mis costillas... Supongo que diez mil duros contentará a
su señoría. Es poco, sin duda, pero...
-Ya he
dicho -repuso el español despectivamente- que necesito mucho más de diez mil
duros.
-Señor,
no puedo dar un centavo más.
-Llévese
las joyas y envíeme inmediatamente el dinero. Para completar los treinta mil
duros que necesito, le daré esta casa en hipoteca. ¿No le parece bastante
sólida?
-¡Ah,
señor, en esta ciudad, donde son tan frecuentes los terremotos, no se sabe
quién vive ni quién muere, ni quién cae, ni quién se mantiene en pie!
Y
mientras decía esto, Samuel se empinaba sobre la punta de los pies, dejándose
luego caer sobre los talones varias veces, para apreciar la solidez del piso.
-En
fin, como tengo verdaderos deseos de servir a su señoría -dijo, pasaré por lo
que quiera, aunque en este momento no me conviene desprenderme de metálico,
porque voy a casar a mi hija con el caballero Andrés Certa... ¿Lo conoce su
señoría?
-No lo
conozco, y le ordeno a usted de nuevo que me envíe en seguida la cantidad que
le he pedido. Llévese esas joyas.
-¿Quiere
su señoría un recibo? -preguntó el judío.
El
marqués, sin responderle, pasó a la habitación inmediata.
-¡Orgulloso
español! -murmuró Samuel, entre dientes. Quiero confundir tu insolencia del
mismo modo que voy a disipar tus riquezas. ¡Por Salomón, soy hombre hábil,
porque mis intereses corren parejas con mis sentimientos!
El
marqués, al separarse del judío, encontró a Martín Paz profundamente abatido.
-¿Qué
tienes? -le preguntó cariñosamente.
-Señor,
la joven a quien amo es la hija de ese judío.
-¡Una
judía! -exclamó el marqués, con sentimiento de repulsión que le fue imposible
dominar.
Pero,
al advertir la tristeza del indio, añadió:
-Marchemos,
amigo mío, ya hablaremos de esas cosas con detenimiento.
Una
hora más tarde, Martín Paz, disfrazado, salía de la ciudad en compañía del
marqués, que no llevaba consigo a ninguno de sus criados.
Los
baños de mar de Chorrillos se encuentran a dos leguas de Lima. Es una parroquia
india que posee una bonita iglesia, y durante la estación del calor es el punto
de reunión de la sociedad elegante limeña. Los juegos públicos, prohibidos en
Lima, están abiertos en Chorrillos durante el verano, y a ellos concurren las
señoras de dudosa moralidad, que, actuando de diablillos, hacen perder a más de
un rico caballero su caudal en pocas noches.
Como
Chorrillos estaba a la sazón poco frecuentado aún, el marqués y Martín Paz,
retirados en una casita edificada a orillas del mar, pudieron vivir en paz,
contemplando las vastas llanuras del Pacífico.
El
marqués, miembro de una de las más antiguas familias del Perú, era el último
descendiente de la soberbia línea de ante-pasados, de la que con razón se
mostraba orgulloso; pero en su rostro advertíanse las huellas de una profunda
tristeza. Después de haber intervenido durante algún tiempo en los asuntos
políticos, había experimentado una repugnancia infinita hacia las revoluciones
incesantes, hechas en beneficio de ambiciones personales, y se había retirado
de la política y apartado de la sociedad, viviendo casi en retiro, sólo
interrumpido a raros intervalos por deberes de estricta cortesía.
Su
inmenso caudal se iba disipando poco a poco. El abandono en que quedaban sus
tierras por la falta de brazos, le obligaba a hacer empréstitos onerosos; pero
la perspectiva de una ruina próxima no le espantaba. La indolencia natural de
la raza española, unida al aburrimiento de su existencia inútil, le había hecho
insensible a las amenazas del porvenir. Esposo en otro tiempo de una mujer
adorable, y padre de una niña encantadora, se había encontrado de pronto solo,
a consecuencia de una horrible catástrofe que le arrebató aquellos dos objetos
de su amor- Desde entonces, ningún afecto le unía al mundo, y dejaba deslizarse
su vida al impulso de los acontecimientos.
Creía
que su corazón había muerto por completo, cuando lo sintió palpitar de nuevo al
contacto de Martín Paz. Aquella naturaleza ardiente despertó el fuego
encubierto bajo la ceniza; la orgullosa presencia de ánimo del indio repercutía
en el noble caballero, que, cansado de los españoles de su clase, en quienes no
tenía ya confianza, y disgustado de los mestizos egoístas, que querían
equipararse con él, se complacía en aproximarse a aquella raza primitiva, que
tan valientemente había disputado el suelo americano a los soldados del
conquistador Pizarro.
El
indio pasaba por muerto en Lima, según las noticias que el marqués había
adquirido; pero éste, considerando el amor de Martín Paz hacia una judía como
cosa peor que la muerte misma, resolvió salvarlo de nuevo, dejando casar a la
hija de Samuel con Andrés Certa.
Así,
mientras que Martín Paz estaba profundamente apenado y la tristeza le invadía
el corazón, el marqués evitaba toda alusión a lo pasado, y hablaba al joven
indio de cosas sin importancia.
Un día,
sin embargo, agitado por sus tristes pensamientos, le preguntó:
-¿Por
qué, amigo mío, una pasión vulgar te ha de hacer renegar de la nobleza de tus
abuelos? ¿No desciendes del valiente Manco Cápac, a quien su patriotismo elevó
a la categoría de héroe? ¿Qué papel representaría un hombre que se dejara
abatir por una pasión indigna? ¿Acaso han desistido los indios de reconquistar
algún día su independencia?
-Para
eso trabajamos, señor -contestó Martín Paz, y no está lejos el día en que mis
hermanos se levantarán en masa.
-Ya te
entiendo. Aludes a esa guerra sorda que tus hermanos están preparando en las
montañas. A una señal bajarán a la ciudad con las armas en la mano; pero serán
vencidos, como lo han sido siempre. Ya ves cómo sus intereses desaparecen en
medio de las revoluciones perpetuas de las que es teatro el Perú; revoluciones
que perderán al mismo tiempo a los indios y a los españoles, en beneficio de
los mestizos.
-Nosotros
salvaremos al país -repuso Martín Paz.
-Sí, lo
salvarán, si comprenden su misión -dijo el marqués. Óyeme, pues que te amo como
a un hijo. Lo digo con dolor, pero a nosotros, los españoles, hijos degenerados
de una raza poderosa, nos falta la energía necesaria para levantar un Estado,
y, por consiguiente, a ustedes les toca triunfar de este desdichado
americanismo que tiende a rechazar a los colonos extranjeros. Sí, sábelo; sólo
una inmigración europea puede salvar el antiguo Imperio peruano, y, en vez de
esa guerra intestina que preparan, y que tiende a excluir todas las castas, a
excepción de una sola, deben tender francamente la mano a los hombres
trabajadores del Viejo Mundo.
-Los
indios, señor, considerarán siempre como enemigos a los extranjeros,
cualesquiera que sean, y jamás han de permitir que respiren impunemente el aire
de sus montañas. El dominio que ejerzo sobre ellos quedaría sin efecto el día
en que no jurase la muerte de sus opresores. Además, ¿qué soy ahora? -añadió
Martín Paz con gran tristeza. Un fugitivo que no viviría tres horas si me
encontraran en Lima.
-Amigo,
es preciso que me prometas que no has de volver a salir.
-¡Ah!
No puedo prometérselo a usted, señor marqués, porque si lo prometiese mentiría.
El
marqués enmudeció; la pasión del joven indio se acrecentaba de día en día, y el
noble caballero temblaba ante la idea de verlo correr a una muerte cierta, si
volvía a presentarse en Lima, por lo que deseaba que se celebrara cuanto antes
el matrimonio de la judía, matrimonio que, si le hubiera sido posible, habría
él apresurado, según sus deseos.
Para
cerciorarse del estado de las cosas, salió de Chorrillos una mañana y fue a la
ciudad, donde supo que Andrés Certa, restablecido de su herida, salía ya a la
calle, y que su próximo matrimonio era el objeto de todas las conversaciones.
El marqués
quiso conocer a la joven amada por Martín Paz, y con este objeto se dirigió a
la plaza Mayor, donde a ciertas horas había siempre una gran multitud, y donde
encontró al padre Joaquín, su antiguo amigo. El venerable fraile se quedó
profundamente sorprendido cuando el marqués le dijo que Martín Paz no había
muerto, apresurándose a prometer que velaría por la vida del joven indio, y que
le daría todas las noticias que le interesaran.
De
improviso, las miradas del caballero se dirigieron a una joven arrebujada en un
manto negro que iba sentada en una carretela.
-¿Quién
es esa hermosa muchacha? -preguntó al padre Joaquín.
-La
hija del judío Samuel, prometida de Andrés Certa.
-¡Ella!
¡La hija de un judío!
El
marqués se quedó profundamente admirado y, estrechando la mano del padre
Joaquín, volvió a tomar el camino de Chorrillos.
Su
sorpresa era natural, porque había reconocido en la pretendida judía a la joven
a quien había visto orar fervorosamente en la iglesia de Santa Ana.
1.016. Verne (Julio)
No hay comentarios:
Publicar un comentario