El teniente fue el primero
en despertar.
¡José! ¡En marcha!
El gaviero se desperezó.
¿Qué camino vamos a tomar? -preguntó
Martínez.
¡Pardiez, son dos los que
conozco, mi teniente!
¿Cuáles?
Uno pasa por Zacualicán,
Tenancingo y Toluca. De Toluca a México el camino es bueno porque se ha dejado
ya atrás la Sierra
Madre.
¿Y el otro?
El otro nos desvía un poco
hacia el este, pero también llegamos a unas buenas montanas, el Popocatepetl y
el Icctacihuatl. Se trata de la ruta más segura porque es la menos frecuentada.
¡Un buen paseo de quince
leguas por una inclinada pendiente!
¡Sea! ¡Tomemos el camino más
largo, y adelante! -dijo Martínez. ¿Dónde pasaremos la noche?
Pues, caminando a doce
nudos, en Cuernavaca -respondió el gaviero.
Los dos españoles se dirigieron a la cuadra, mandaron ensillar sus
caballos y llenaron sus mochilas, una especie de bolsas que forman parte de los
arneses, de tortas de maíz, granadas y tasajo, porque en las montañas corrían
el riesgo de no encontrar comida suficiente. Después de pagar las provisiones,
cabalgaron sobre sus animales y se dirigieron hacia su derecha.
Por primera vez descubrieron una encina, árbol de buen agüero, ante el
cual se detienen las emanaciones malsanas de las mesetas inferiores. En estas
llanuras, situadas a mil quinientos metros sobre el nivel del mar, las plantas
introducidas después de la conquista se mezclan con la vegetación indígena. Los
trigales se extienden por este fértil oasis, en el que crecen todos los
cereales europeos. Los árboles de Asia y de España entremezclaban sus follajes.
Las flores de Oriente esmaltaban los tapices de verdura, junto a las violetas,
los acianos, la verbena y las margaritas propias de la zona templada. Algunos
retorcidos arbustos resinosos accidentaban el paisaje, y el olfato se
embalsamaba con los dulces aromas de la vainilla, protegida por la sombra de
los amyris y los liquidámbares. Los viajeros se sentían a gusto bajo una
temperatura media de veinte o veintidós grados, común a las zonas de Xalapa y
Chilpanzingo a las que se ha incluido bajo la denominación de tierras
templadas. No obstante, Martínez y su
compañero ascendían cada vez más por la meseta de Anahuac, y franqueaban las
inmensas barreras que forman la llanura de México.
¡Bien! -dijo
José. He aquí el primero de los tres torrentes que debemos atravesar. En
efecto, un arroyo profundamente encajonado cortaba el paso a los viajeros.
En mi último viaje este torrente
estaba seco -dijo José. Seguid-me, mi teniente.
Ambos descendieron por una pendiente bastante suave tallada en la roca
viva, y llegaron a un vado que era fácilmente practicable.
¡Ya va uno! -exclamó José.
¿Los otros son igualmente
franqueables? -preguntó el teniente.
Igual -respondió José.
Cuando la estación de las lluvias los hace crecer, estos torrentes desembocan
en el riachuelo de Ixtoluca, que nos encontraremos al llegar a las tierras
altas.
¿No hay motivos de temor en
estas soledades?
Ninguno, a no ser el puñal
mexicano.
Es cierto -dijo Martínez.
Estos indios de las tierras altas han permanecido fieles por tradición al
cuchillo.
¡Por eso -dijo riendo el
gaviero- tienen tantos nombres para designar su arma favorita! Estoque,
verdugo, puna, cuchillo, beldoque, navaja[1]...
¡El nombre les viene a la
boca tan deprisa como el cuchillo a la mano! ¡Tanto mejor, voto a sanes! De esa
forma no tendremos que temer las invisibles balas de las largas carabinas.
¡No conozco nada tan
vergonzoso como no saber siquiera quién es el bribón que te despacha!
¿Qué indios habitan estas
montanas? -preguntó Martínez.
¡Pardiez, mi teniente!
¿Quién puede contar las diferentes razas que se multiplican en este Eldorado de
México? ¡Escuche qué cantidad de cruces he estudiado con la intención de
contraer un matrimonio ventajoso algún día! Están los mestizos, nacidos de
español y de india; el cuarterón, nacido de una mestiza y un español; el
mulato, nacido de una española y un negro; el monisque, nacido de una mulata y
de un español; el albino, nacido de una monisque y de un español; el tornatrás,
nacido de un albino y de una española; el tinticlaro, nacido de un tornatrás y
de una espanola; el lobo, nacido de una india y un negro; el caribujo, nacido
de una india y un lobo; el barcino, nacido de un coyote y de una mulata; ei grifo,
nacido de una negra y un lobo; el albarazado, nacido de un coyete y de una
india; el chanizo, nacido de una mestiza y un indio; el mechino, nacido de una
loba y un coyote...
José tenía razón, y la muy problemática pureza de las razas por estos
lugares hace que los estudios antropológicos sean muy inseguros. Pero, a
despecho de las eruditas conversaciones del gaviero, Martínez caía sin cesar en
su taciturnidad primera. Incluso se apartaba con gusto de su compañero, cuya
compañía parecía molestarle.
Otros dos torrentes cortaron, poco después, la ruta. El teniente se
desanimó un poco al ver los lechos secos, porque pensaba dar de beber a su
caballo.
¡Henos aquí como en calma
chica, sin víveres ni agua, mi teniente! -dijo José. ¡Bah! ¡Seguidme! Busquemos
entre estas encinas y estos olmos un árbol que se llama ahuehuetl, que
sustituye con ventaja los manojos de paja de la muestra de las posadas. Bajo su
sombra se encuentra siempre algún manantial, y, aunque sólo sea agua,
ciertamente os aseguro que el agua es el vino del desierto. Los jinetes dieron la vuelta al macizo y
pronto encontraron el árbol en cuestión. Pero el manantial había sido cegado, y
se veía, incluso, que hacía poco de esto.
¡Es extraño! -dijo José.
¡Algo más que extraño!
-exclamó Martínez, palideciendo. ¡Adelante, adelante!
Los viajeros no intercambiaron ni una palabra hasta la
aldea de Cacahuimilchán. Allí aligeraron
un poco sus mochilas. Después se encaminaron hacia Cuernavaca, dirigiéndose
hacia el este.
El paisaje se presentó
entonces bajo un aspecto extremadamente abrupto, haciendo presentir los picos
gigantescos cuyas cimas basálticas detienen las nubes procedentes del Pacífico.
A la vuelta de un ancho roquedo apareció el fuerte de Cochicalcho, edificado
por los antiguos mexicanos, y cuya planta tiene nueve mil metros cuadrados.
Los viajeros se dirigieron hacia el inmenso cono que forma la base y que
coronan rocas oscilantes e impresionantes ruinas. Después de haber echado pie a tierra y atado
sus caballos al tronco de un olmo, Martínez y José, deseosos de verificar la
dirección del camino, treparon hasta la cima del cono aprovechando las
asperezas del terreno.
La noche
caía, revistiendo a los objetos de contornos imprecisos y prestándoles formas
fantásticas. El viejo fuerte se parecía bastante a un bisonte acurrucado con la
cabeza inmóvil, y la mirada inquieta de Martínez creía ver sombras que se
agitaban sobre el cuerpo del monstruoso animal. No obstante se calló, para no
dar pie a las burlas del incrédulo José. Este se aventuraba con lentitud a
través de los senderos de la montaña y, cuando desaparecía tras alguna
depresión del terreno, su compañero se guiaba por el sonido de sus « ¡por
Santiago!» o «¡voto a sanes!»
De pronto, un enorme pájaro nocturno, lanzando un ronco
graznido, se elevó pesadamente con sus grandes alas.
Martínez se quedó parado.
Un enorme trozo de roca
oscilaba visiblemente sobre su base, treinta pies por encima de él. De repente,
el bloque se desprendió y, aplastando todo a su paso con la rapidez y el ruido
del rayo, se precipitó en el abismo.
¡Virgen Santa! -gritó el
gaviero. ¡Eh, mi teniente!
¡José!
¡Venid por aquí!
Los dos españoles se reunieron.
¡Vaya avalancha! Bajemos -dijo
el gaviero.
Martínez le siguió sin decir palabra y ambos llegaron en seguida a la
meseta inferior.
En ésta un ancho surco señalaba el paso de la roca.
¡Virgen Santa! -gritó José.
¡Nuestros caballos han desaparecido, aplastados, muertos!
¿Es posible? -exclamó
Martínez.
¡Mirad!
El árbol al que habían atado los dos animales había sido, en efecto,
arrastrado junto con ellos.
¡Si hubiéramos estado
encima...! -exclamó filosóficamente el gaviero.
Martínez era presa de un violento sentimiento de terror.
¡La serpiente, la fuente, la
avalancha! -murmuraba.
De pronto, con los ojos extraviados, se lanzó sobre José.
¿No acabas de hablar del
capitán Orteva? -gritó, con los labios contraídos por la cólera.
José retrocedió.
¡Ah! ¡Nada de desvaríos, mi
teniente! ¡Un responso por nuestros caballos, y en marcha! No es bueno
permanecer aquí si la vieja montaña sacude su melena. Los dos españoles echaron a andar por el
camino sin decir palabra y, a mitad de la noche, llegaron a Cuernavaca; pero
allí les fue imposible procurarse caballos, y al día siguiente tuvieron que
emprender a pie el camino hacia la montaña de Popocatepetl.
1.016. Verne (Julio)
[1] En español en el original.
No hay comentarios:
Publicar un comentario