Donde se prueba una vez más
que desde un lugar elevado se dominan todas las pequeñeces humanas
-¿Conque
dice usted...? -preguntó el burgo-maestre van Tricasse al consejero Niklausse.
-Digo
que esta guerra es necesaria -respondió el consejero con tono firme, y que ya
ha llegado el tiempo de vengar nuestra injuria.
-Pues
bien, yo le repito -dijo con acritud el burgomaestre, le repito que si la
población de Quiquendone no se aprovecha de esta ocasión para reivindicar sus
derechos, será indigna de su nombre.
-¡Y yo
le sostengo que debemos reunir sin tardanza nuestras huestes y llevarlas
adelante!
-¿De
veras, de veras? ¿Y es a mí a quien usted habla así?
-A
usted mismo, señor burgomaestre, y tiene que oír la verdad por dura que le
parezca.
-Usted
es quien tendrá que escucharla, señor consejero, porque mejor saldrá de mi boca
que de la suya. Sí, señor, sí. Toda tardanza sería deshonrosa. Hace novecientos
años que la ciudad de Quiquendone aguarda el momento de tomar su desquite, y
por más que diga, y le convenga o no, marcharemos contra el enemigo.
-¡Ah!
¿Lo toma usted por ese lado? -respondió irritado el consejero Niklausse. Pues
bien, marcharemos sin usted, si no le place ir.
-El
puesto del burgomaestre está en primera fila.
-Y el
de un consejero también.
-Me
está insultando al contrariar todas mis voluntades -exclamó el burgomaestre,
cuyos puños tenían la tendencia de cambiarse en proyectiles de percusión.
-Y
también me insulta usted al dudar de mi patriotismo -dijo Niklausse, poniéndose
también en guardia.
-Le
digo, caballero, que el ejército quiquendonense se pondrá en marcha antes de
dos días.
-Y le
repito, caballero, que no pasarán cuarenta y ocho horas antes que marchemos
sobre el enemigo.
Fácil
es observar que ambos sostenían exactamente la misma idea. Ambos querían la
batalla, pero su excitación los inclinaba a disputar. Niklausse no escuchaba a
van Tricasse ni éste a aquél. No hubiera sido más violento el altercado aun
cuando opinando los dos en sentido contrario quisiera el uno la guerra y el
otro la paz. Se lanzaban miradas de furor. Por el movimiento acelerado de su
corazón, por su cara encendida, por sus pupilas contraídas, por el temblor de
sus músculos, por su voz, en la cual había hasta rugidos, se comprendía que
estaban dispuestos a lanzarse uno sobre otro.
Pero
sonó el reloj de la torre, deteniendo esto a los adversarios en el momento en
que iban a irse a las manos.
-Ya es
la hora -exclamó el burgomaestre.
-¿Qué
hora? -preguntó el consejero.
-La de
ir a la torre de las campanas.
-Es
verdad, y que lo tome usted a bien o a mal, iré, caballero.
-Yo
también.
-Salgamos.
-Salgamos.
Estas
últimas palabras podían suponer que iba a tener lugar un encuentro y que los
adversarios se dirigían al terreno del desafío, pero no hubo nada de eso. Se
había convenido que el burgo-maestre y el consejero, que eran las dos
principales autoridades, acudieran a la casa municipal para subir a la torre y
examinar el campo, a fin de tomar las mejores disposiciones estratégicas que
pudieran asegurar la marcha de sus tropas.
Aunque
los dos estaban de acuerdo sobre esto, no cesaron de discutir por el camino con
la más vituperable vivacidad. Se oyeron sus gritos resonar en la calle; pero
como todos los transeúntes estaban subidos al mismo diapasón, su acaloramiento
parecía natural y no se les hacía caso. En estas circunstancias un hombre
tranquilo hubiera parecido un monstruo.
El
burgomaestre y el consejero se hallaban en el paroxismo del furor cuando llegaron
al pórtico de la casa municipal. Ya no estaban encarnados, sino pálidos.
Aquella espantosa discusión había producido en sus vísceras algunos movimientos
espasmódicos, y sabido es que la palidez denota el último límite de la cólera.
Al pie
de la estrecha escalera de la torre, hubo una verdadera explosión. ¿Quién había
de pasar primero? ¿Quién treparía antes los escalones de tal escalera de
caracol? La verdad nos obliga a decir que hubo atropello y que el consejero
Niklausse, olvidando todo lo que debía a su superior, al magistrado supremo de
la población, dio un violento empellón a van Tricasse y se lanzó el primero por
la oscura vía.
Ambos
subieron, primero a gatas dirigiéndose epítetos malsonan-tes. Era de temer que
ocurriese un desenlace terrible en lo alto de la torre que se alzaba a
trescientos cincuenta y siete pies sobre el empedrado.
Pero
los dos enemigos se cansaron pronto, y al cabo de un minuto, en el octogésimo
escalón ya no subían sino con pesadez, respirando ruidosamente.
Pero
entonces, sería esto una consecuencia de su fatiga, si la cólera no decayó, se
tradujo al menos por una sucesión de calificativos inconvenientes. Se callaban,
y cosa extraña, parecía que su exaltación disminuía a medida que subían,
verificándose en su espíritu una especie de aplacamiento y descendiendo los
hervores de su cerebro como los de una cafetera que se aparta del fuego. ¿Por
qué?
No
podemos responder, pero la verdad es que cuando llegaron a cierto descansillo a
doscientos setenta y seis pies sobre el nivel de su población, los dos
adversarios se sentaron y ya más sosegados se miraron sin rencor.
-¡Qué
alto es esto! -exclamó el burgomaestre pasándose el pañuelo por su rubicunda
faz.
-¡Muy
alto! -respondió el consejero. Ya sabe usted que estamos catorce pies más arriba
que la torre de San Miguel de Hamburgo.
-Ya lo
sé -respondió el burgomaestre, con un acento de vanidad perdonable a la primera
autoridad de Quiquendone.
Al cabo
de unos instantes, los dos notables continuaban su marcha ascensional,
dirigiendo una mirada curiosa a través de las aspilleras abiertas en la pared
de la torre. El burgomaestre había pasado a la cabeza de la caravana sin que el
consejero pusiera reparo alguno. Aconteció que a los trescientos cuarenta
escalones, van Tricasse estaba enteramente derrengado y Niklausse tuvo la
amabilidad de empujarle suavemente por detrás. El burgomaestre aceptó este
auxilio y cuando llegó a la plataforma de la torre dijo con agasajo:
-Gracias,
Niklausse, ya le corresponderé.
Poco
antes eran dos fieras dispuestas a despedazarse al comenzar a subir, y ahora
dos amigos al llegar a lo alto de la torre.
El
tiempo era magnífico. Corría el mes de mayo y el sol había absorbido todos los
vapores. ¡Qué atmósfera tan pura y tan limpia! La mirada podía abarcar los
objetos más diminutos en un espacio considerable. A algunas millas se divisaban
los muros de Virgamen resplandecientes de blancura, sus tejados rojos y
campanarios salpicados de luz. ¡Y esa población era la predestinada a todos los
horrores del saqueo y del incendio!
El
burgomaestre y el consejero se habían sentado uno junto a otro, sobre un
pequeño banco de piedra, como dos buenas personas cuyas almas se confunden en
estrecha simpatía. Mientras alentaban para descansar, contemplaban las
cercanías y después de algunos momentos de silencio, el burgomaestre exclamó:
-¡Qué
bello es esto!
-¡Oh!
¡Es admirable! -respondió el consejero. ¿No le parece, amigo van Tricasse, que
la humanidad está más bien destinada a residir en estas alturas que a
arrastrarse por la corteza de la tierra?
-Pienso
como usted, honrado Niklausse. Aquí se percibe mejor el sentimiento que se
desprende de la naturaleza. Se aspira por todos los sentidos. En estas alturas
es donde los filósofos deberían formarse y aquí es donde los sabios deberían
vivir alejados de las miserias mundanas.
-¿Damos
la vuelta a la plataforma? -preguntó el consejero.
-Demos
la vuelta a la plataforma -respondió el burgomaestre.
Y los
dos amigos, del brazo y haciendo largos descansos entre sus preguntas y
respuestas, examinaron todos los puntos del horizonte.
-Hace
por lo menos diecisiete años que no había subido a esta torre -dijo van
Tricasse.
-No
creo haber subido nunca -respondió el consejero Niklausse, y lo siento porque
éste es un espectáculo sublime. Vea ese bonito río cómo serpentea entre los
árboles.
-¡Y más
lejos las alturas de Santa Hermandad! ¡Qué maravillosa-mente cierran el
horizonte! Vea aquel grupo de árboles verdes que la naturaleza ha dispuesto tan
pintorescamente. ¡Ah!, ¡la naturaleza, la naturaleza, Niklausse! ¿Puede jamás
competir con ella la mano del hombre?
-Esto
es encantador, mi excelente amigo. Repare en aquellos rebaños pastando en las
verdes praderas, aquellos bueyes, aquellas vacas, aquellas ovejas...
-¡Y
aquellos labradores que van al campo! Parecen pastores de la Arcadia y no les falta más
que la zampoña.
-Y
sobre todo esa fértil campiña, el hermoso cielo azul, no turbado por nube
alguna. ¡Ah!, Niklausse aquí nos volveremos poetas. No comprendo cómo San
Simeón el Estilita no fue uno de los más grandes poetas del mundo.
-Tal
vez porque su columna no fuese bastante alta -respondió el consejero con
apacible sonrisa.
En
aquel momento, las campanas armónicas se pusieron en movimiento soltando a los
aires sus melodiosos sonidos. Los dos amigos se quedaron estáticos, y después
el burgomaestre dijo con voz sosegada:
-Pero,
amigo Niklausse, ¿qué hemos venido a hacer en lo alto de esta torre? En suma,
nos estamos dejando llevar de nuestros ensueños...
-Hemos
venido -respondió Niklausse, a respirar este aire puro no viciado por las
flaquezas humanas.
-¿Pues
entonces bajamos ya, amigo Niklausse?
-Bajemos,
amigo van Tricasse.
Las dos
notabilidades dirigieron la postrer mirada al espléndido panorama que se
desarrollaba a su vista, y, después, pasando primero el burgomaestre, comenzó a
bajar con paso lento y mesurado. El consejero le seguía algunos escalones
detrás. Ambos llegaron al descansillo donde se habían detenido al subir. Ya sus
mejillas principiaban a teñirse de púrpura. Se pararon un instante y prosiguieron
su interrumpido descenso.
Al cabo
de un minuto, van Tricasse suplicó a Niklausse que moderase el paso, porque lo
tenía sobre los talones y esto le molestaba.
Aquello
debió causarle más daño todavía que una simple molestia, porque veinte
escalones más abajo mandó al consejero que se detuviese para poder tomar alguna
delantera.
El
consejero respondió que no tenía ganas de quedarse con una pierna al aire
esperando la buena voluntad del burgomaestre, y prosiguió bajando.
Van
Tricasse respondió con una palabra bastante dura.
El
consejero replicó con una alusión ofensiva sobre la edad del burgomaestre,
destinado por sus tradiciones de familia a segundas nupcias.
El
burgomaestre bajó veinte escalones más, previniendo a Niklausse que las cosas
no quedarían así.
Niklausse
contestó que él iba a pasar delante, y como la escalera era estrecha, hubo
colisión entre los dos notables, que se encontra-ban entonces en profunda
oscuridad.
Las
palabras de estúpido y de mal educado fueron las más blandas que se cruzaron.
-Ya
veremos, so animal -gritaba el burgo-maestre, ya veremos qué papel hará usted
en esa guerra y en qué puesto se encontrará.
-En el
que preceda al suyo, so imbécil -respondía Niklausse.
Después
dieron otros gritos y parecía que los cuerpos rodaban juntos.
¿Qué
pasó? ¿Por qué aquellas disposiciones tan rápidamente mudadas? ¿Por qué los
corderos de la plataforma se convirtieron en tigres doscientos pies más abajo?
Sea lo
que fuere, el guarda de la torre, al oír semejante alboroto, fue a abrir la
puerta inferior precisamente en el momento en que los adversarios, aporreados,
y saltándoseles los ojos de las órbitas, se arrancaban recíproca-mente el pelo,
que estaba formado, afortunadamente, por una peluca.
-¡Me
dará usted una satisfacción! -exclamó el hurgomaestre, poniendo el puño debajo
de las narices de su adversario.
-¡Cuando
quiera! -aulló el consejero Niklausse, imprimiendo a su pie derecho una
amenazante oscilación.
El
guarda, que también se había exasperado sin saber por qué, consideró esta
escena como natural. Yo no sé qué impulso personal le inclinaba a tomar parte
en la contienda, pero se contuvo y se fue a propalar por todo el barrio que iba
a haber un lance entre el burgomaestre van Tricasse y el consejero Niklausse.
1.016. Verne (Julio)
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