El
matrimonio de Andrés Certa con la hija del judío Samuel era un verdadero
acontecimiento, y las señoras no se daban punto de reposo, confeccionando los
lujosos trajes que se proponían lucir en la fastuosa ceremonia.
En casa
del judío Samuel, que deseaba celebrar con gran pompa el matrimonio de Sara, se
hacían también grandes preparativos.
Los
frescos que adornaban su morada, según la costumbre española, habían sido
restaurados suntuosamente; los tapices más ricos caían en anchos pliegues sobre
los huecos de las ventanas y las paredes de la habitación; los muebles,
esculpidos de maderas preciosas u odoríferas, se amontonaban en los grandes
salones impregnados de deliciosa frescura; los arbustos exóticos, los pro-ductos
de las tierras calientes se elevaban serpenteando a lo largo de las
balaustradas y de las azoteas.
La
joven había perdido la esperanza de volver a ver a Martín Paz, puesto que el
Zambo no la tenía, como lo demostraba el hecho de no llevar en el brazo la
señal de la esperanza. Liberto había espiado los pasos del viejo indio, pero no
había logrado descubrir nada.
¡Ah! Si
la pobre Sara hubiera podido realizar sus deseos, se habría refugiado en un
convento para acabar en él su vida. Impulsada por atracción misteriosa e
irresistible hacia los dogmas del catolicismo y convertida secretamente por el
padre Joaquín a la única religión verdadera, había ingresado en el seno de
nuestra santa madre la Iglesia ,
que tanto simpatizaba con las creencias de su alma.
El
padre Joaquín, a fin de evitar todo escándalo, y sabiendo leer mejor en su
breviario que en el corazón humano, había dejado a Sara en la creencia de que
Martín Paz había muerto, porque lo más importante para él era la conversión de
la joven, que creía asegurada con el matrimonio con Andrés Certa, ignorando,
naturalmente, las condiciones en que se había concertado.
El día,
pues, de la boda, tan alegre para unos y tan triste para otros, había llegado.
Andrés Certa había invitado a la ceremonia a toda la ciudad; pero sus
invitaciones no fueron atendidas por las familias nobles, que se excusaron,
pretextando motivos más o menos plausibles.
Llegada
la hora en que debía efectuarse el contrato, la joven no compareció.
El
judío Samuel estaba profundamente disgustado, y Andrés Certa fruncía el ceño,
mostrando su impaciencia. Una especie de confusión se reflejaba en los rostros
de los invitados, mientras millares de bujías, cuya imagen multiplicaban los
espejos, inundaban los salones de resplandeciente luz.
En la
calle, un hombre se paseaba presa de una ansiedad mortal.
Era el
marqués de Vegal.
1.016. Verne (Julio)
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