La temperatura era fría y la vegetación escasa. Estas
alturas inaccesibles pertenecen a las zonas glaciales, llamadas las «tierras
frías» Los abetos de las regiones brumosas mostraban ya sus secas siluetas
entre las ultimas encinas de estos climas elevados, y las fuentes se hacían
cada vez más raras en terrenos que están compuestos en su mayor parte de
traquitas resquebrajadas y de amigdaloides porosas.
Desde hacía ya seis horas
largas el teniente y su compañero se arrastraban penosamente, hiriéndose las
manos en las vivas aristas de las rocas y los pies en los agudos guijarros del
camino. Pronto, la fatiga les obligó a sentarse. José se ocupó de preparar algún alimento.
¡Condenada idea, no haber
tomado el camino ordinario! -murmuraba.
Ambos esperaban encontrar en Aracopistla, aldea totalmente perdida
entre las montañas, algún medio de transporte para finalizar su viaje; pero
¡cuál no sería su decepción al encontrarse con lo mismo que en Cuernavaca, la
misma inexistencia de todo lo necesario y la misma falta de hospitalidad! Y,
sin embargo, había que llegar.
Ante ellos se erguía entonces el inmenso cono del Popocatepetl, de una
altitud tal que las miradas se perdían entre las nubes intentando encontrar la
cima de la montaña. El camino era de una aridez desesperante. Por todas partes
se abrían insondables precipicios entre los salientes del terreno, y los
vertiginosos senderos parecían oscilar bajo los pasos de los caminantes. Para
avistar bien el camino tuvieron que escalar una parte de esta montaña de cinco
mil cuatrocientos metros a la que los indios llamaban «La roca humeante» y que
muestra aún la huella de recientes explosiones volcánicas. Sombrías grietas
serpenteaban entre sus abruptas laderas. Desde el último viaje del gaviero
José, nuevos cataclismos habían trastornado estos desiertos que ya no conseguía
reconocer. De esa forma se perdía por senderos impracticables deteniéndose a
veces con el oído atento, porque sordos rumores se dejaban oír aquí y allá a
través de las quebraduras del enorme cono.
El sol declinaba ya a ojos vistas. Enormes nubes, aplastadas contra el
cielo, oscurecían aún más la atmósfera. Amenazaban la lluvia y la tormenta,
fenómenos frecuentes en estas comarcas en las que la elevación del terreno
acelera la evaporación del agua. Toda especie de vegetación había desaparecido
en estos roquedales cuya cima se pierde bajo las nieves eternas.
¡No puedo más! -dijo por fin
José, desplomándose de fatiga.
¡Sigamos andando! -respondió
el teniente Martínez con febril impaciencia.
Algunos truenos resonaron al momento en las grietas del
Popocatepetl.
¡Que el diablo me lleve si
consigo orientarme entre estos senderos perdidos! -exclamó José.
¡Levántate y sigamos! -respondió
bruscamente Martínez, obligan-do a José a seguir caminando dando traspiés.
¡Y ni un ser humano que nos
guíe! -murmuraba el gaviero.
¡Mejor! -dijo el teniente.
¿Acaso no sabéis que, cada
año, se cometen un millar de asesinatos en México y que sus alrededores no son seguros?
¡Mejor! -replicó Martínez.
Gruesas gotas de lluvia brillaban en las aristas de las rocas,
iluminadas por los últimos resplandores del cielo.
¿Qué es lo que veremos
cuando consigamos atravesar las montañas que nos rodean?
preguntó el teniente.
México a la izquierda y
Puebla a la derecha, ¡si es que podemos ver algo! -respondió José. Pero no
distinguiremos nada. Está demasiado oscuro...
Tendremos ante nosotros la montaña de Icctacihuatl y, por la hondonada,
el camino seguro. Pero, ¡por Satanás!, no creo que lleguemos.
¡Sigamos!
José estaba en lo cierto. La meseta de México está encerrada entre un
inmenso circo de montañas. Es una inmensa cuenca oval de dieciocho leguas de
largo, doce de ancho y sesenta y siete de perímetro, rodeada de altos salientes,
entre los que se distinguen, al sudoeste, el Popocatepetl y el Icctacihuatl.
Una vez llegado a la cima de estas barreras, el viajero ya no experimenta
ninguna dificultad para descender por la meseta de Anahuac y la ruta, que se
prolonga hacia el norte, es agradable hasta México. Entre las amplias avenidas
de olmos y de álamos se admiran los cipreses plantados por los reyes de la
dinastía azteca, así como los schinns, parecidos a los sauces llorones de
Occidente. Por todas partes los campos
labrados y los jardines en flor muestran sus cosechas, mientras que manzanos,
granados y cerezos respiran a gusto bajo este cielo azul profundo que determina
el aire seco y enrarecido de las alturas terráqueas.
Los estallidos del trueno se repetían entonces con extrema
violencia en la montaña. La lluvia y el viento, que cesaban a ratos, tornaban
más sonoros los ecos.
José maldecía a cada paso.
El teniente Martínez, pálido y silencioso, miraba hostilmente a su compañero
que se erguía ante él como un cómplice a quien hubiera querido hacer
desaparecer.
De pronto, un relámpago
iluminó la oscuridad. ¡El gaviero y el teniente estaban al borde de un abismo!
Martínez se acercó de un salto a José. Le puso la mano sobre el hombro y,
después de los últimos fragores del trueno, le dijo:
¡José...! ¡Tengo miedo...!
¿Miedo de la tormenta?
No temo a la tempestad del
cielo, José, sino la tormenta que se ha desencadenado dentro de mí...
¡Ah! ¡Vos pensáis todavía en
el capitán Orteva...! ¡Vamos, mi teniente, me hacéis reír! - respondió José,
que no se atrevía a reírse porque Martínez le miraba con ojos extraviados.
Un trueno formidable resonó.
¡Calla, José, calla! -exclamó
Martínez, que no parecía dueño de sí mismo.
¡Pues sí que habéis elegido
una buena noche para sermonearme! -replicó el gaviero- ¡Si tenéis miedo, mi teniente, tapaos los
ojos y los oídos!
¡Mira... gritó Martínez. ¡Me parece...! ¡Veo al capitán... al señor
Orteva... su cabeza rota...! ¡Allí...!
¡Allí...!
Una sombra negra, iluminada por un relámpago blanquecino, se irguió a
veinte pasos del teniente y de su compañero.
En el mismo instante, José vio a Martínez a su lado, pálido,
siniestro, descompuesto, con el brazo armado de un puñal.
¿Qué os sucede? ¿Qué...?
Un relámpago los envolvió a los dos.
¡Socorro! -gritó José.
No quedó más que un cadáver en aquel lugar. Como un nuevo Caín,
Martínez huía en medio de la tempestad con su arma ensangrentada en la
mano. Algunos instantes después, dos
hombres se inclinaban sobre el cadáver del gaviero, murmurando:
¡Uno menos!
Martínez erraba como un loco a través de las sombrías soledades.
Corría con la cabeza descubierta bajo la lluvia que caía a torrentes.
¡Socorro! ¡Socorro! -gritaba,
tropezando contra las rocas que se deslizaban a sus pies.
De pronto se dejó oír un gorgoteo profundo. Martínez miró y escuchó el
estrépito de un torrente.
Era el pequeño río Ixtoluca, que se precipitaba a quinientos pies por
debajo de donde se encontraba.
A pocos pasos, sobre el torrente mismo, colgaba un puente formado por
cuerdas de pita. Sujeto en ambas orillas por algunos postes hundidos en la
roca, el puente oscilaba con el viento como si fuera un hilo tendido en el
espacio.
Martínez, agarrándose a las
lianas, avanzó arrastrándose por el puente.
A fuerza de
energía consiguió llegar a la orilla opuesta...
Allí, una
sombra se irguió ante él.
Martínez
retrocedió sin decir palabra y se aproximó a la orilla que acababa de dejar.
Allí, también, otra forma
humana apareció ante él.
Martínez regresó de
rodillas hasta la mitad del puente, con las manos crispadas por la
desesperación.
¡Martínez! ¡Soy Pablo! -gritó
una voz.
¡Martínez! ¡Soy Jacopo! -exclamó
otra.
¡Eres un traidor...! ¡Y vas
a morir...!
¡Eres un traidor...! ¡Y vas
a morir...!
Sonaron dos golpes secos. Los pilares que sujetaban los dos extremos
del puente cayeron bajo el hacha...
Se oyó un terrible aullido y Martínez, con los brazos extendidos, se
precipitó en el abismo.
A una legua de allí, el aspirante y el contramaestre se
reunieron, después de haber vadeado el río Ixtoluca.
¡He vengado al capitán! -dijo
Jacopo.
Y yo -respondió Pablo -he
vengado a España!
Así nació la marina de la Confederación Mexicana.
Los dos barcos españoles, entregados por los traidores, quedaron en propiedad
de la nueva república y constituyeron el núcleo de la pequeña flota que antaño
disputaba las tierras de Texas y de California a los navíos de los Estados
Unidos de América.
1.016. Verne (Julio)
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