Donde el doctor Ox se revela
como fisiólogo de primer orden y audaz experimentador
¿Quién
es, pues, ese personaje conocido con el extraño nombre de doctor Ox?
Seguramente
que un ser original, pero al propio tiempo un sabio audaz, un fisiólogo cuyos
trabajos son conocidos y apreciados en toda la Europa científica, un rival
afortunado de Davy[1],
Dalton, Bostock, Menzies, Godwin, Vierordt, ingenios todos que han elevado a la
fisiología al primer puesto entre las ciencias modernas.
El
doctor Ox era hombre medianamente grueso, de estatura regular, de edad de...,
no lo podemos precisar, como tampoco su nacionalidad; pero importa poco. Basta
saber que era un personaje extraño, de sangre caliente e impetuosa, verdadero
excéntrico escapado de un tomo de Hoffmann y que formaba singular contraste con
los habitantes de Quiquendone. Tenía imperturbable confianza en sus doctrinas y
en sí mismo. Siempre sonriendo y marchando con la cabeza erguida fácil y
libremente, de hombros bien marcados, las ventanas de la nariz bien abiertas,
gran boca que absorbía el aire con fuertes aspiraciones, su persona era de
complaciente aspecto. Revelaba mucha vida, muchísima; estaba bien equilibrado
en todas las partes de su máquina, andaba bien, cual si tuviera azogue en las
venas y cien agujas en los pies. Así es que nunca podía estarse quieto,
deshaciéndose en palabras precipitadas y en ademanes superabundantes.
¿Era
rico aquel doctor Ox que emprendía a sus expensas la instalación del alumbrado
de una población entera?
Probablemente,
puesto que se permitía semejantes gastos y es la única respuesta que podemos
dar a tan indiscreta pregunta.
Cinco
meses hacía que el doctor Ox había llegado a Quiquendone en compañía de su
ayudante que respondía al nombre de Gedeón Igeno, grande, seco, flaco, todo
altura, pero no menos vivo que su amo.
¿Y por
qué había tomado el doctor Ox por su cuenta el alumbrado de la villa? ¿Por qué
había escogido precisamente a los apacibles quiquendoneses, flamencos entre los
flamencos, y quería dotarlos con los beneficios de un alumbrado excepcional?
¿No pretendería, bajo este pretexto, ensayar algún gran experimento
fisiológico, operando in anima vili? En una palabra, ¿qué iba a intentar este
ser original? No lo sabemos, puesto que el doctor Ox no tenía otro confidente
que su ayudante Igeno, que le obedecía ciegamente.
En
apariencia al menos, el doctor Ox se había comprometido a alumbrar la
población, que bien lo necesitaba, sobre todo de noche, como decía con cierta gracia
el comisario Passauf. Así es que ya se había instalado una fábrica para la
producción del gas, los gasómetros estaban dispuestos para funcionar, y la
tubería, circulando debajo del empedrado de las calles, debía muy pronto
derramarse y abrirse en forma de mecheros[2]
por los edificios públicos y por las casas particulares de ciertos amigos del
progreso.
En su
calidad de burgomaestre, Tricasse, y en su calidad de consejero, Niklausse, y
además otros notables habían creído deber autorizar en sus habitaciones la
introducción del moderno alumbrado.
Si el
lector no lo ha olvidado, en la larga conversación del consejero y del
burgomaestre se dijo que el alumbrado debía de conseguirse no por la combustión
del vulgar hidrógeno carbonado obtenido por la destilación del carbón mineral,
sino por el empleo de un gas más moderno y veinte veces más brillante, el gas
oxhídrico, que consiste en el oxígeno e hidrógeno mezclados.
Ahora
bien, el doctor, químico hábil e ingeniero, sabía obtener ese gas en gran
cantidad y barato, no empleando el manganato de sosa, según el procedimiento de
Tessié de Motay, sino descomponiendo simplemente el agua ligeramente acidulada
por medio de una pila con elementos nuevos e inventada por él. No se usaban
sustancias costosas, ni platino, ni retortas, ni combustibles, ni aparatos
delicados para producir aisladamente los dos gases. Una corriente eléctrica
atravesaba unas vastas tinas de agua, y el elemento líquido se descomponía en
sus dos partes constitutivas, el oxigeno y el hidrógeno. El oxígeno se iba por
un lado, y el hidrógeno, en doble volumen que su asociado, se marchaba por
otro.
Los dos
se recogían en receptáculos separados; precaución importante, porque su mezcla
hubiera producido una espantosa explosión encendiéndose. Y luego los tubos
debían conducirlos separadamente a los diversos mecheros, dispuestos de modo
que se precaviese esa explosión. Se produciría entonces una llama cuyo brillo
rivalizaría con la luz eléctrica, que según los experimentos de Casselmann, es
igual a la de mil ciento setenta y una bujías, ni una más ni una menos.
Cierto
es que la villa de Quiquendone obtendría con esta generosa combinación un
alumbrado espléndido, pero de esto era de lo que menos se preocupaban el doctor
Ox y su preparador, como más adelante lo veremos.
Precisamente,
al día siguiente al que el comisario Passauf había aparecido ruidosamente en el
gabinete del burgomaestre, Gedeón Igeno y el doctor Ox hablaban ambos en el
laboratorio que les era común en el piso bajo del principal cuerpo de la fábrica.
-¿Y
bien, Igeno, y bien? -exclamó el doctor Ox restregándose las manos. ¡Ya los ha
visto ayer, a esos buenos quiquendoneses de sangre fría que ocupan en cuanto a
la viveza de pasiones el término medio entre las esponjas y las excrecencias
coralígenas! ¡Los ha visto disputando y provocándose con la voz y el ademán!
¡Ya están metamorfoseados moral y químicamente! Y ahora no hacemos más que
empezar. Espere para contemplarlos cuando los tratemos a altas dosis.
-En
efecto, maestro -respondió Gedeón Igeno, rascándose su nariz aguileña con la
punta del índice, el experimento comienza bien y si yo no hubiese cerrado con
prudencia la llave de salida, no sé lo que hubiera acontecido.
-Ya ha
oído usted a ese abogado Schut y al médico Custos. La frase en sí misma no era
maliciosa, pero en la boca de un quinquendonense vale todas las series de
injurias que los héroes de Homero se echan a la cara antes de desenvainar.
¡Ah!, ¡qué flamencos! Ya verán qué haremos de ellos un día.
-Haremos
de ellos unos ingratos -respondió Gedeón Igeno, con el tono de un hombre que
aprecia la especie humana en su justo valor.
-¡Bah!
Poco importa que lo agradezcan o no, con tal de que salga bien el experimento.
-Por
otra parte -añadió el ayudante, sonriendo con malicia, ¿no es de temer que al
producir semejante excitación en su aparato respiratorio desorganicemos un poco
los pulmones a esos honrados habitantes de Quiquendone?
-Peor
para ellos. Esto se hace en interés de la ciencia. ¿Qué diría usted si los
perros o las ranas se negasen a los experimentos de vivisección?
Es
probable que si se consultase a las ranas y a los perros, estos animales harían
algunas objeciones a las prácticas de los vivisectores; pero el doctor Ox
creyó haber hallado un argumento irrefutable, porque exhaló un largo suspiro de
satisfacción.
-En
suma, tiene usted razón, maestro -respondió Gedeón Igeno con tono de convicción.
No podemos hallar cosa más a propósito que los habitantes de Quiquendone.
-Verdad
es que no podíamos -dijo el doctor articulando cada sílaba.
-¿Les
ha tomado el pulso a esos seres?
-Cien
veces.
-¿Y
cuál es el término medio de las pulsaciones observadas?
-Ni aun
cincuenta por minuto. Fáciles comprenderlo. ¡Una población donde no ha habido
en un siglo una sombra de discusión; donde los carreteros no blasfeman ni los
cocheros se injurian, ni los caballos se desbocan, ni los perros muerden, ni
los gatos arañan! ¡Una población donde el simple tribunal de policía descansa
de un cabo al otro del año! ¡Una población donde nadie se apasiona por nada, ni
por las artes ni por los negocios! ¡Una población donde los gendarmes se hallan
en estado de mitos y en la cual no se ha formado sumario en cien años! ¡Una
población, en fin, donde desde hace trescientos años no se ha dado un puñetazo
ni un bofetón! Ya comprenderá usted, Igeno, que eso no puede durar más y que
todo lo modificaremos.
-¡Perfectamente!
¡Perfectamente! -replicó el ayudante entusiasmado. ¿Y el aire de ese pueblo,
lo ha analizado?
-No he
dejado de hacerlo. Setenta y nueve partes de nitrógeno y veintiuna partes de
oxígeno, ácido carbónico y vapor acuoso en cantidad variable. Son las
proporciones ordinarias.
-Bien,
doctor, bien -respondió maese Igeno. El experimento se hará en grande y será
sin duda decisivo.
-Y si
es decisiva -añadió el doctor Ox con voz de triunfo, reformaremos el mundo.
1.016. Verne (Julio)
[1]
Davy fue famoso más como químico que como fisiólogo.
[2]
Boca de combustión, sin mecha, de los aparatos de alumbrado por gas de hulla,
acetileno, etc. Regula la salida del fluido y le da forma favorable para
combinarse con el aire.
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