Cuando
Andrés Certa, que fue conducido a la casa de Samuel y acostado en una cama
preparada a toda prisa, recobró los sentidos, estrechó la mano del viejo judío.
El
médico, avisado por un criado, no tardó en presentarse.
La
herida era leve; el hombro del mestizo había sido atravesado de tal modo por el
puñal de su adversario que el acero sólo había penetrado entre la piel y la
carne. Andrés Certa no debía tardar muchos días en poder abandonar el lecho.
Cuando
Samuel y Andrés Certa se encontraron solos, dijo éste:
-¿Quiere
usted hacerme el favor de cerrar la puerta que conduce a la azotea, maese
Samuel?
-¿Pues
qué teme? -preguntó el judío.
-Temo
que Sara vuelva a mostrarse a la contemplación de los indios. No es un ladrón
el que me ha atacado, sino un rival de quien me he librado milagrosamente.
-¡Ah!
¡Por las santas tablas de la ley -exclamó el judío- usted se engaña! Sara será
una esposa perfecta, que mantendrá incólume su honor.
-Maese
Samuel -repuso el herido, incorporándose sobre el lecho, usted no recuerda que
le pago la mano de Sara en cien mil duros.
-Andrés
Certa -exclamó el judío con cierta sonrisita de avaro, lo recuerdo tanto que
estoy dispuesto a cambiar este recibo por dinero contante y sonante -y, al
decir esto, Samuel sacó de su cartera un papel que Andrés Certa rechazó con la
mano.
-No
existe trato entre nosotros mientras Sara no sea mi esposa, y no lo será jamás
si he de verme obligado a disputársela a semejante rival. Usted sabe, maese Samuel,
cuál es mi propósito. Me caso con Sara para igualarme a toda esa nobleza, que
no tiene para mí sino miradas de desprecio.
-Y se
igualará usted, Andrés Certa, porque, una vez casado, verá a los más orgullosos
españoles acudir apresuradamente a sus salones.
-¿Dónde
ha ido Sara esta noche?
-Al
templo israelita, con la vieja Ammon.
-¿Porqué
obliga usted a Sara a seguir sus ritos religiosos?
-¡Soy
judío! -replicó Samuel- y Sara no sería mi hija si no cumpliese los deberes de
mi religión.
Era un
hombre vil aquel judío Samuel. Traficando con todo y en todas partes, descendía
en línea recta de aquel Judas que entregó a su maestro por treinta denarios. Su
instalación en Lima databa de diez años. Haciendo cálculos había elegido su
morada al extremo del arrabal de San Lázaro y se había puesto al acecho de
vergonzosas especulaciones.
Cuando
Samuel fue a establecerse a Lima, Sara sólo tenía ocho años de edad. Niña
graciosa y bella, agradaba a todos y parecía ser el ídolo del judío. Algunos
años después, su hermosura atraía todas las miradas, y el mestizo Andrés Certa
se enamoró de ella. Lo que parecía inexplicable era que hubiese ofrecido cien
mil duros por la mano de Sara, pero aquel contrato era secreto.
Por lo
demás, Samuel traficaba no sólo con los productos indíge-nas, sino con los
sentimientos, y banquero, prestamista, mercader y armador, tenía el talento de
hacer negocios con todo el mundo. La goleta Anunciación, que aquella noche
debía atracar junto a la embocadura del Rímac, pertenecía al judío Samuel.
Éste, a
pesar del mucho tiempo que dedicaba a los negocios, no dejaba de cumplir, por
obstinación tradicional, todos los ritos de su religión con superstición
religiosa, y su hija había sido cuidadosamente instruida en las prácticas
israelitas.
Así,
cuando hablando con el mestizo, éste le manifestó su disgusto respecto a este
punto, el anciano permaneció mudo y pensativo. Andrés Certa fue quien rompió el
silencio, diciendo:
-Olvida
que el motivo que me mueve a casarme con Sara, la obligará a convertirse al catolicismo.
-Tiene
razón -respondió Samuel, entristecido; pero juro por la Biblia que Sara será judía
mientras sea mi hija.
En
aquel momento se abrió la puerta de la habitación dando paso al mayordomo.
-¿Han
capturado al asesino? -preguntó Samuel.
-Todo
induce a creer que ha muerto -respondió el interpelado.
-¡Muerto!
-exclamó Andrés Certa, con manifiesta alegría.
-Viéndose
entre nosotros, que le íbamos a los alcances, y una partida de soldados que
venía de la ciudad, se ha arrojado al Rímac por el parapeto del puente.
-Pero
¿quién te asegura que no ha podido salir a la orilla? -preguntó Samuel.
-La
mucha nieve derretida que desciende de las montañas ha aumentado la corriente
del río, hasta convertirlo en un torrente en aquel paraje -respondió el
mayordomo. Además, nos hemos apostado en las dos orillas, y el fugitivo no ha
vuelto a aparecer, y he puesto centinelas en las orillas del Rímac, con orden
de que pasen toda la noche vigilando.
-Bien
-dijo el anciano: se ha hecho justicia a sí mismo. ¿Lo han conocido en su fuga?
-Perfectamente,
era Martín Paz, el indio de las montañas.
-¿Acaso
ese hombre seguía a Sara desde hace algún tiempo? -preguntó el judío.
-Lo
ignoro -respondió la dueña; pero cuando los gritos de los criados me han
despertado, he corrido a la habitación de la señorita, y la he encontrado casi
sin sentido.
-Continúa
-dijo Samuel.
-A mis
reiteradas preguntas respecto a la causa de su malestar, no ha querido
responder, se ha acostado sin aceptar mis servicios y me ha mandado retirar.
-Ese
indio, ¿la seguía con frecuencia?
-No
puedo asegurarlo, señor. Sin embargo, lo he encontrado muchas veces en las
calles del arrabal de San Lázaro, y esta noche ha socorrido a la señorita en la
plaza Mayor.
-¿Que
la ha socorrido? ¿Cómo?
La
vieja refirió lo ocurrido.
-¡Ah!
¡Mi hija quería arrodillarse entre los cristianos, y yo ignoraba todo eso! ¿Tú
quieres que te despida?
-Señor,
perdóneme usted.
-Márchate
-repuso con acritud el anciano.
La
dueña salió de la estancia.
-Ya ve
usted que es necesario casarnos al momento -dijo Andrés Certa; pero necesito
descansar, y le ruego que ahora me deje solo.
Al oír
esto, el anciano se retiró lentamente; pero antes de volver a su cuarto, quiso
cerciorarse del estado de su hija, y entró sin hacer ruido en la habitación de
Sara, que dormía con sueño agitado entre las cortinas de seda desplegadas a su
alrededor.
Una
lámpara de alabastro, suspendida del techo pintado de arabescos, esparcía una
suave luz en el aposento, y la ventana, entreabierta, dejaba pasar al través de
las persianas corridas la frescura del aire, impregnado de los perfumes
penetrantes de los áloes y de las magnolias.
Los mil
objetos de arte y de exquisito gusto que había esparcidos sobre los muebles,
preciosamente esculpidos, de la habitación, revelaban a los vagos resplandores
de la noche el gusto criollo. Parecía que el alma de la joven jugaba con
aquellas maravillas.
El
anciano se acercó al lecho de Sara y se inclinó sobre ella para contemplar su
sueño. La joven judía parecía atormentada por un sentimiento doloroso, que le
hizo exhalar un suspiro, después de lo cual murmuraron sus labios el nombre de
Martín Paz.
Samuel
volvió a su aposento.
Cuando,
transcurridas algunas horas, la aurora abrió al sol las puertas del oriente,
Sara se levantó a toda prisa, y Liberto, indio negro, su servidor especial,
acudió a recibir sus órdenes, e inmediatamente ensilló una mula para su ama y
un caballo para él.
Sara
acostumbraba pasear por las montañas, seguida de un criado, que le era muy
adicto.
Se
vistió una saya de color pardo y un manto de cachemira de gruesas bellotas; se
puso en la cabeza un sombrero de paja de alas anchas, dejando flotar sobre la
espalda sus grandes trenzas negras, y, para mejor disimular su turbación, se
colocó un cigarrillo de tabaco perfumado entre los labios.
Jinete
ya sobre la mula, Sara salió de la ciudad y echó a correr por el campo con
dirección al Callao. El puerto estaba muy animado; los guardacostas habían
estado batallando toda la noche con la goleta Anunciación, cuyas
maniobras indecisas revelaban el propósito de cometer algún fraude.
La
goleta Anunciación parecía que había esperado algunas embarcaciones
sospechosas hacia la embocadura del Rímac; pero antes de que éstas llegasen a
ella, había huido, burlando la persecución de las chalupas del puerto.
Circulaban
diversos rumores respecto al destino de aquella goleta, que, según unos, iba
cargada de tropas de Colombia, encargadas de apoderarse de los principales
buques del Callao, para vengar la afrenta inferida a los soldados de Bolívar,
expulsados vergonzosa-mente del Perú.
Según
otros, la goleta se ocupaba únicamente en el contrabando de lanas de Europa.
Sara,
sin prestar atención a estas noticias, más o menos ciertas, porque su paseo al
puerto no había sido más que un pretexto, regresó a Lima, llegó cerca de las
orillas del Rímac y subió costeando el río hasta el puente, donde había
numerosos grupos de soldados y mestizos, apostados en diversos puntos.
Liberto
había referido a la joven los sucesos ocurridos durante la noche anterior, y
por orden suya interrogó a varios soldados que estaban inclinados sobre el
parapeto, por quienes supo no solamente que Martín Paz se había ahogado, sino
que no se había podido encontrar su cadáver.
Sara,
próxima a desmayarse, se vio precisada a hacer un poderoso esfuerzo de voluntad
para no abandonarse a su dolor.
Entre
las personas que estaban a la orilla del río, vio a un indio de fisonomía
feroz, que parecía dominado por la desesperación. Este indio era el Zambo.
Sara,
al pasar cerca del viejo montañés, oyó estas palabras:
-¡Desgracia!
¡Desgracia! ¡Han matado al hijo de Zambo, han matado a mi hijo!
La
joven levantó la cabeza, indicó por señas a Liberto que la siguiera, y, sin
cuidarse de si la veía o no, se dirigió a la iglesia de Santa Ana, dejó su
cabalgadura al indio, entró en el templo cristiano, preguntó por el padre
Joaquín, y, arrodillándose sobre las losas de piedra, encomendó a Dios el alma
de Martín Paz.
1.016. Verne (Julio)
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