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sábado, 10 de agosto de 2013

Enemigos

Después de las nueve de una oscura noche de septiem­bre, en casa del doctor Kirílov, médico del zemstvo[1] fa­llecía de difteria su único hijo, Andrés, de seis años de edad. Cuando la esposa del médico se arrodilló ante la camita del niño muerto y se sintió invadida por el pri­mer ataque de desesperación, en el vestíbulo sonó áspe­ramente el timbre.
A causa de la difteria las criadas habían sido licen­ciadas y el mismo Kirílov, tal como estaba, sin levita,, conn el chaleco desabrochado, cara mojada y manos que­madas por él ácido fénico, fue a abrir la puerta. El vestíbulo estaba oscuro y en el hombre que había entrado sólo podían distinguirse la mediana estatura, la blanca bufanda y el rostro, grande y pálido en extremo, tan pálido que parecía que con la llegada de aquella persona en el vestíbulo se hizo más luz...
-¿El doctor está en casa? -preguntó de prisa el visitante.
-Esto y en casa -contestó Kirílov. ¿Qué desea usted?
-Ah, ¿es usted? ¡Me alegro mucho! -exclamó el des­conocido, se puso a buscar en la oscuridad la mano del médico, la encontró y la estrechó con fuerza entre sus manos. ¡Estoy muy, pero muy contento! Nos conoce­mos... Soy Aboguin... Tuve el placer de verlo en casa de Gnuchev, en verano. Muy contento por haberlo encon­trado. Por el amor de Dios, no rehúse acompañarme hasta mi casa... Mi mujer se enfermó gravemente... Ten­go el coche conmigo...
Por la voz y por los ademanes del visitante se notaba en él un estado de fuerte excitación. Como asustado por un incendio o por un perro rabioso, apenas contenía su respiración acelerada, hablaba de prisa, con voz tem­blorosa, y algo verdadera-mente sincero, infantil y temero­so resonaba en sus palabras. Igual que todos los asustados y aturdidos, hablaba con frases breves, cortadas y pro­nunciaba muchas palabras innecesarias, que no venían al caso.
-Temía no encontrarlo -continuó diciendo. Por el camino sufrí una enormidad... Por Dios, vístase y vá­monos... Todo sucedió así: Viene a mi casa Papchinsky, Alejandro Semiónovich... usted lo conoce... Charlamos durante un rato... luego nos sentamos a tomar el té; de pronto mi mujer lanza un grito, se lleva la mano al cora­zón y cae sobre el respaldo de la silla. La llevamos a la cama y... le froté las sienes con amoníaco, le rocié la cara con agua... estaba como muerta... Temo que sea un aneurisma... Venga, por favor... También el padre de ella había muerto de aneurisma...
Kirílov escuchaba en silencio, como si no entendiera el ruso.
Cuando Aboguin volvió a mencionar a Papchinsky y al padre de su mujer y comenzó una vez más a buscar en la oscuridad la mano del doctor, éste sacudió la ca­tíeza y dijo con apatía, alargando cada palabra:
-Perdone, no puedo viajar con usted... Hace unos cinco minutos... ha muerto mi hijo...
-¡Será posible! -susurró Aboguin, retrocediendo un paso. ¡Dios mío, en qué mala hora he venido! ¡Qué día tan funesto! Es sorprendente... ¡Qué coincidencia! Como si fuera a propósito...
Aboguin asió el picaporte de la puerta y bajó la ca­beza, pensativo. Visiblemente vacilaba, sin saber qué ha­cer: irse o seguir rogando al doctor.
-Escúcheme -dijo con calor, asiendo, a Kirílov por la manga. ¡Comprendo perfectamente su situación! Me da vergüenza tratar de atraer su atención, pero ¿qué pue­do hacer? Juzgue usted mismo, ¿a dónde voy a ir? Aparte de usted, no hay aquí otro médico. ¡Venga, por amor de Dios! No le pido por mí... ¡No soy yo el enfermo!
Sobrevino el silencio. Kirílov volvió la espalda a Abo­guin; durante un rato permaneció inmóvil y luego pasó lentamente del vestíbulo a la sala. A juzgar por sus pasos, inseguros y mecánicos; por la atención con que acomodó la pantalla de una lámpara apagada y hojeó un grueso libro que estaba sobre la mesa, no tenía en estos momen­tos propósito ni deseo alguno, no pensaba en nada ni, probablemente, recordaba ya que en el vestíbulo lo espe­raba, de pie, una persona extraña. Por lo visto, el cre­púsculo y el silencio de la sala intensificaron su aturdi­miento. Al pasar de la sala a su gabinete, levantaba el pie derecho más alto de lo necesario, buscaba con las manos el quicio de las puertas y en toda su figura sentíase entonces cierta perplejidad, como si viniera a parar a una casa ajena o por primera vez en la vida se hubiera emborrachado y se entregase ahora, sorprendido, a la nueva sensa-ción. Sobre una pared del gabinete, a través de los estantes con libros, extendíase una amplia franja de luz; junto con el pesado olor a éter y ácido fénico, esa luz penetraba por la puerta entreabierta que daba al dor­mitorio... el doctor se sentó en el sillón ante la mesa; durante un minuto contempló, somnoliento, sus libros iluminados, luego se levantó y fue al dormitorio.
Reinaba allí una quietud mortal. Todo, hasta el último detalle, hablaba elocuentemente de la tempestad, recién soportada, del cansancio, y todo reposaba ahora. Una vela, colocada sobre el taburete en el compacto montón de frascos, cajas y tarritos, y una gran lámpara enci­ma de la cómoda iluminaban generosamente toda la habi­tación. En la cama, junto a la ventana, yacía un niño con los ojos abiertos y una expresión sorprendida en el ros­tro. Estaba inmóvil; parecía, empero, que sus ojos abier­tos se tornaban a cada instante más oscuros y más leja­nos. Con las manos sobre su cuerpo y escondida la cara en los pliegues de la colcha, la madre estaba de rodillas ante la cama. No se movía, igual que el niño, y sin em­bargo ¡cuánto movimiento sentíase en las curvas de su cuerpo y en sus brazos! Con la fuerza y el fervor de todo su ser, inclinábasé sobre la cama como temiendo al­terar la tranquila y cómoda postura que encontró al fin para su fatigado cuerpo. Las colchas, los trapos, las pa­langanas, los charcos en el suelo, las cucharitas desparra­madas por doquier, la gran botella blanca con agua de cal, el mismo aire, pesado y sofocante... Todo parecía sosegado y sumergido en la quietud.
El doctor se detuvo junto a su mujer, metió las manos en los bolsillos de sus pantalones e, inclinando hacia un lado la cabeza, miró a su hijo. Su cara expresaba la in­diferencia y sólo por algunas gotas de rocío que brilla­ban en su barba, se notaba que había llorado.
El repulsivo terror con que suele hablarse de la muerte estaba ausente en el dormitorio. En la paralización ge­neral, en la postura de la madre, en la indiferencia del rostro del médico había algo atrayente, algo que conmo­vía el corazón, aquella leve y difícilmente asible belleza del dolor humano que aún no aprendieron a comprender y describir y que, al parecer, sólo la música sabe transmi­tir. Hasta en el sombrío silencio había belleza; Kirílov y su mujer callaban, sin llorar, como si, aparte del peso de la pérdida, se percatasen también del lirismo de su situación; del mismo modo como antaño había pasado su juventud, así ahora, junto con este niño, desaparecía para siempre su derecho a tener hijos. El doctor tenía cuarenta y cuatro años, estaba canoso y parecía un viejo; su enferma y demacrada mujer tenía treinta y cinco años. Andrés no era el único, sino también el último.
En contraste con su mujer, el doctor pertenecía a la clase de naturalezas que durante el dolor espiritual sien­ten necesidad de movimiento. Después de permanecer cin­co minutos al lado de su mujer, se dirigió, levantando mucho el pie derecho, a una pequeña habitación, la mitad de la cual estaba ocupada por un gran diván; desde allí pasó a la cocina. Habiendo deambúlado entre el horno y la cama de la cocina, se inclinó y por una pequeña puerta salió al vestíbulo.
Allí vio de nuevo la bufanda blanca y el pálido rostro.
-¡Por fin! -suspiró Aboguin, asiendo el picapor-te de la puerta. ¡Vamos, por favor!
El doctor se estremeció, lo miró y recordó...
-¡Escuche, yo ya le dije que no puedo ir con usted! -dijo, animándose-. Me extraña...
-Doctor, no soy un tronco, comprendo perfectamente, su situación... ¡lo compadezco! -respondió con tono im­plorante Aboguin, poniendo la mano en la bufanda-. Pero no lo pido por mí... ¡Se está muriendo mi mujer! Si usted oyera aquel grito, viera su cara, entonces hú­biera comprendido mi insistencia. ¡Dios mío, yo creí que usted habla ido a vestirse! ¡Doctor, el tiempo es caro! ¡Vamos, se lo ruego!
-¡No puedo ir! -dijo lentamente Kirílov y se diri­gió a la sala.
Aboguin lo siguió y lo cogió por la manga.
-Usted está apenado, lo comprendo, pero no lo llamo para curar las muelas ni para una consulta, sino para salvar una vida humana -continuó rogando como un mendigo. ¡Esta vida está por encima de cualquier do­lor personal! ¡En fin, le pido un acto de valentía, de heroísmo! ¡En nombre del amor al prójimo!
-El amor al prójimo es un arma de doble filo -dijo Kirílov, irritado. En nombre de este misma amor al prójimo le ruego que me deje en paz. Me sorprende, francamente... Usted trata de asustar-me con el amor al prójimo, ¡a mí que apenas me sostengo en pie! En este momento no sirvo para nada... y no pienso ir a ningún lado. Y, además, ¿con quién voy a dejar a mi mujer? No, no...
Kirílov agitó las manos y dio un paso atrás.
-¡No me lo pida! -prosiguió, atemorizado-. Per­dóneme... Según el tomo trece de las leyes, estoy obli­gado a ir, y usted tiene derecho de arrastrar-me a la fuer­za... Muy bien, hágalo si quiere, pero... pero no sirvo para nada... Ni siquiera estoy en condiciones de hablar... Disculpe...
-Hace mal, doctor, en hablar conmigo en ese tono -dijo Abaguin, tomando otra vez al doctor por la man­ga. No me importa el tomo trece. No tengo ningún derecho de forzar su voluntad. Si quiere, venga conmigo; si no quiere, Dios sea con usted. Pero no es a su volun­tad a quien me dirijo, sino a su sentimiento. ¡Se está muriendo una mujer joven! Dice usted que acaba de fa­llecer su hijo, ¿quién si no usted debe comprender mi desesperación?
La voz de Aboguin temblaba de emoción; este tem­blor y el tomo eran mucho más convincentes que sus palabras. Aboguin era sincero, pero, sorprenden-temente, todas sus frases resultaban vacuas, inanimadas, de un colorido fuera de lugar, y que parecían ofender tanto el ambiente de la casa del médico como a la mujer que se moría en alguna parte. Lo sentía él mismo y por lo tanto, temiendo ser incomprendido, a toda costa trataba de dotar a su voz de un matiz de suavidad y de ternura, para imponerse, si no con las palabras, por lo menos con la sinceridad del tono. En general, la frase, por más bella y profunda que sea, sólo surte efecto sobre los indefe­rentes, pero no puede satisfacer a las personas felices o desdichadas; es por ello que la suprema expresión de la dicha o de la desgracia es, la mayoría de las veces el silencio; los enamorados se comprenden mejor uno al­ otro cuando están callados, y un apasionado y fervoroso discurso pronunciado ante una tumba sólo conmueve a los extraños, mientras que a la viuda y a los hijos del difunto les parece insignificante y frío.
Kirílov callaba. Cuando Aboguin dijo varias frases más acerca de la elevada vocación del médico, de la abne­gación etc., el doctor preguntó en tono sombrío :
-¿Es largo el viaje?
-Son unas trece o catorce verstas. ¡Tengo muy bue­nos caballos, doctor! Le doy mi palabra de que haremos el viaje de ida y vuelta en una hora. ¡Solamente una hora!
Las ultimas palabras hicieron más efecto al doctor que las menciones sobre el altruismo o la vocación del mé­dico. Pensó un rato y dijo con un suspiro:
-¡Bien, vayamos!
Rápidamente, y ya con paso firme, dirigióse a su ga­binete y poco después volvió vestido con una larga levita. Correteando a su lado al trotecillo menudo, el reanimado Aboguin le ayudó a ponerse el sobretodo y, junto con él, sálió de la casa.
Afuera había más claridad que en el vestíbulo. Ya se distinguía en las tinieblas la alta y algo encorvada figu­ra del doctor con su barba larga y estrecha y con su nariz aguileña. En cuanto a Aboguin, aparte de su pálido ros­tro, se veían su cabeza grande y la pequeña gorra de estudiante que apenas le cubría la coronilla. La blanca bufanda no se le notaba sino por delante, ya que por atrás la ocultaban sus largos cabellos.
-Créame, yo sabré apreciar su generosidad -mur­muró Aboguin, ayudando al doctor a subir al coche. No tardaremos en llegar. Lucas, querido, llévanos lo más rápido posible. ¡Te lo ruego!
El cochero emprendió una marcha veloz. Primero pa­saron a lo largo de la fila de ordinarios edificios del hos­pital; todo estaba a oscuras y sólo en el fondo del patio una intensa luz irrumpía por la ventana; además, las tres ventanas del piso superior del cuerpo parecían más cla­ras que el aire. Luego el coche penetró en las tinieblas más espesas; olía allí a hongos húmedos y se oía el mur­mullo de los árboles; las cornejas, despertadas por el ruido de las ruedas, se movieron entre las hojas y co­menzaron a lanzar gritos angustio-sos y lastimeros, como si supiesen que al doctor se le había muerto el hijo y que Aboguin tenía la mujer enferma. Luego pasaron rauda­mente árbo-les aislados, extensiones de arbustos; brilló melancólicamente un estanque sobre el cual dormían gran­des sombras negras; un poco más y el coche rodó por una llanura. El grito de las cornejas resonaba aún sorda­mente y pronto cesó del todo.
Durante casi todo el viaje Kirílov y Aboguin callaban. Sólo una vez Aboguin suspiró honda-mente y masculló:
-¡Qué estado tan penoso! Uno nunca ama tanto a los seres queridos como en los momentos en que hay riesgo de perderlos.
Y cuando el coche vadeaba cuidadosamente el río, Kirílov se estremeció, como asustado por el chapoteo del agua, y comenzó a moverse.
-Escuche... déjeme ir -dijo, angustiado. Más tar­de iré a su casa. Sólo quiero avisar al enfermero para que vaya a acompañar a mi mujer. ¡Está sola!
Aboguin callaba. El carruaje, balanceándose y gol­peando contra las piedras, atravesó la arenosa orilla y continuó la marcha. Kirílov agitóse en su asiento y miró en derredor. Atrás, iluminado por la escasa luz de las estrellas, alargábase el camino; los sauces de la orillar desaparecían en la oscuridad. A la derecha, yacía la lla­nura, tan ilimitada y pareja como el cielo; lejos, acá y acullá, probablemente sobre los pantanos de turba, ardían opacas lucecitas. A la izquierda, paralelamente al cami­no, extendíase una colina que parecía peluda por los pe­queños arbustos que la cubrían; sobre la colina pendía, inmóvil, una gran media luna roja, levemente envuelta en la niebla y rodeada por menudas nubecillay que pa­recían observarla por todas partes y vigilaria para que no se escapara.         
En toda la naturaleza sentíase algo desesperado, da­liente; la tierra, igual que una mujer caída que está sola en una habitación oscura y trata de no pensar en el pa­sado, languidecía con sus recuerdos de la primavera y del verano y esperaba, con apatía, la inevitable llegada del invierno; Dondequiera que uno mirase, la naturaleza apare-cía como un oscuro pozo, infinitamente profundo y frío, del cual no había salido para Kirílov, ni para Aboguin, ni para la roja media luna...
Cuanto más se acercaba el coche a su destino, más impaciente se tornaba Aboguin. Se levantaba de un sal­to, se movía, miraba hacia delante por encima del hom­bro del cochero. Por fin el carruaje se detuvo ante el pórtico finamente adornado con lona a rayas, y cuando Aboguin miró las iluminadas ventanas del primer piso su respiración se hizo temblorosa.
-Si algo ocurre... no lo voy a sobrevivir -dijo, en­trando con el doctor en el vestíbulo y frotándose las manos a causa de la emoción. Pero no se oye ningún alboroto, quiere decir que no hay nada grave aún -aña­dió, prestando atención al silencio.
En el vestíbulo no se oían voces ni pasos y toda la casa parecía dormida, a pesar de la intensa iluminación. Ahora el doctor y Aboguin, que hasta este momento habían permanecido en la oscuridad, ya podían verse el uno al otro. El doctor era alto, un poco encorvado, vestía con negligencia y su cara era más bien fea. Sus gruesos labios de negro, su nariz aguileña y su mirada indiferente y opaca, expresaban algo severo, duro, áspero. La cabeza mal peinada, las hundidas sienes, las prematuras canas en la estrecha y larga barba, a través de la cual traslucía el mentón; el color gris pálido de la piel y los modales, negligentes y algo torpes, sugerían la idea acerca de las necesidades vividas, de la mala suerte, del cansancio de la vida y de las gentes. Viendo su seca figura, uno no podía creer que este hombre tuviera mujer y que pudiera llorar la muerte de su hijo.
Aboguin, en cambio, representaba algo diferente. Era un hombre robusto, rubio, de cabeza grande, de faccio­nes amplias pero suaves, vestido con elegancia, según la última moda. En su porte, en su levita, cuidadosamente abrochada, en su melena y en su rostro percibíase algo noble, leonino; caminaba con la cabeza erguida y con el pecho arqueado, hablaba con agradable voz de barítono, y los ademanes con que se quitaba la bufanda o arregla­ba sus cabellos revelaban una finura dolicada, casi feme­nina. Ni siquiera la palidez y el miedo infantil con que, quitándose el abrigo, miraba arriba, a la escalera, altera­ban su porte ni afectaban la, salud y el aplomo que res­piraba toda su figura.
-No hay nadie ni se oye nada -dijo, subiendo ta escalera. No hay ningún alboroto. ¡Quiera Dios!
Después de atravesar el vestíbulo y una gran sala, en la que había un piano negro y pendía una araña cubierta con funda blanca, ambos entraron en un saloncito bello y acogedor, sumido en una agradable penumbra rosada.
-Bueno, doctor, espéreme un poco aquí -dijo Abo­guin. Volveré enseguida... Iré a ver... y a avisar.
Kirílov quedó solo. El lujo del salón, la suave penum­bra y su propia presencia en esta casa desconocida, que tenía el carácter de una aventura, no lo conmovían, por lo visto. Estaba sentado en el sillón examinando sus manos quemadas por el ácido fénico. Sólo fugazmente vio una pantalla de un color rojo muy vivo y un estuche de violoncelo; además, al volver la cabeza hacia el lado donde se oía el tic-tac de un reloj, notó el cuerpo dise­cado de an lobo, tan satisfecho y circunspecto como el propio Aboguin.
La casa permanecía silenciosa... En una habitación lejana alguien emitió en voz alta el sonido de «¡Ah!», resonó una puerta de vidrio, probablemente, de un ar­mario, y de nuevo se hizo el silencio. Habiendo esperado unos cinco minutos, Kirílov dejó de observar sus manos y miró la puerta detrás de la cual había desaparecido Aboguin.
En el umbral de esta puerta estaba Aboguin, mas no era el que había salido. El aire de satisfacción y de fina elegancia se había esfumado de su figura, y su rostro, sus manos y su porte se hallaban desfigurados por una repugnante expre-sión de terror o de torturante dolor fí­sico. La nariz, los labios, los bigotes, todos sus rasgos se movían y parecían tratar de despegarse de la cara, mientras que sus ojos parecían reír de dolor...
Con pasos largos y pesados avanzó hacia el medio del salón, se encorvó, gimió y agitó los puños.
-¡Me ha engañado! -gritó, subrayando con fuerza la sílaba ña. ¡Me ha engañado! ¡Se fue! Fingió estar enferma y me mandó a buscar al médico para poder huir con ese payaso de Papchinsky. ¡Dios mío!
Pesadamente, Aboguin dio un paso hacia el doctor, y agitando ante la cara de éste sus blancos puños, conti­nuó vociferando:
-¡Se fue! ¡Me ha engañado! ¿Por qué esta mentira? ¡Dios mío! ¿Por qué este truco sucio, este diabólico juego de víbora? ¿Qué le he hecho yo?
Las lágrimas saltaron de sus ojos. Giró sobre un ta­lón y se puso a caminar por el cuarto. Con su corta levita, con sus estrechos pantalones de moda, con los cuales sus piernas parecían desproporcionadamente delgadas; con su cabeza grande y su melena, la semejanza que tenía con un león era ahora extraordinaria. En el indi­ferente rostro del doctor encendióse una chispa de curio­sidad. Se levantó y observó a Aboguin.
-Permítame, ¿dónde está la enferma? -preguntó.
-¡La enferma! ¡La enferma! -gritó Aboguin, riendo y llorando al tiempo que agitaba los puños. ¡No es la enferma, sino la maldita! ¡Una bajeza, una infamia que el mismo Satanás no hubiera ideado mejor! Me hizo salir de la casa para escapar; escapar con ese payaso, ese estúpido saltimbanqui. ¡Dios mío, más le valdría morir! ¡No lo soportaré!
El doctor se irguió. Sus ojos parpadearon y se llena­ron de lágrimas; su estrecha barba movióse hacia la derecha y hacia la izquierda junto con la mandíbula.
-Permítame, ¿cómo es eso? -preguntó, mirando alrededor con curiosidad. Se me ha muerto un hijo, mi mujer está sella en la casa, con su angustia... Yo mismo apenas me sostengo en pie, no he dormido tres noches... y ¿qué ocurre, pues? Me obligan a tomar parte en una vulgar comedia, hacer el papel de un objeto de utilería. ¡No... no lo comprendo!
Aboguin abrió un puño, arrojó al suelo una arrugada esquela y la pisó como un insecto que uno tiene ganas de aplastar.
-¡Y yo sin saber nada... sin comprender! -decía con dientes apretados, agitando el puño cerca de su cara y con la expresión del hombre a quien pisaron un callo. No me daba cuenta de que venía todos los días; no re­paré en que hoy había llegado en la berlina. ¿Por qué en la berlina? Y yo sin ver nada... ¡Cabeza de chorlito!
-No... no comprendo... -balbuceó el doctor. ¿Cómo es eso? No es sino una burla, un mofarse del sufrimiento humano. Es algo increíble... ¡por primera vez en mi vida veo algo semejante!
Con la embotada sorpresa del hombre que acaba de comprender una grave ofensa que le han causado, el doctor se encogió de hombros, separó los brazos y, sin saber qué decir ni qué hacer, se dejó caer, exhausto, en el sillón.
-Muy bien, me ha dejado de amar, se ha enamorado de otro, que Dios sea con ella, pero ¿para qué esta in­fame y traicionera maniobra? -decía Aboguin con voz llorosa. ¿Para qué? ¿Y por qué? ¿Qué le he hecho? Escuche, doctor -dijo con vehemencia, acercándose a Kirílov. Usted es involuntario testigo de mi desgracia y no le voy a ocultar la verdad. Le juro que amaba a un esclavo... Por ella lo sacrifiqué todo: reñí con mi parentela, dejé el empleo y la música; a ella le perdoné cosas que no hubiera perdonado a mi madre o a mi her­mana... Nunca le dirigí una mirada recelosa... nunca le di un motivo de enojo. ¿Por qué, entonces, esta men­tira? No exijo amor, pero ¿para qué este vil engaño? Si no me quiere, ¿por qué no me lo dice directa, honesta­mente, tanto más que conoce mi opinión a ese respecto?
Con lágrimas en los ojos y temblando con todo el cuerpo, Aboguin sinceramente abría su alma ante el doc­tor. Hablaba con calor, estrechando ambas manos contra el corazón; sin ninguna vacilación revelaba sus secretos familiares y hasta parecía contento de poder arrojarlos, por fin, de su pecho. De haber hablado de esta manera una hora o dos, desnudando su alma, sin duda se hubie­ra sentido aliviado. Y quien sabe, de haberlo escuchado el doctor, de haberlo aconsejado amigablemente, quizás se hubiera reconciliado con su pena sin protestas, como suele ocurrir, y sin hacer innecesarias tonterías... Pero sucedió en forma distinta. Mientras Aboguin hablaba, el ofendido doctor cambiaba de aspecto. En su rostro, la indiferencia y la sorpresa poco a poco cedían lugar a una expresión de amargura, de indignación y de ira. Sus fac­ciones se tornaron aun más duras, ásperas y desagrada­bles. Cuando Aboguin acercó a sus ojos la fotografía de una mujer, con un rostro bello pero inexpresivo y seco, como el de una monja, y le preguntó si uno podía ad­mitir que ese rostro fuese capaz de expresar una mentira, el doctor se levantó de un salto, y, con los ojos brillan­tes, dijo, recalcando cada palabra:
-¿Para qué me dice usted todo eso? ¡No quiero es­cucharlo! ¡No quiero! -gritó, dando un puñetazo sobre la mesa. ¡No necesito sus vulgares secretos, que el diabio los lleve! ¡No tiene usted derecho a contarme esas vulgaridades! ¿O cree usted, por ventura, que aun no estoy suficientemente ofendido? ¿Que soy un lacayo a quien se puede ofender hasta el final? ¿No es así?
Aboguin retrocedió unos pasos y fijó en Kirílov una mirada de asombro.
-¿Para qué me trajo usted acá? -prosiguió el doc­tor, sacudiendo la barba. Si a usted se le ocurre casarse y luego armar escándalos y montar melodramas, ¿qué tengo yo que ver con ello? ¿Qué tengo que ver con sus romances? ¡Déjeme en paz! ¡Ejercite su noble derechq de fuerza, dése tono con llas ideas humanitarias, toque -el doctor miró de reojo el estuche del violoncelo- el contrabajo y el trombón, engorde cuanto le plazca, pero no se mofe del ser humano! ¡Si no sabe respetarlo, por lo menos, flbérelo de su atención!
-Pero... ¿Qué significa todo eso? -preguntó Abo­guin, enrojeciendo.
-Eso indica que no se debe jugar con la gente. Es una acción indigna, despreciable. Yo soy médico; a los médicos y, en general, a los trabajadores que no huelen a perfumes y a prostitución, ustedes nos consideran como sus lacayos y hombres mauvais ton... Y bien, pueden hacerlo, perg nadie les da derecho a tratar al hombre que sufre como si fuera un objeto de utilería.
-¿Cómo se atreve usted a hablar conmigo de ese modo? -preguntó Aboguin en voz baja y su cara vdlvió a estremecerse, esta vez de cólera.
-¿Cómo usted, conociendo mi desgracia, se atrevió a traerme aquí para escuchar vulgaridades? -gritó el doc­tor y volvió a golpear en la mesa con el puño-. ¿Quién le dio derecho para burlarse así del dolor ajeno?
-¡Está usted loco! -gritó Aboguin-. No es nada generoso de su parte... Yo mismo soy profundamente desdichado y... y...
-Desdichado -sonrió despectivamente el doctor. No toque esa palabra, ella no tiene nada que ver con usted. Los haraganes que no encuentran dinero para pa­gar sus deudas también son desdichados. El capón ago­biado por la excesiva grasa también es desdichado. ¡Qué futilidad!
-¡Señor mío, usted se olvida! -chilló Aboguin-. ¡Pa­labras como las suyas se pagan a puñetazos! ¿Comprende?
Apresuradamente Aboguin metió la mano en el bolsi­llo, extrajo la billetera, sacó dos billetes y los arrojó so­bre la mesa.
-¡Aquí tiene usted! -dijo, moviendo las aletas de la nariz. ¡Su visita está pagada!
-¿Cómo se atreve a ofrecerme dinero? -gritó el doctor, barriendo con la mano los billetes. ¡Una ofen­sa no se paga con dinero!
Aboguin y el doctor estaban frente a frente y, enco­lerizados, proseguían infiriéndose mutuamente inmereci­das ofensas. Parecía como si nunca en su vida, ni siquie­ra delirando, hubiesen pronunciado tantas palabras injustas, crueles y absurdas. En los dos revelóse marcada­mente el egoísmo del desgraciado. Los desgraciados son..., egoístas, maliciosos, injustos, crueles y menos capaces aun que los tontos de comprenderse uno ál otro. La des­gracia, en vez de unir, separa a la gente, y hasta allí donde parecería que los hombres debieran estar ligados por el dolor común, se cometen más injusticias y cruel­dades que en un medio relativamente satisfecho.
-¡Sírvase disponer mi regreso! -gritó jadeante el doctor.
Aboguin dio un brusco campanillazo. Como nadie acu­diera a su llamado, hizo sonar la campanilla otra vez y la arrojó al suelo; aquélla golpeó sordamente contra la alfombra, emitiendo el lastimero gemido de un mo­ribundo. Apareció un lacayo.
-¿Dónde, diablos, os habéis escondido todos? -se le echó encima el amo, apretando los puños. ¿Dónde estabas ahora? ¡Ve a decir que traigan el coche a este se­ñor y que preparen la berlina para mí! ¡Espera! -gritó al lacayo cuando éste se iba. ¡Mañana que no quede ningún traidor en casa! ¡Afuera todos! ¡Tomaré gente nueva! ¡Víboras!
Mientras esperaban a los coches, Aboguin y el doctor guardaban silencio. El primero había recobrado ya su expresión satisfecha y sus finos modales. Caminaba por el salón, sacudía la cabeza con elegancia y, por lo visto, tramaba algo. Su ira no se había aplacado aún, pero trataba de aparentar indiferencia hacia su enemigo... El doctor, en cambio, estaba de pie, apoyándose con una mano en el borde de la mesa, y miraba a Aboguin con el profundo desprecio, algo cínico y feo, con que sólo saben mirar el dolor y el infortunio cuando ven frente a sí el bienestar y la elegancia.
Cuando, poco tiempo después, el doctor tomó asiento en el coche y emprendió la marcha, sus ojos continua­ban aún mirando con desprecio. La oscuridad estaba más densa que,una hora antes. La roja media luna se había ocultado detrás de la colina y las nubes que la vigilaban yacían junto a las estrellas en forma de manchas oscuras. Una berlina con luces rojas se adelantó al doctor con estrépito. Era la de Aboguin, quien iba a protestar y hacer tonterías...
Durante el viaje el doctor estaba pensando no en su mujer ni en su hijo, sino en Aboguin y en la gente que vivía en la casa que él acababa de abandonar. Sus pen­samientos eran injustos y cruelmente inhumanos. Con­denaba a Aboguin, a su mujer, a Papchinsky y a cuantos vivían en la rosada penumbra y olían a perfume, y du­rante todo el camino sentía en su alma odio y un doloroso desprecio hacia ellos. Y en su mente formóse una firme convicción acerca de aquellas personas.
Pasará el tiempo; pasará también el dolor de Kirílov, pero esta convicción -injusta, indigna del corazón hu­mano- no pasará. Quedará en la mente del doctor hasta la misma tumba.

1.014. Chejov (Anton)



[1] Institución regional que se ocupaba de la construcción y el manteni­miento de hospitales, escuelas, caminos, etc.

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