I
A tres
kilómetros de la aldea de Obruchanovo se construía un puente
sobre el río.
Desde la
aldea, situada en lo más eminente
de la ribera
alta, divisábanse las obras. En los días de invierno, el aspecto
del fino armazón metálico del puente y
del andamiaje, albos de nieve, era casi fantástico.
A veces,
pasaba a través de la aldea, en un cochecillo, el ingeniero Kucherov, encargado de la
construcción del puente. Era un hombre
fuerte, ancho de hombros, con una gran barba, y tocado
con una gorra, como un simple obrero.
De cuando
en cuando aparecían
en Obruchanovo algunos descamisados que trabajaban a las órdenes del
ingeniero. Mendigaban, hacían rabiar a las mujeres y a veces robaban.
Pero, en
general, los días se deslizaban en la aldea apacibles, tranquilos, y la construcción del puente no
turbaba en lo más mínimo la vida de los aldeanos. Por la noche encendíanse hogueras
alrededor del puente, y llegaban, en alas del viento, a
Obruchanovo las canciones de los obreros. En los días de calma se
oía, apagado por
la distancia, el ruido de los trabajos.
Un día,
el ingeniero Kucherov recibió la visita de su mujer.
Le
encantaron las orillas del río y el bello panorama de
la llanura verde
salpicada de aldeas, de iglesias,
de rebaños, y le suplicó a su marido que
comprase allí un
trocito de tierra para
edificar una casa
de campo. El ingeniero consintió. Compró veinte
hectáreas de terreno y empezó a edificar
la casa. No tardó en alzarse, en la misma costa fluvial en que se
asentaba la aldea,
y en un
paraje hasta entonces sólo
frecuentado por las vacas, un hermoso edificio de dos pisos,
con una terraza, balcones
y una torre
que coronaba un mástil
metálico, al que se
prendía los domingos una bandera.
La construcción
estuvo pronto terminada: no duró más de tres meses. En el
invierno se plantaron árboles en
torno de la
casa.
Cuando llegó
la primavera, todo
verdeaba alrededor de la nueva finca. Partían en todas direcciones
hermosas alamedas; el jardinero y dos jornaleros trabajaban en el jardín; una
fontana sonaba melodiosa.
Y una bola
de cristal verde, colocada ante la puerta, brillaba bajo el
Sol, de tal
modo, que obligaba
a cerrar los ojos.
Se bautizó
la finca con
el nombre de «Quinta Nueva».
Una
mañana, a fines de mayo, llevaron a casa
de Rodion Petrov,
el herrador de la
aldea, dos caballos de «Quinta Nueva» para que
les cambiasen las
herraduras. Los caballos eran
blancos como la nieve, esbeltos,
bien cuidados, y se parecían el uno al otro de un modo asombroso.
-¡Verdaderos
cisnes! -dijo Rodion admirándolos.
Su mujer,
Estefanía, sus hijos y sus nietos salieron también para admirar a los caballos,
en torno de los cuales se fue aglomerando la gente. Acudieron los Zichkov,
padre e hijo, ambos imberbes, mofletudos y destocados.
Acudió también
Kozov, un viejo
enjuto y alto, de luenga y
estrecha barba, apoyado en un bastón. Guiñaba sin cesar los ojos astutos y se
sonreía irónicamente, como
si supiera muchas cosas
que ignorase el
resto de los hombres.
-Son
blancos -dijo; sí, son blancos; pero para
el trabajo no
valen gran cosa.
Si yo mantuviese a mis caballos
con avena, como mantienen a éstos, se
pondrían no menos hermosos. Yo
quisiera ver a
estos cisnes arrastrando un
arado y recibiendo
algunos latigazos.
El
cochero del ingeniero le dirigió a Kozov una mirada de desprecio; pero no dijo
nada.
Mientras
se encendía la fragua, el cochero les
dio algunas noticias
a los campesinos sobre la
vida de sus
amos. Fumando pitillo tras pitillo les contó que sus amos
eran muy ricos; que la
señora, Elena Ivanovna, antes de
casarse, era institutriz en Moscú;
que tenía muy buen corazón y gozaba socorriendo a los pobres. En la
nueva finca, según decía el cochero, no se labraría ni se sembraría: se
respiraría el aire del campo y nada más.
Cuando terminó
y se encaminó
con los caballos a «Quinta
Nueva», siguióle una turba de chiquillos y perros. Los perros le ladraban
furiosamente.
Kozov, mirándole
alejarse, guiñaba los ojos con malicia.
-Vaya
unas señores! -dijo con
ironía malévola. Han construido una casa,
han comprado caballos; pero
parece que no tienen que comer...
Había
sentido desde el primer momento un odio
feroz contra «Quinta
Nueva». Era un hombre
solitario, viudo. Llevaba
una vida aburridísima. Una
enfermedad le impedían trabajar. Su hijo,
dependiente de una confitería de
Jarkov, le enviaba
dinero para vivir; el
viejo no hacía
nada; vagaba días enteros por la orilla del río o a través
de la aldea, y les daba conversación
a los campesinos que estaban
trabajando. Cuando veía a uno pescando solía decir que con aquel tiempo no
había pesca posible; si el tiempo era
seco, aseguraba que no llovería en todo el
verano; si llovía, afirmaba
que las lluvias durarían mucho y que la humedad
pudriría el trigo. Todos sus pronósticos eran pesimistas.
Y los
hacía guiñando los
ojos de un
modo maligno, como si supiera algo que ignorase el resto de los hombres.
En
«Quinta Nueva» algunas noches había fuegos artificiales. Los propietarios
acostumbraban a pasearse por el río en una barca iluminada con farolillos de
colores.
Una
mañana, Elena Ivanovna, la mujer del ingeniero,
visitó la aldea
con su niña.
Llegaron en
un coche de ruedas
amarillas arrastrado por dos
ponney. Llevaban sombreros
de paja, de anchas
alas, sujetos con cintas.
Los campesinos
estaban ocupados en transportar estiércol
al campo. El herrador Rodion,
alto, enjuto, destocado, descalzo, con un
bieldo al hombro,
de pie ante
su carro, rebosante de estiércol,
miraba, boquiabierto, los bien cuidados caballitos. Se advertía que hasta entonces
no había visto
caballos semejantes.
-¡La
señora! ¡La señora! -se oía murmurar.
Elena Ivanovna
miraba las casas
como eligiendo una; por fin, se detuvo a la puerta de la
que le parecía
más pobre y a cuyas ventanas
se asomaban numerosas cabezas de niño, morenas, rubias, rojas.
Era
precisamente la casa de Rodion.
Su mujer,
Estefanía, una vieja
gorda, apareció al punto en el umbral, mal cubierta la cabeza
con una pañoleta.
Miraba con asombro el elegante
coche, confusa, sonriéndose estúpidamente.
-¡Para tus
hijos! -le dijo
Elena Ivanovna, dándole tres
rublos.
Estefanía, sorprendida,
feliz, se echó a
llorar y saludó con gran humildad, inclinándose casi hasta el suelo.
Rodion
saludó también muy humilde, enseñando su cráneo calvo.
Elena
Ivanovna, azorada por aquellas humillaciones, se apresuró a volver a casa.
II
Los Ziclikov,
padre e hijo,
sorprendieron en un prado de su pertenencia a tres caballos -uno de
ellos ponney- y
un novillo, todos propiedad del ingeniero. Ayudados por
el rojo Volodka, hijo del
herrador Rodion, llevaron las
bestias a la
aldea. Se llamó
al alcalde, que, en compañía de
los Zichkov, de Volodka y de algunos
testigos, encaminóse al
prado para proceder a una información
sobre los daños causados en él
por las bestias.
Kozov,
que era de la partida, parecía muy contento.
-¡Muy bien!
-decía, guiñando con
malicia los ojos. ¡Que
paguen! ¡Se les
obligará a pagar! ¡Gracias a
Dios, hay tribunales! Habrá que llamar a la policía e instruir un proceso
verbal.
-¡Naturalmente,
un proceso verbal! -confirmó Volodka.
-¡Si creéis
que voy a
perdonarles, os lleváis chasco!
-gritaba Zichkov hijo, con tal arrebato,
que su imberbe
faz se enrojecía-. ¡Ca! ¡No soy tan tonto! ¡Si se
les deja, adiós prados!
Afortunada-mente aún somos
amos de nuestros bienes,
y también para
los señores existen leyes...
-¡Sí, también
para los señores
existen leyes! -repitió Volodka.
-Hemos
vivido hasta ahora sin puente -dijo con
voz sombría Zichkov,
y podríamos pasarnos sin
él. No lo hemos pedido.¿Para qué demonios
lo necesitamos? ¡Que
se lo guarden!
-¡Hermanos
cristianos, es preciso que nos paguen todos los perjuicios!
-¡Vaya!
-apoyó, guiñando los ojos, Kozov.
¡Ya
verán! Hay que escarmentarlos.
Luego, volvieron
todos a la
aldea. Por el camino, Zichkov hijo se daba puñetazos en
el pecho y gritaba; Volodka gritaba también, repitiendo sus palabras.
En la
aldea se agolpó la gente alrededor de los
caballos y el
novillo, que parecía avergonzado y
bajaba la cabeza;
pero de pronto echó a correr
soltando coces. Kozov, asustado, levantó su garrote, entre las risas de
los campesinos.
Encerradas las
bestias en una
cuadra, la gente esperó.
Al obscurecer,
el ingeniero le envió cinco rublos a Zichkov para resarcirle del daño causado
en su propiedad.
Los caballos y el
novillo fueron devueltos, y tornaron a la finca cabizbajos, como
sintiéndose culpables y temiendo un severo castigo.
Recibidos los
cinco rublos, los
Zichkov, padre e hijo, el alcalde y Volodka atravesaron en un
bote el río y se
dirigieron a la
gran aldea de Kriakovo, donde había una taberna.
Allí se
juerguearon de lo
lindo. Cantaron, gritaron, juraron.
El que más
gritaba era Zichkov hijo.
En Obruchanovo,
sus familias no
podían conciliar el sueño
y estaban muy
inquietas.
Rodion
daba vueltas en la cama y pensaba:
-Han hecho
mal. El ingeniero se enfadará y querrá vengarse... Además, es injusto lo que
han hecho con él... Ha estado muy mal.
Un día,
cuando Rodion y otros campesinos volvían del bosque, se
encontraron con el ingeniero. Llevaba una
blusa roja y botas altas. Seguíale un perro de caza, con
la purpúrea lengua fuera.
-¡Buenos
días, amigos! -dijo.
Los campesinos
se detuvieron y se
quitaron la gorra.
-Hace tiempo
que busco una
ocasión de hablaros, amigos míos
-continuó-. He aquí de lo que se trata: desde principios del verano, vuestro
rebaño se pasea por mi bosque y por mi
jardín. Se come
la hierba, estropea
los árboles. Los cerdos
me han puesto
hechos una lástima el
prado y la
huerta. Les he rogado
muchas veces a los pastores
que tuvieran cuidado, pero no han hecho caso y me han contestado muy
mal. Constantemente vuestras vacas
y vuestros cerdos me están
per-judicando, y, sin embargo, no os reclamo nada; ni siquiera
me quejo, mientras que
vosotros me habéis hecho pagar cinco rublos porque mis
bestias han pasado por vuestro prado. ¿Es eso justo? ¿Se portan así los buenos
vecinos?
Hablaba con
voz suave, sin cólera, esforzándose en convencerlos.
-No, las
gentes honradas -prosiguió-
no obran así. Hace una semana me robasteis del bosque dos
encinas jóvenes. ¿Por
qué me hacéis daño a cada paso?
¿Qué queja tenéis de mí? ¡Decídmelo, en nombre de Dios! Yo y mi mujer
hacemos cuanto nos
es dable por sostener
con vosotros buenas
relaciones, ayudamos a los campesinos en la medida de nuestras fuerzas.
Mi mujer es
muy buena y nunca le niega nada a nadie. No piensa sino
en seros útil a vosotros y a vuestros hijos, y vosotros nos devolvéis mal por
bien. ¡No, eso no es justo,
amigos míos! ¡Consideradlo, os lo ruego! Nosotros os tratamos de un modo
muy humano, y es preciso que vosotros nos paguéis en la misma moneda...
El
ingeniero siguió su camino.
Los
campesinos permanecieron algunos instantes parados. Luego
se cubrieron y continuaron andando.
Rodion,
que entendía lo que le decían, no como debía entenderse, sino a su manera,
suspiró y dijo:
-Sí, habrá
que pagar. ¿No
habéis oído lo que ha dicho? «Es preciso que nos paguéis
en la misma moneda.»
Cuando llegó
a su casa,
Rodion rezó su oración ante el icono, se quitó las botas
y se sentó en el banco, junto a su mujer. Cuando estaban en
casa siempre estaban
así: sentado el uno junto al otro; por la calle iban también juntos;
juntos comían, bebían, dormían, y cuanto más viejos iban
siendo se querían más. En la casa el aire era pesado, caluroso, estaba todo muy
cerrado, se veían por todas partes
en el suelo,
en las ventanas, sobre la estufa-
criatu-ras. A pesar de sus muchos
años, Estefanía seguía pariendo, y ante tanto
chiquillo no era
fácil saber a ciencia cierta los que eran de Rodion y los
que eran de su hijo
Volodka, casado hacía tiempo.
La mujer
de Volodka, Lukeria, joven, pero fea, con nariz de pájaro y ojos de buey, cocía
pan; su marido estaba sentado en la estufa con las piernas colgando.
-Nos
hemos topado en el camino -comenzó Rodion- al ingeniero con su perro...
Hizo una
pausa y empezó
a rascarse la cabeza y el seno. El relato suponía para
él un no pequeño esfuerzo mental.
-Sí, con
su perro... Pues
bien: hay que pagar, lo ha dicho el señor ingeniero;
hay que pagar en moneda... No hay más
remedio...
Debía hacerse
una colecta, poniendo
diez copecs cada vecino, y darle al ingeniero... Se queja de nosotros, y
con razón... Le hacemos porquerías...
-Hasta ahora
hemos vivido sin
puente y podríamos seguir
sin él -dijo
Volodka con enojo. No lo
necesitamos...
-Es el
Gobierno quien lo
construye. Nuestra opinión...
-¡Al
diablo el puente!
-Nadie te
pregunta si lo quieres o no.
-¡Al diablo!
-repitió, furioso, Volodka.
¿Para qué
servirá? Si tenemos que atravesar el río lo podemos hacer en barca...
Alguien
llamó a la puerta con tanta violencia, que toda la casa pareció estremecerse.
-¿Está ahí
Volodka? -se oyó
gritar a Zichkov hijo. Ven,
Volodka... Te espero.
Volodka saltó
de la estufa
y se puso a
buscar la gorra.
-¡Más vale
que no salgas!
-le dijo con timidez su padre. ¡No vayas con esa
gente! Tú no eres muy listo; eres como un niño, y no aprenderás nada bueno. ¡No
salgas!
-¡Sí, no
vayas con ellos! -suplicó a su vez Estefanía, a punto de llorar-. De fijo iréis
a la taberna...
-¡A la
taberna! -repitió Volodka, burlándose.
-¡Y
vendrás otra vez como una cuba! -dijo
Lukeria,
mirándole airada. ¡Sinvergüenza!...
¡Gandul!
¡Que el maldito vodka te queme las entrañas! ¡Satanás sin rabo!
-¡Cállate!
le amenazó Volodka.
-Me han
casado con este idiota, con este imbécil... ¡Me han perdido, pobre huérfana!
-exclamó Lukeria, llorando
y secándose las lágrimas con la mano, llena de harina-.
¡No te puedo ver, puerco!
Volodka le
dio, al pasar,
un puñetazo en las narices, y salió a la calle.
III
Elena Ivanovna
y su hijita
fueron a la aldea a pie. Un hermoso paseo para ellas.
Era
domingo y casi todas las mujeres y las muchachas de
la aldea estaban
en la calle, ataviadas con trajes de calores
chillones.
Rodion y
su mujer, sentados el uno junto el otro, en un poyo, a la puerta de su casa,
saludaron y sonrieron
a Elena Ivanovna
y a su niña
como antiguos amigos.
Más de una docena de niños las miraban por las
ventanas con asombro y curiosidad.
-¡La
señora! ¡La señora! -murmuraban.
-¡Buenos días!
-dijo, deteniéndose, Elena Ivanovna.
Calló un
instante y añadió:
-¿Cómo
les va a ustedes?
-¡Así,
así, señora, a Dios gracias! -contestó Rodion. Vamos tirando...
-¡Figúrese
usted nuestra vida! -dijo
sonriendo Estefanía. Ya
sabe usted, buena señora,
lo pobres que
somos. Hay catorce bocas en casa y sólo dos hombres para
ganar el pan. Aunque mi marido es herrero, el oficio le produce
poco: muchas veces
ni tiene carbón para
encender la fragua...
¡Es dura nuestra vida, muy dura!
Y se echó
a reír, como si lo que decía fuera donosisímo.
Elena Ivanovna
se sentó junto
a ellos, abrazó a
su hijita y
se quedó meditabunda.
En la faz
de la niña también se pintaba la tristeza y
se advertía que ingratos
pensamientos torturaban su cabecita. Jugaba con la rica sombrilla de encajes
que su madre tenía en la mano.
-Sí, vivimos
en la miseria
-dijo Rodion-.
Siempre
angustiados... Trabaja uno como un negro, y, sin embargo...
Este verano el tiempo es seco, no llueve y la cosecha
será mala. La vida es dura, señora...
-Pero, en
cambio, seréis felices en la otra -dijo Elena Ivanovna para consolarles.
Rodion no
comprendió el sentido de estas palabras, y en vez de contestar, carraspeó.
-No le
dé usted vueltas,
señora -dijo Estefanía-; hasta en
el otro mundo los ricos serán más felices
que nosotros. Los
ricos mandan decir misas,
les ponen velas
a los santos, les
dan limosna a
los mendigos, y Dios, a quien tienen contento, les
recompensará en la otra vida; mientras que nosotros, los pobres campesinos, ni siquiera tenemos tiempo
para rezar, además
de no tener dinero
para velas, misas
ni limosnas.
Luego, nuestra
pobreza nos hace
pecar...
Reñimos,
juramos... Y Dios no nos perdonará.
No,
querida señora, nosotros, los campesinos,
no seremos felices ni
en este mundo ni en el otro. Toda
la felicidad es para los ricos...
Hablaba con acento
alegre, regocijado, como si
contase algo muy gracioso.
Estaba acostumbrada, desde hacía tiempo, a hablar de su vida triste y
penosa.
Rodion sonreía
también; le enorgullecía tener una mujer tan lista y elocuente.
-Es un
error creer fácil la vida de los ricos -dijo
Elena Ivanovna. Cada
cual tiene sus penas.
Nosotros, por ejemplo...
Yo y mi marido
no somos pobres;
pero ¿cree usted que somos felices? Aunque soy joven
todavía, tengo ya cuatro hijos, que casi siempre están enfermos. Yo
también lo estoy
y necesito cuidarme mucho.
-¿Qué enfermedad padece usted? -preguntó Rodion.
-Una
enfermedad de mujer.
No puedo dormir y
me dan unos
dolores de cabeza horribles. Ahora, por ejemplo... Estoy aquí sentada,
hablando con ustedes, y siento una gran pesadez de cabeza y un
desmadejamiento... Preferiría el trabajo más duro a sufrir así.
Luego, mi alma
tampoco descansa. Siempre estoy
inquieta por mi marido, por mis hijos... Toda familia tiene su cruz.
Nosotros también la tenemos. Yo no soy de
origen noble. Mi abuelo
era un simple campesino, mi padre
era también un pobre humilde y tenía
una tiendecita en
Moscú.
Pero mi
marido es de una familia muy noble y muy
rica. Sus padres
se oponían a
nuestro matrimonio y él no les hizo caso y rompió con su familia para
casarse conmigo. Sus padres no le han perdonado todavía. Esto le inquieta, no
le deja vivir tranquilo, pues quiere mucho a su madre. Naturalmente, yo
padezco. Vivo en un constante desasosiego...
Ante la casa
de Rodion se
fueron reuniendo campesinos y campesinas, que escuchaban atentamente
lo que decía
Elena Ivanovna. Uno de
los primeros que se
aproximaron fue Kozov. Sacudía su estrecha y larga barba. Acercáronse luego los
Zichkov, padre e hijo...
-Además -prosiguió
Elena Ivanovna-, no puede ser feliz el que no está en su
puesto.
Vosotros lo
estáis. Cada uno de vosotros tiene su trocito de tierra, trabaja
y sabe para qué. Mi marido
trabaja también, construye puentes. Pero yo no hago nada. Yo
no tengo ningún trabajo y no puedo
sentirme en mi centro.
Os digo todo
esto para que no
juzguéis por las
apariencias. El que un
hombre vaya bien vestido y tenga dinero no significa que sea feliz ni mucho
menos.
Se
levantó y cogió de la mano a su hijita.
-Lo
paso muy bien entre vosotros -dijo sonriendo.
Se advertía
en su sonrisa
tímida que, efectivamente, estaba
enferma. En su rostro, joven y bello, de cejas y pestañas negras y
cabellos rubios, había una delgadez y
una palidez mórbidas. La niña se parecía mucho a su madre,
incluso en lo
delgada y pálida.
Ambas
olían a perfumes.
-Sí, todo
me gusta aquí: el bosque, la aldea.
Viviría aquí siempre. Creo que aquí me curaría y encontraría mi verdadero
puesto en el mundo. Tengo
un gran deseo,
un deseo ardiente de ayudaros, de seros útil, de acercarme a
vosotros. Conozco vuestras penas, vuestros sufrimientos... Lo
que no conozco lo
adivino. Estoy enferma,
sin fuerzas, y ya
no me es
posible cambiar de vida,
como quisiera; pero
tengo hijos y procuraré educarlos en el cariño a
vosotros.
Procuraré hacerles
comprender que su
vida no les pertenece a ellos, sino a vosotros. Pero os ruego que
confiéis en nosotros, que viváis con nosotros como buenos vecinos. Mi marido es
un hombre honrado y de buen corazón. No le
irritéis. Cualquier pequeñez
le llega al alma.
Ayer por ejemplo, vuestro rebaño
ha pasado por nuestro
jardín; alguno de vosotros
ha estropeado la
cerca de nuestra colmena. Mi marido se desespera... ¡Os ruego...!
Hablaba
con voz suplicante, cruzadas las manos sobre el pecho.
-Os ruego
que viváis en paz con nosotros.
No dice
el proverbio a humo de pajas que una mala paz es mejor que una buena riña, y
que antes de comprar
una casa debe
uno enterarse de la condición de los vecinos. Os repito que
mi marido es
hombre de buen corazón.
Si os conducís
con nosotros como buenos vecinos, os aseguro que no os pesará: haremos por vosotros cuanto esté
en nuestra mano; arreglaremos los caminos, edificaremos una escuela para
vuestros hijos.
Os lo
prometo.
-Está muy
bien lo que usted dice -arguyó Zichkov, padre,
bajando los ojos.
Ustedes son gente instruida y
saben lo que
hablan. Pero, ¿qué quiere usted?, en la aldea de Eresnevo,
Voronov, un rico
propietario, prometió también, entre otras muchas cosas, edificar una
escuela. Pues bien: sólo edificó el armazón,
y no quiso
seguir las obras.
Los campesinos, obligados por
las autoridades, tuvieron que
seguirlas y se gastaron en ellas mil rublos.
¿Qué le
parece a usted?... A mí me parece una acción que no tiene perdón de Dios.
-Muy
bien! -aprobó Kozov, con una sonrisa maligna. ¡Muy bien!
-¡No tenemos
necesidad de vuestra escuela!
-dijo Volodka, ásperamente.
Nuestros hijos
van a la
escuela de la
aldea vecina. Que sigan yendo. ¡No queremos escuela!
Elena
Ivanovna perdió de
pronto todo aplomo. Pálida,
abatida, como si acabase de recibir un golpe en la cabeza, se fue sin decir
una palabra. Marchaba
presurosa, sin mirar atrás.
-¡Señora!
-gritó Rodion siguiéndola.
Espere
usted, óigame...
La seguía
tenaz, descubierto, hablándole en un tono humilde, como si
pidiese limosna.
-Señora,
espere... escúcheme.
Cuando
estaban ya fuera de la
aldea, Elena Ivanovna se detuvo a la sombra de un viejo tilo.
-¡No se
enfade, señora! -dijo Rodion. No vale
la pena. Hay
que tener un
poco de paciencia. Tenga
paciencia un año,
dos.
Nuestros
campesinos, en el fondo, son buena gente... Se lo juro a usted. No hay que
hacer caso de las palabras de Kozov, de Zichkov ni de mi hijo Volodka. Mi hijo
es un infeliz y no hace más que
repetir lo que les oye
a los demás. Le
aseguro a usted que
los campesinos no son
malos. Los hay
nada tontos, pero que no se atreven a hablar... o, mejor dicho, que no
pueden, porque no saben decir lo que piensan. Somos gente obscura, sin instrucción, ignorante...
No hay que enfadarse. Lo mejor es tener paciencia...
Elena Ivanovna
miraba, meditabunda, al ancho río tranquilo, y las
lágrimas se deslizaban por sus
mejillas. Aquellas lágrimas turbaban de tal modo a Rodion, que el pobre hombre
estaba a punto de llorar también.
-No
se apure -decía, tratando de
tranquilizar a la dama-. Todo se arreglará. Se edificará la escuela,
se pondrán en
buen estado los caminos. Pero todo a su debido
tiempo, por sus
pasos contados. Para sembrar trigo en esta colina hay que
empezar por quitar la
piedra, hay que
labrar... Sólo después de
preparar el terreno
se podrá sembrar. Lo
mismo sucede con
nuestros campesinos: hay que preparar el terreno..., y eso requiere
tiempo...
En aquel
momento vieron venir hacia ellos un
grupo de campesinos.
Cantaban y se acompañaban con un acordeón.
-¡Mamá,
vámonos! -dijo la niñita, asustada,
apretándose contra su
madre y temblando de pies
a cabeza. ¡Vámonos, mamá! No quiero seguir aquí...
-¿Y
adónde quieres que nos vayamos?
-¡A Moscú! En seguida, mamá, en seguida...
La niñita
se echó a llorar.
Su llanto
aumentó la turbación de Rodion, que empezó a sudar, y sacando del bolsillo un
pepino, corvo como una hoz, se lo alargó a la criatura.
-Tómalo...
para tí... No llores. Mamá te pegará
y se
lo contará a
papá. Torna el pepino, cómetelo...
Elena Ivanovna y
su hija siguieron andando. Rodion
fue tras ellas largo
trecho, intentando decirles algo afectuoso y convincente. Pero al fin se
dio cuenta de que, ensimismadas, taciturnas, no le hacían caso, y se detuvo.
Siguiólas
largo rato con la mirada, haciéndose
sombra con la mano en los ojos.
Y no se
decidió a tornar a la aldea hasta que desaparecieron en el bosque.
IV
El
ingeniero estaba cada día más nervioso, más
irritable, y en
cualquier pequeñez veía un robo, un atentado. Hasta durante el
día la puerta de la
finca estaba cerrada
con candado. De noche
la guardaban dos centinelas. El ingeniero se negó
categóricamente a emplear en ningún trabajo a los campesinos de Obruchanovo.
El mal
humor del señor Kucheroy subió de punto con motivo de algunas raterías. Un día,
un campesino -o acaso un obrero de los que trabajaban en
la construcción del
puente- colocó en el
coche unas ruedas viejas y se
llevó las nuevas; algún tiempo después desaparecieron algunas guarniciones.
Hasta la
gente de la
aldea estaba indignada. Y cuando
pidió que se procediese a un registro
en casa de
los Zichkov y en
casa de Volodka, los objetos robados fueron encontrados en
el jardín del
ingeniero; no cabía duda
de que el
ladrón, temeroso del registro solicitado, los había llevado
allí.
Una tarde,
unos campesinos que
volvían del bosque tornaron
a encontrarse con el
ingeniero. El señor
Kucherov se detuvo,
sin saludarles, y mirando
severamente tan pronto a
uno como a
otro, habló de
esta manera:
-Os
he rogado que no cojáis setas
en mi parque, y, no
obs-tante, vuestras mujeres vienen al salir el Sol y se las
llevan todas; de modo que no queda ninguna para mi mujer y mis hijos.
No hacéis ningún
caso de mis ruegos.
Las súplicas y
las reflexiones son inútiles con vosotros.
Claváronse
sus airados ojos en Rodion, y añadió:
-Yo y
mi mujer os
hemos tratado humana-mente, como
a hermanos, y vosotros, en cambio...
Pero ¿para qué gastar saliva?... No habrá más remedio que romper con vosotros
toda clase de relaciones.
Y haciendo
visibles esfuerzos para
no dejarse arrastrar por
la cólera, les
volvió la espalda a los
campesinos y se fue.
Cuando llegó
a casa, Rodion
oró ante el icono;
se quitó las
botas y se
sentó en el banco, junto a su mujer.
-Sí... -dijo tras un corto silencio-.
Acabamos
de toparnos con el ingeniero... Ha visto
al salir el
Sol a las
mujeres de la aldea... Y está enfadado porque no les
llevan setas a su mujer y a sus hijos... Luego me ha mirado y me
ha dicho no sé qué de
relaciones... Sin duda
quieren ayudarnos...
Como están
enterados de nuestra
miseria...
¡Dios se
lo pague!
Estefanía
se persignó y suspiró.
-Son unos
señores muy buenos...
Ven nuestra pobreza y quieren hacer
algo por nosotros. La Santísima Virgen
nos envía ese auxilio para nuestra vejez...
El 14 de
septiembre era la fiesta del Patrón de
la aldea. Los Zichkov, padre
e hijo, atravesaron el
río muy de
mañana, se metieron en
la taberna y
volvieron por la tarde borrachos perdidos. Paseáronse un
rato por la aldea, cantando y jurando; se pegaron luego, y, por último,
corrieron a la finca del ingeniero para querellarse uno contra otro.
Entró delante
Zichkov padre con un
garrote en la mano. En
el patio se
detuvo tímidamente y se
quitó la gorra.
En aquel momento el ingeniero y
su familia tomaban el te en la terraza.
-¿Qué se
te ofrece? -le gritó el ingeniero.
-¡Excelencia!¡Noble
señor! -clamó Zichkov, echándose a llorar. ¡Apiádese de un pobre viejo!... Mi
hijo es un bruto; no puedo ya
sufrirle... Me ha arruinado,
y ahora me pega...
En esto
entró en el
jardín Zichkov hijo, destocado y, como su padre, con un
garrote en la mano. Se detuvo y dirigió una mirada estúpida, de beodo, a la
terraza.
-No tengo
que ver con vuestras riñas -dijo el
ingeniero. Id a
ver al juez
o al jefe
del distrito.
-¡Ya he
estado en todas partes! -contestó el viejo sollozando. Ni siquiera me
escuchan. ¿Qué recurso me
queda?... ¡Mi propio
hijo puede pegarme... y matarme si quiere! Matar a su padre... ¡A su
propio padre!
Levantó
el garrote y le asestó a su hijo un palo en la cabeza. El otro descargó sobre
el cráneo calvo del
viejo un garrotazo
tal que por poco sí se lo
abre. Zichkov padre
ni siquiera se tambaleó. Su
garrote volvió a levantarse y a contundir la testa filial.
Durante un
rato, uno frente a
otro, apeleáronse la cabeza metódica-mente.
Diríase
que la contienda era un juego en que cada uno guardaba su turno.
Desde el
otro lado de la verja contemplaban
la escena otros
habitantes de la aldea: hombres,
mujeres, niños.
Contemplábanla
como un espectáculo al que estuviesen
habituados desde hacía
tiempo.
Habían venido
a saludar al
ingeniero con motivo de la
fiesta; pero al ver a los Ziclikov pegarse no se atrevieron a entrar.
A la
mañana siguiente, Elena Ivanovna se fue con los niños a Moscú.
Se corrió
la voz de que el ingeniero vendía «Quinta Nueva».
V
Todo el mundo se
ha acostumbrado al puente,
y les es
ya difícil a
los aldeanos imaginarse sin
puente el río en aquel sitio.
Su
construcción terminó hace tiempo. Se oye con gran frecuencia
el ruido sordo
del tren que por él pasa.
«Quinta
Nueva» fue puesta en venta y la compró
un alto empleado público, que la visita con su
familia los días de fiesta, toma te en
la terraza y
regresa a la
ciudad. El indicado personaje les
impone a los campesinos un gran respeto,
hasta por su manera prócer de hablar y de toser, y
cuando le saludan quitándose la gorra ni siquiera se digna contestar al saludo.
En la
aldea ha envejecido todo el mundo. Kozov se murió. En casa de Rodion ha
aumentado el número
de niños; Volodka tiene ahora una larga barba roja.
La familia sigue muy pobre.
A
principios de la primavera, los campesinos suelen tener trabajo en la estación
del ferrocarril, donde
sierran y cepillan madera.
Terminada la faena vuelven a sus casas, tardo el paso, en la faz la luz del
Sol poniente. En
las frondas de
junto al río cantan los ruiseñores. Al pasar por
delante de «Quinta Nueva» los campesinos miran prolongadamente a la casa, toda
en silencio y como muerta, sobre cuyos tejados vuelan, doradas por el Sol, las
palomas.
Rodion,
las Zichkov, padre e hijo, Volodka y los
demás recuerdan los
caballos blancos del ingeniero,
los cohetes, los
farolillos de colores de
la barca, los
ponneys; y piensan en
Elena Ivanovna, bella, elegante, que
iba con frecuencia a la
aldea y les
hablaba con tanto cariño. Nada de
aquello existe ya: todo se ha evaporado como un sueño o un cuento de hadas.
Siguen
caminando, unos juntos a otros, cansados, ensimismados, taciturnos.
Los aldeanos
-piensan- son, al fin y al cabo,
gente buena, temerosa de Dios; Elena Ivanovna era bonísima, muy cariñosa,
inspiraba afecto y confianza, y, sin
embargo... Sin embargo, no pudieron ponerse de
acuerdo y se separaron como enemigos. ¿Por qué? ¿Porque todas aquellas mezquinas naderías -la
intrusión de unos caballos
en un prado,
el hurto de
unas guarniciones...- lo echaron todo a perder? ¿Y por qué
la gente de
la aldea vive
bien avenida con el
nuevo propietario, que ni
siquiera contesta a su saludo?
No saben
qué contestar a estas preguntas.
Sólo
Volodka murmura algo.
-¿Qué
dices? -le pregunta Rodion.
-Digo que
maldita la falta que nos hacía el puente -contesta con hosca aspereza, y que
podíamos seguir sin él.
Ningún campesino le responde. Continúan andando en silencio, encorvados, cabizbajos.
Ningún campesino le responde. Continúan andando en silencio, encorvados, cabizbajos.
1.014. Chejov (Anton)
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