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sábado, 10 de agosto de 2013

En el campo

I

A  tres   kilómetros  de la   aldea de Obruchanovo se construía un puente sobre el río.
Desde  la  aldea,  situada  en  lo  más eminente  de  la  ribera  alta,  divisábanse  las obras. En los días de invierno, el aspecto del fino  armazón metálico del puente y del andamiaje, albos de nieve, era casi fantástico.
A veces, pasaba a través de la aldea, en un cochecillo, el    ingeniero Kucherov, encargado de la construcción del puente. Era un hombre  fuerte, ancho de hombros, con una gran barba, y  tocado  con  una  gorra, como un simple obrero.
De  cuando  en  cuando  aparecían  en Obruchanovo  algunos  descamisados que trabajaban a las órdenes del ingeniero. Mendigaban, hacían rabiar a las mujeres y a veces robaban.
Pero, en general, los días se deslizaban en la aldea apacibles,  tranquilos, y la construcción del puente no turbaba en lo más mínimo la vida de los aldeanos. Por la noche encendíanse  hogueras  alrededor  del  puente, y llegaban, en alas del viento, a Obruchanovo las canciones de los obreros. En los días de calma  se  oía,  apagado  por  la  distancia,  el ruido de los trabajos.
Un día, el  ingeniero  Kucherov recibió  la visita de su mujer.
Le encantaron las orillas del río y el bello panorama  de  la  llanura  verde  salpicada  de aldeas, de iglesias, de rebaños, y le suplicó a su  marido  que  comprase  allí  un  trocito  de tierra  para  edificar  una  casa  de  campo.  El ingeniero consintió. Compró veinte hectáreas de  terreno y empezó a edificar la casa. No tardó en alzarse, en la misma costa fluvial en que  se  asentaba  la  aldea,  y  en  un  paraje hasta  entonces  sólo  frecuentado  por  las vacas, un hermoso edificio de dos pisos, con una  terraza,  balcones  y  una  torre  que coronaba  un  mástil  metálico,  al  que  se prendía los domingos una bandera.
La  construcción  estuvo  pronto  terminada: no duró más de tres meses. En el invierno se plantaron  árboles  en  torno  de  la  casa.
Cuando  llegó  la  primavera,  todo  verdeaba alrededor de la nueva finca. Partían en todas direcciones hermosas alamedas; el jardinero y dos jornaleros trabajaban en el jardín; una fontana  sonaba  melodiosa.  Y  una  bola  de cristal verde, colocada ante la puerta, brillaba bajo  el  Sol,  de  tal  modo,  que  obligaba  a cerrar los ojos.
Se  bautizó  la  finca  con  el  nombre  de «Quinta Nueva».
Una mañana, a fines de mayo, llevaron a casa  de  Rodion  Petrov,  el  herrador  de  la aldea, dos caballos de «Quinta Nueva» para que  les  cambiasen  las  herraduras.  Los caballos   eran    blancos como la  nieve, esbeltos, bien cuidados, y se parecían el uno al otro de un modo asombroso.
-¡Verdaderos cisnes! -dijo Rodion admirándolos.
Su mujer, Estefanía, sus hijos y sus nietos salieron también para admirar a los caballos, en torno de los cuales se fue aglomerando la gente. Acudieron los Zichkov, padre e hijo, ambos imberbes, mofletudos y destocados.
Acudió  también  Kozov,  un  viejo  enjuto  y alto, de luenga y estrecha barba, apoyado en un bastón. Guiñaba sin cesar los ojos astutos y  se  sonreía  irónicamente,  como  si  supiera muchas  cosas  que  ignorase  el  resto  de  los hombres.
-Son blancos -dijo; sí, son blancos; pero para  el  trabajo  no  valen  gran  cosa.  Si  yo mantuviese a mis caballos con avena, como mantienen a  éstos,  se  pondrían  no  menos hermosos.  Yo  quisiera  ver  a  estos  cisnes arrastrando  un  arado  y  recibiendo  algunos latigazos.
El cochero del ingeniero le dirigió a Kozov una mirada de desprecio; pero no dijo nada.
Mientras se encendía la fragua, el cochero les  dio  algunas  noticias  a  los  campesinos sobre  la  vida  de  sus  amos.  Fumando  pitillo tras pitillo les contó que sus amos eran muy ricos;  que  la  señora, Elena  Ivanovna, antes de casarse, era institutriz  en  Moscú;  que tenía muy buen corazón y gozaba socorriendo a los pobres. En la nueva finca, según decía el cochero, no se labraría ni se sembraría: se respiraría el aire del campo y nada más.
Cuando  terminó  y  se  encaminó  con  los caballos a «Quinta Nueva», siguióle una turba de chiquillos y perros. Los perros le ladraban furiosamente.
Kozov,  mirándole  alejarse,  guiñaba  los ojos con malicia.
-Vaya unas señores!  -dijo  con  ironía malévola.  Han  construido una  casa,  han comprado  caballos; pero parece que no tienen que comer...
Había sentido desde el primer momento un odio  feroz  contra  «Quinta  Nueva».  Era  un hombre  solitario,  viudo.  Llevaba  una  vida aburridísima. Una enfermedad le impedían trabajar.  Su  hijo,  dependiente  de  una confitería  de  Jarkov,  le  enviaba  dinero  para vivir;  el  viejo  no  hacía  nada;  vagaba  días enteros por la orilla del río o a través de la aldea, y les  daba  conversación  a  los campesinos que estaban trabajando. Cuando veía a uno pescando solía decir que con aquel tiempo no había pesca posible; si el  tiempo era seco, aseguraba que no llovería en todo el  verano; si  llovía,  afirmaba  que  las  lluvias durarían mucho y que la humedad pudriría el trigo. Todos sus pronósticos eran pesimistas.
Y  los  hacía  guiñando  los  ojos  de  un  modo maligno, como si supiera algo que ignorase el resto de los hombres.
En «Quinta Nueva» algunas noches había fuegos artificiales. Los propietarios acostumbraban a pasearse por el río en una barca iluminada con farolillos de colores.
Una mañana, Elena Ivanovna, la mujer del ingeniero,  visitó  la  aldea  con  su  niña.
Llegaron  en  un  coche de  ruedas  amarillas arrastrado por dos  ponney. Llevaban sombreros  de  paja, de  anchas  alas,  sujetos con cintas.
Los  campesinos  estaban  ocupados  en transportar  estiércol  al  campo. El herrador Rodion, alto, enjuto, destocado, descalzo, con un  bieldo  al  hombro,  de  pie  ante  su  carro, rebosante de estiércol, miraba, boquiabierto, los bien cuidados caballitos. Se advertía que hasta  entonces  no  había  visto  caballos semejantes.
-¡La señora! ¡La señora! -se oía murmurar.
Elena  Ivanovna  miraba  las  casas  como eligiendo una; por fin, se detuvo a la puerta de  la  que  le  parecía  más  pobre  y  a  cuyas ventanas  se asomaban numerosas cabezas de niño, morenas, rubias, rojas.
Era precisamente la casa de Rodion.
Su  mujer,  Estefanía,  una  vieja  gorda, apareció al punto en el umbral, mal cubierta la  cabeza  con  una  pañoleta.  Miraba  con asombro el elegante coche, confusa, sonriéndose estúpidamente.
-¡Para  tus  hijos!  -le  dijo  Elena  Ivanovna, dándole tres rublos.
Estefanía,  sorprendida,  feliz,  se  echó  a llorar y saludó con gran humildad, inclinándose casi hasta el suelo.
Rodion saludó también muy humilde, enseñando su cráneo calvo.
Elena Ivanovna, azorada por aquellas humillaciones, se apresuró a volver a casa.

II

Los  Ziclikov,  padre  e  hijo,  sorprendieron en un prado de su pertenencia a tres caballos -uno  de  ellos  ponney-  y  un  novillo,  todos propiedad del ingeniero. Ayudados por el rojo Volodka,  hijo  del  herrador  Rodion,  llevaron las  bestias  a  la  aldea.  Se  llamó  al  alcalde, que, en compañía de los Zichkov, de Volodka y  de  algunos  testigos,  encaminóse  al  prado para  proceder  a  una  información  sobre  los daños causados en él por las bestias.
Kozov, que era de la partida, parecía muy contento.
-¡Muy  bien!  -decía,  guiñando  con  malicia los  ojos.  ¡Que  paguen!  ¡Se  les  obligará  a pagar! ¡Gracias a Dios, hay tribunales! Habrá que llamar a la policía e instruir un proceso verbal.
-¡Naturalmente, un proceso verbal!  -confirmó Volodka.
-¡Si  creéis  que  voy  a  perdonarles,  os lleváis chasco! -gritaba Zichkov hijo, con tal arrebato,  que  su  imberbe  faz  se  enrojecía-. ¡Ca! ¡No soy tan tonto! ¡Si se les deja, adiós prados!  Afortunada-mente  aún  somos  amos de  nuestros  bienes,  y  también  para  los señores existen leyes...
-¡Sí,  también  para  los  señores  existen leyes! -repitió Volodka.
-Hemos vivido hasta ahora sin puente -dijo con  voz  sombría  Zichkov,  y  podríamos pasarnos  sin  él.  No lo hemos  pedido.¿Para qué  demonios  lo  necesitamos?  ¡Que  se  lo guarden!
-¡Hermanos cristianos, es preciso que nos paguen todos los perjuicios!
-¡Vaya! -apoyó, guiñando los ojos, Kozov.
¡Ya verán! Hay que escarmentarlos.
Luego,  volvieron  todos  a  la  aldea.  Por  el camino, Zichkov hijo se daba puñetazos en el pecho y gritaba; Volodka gritaba también, repitiendo sus palabras.
En la aldea se agolpó la gente alrededor de los  caballos  y  el  novillo,  que  parecía avergonzado  y  bajaba  la  cabeza;  pero  de pronto  echó a correr  soltando coces. Kozov, asustado, levantó su garrote, entre las risas de los campesinos.
Encerradas  las  bestias  en  una  cuadra,  la gente esperó.
Al  obscurecer,  el  ingeniero  le envió cinco rublos a Zichkov  para resarcirle  del  daño causado  en  su  propiedad.  Los  caballos  y  el novillo fueron devueltos, y tornaron a la finca cabizbajos,  como  sintiéndose  culpables  y temiendo un severo castigo.
Recibidos  los  cinco  rublos,  los  Zichkov, padre e hijo, el alcalde y Volodka atravesaron en  un  bote  el  río  y  se  dirigieron  a  la  gran aldea de Kriakovo, donde había una taberna.
Allí  se  juerguearon  de  lo  lindo.  Cantaron, gritaron,  juraron.  El  que  más  gritaba  era Zichkov hijo.
En  Obruchanovo,  sus  familias  no  podían conciliar  el  sueño  y  estaban  muy  inquietas.
Rodion daba vueltas en la cama y pensaba:
-Han hecho mal. El ingeniero se enfadará y querrá vengarse... Además, es injusto lo que han hecho con él... Ha estado muy mal.
Un día, cuando Rodion y otros campesinos volvían del bosque,  se  encontraron  con  el ingeniero. Llevaba  una  blusa  roja  y botas altas. Seguíale un perro de caza, con la purpúrea lengua fuera.
-¡Buenos días, amigos! -dijo.
Los  campesinos  se  detuvieron  y  se quitaron la gorra.
-Hace  tiempo  que  busco  una  ocasión  de hablaros, amigos míos -continuó-. He aquí de lo que se trata: desde principios del verano, vuestro rebaño se pasea por mi bosque y por mi  jardín.  Se  come  la  hierba,  estropea  los árboles.  Los  cerdos  me  han  puesto  hechos una  lástima  el  prado  y  la  huerta.  Les  he rogado  muchas  veces  a  los  pastores  que tuvieran cuidado, pero no han hecho caso y me han contestado muy mal. Constantemente  vuestras  vacas  y  vuestros cerdos me  están  per-judicando,  y,  sin embargo, no os reclamo nada; ni siquiera me quejo,  mientras  que  vosotros  me  habéis hecho pagar cinco rublos porque mis bestias han pasado por vuestro prado. ¿Es eso justo? ¿Se portan así los buenos vecinos?
Hablaba con voz suave, sin cólera, esforzándose en convencerlos.
-No,  las  gentes  honradas  -prosiguió-  no obran así. Hace una semana me robasteis del bosque  dos  encinas  jóvenes.  ¿Por  qué  me hacéis daño a cada paso? ¿Qué queja tenéis de mí? ¡Decídmelo, en nombre de Dios! Yo y mi  mujer  hacemos  cuanto  nos  es  dable  por sostener  con  vosotros  buenas  relaciones, ayudamos a los campesinos en la medida de nuestras  fuerzas.  Mi  mujer  es  muy  buena  y nunca le niega nada a nadie. No piensa sino en seros útil a vosotros y a vuestros hijos, y vosotros nos devolvéis mal por bien. ¡No, eso no  es  justo,  amigos  míos!  ¡Consideradlo,  os lo ruego! Nosotros os tratamos de un modo muy humano, y es preciso que vosotros nos paguéis en la misma moneda...
El ingeniero siguió su camino.
Los campesinos permanecieron algunos instantes parados.  Luego  se  cubrieron  y continuaron andando.
Rodion, que entendía lo que le decían, no como debía entenderse, sino a su manera, suspiró y dijo:
-Sí,  habrá  que  pagar.  ¿No  habéis  oído  lo que ha dicho? «Es preciso que nos paguéis en la misma moneda.»
Cuando  llegó  a  su  casa,  Rodion  rezó  su oración ante el icono, se quitó las botas y se sentó en el banco, junto a su mujer. Cuando estaban  en  casa  siempre  estaban  así: sentado el uno junto al otro; por la calle iban también  juntos;  juntos  comían,  bebían, dormían, y cuanto más viejos iban siendo se querían más. En la casa el aire era pesado, caluroso, estaba todo muy cerrado, se veían por  todas  partes  en  el  suelo,  en  las ventanas, sobre la estufa- criatu-ras. A pesar de sus muchos  años,  Estefanía  seguía pariendo,  y  ante  tanto  chiquillo  no  era  fácil saber a ciencia cierta los que eran de Rodion y  los  que  eran  de  su  hijo  Volodka,  casado hacía tiempo.
La mujer de Volodka, Lukeria, joven, pero fea, con nariz de pájaro y ojos de buey, cocía pan; su marido estaba sentado en la estufa con las piernas colgando.
-Nos hemos topado en el camino -comenzó Rodion- al ingeniero con su perro...
Hizo  una  pausa  y  empezó  a  rascarse  la cabeza y el seno. El relato suponía para él un no pequeño esfuerzo mental.
-Sí,  con  su  perro...  Pues  bien:  hay  que pagar, lo ha dicho el señor ingeniero; hay que pagar en moneda... No hay más  remedio...
Debía  hacerse  una  colecta,  poniendo  diez copecs cada vecino, y darle al ingeniero... Se queja de nosotros, y con razón... Le hacemos porquerías...
-Hasta  ahora  hemos  vivido  sin  puente  y podríamos  seguir  sin  él  -dijo  Volodka  con enojo. No lo necesitamos...
-Es  el  Gobierno  quien  lo  construye. Nuestra opinión...
-¡Al diablo el puente!
-Nadie te pregunta si lo quieres o no.
-¡Al  diablo!  -repitió,  furioso,  Volodka.
¿Para qué servirá? Si tenemos que atravesar el río lo podemos hacer en barca...
Alguien llamó a la puerta con tanta violencia, que toda la casa pareció estremecerse.
-¿Está  ahí  Volodka?  -se  oyó  gritar  a Zichkov hijo. Ven, Volodka... Te espero.
Volodka  saltó  de  la  estufa  y  se  puso  a buscar la gorra.
-¡Más  vale  que  no  salgas!  -le  dijo  con timidez su padre. ¡No vayas con esa gente! Tú no eres muy listo; eres como un niño, y no aprenderás nada bueno. ¡No salgas!
-¡Sí, no vayas con ellos! -suplicó a su vez Estefanía, a punto de llorar-. De fijo iréis a la taberna...
-¡A la taberna! -repitió Volodka, burlándose.
-¡Y vendrás otra vez como una cuba! -dijo
Lukeria, mirándole airada. ¡Sinvergüenza!...
¡Gandul! ¡Que el maldito vodka te queme las entrañas! ¡Satanás sin rabo!
-¡Cállate! le amenazó Volodka.
-Me han casado con este idiota, con este imbécil... ¡Me han perdido, pobre huérfana! -exclamó  Lukeria,  llorando  y  secándose  las lágrimas con la mano, llena de harina-. ¡No te puedo ver, puerco!
Volodka  le  dio,  al  pasar,  un  puñetazo  en las narices, y salió a la calle.
   
III

Elena  Ivanovna  y  su  hijita  fueron  a  la aldea a pie. Un hermoso paseo para ellas.
Era domingo y casi todas las mujeres y las muchachas  de  la  aldea  estaban  en  la  calle, ataviadas con trajes de calores chillones.
Rodion y su mujer, sentados el uno junto el otro, en un poyo, a la puerta de su casa, saludaron  y  sonrieron  a  Elena  Ivanovna  y  a su  niña  como  antiguos  amigos.  Más  de  una docena de niños las miraban por las ventanas con asombro y curiosidad.
-¡La señora! ¡La señora! -murmuraban.
-¡Buenos  días!  -dijo,  deteniéndose,  Elena Ivanovna.
Calló un instante y añadió:
-¿Cómo les va a ustedes?
-¡Así, así, señora, a Dios gracias! -contestó Rodion. Vamos tirando...
-¡Figúrese usted nuestra   vida! -dijo sonriendo  Estefanía.  Ya  sabe usted,  buena señora,  lo  pobres  que  somos.  Hay  catorce bocas en casa y sólo dos hombres para ganar el pan. Aunque mi marido es herrero, el oficio le  produce  poco:  muchas  veces  ni  tiene carbón  para  encender  la  fragua...  ¡Es  dura nuestra vida, muy dura!
Y se echó a reír, como si lo que decía fuera donosisímo.
Elena  Ivanovna  se  sentó  junto  a  ellos, abrazó  a  su  hijita  y  se  quedó  meditabunda.
En la faz de la niña también se pintaba la tristeza y  se  advertía que ingratos pensamientos torturaban su cabecita. Jugaba con la rica sombrilla de encajes que su madre tenía en la mano.
-Sí,  vivimos  en  la  miseria  -dijo  Rodion-.
Siempre angustiados... Trabaja uno como un negro, y, sin  embargo...  Este  verano  el tiempo es seco, no llueve y la cosecha será mala. La vida es dura, señora...
-Pero, en cambio, seréis felices en la otra -dijo Elena Ivanovna para consolarles.
Rodion no comprendió el sentido de estas palabras, y en vez de contestar, carraspeó.
-No  le  dé  usted  vueltas,  señora  -dijo Estefanía-; hasta en el otro mundo los ricos serán  más  felices  que  nosotros.  Los  ricos mandan  decir  misas,  les  ponen  velas  a  los santos,  les  dan  limosna  a  los  mendigos,  y Dios, a quien tienen contento, les recompensará en la otra vida; mientras que nosotros, los pobres  campesinos, ni siquiera tenemos  tiempo  para  rezar,  además  de  no tener  dinero  para  velas,  misas  ni  limosnas.
Luego,  nuestra  pobreza  nos  hace  pecar...
Reñimos, juramos... Y Dios no nos perdonará.
No, querida señora, nosotros, los campesinos,  no  seremos felices  ni  en  este mundo ni en el otro. Toda la felicidad es para los ricos...
Hablaba con  acento  alegre,  regocijado, como  si  contase algo  muy  gracioso.  Estaba acostumbrada, desde hacía tiempo, a hablar de su vida triste y penosa.
Rodion  sonreía  también; le enorgullecía tener una mujer tan lista y elocuente.
-Es un error creer fácil la vida de los ricos -dijo  Elena  Ivanovna.  Cada  cual  tiene  sus penas.  Nosotros,  por  ejemplo...  Yo  y  mi marido  no  somos  pobres;  pero  ¿cree  usted que somos felices? Aunque soy joven todavía, tengo ya cuatro hijos, que casi siempre están enfermos.  Yo  también  lo  estoy  y  necesito cuidarme mucho.
-¿Qué  enfermedad padece usted? -preguntó Rodion.
-Una enfermedad  de  mujer.  No  puedo dormir  y  me  dan  unos  dolores de cabeza horribles. Ahora, por ejemplo... Estoy aquí sentada, hablando con ustedes, y siento una gran pesadez de cabeza y un desmadejamiento... Preferiría el trabajo más duro a sufrir  así.  Luego,  mi  alma  tampoco descansa.  Siempre  estoy  inquieta por mi marido, por mis hijos... Toda familia tiene su cruz. Nosotros también la tenemos. Yo no soy de  origen noble.  Mi  abuelo  era  un simple campesino, mi padre era también un pobre humilde  y  tenía  una  tiendecita  en  Moscú.
Pero mi marido es de una familia muy noble y muy  rica.  Sus  padres  se  oponían  a  nuestro matrimonio y él no les hizo caso y rompió con su familia para casarse conmigo. Sus padres no le han perdonado todavía. Esto le inquieta, no le deja vivir tranquilo, pues quiere mucho a su madre. Naturalmente, yo padezco. Vivo en un constante desasosiego...
Ante la  casa  de  Rodion  se  fueron reuniendo  campesinos  y campesinas,  que escuchaban  atentamente  lo  que  decía  Elena Ivanovna.  Uno  de  los  primeros  que  se aproximaron fue Kozov. Sacudía su estrecha y larga barba. Acercáronse luego los Zichkov, padre e hijo...
-Además  -prosiguió  Elena  Ivanovna-,  no puede ser feliz el que no está en su puesto.
Vosotros  lo  estáis.  Cada  uno  de  vosotros tiene su trocito de tierra, trabaja y sabe para qué.  Mi  marido  trabaja  también,  construye puentes. Pero yo no hago nada. Yo no tengo ningún  trabajo  y  no  puedo  sentirme  en  mi centro.  Os  digo  todo  esto  para  que  no juzguéis  por  las  apariencias.  El  que  un hombre vaya bien vestido y tenga dinero no significa que sea feliz ni mucho menos.
Se levantó y cogió de la mano a su hijita.
-Lo paso  muy bien entre vosotros  -dijo sonriendo.
Se  advertía  en  su  sonrisa  tímida  que, efectivamente, estaba enferma. En su rostro, joven y bello, de cejas y pestañas negras y cabellos  rubios, había una delgadez y una palidez mórbidas. La niña se parecía mucho a su  madre,  incluso  en  lo  delgada  y  pálida.
Ambas olían a perfumes.
-Sí, todo me  gusta aquí: el bosque, la aldea. Viviría aquí siempre. Creo que aquí me curaría y encontraría mi verdadero puesto en el  mundo.  Tengo  un  gran  deseo,  un  deseo ardiente  de ayudaros, de seros útil, de acercarme a vosotros. Conozco vuestras penas,  vuestros  sufrimientos...  Lo  que  no conozco  lo  adivino.  Estoy  enferma,  sin fuerzas,  y  ya  no  me  es  posible  cambiar  de vida,  como  quisiera;  pero  tengo  hijos  y procuraré educarlos en el cariño a vosotros.
Procuraré  hacerles  comprender  que  su  vida no les pertenece a ellos, sino a vosotros. Pero os ruego que confiéis en nosotros, que viváis con nosotros como buenos vecinos. Mi marido es un hombre honrado y de buen corazón. No le  irritéis.  Cualquier  pequeñez  le  llega  al alma.  Ayer  por  ejemplo, vuestro  rebaño  ha pasado  por  nuestro  jardín;  alguno  de vosotros  ha  estropeado  la  cerca de nuestra colmena. Mi marido se desespera...  ¡Os ruego...!
Hablaba con voz  suplicante, cruzadas  las manos sobre el pecho.
-Os ruego que viváis en paz con nosotros.
No dice el proverbio a humo de pajas que una mala paz es mejor que una buena riña, y que antes  de  comprar  una  casa  debe  uno enterarse de la condición de los vecinos. Os repito  que  mi  marido  es  hombre  de  buen corazón.  Si  os  conducís  con  nosotros  como buenos vecinos, os aseguro que no  os pesará: haremos por vosotros cuanto esté en nuestra mano; arreglaremos los caminos, edificaremos una escuela para vuestros hijos.
Os lo prometo.
-Está muy bien lo que usted dice -arguyó Zichkov, padre,  bajando  los  ojos.  Ustedes son  gente  instruida y  saben  lo  que  hablan. Pero, ¿qué quiere usted?, en la aldea  de Eresnevo,  Voronov,  un  rico  propietario, prometió también, entre otras muchas cosas, edificar una escuela. Pues bien: sólo edificó el armazón,  y  no  quiso  seguir  las  obras.  Los campesinos,  obligados  por  las  autoridades, tuvieron que seguirlas y se gastaron en ellas mil rublos.
¿Qué le parece a usted?... A mí me parece una acción que no tiene perdón de Dios.
-Muy bien! -aprobó Kozov, con una sonrisa maligna. ¡Muy bien!
-¡No  tenemos  necesidad de  vuestra escuela! -dijo Volodka,    ásperamente.
Nuestros  hijos  van  a  la  escuela  de  la  aldea vecina.  Que  sigan  yendo.  ¡No  queremos escuela!
  Elena  Ivanovna  perdió  de  pronto  todo aplomo. Pálida, abatida, como si acabase de recibir un golpe en la cabeza, se fue sin decir una  palabra.  Marchaba  presurosa,  sin  mirar atrás.
-¡Señora! -gritó Rodion siguiéndola.
Espere usted, óigame...
La  seguía  tenaz,  descubierto,  hablándole en un tono humilde, como si pidiese limosna.
-Señora, espere... escúcheme.
Cuando estaban ya fuera  de  la  aldea, Elena Ivanovna se detuvo a la sombra de un viejo tilo.
-¡No se enfade, señora! -dijo Rodion. No vale  la  pena.  Hay  que  tener  un  poco  de paciencia.  Tenga  paciencia  un  año,  dos.
Nuestros campesinos, en el fondo, son buena gente... Se lo juro a usted. No hay que hacer caso de las palabras de Kozov, de Zichkov ni de mi hijo Volodka. Mi hijo es un infeliz y no hace  más  que  repetir lo que  les  oye  a  los demás.  Le  aseguro a  usted  que  los campesinos  no  son  malos.  Los  hay  nada tontos, pero que no se atreven a hablar... o, mejor dicho, que  no  pueden,  porque  no saben decir lo que  piensan. Somos  gente obscura, sin instrucción, ignorante... No hay que enfadarse. Lo mejor es tener paciencia...
Elena  Ivanovna  miraba,  meditabunda,  al ancho río tranquilo, y  las  lágrimas  se deslizaban por sus mejillas. Aquellas lágrimas turbaban de tal modo a Rodion, que el pobre hombre estaba a punto de llorar también.
-No se  apure -decía, tratando de tranquilizar a la dama-. Todo se arreglará. Se edificará la  escuela,  se  pondrán  en  buen estado  los  caminos. Pero todo a  su  debido tiempo,  por  sus  pasos  contados.  Para sembrar trigo en esta colina hay que empezar por  quitar  la  piedra,  hay  que  labrar...  Sólo después  de  preparar  el  terreno  se  podrá sembrar.  Lo  mismo  sucede  con  nuestros campesinos: hay que preparar el terreno..., y eso requiere tiempo...
En aquel momento vieron venir hacia ellos un  grupo  de  campesinos.  Cantaban  y  se acompañaban con un acordeón.
-¡Mamá, vámonos! -dijo la niñita, asustada,  apretándose  contra  su  madre  y temblando  de  pies  a  cabeza.  ¡Vámonos, mamá! No quiero seguir aquí...
-¿Y adónde quieres que nos vayamos?
-¡A  Moscú! En seguida, mamá, en seguida...
La niñita se echó a llorar.
Su llanto aumentó la turbación de Rodion, que empezó a sudar, y sacando del bolsillo un pepino, corvo como una hoz, se lo alargó a la criatura.
-Tómalo... para tí... No llores. Mamá  te pegará y  se  lo  contará  a  papá.  Torna  el pepino, cómetelo...
Elena Ivanovna  y  su  hija  siguieron andando.  Rodion  fue  tras  ellas largo  trecho, intentando decirles algo afectuoso y convincente. Pero al fin se dio cuenta de que, ensimismadas, taciturnas, no le hacían caso, y se detuvo.
Siguiólas largo rato con la  mirada, haciéndose sombra con la mano en los ojos.
Y no se decidió a tornar a la aldea hasta que desaparecieron en el bosque.
   
IV

El ingeniero estaba cada día más nervioso, más  irritable,  y  en  cualquier  pequeñez  veía un robo, un atentado. Hasta durante el día la puerta  de  la  finca  estaba  cerrada  con candado.  De  noche  la  guardaban  dos centinelas. El ingeniero se negó categóricamente a emplear en ningún trabajo a los campesinos de Obruchanovo.
El mal humor del señor Kucheroy subió de punto con motivo de algunas raterías. Un día, un campesino -o acaso un obrero de los que trabajaban  en  la  construcción  del  puente- colocó  en  el  coche  unas ruedas viejas y se llevó las nuevas; algún tiempo  después desaparecieron algunas guarniciones.
Hasta  la  gente  de  la  aldea  estaba indignada. Y cuando pidió que se procediese a  un  registro  en  casa  de  los  Zichkov  y  en casa de Volodka, los objetos robados fueron encontrados  en  el  jardín  del  ingeniero;  no cabía  duda  de  que  el  ladrón,  temeroso  del registro solicitado, los había llevado allí.
Una  tarde,  unos  campesinos  que  volvían del  bosque  tornaron  a  encontrarse  con  el ingeniero.  El  señor  Kucherov  se  detuvo,  sin saludarles,  y  mirando  severamente  tan pronto  a  uno  como  a  otro,  habló  de  esta manera:
-Os he  rogado que no  cojáis setas  en mi parque,  y,  no  obs-tante,  vuestras  mujeres vienen al salir el Sol y se las llevan todas; de modo que no queda ninguna para mi mujer y mis  hijos.  No  hacéis  ningún  caso  de  mis ruegos.  Las  súplicas  y  las  reflexiones  son inútiles con vosotros.
Claváronse sus airados ojos  en Rodion,  y añadió:
-Yo  y  mi  mujer  os  hemos  tratado humana-mente, como a    hermanos, y vosotros, en cambio... Pero ¿para qué gastar saliva?... No habrá más remedio que romper con vosotros toda clase de relaciones.
Y  haciendo  visibles  esfuerzos  para  no dejarse  arrastrar  por  la  cólera,  les  volvió  la espalda a los campesinos y se fue.
Cuando  llegó  a  casa,  Rodion  oró  ante  el icono;  se  quitó  las  botas  y  se  sentó  en  el banco, junto a su mujer.
-Sí...  -dijo tras un corto silencio-.
Acabamos de toparnos con el ingeniero... Ha visto  al  salir  el  Sol  a  las  mujeres  de  la aldea... Y está enfadado porque no les llevan setas a su mujer y a sus hijos... Luego me ha mirado  y me  ha  dicho no sé qué de relaciones...  Sin  duda  quieren  ayudarnos...
Como  están  enterados  de  nuestra  miseria...
¡Dios se lo pague!
Estefanía se persignó y suspiró.
-Son  unos  señores  muy  buenos...  Ven nuestra  pobreza  y  quieren hacer  algo  por nosotros. La Santísima Virgen nos envía ese auxilio para nuestra vejez...
El 14 de septiembre era la fiesta del Patrón de  la aldea. Los  Zichkov,  padre  e  hijo, atravesaron  el  río  muy  de  mañana,  se metieron  en  la  taberna  y  volvieron  por  la tarde borrachos perdidos. Paseáronse un rato por la aldea, cantando y jurando; se pegaron luego, y, por último, corrieron a la finca del ingeniero para querellarse uno contra otro.
Entró  delante  Zichkov  padre  con  un garrote  en la mano.  En  el  patio  se  detuvo tímidamente  y  se  quitó  la  gorra.  En  aquel momento el ingeniero y su familia tomaban el te en la terraza.
-¿Qué se te ofrece? -le gritó el ingeniero.
-¡Excelencia!¡Noble señor! -clamó Zichkov, echándose a llorar. ¡Apiádese de un pobre viejo!... Mi hijo es un bruto; no puedo ya  sufrirle... Me  ha  arruinado,  y  ahora  me pega...
En  esto  entró  en  el  jardín  Zichkov  hijo, destocado y, como su padre, con un garrote en la mano. Se detuvo y dirigió una mirada estúpida, de beodo, a la terraza.
-No tengo que ver con vuestras riñas -dijo el  ingeniero.  Id  a  ver  al  juez  o  al  jefe  del distrito.
-¡Ya he estado en todas partes! -contestó el viejo sollozando. Ni siquiera me escuchan. ¿Qué  recurso  me  queda?...  ¡Mi  propio  hijo puede pegarme... y matarme si quiere! Matar a su padre... ¡A su propio padre!
Levantó el garrote y le asestó a su hijo un palo en la cabeza. El otro descargó sobre el cráneo  calvo  del  viejo  un  garrotazo  tal  que por poco sí se lo abre.  Zichkov  padre  ni siquiera  se  tambaleó. Su  garrote  volvió  a levantarse y a contundir la testa filial.
Durante  un  rato, uno  frente  a  otro, apeleáronse  la cabeza metódica-mente.
Diríase que la contienda era un juego en que cada uno guardaba su turno.
Desde el otro  lado de la verja contemplaban la  escena  otros  habitantes  de la aldea: hombres, mujeres, niños.
Contemplábanla como un espectáculo al que estuviesen  habituados  desde  hacía  tiempo.
Habían  venido  a  saludar  al  ingeniero  con motivo de la fiesta; pero al ver a los Ziclikov pegarse no se atrevieron a entrar.
A la mañana siguiente, Elena Ivanovna se fue con los niños a Moscú.
Se corrió la voz de que el ingeniero vendía «Quinta Nueva».
 
V

Todo  el  mundo  se  ha  acostumbrado  al puente,  y  les  es  ya  difícil  a  los  aldeanos imaginarse sin puente el río en aquel sitio.
Su construcción terminó hace tiempo. Se oye con gran  frecuencia  el  ruido  sordo  del tren que por él pasa.
«Quinta Nueva» fue puesta en venta y la compró  un  alto  empleado público, que la visita con su familia los días de fiesta, toma te en  la  terraza  y  regresa  a  la  ciudad.  El indicado personaje les impone a los campesinos un gran  respeto, hasta  por  su manera prócer de hablar y de toser, y cuando le saludan quitándose la gorra ni siquiera se digna contestar al saludo.
En la aldea ha envejecido todo el mundo. Kozov se murió. En casa de Rodion ha aumentado  el  número  de  niños;  Volodka tiene ahora una larga  barba roja.  La familia sigue muy pobre.
A principios de la primavera, los campesinos suelen tener trabajo en la estación del  ferrocarril,  donde  sierran  y cepillan madera. Terminada la faena vuelven a sus casas, tardo el paso, en la faz la luz del Sol  poniente.  En  las  frondas  de  junto  al  río cantan los ruiseñores. Al pasar por delante de «Quinta Nueva» los campesinos miran prolongadamente a la casa, toda en silencio y como muerta, sobre cuyos tejados vuelan, doradas por el Sol, las palomas.
Rodion, las Zichkov, padre e hijo, Volodka y los  demás  recuerdan  los  caballos  blancos del  ingeniero,  los  cohetes,  los  farolillos  de colores  de  la  barca,  los  ponneys;  y  piensan en  Elena  Ivanovna,  bella, elegante,  que  iba con  frecuencia  a  la  aldea  y  les  hablaba  con tanto cariño. Nada de aquello existe ya: todo se ha evaporado como un sueño o un cuento de hadas.
Siguen caminando, unos juntos a otros, cansados, ensimismados, taciturnos.
Los  aldeanos  -piensan-  son,  al  fin  y  al cabo, gente buena, temerosa de Dios; Elena Ivanovna era bonísima, muy cariñosa, inspiraba  afecto y confianza, y, sin embargo... Sin   embargo,  no pudieron ponerse  de  acuerdo y se  separaron  como enemigos. ¿Por qué? ¿Porque todas aquellas mezquinas  naderías  -la  intrusión  de  unos caballos  en  un  prado,  el  hurto  de  unas guarniciones...- lo echaron todo a perder? ¿Y por  qué  la  gente  de  la  aldea  vive  bien avenida  con  el  nuevo  propietario,  que  ni siquiera contesta a su saludo?
No saben qué contestar a estas preguntas.
Sólo Volodka murmura algo.
-¿Qué dices? -le pregunta Rodion.
-Digo que maldita la falta que nos hacía el puente -contesta con hosca aspereza, y que podíamos seguir sin él.
Ningún campesino le responde. Continúan andando en silencio, encorvados, cabizbajos.

1.014. Chejov (Anton)

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