I
Andrei Vasilievich Kovrin, Magister, estaba agotado tenía los nervios
deshechos. No hacía nada por seguir el tratamiento médico.
Algunas veces, mientras tomaba
una copa con su amigo el doctor, éste le aconsejaba pasar una temporada en el
campo, mejor dicho, toda la primavera y el verano, pero Andrei nunca le hacía
caso. Pocos días después, recibió una extensa carta de Tania Pesotski, que le
invitaba a pasar unos días en la casa de su padreen Borisovka. Kovrin decidió ir.
Pero antes de hacerlo -era el
mes de abril- se marchó a su tierra nativa, Kovrinka, y pasó allí tres semanas
en absoluta soledad. Cuando llegó el buen tiempo, se dirigió a la casa decampo
de su antiguo tutor y pariente, Pesotski, el famoso horticultor ruso. Desde
Kovrinka a Borisovka había una distancia de unos setenta versts, y el viaje en la magnífica y
cómoda calesa a lo largo de aquellos caminos, tan excelentes durante la
primavera, prometía ser muy placentero.
La casa de Pesotski, en
Borisovka, era muy grande, con una fachada repleta de columnas y adornada con
esculturas de leones, a las que se les estaba cayendo el estuco. En la entrada
principal había un sirviente de librea. El viejo parque, lúgubre y obscuro, era
de estilo inglés, y se extendía desde la mansión hasta el río en una distancia
de un verst, donde
terminaba en un talud arcilloso cubierto de pinos, cuyas raíces desnudas
parecían garras peludas. Más abajo se deslizaba un arroyuelo solitario, y el
murmullo de sus aguas rivalizaba con el trinar de los pájaros. En una palabra,
todo invitaba al visitante a sentarse y escribir una balada. Perolos jardines y
los huertos, que junto con los viveros ocupaban una extensión de unos ochenta
acres, inspiraban sensaciones muy distintas. Incluso durante el mal tiempo eran
esplendorosos y alegres. Aquellas hermosas rosas, los lirios, camelias,
tulipanes y tantas plantas floridas de toda clase y colores nunca habían sido
contempladas por los ojos de Kovrin. La primavera acababa de comenzar, y las
variedades de flores exóticas aún estaban protegidas por campanas de cristal,
pero a simple vista se veía que pronto brotarían por todas partes, formando un
imperio de delicadas sombras. Pero lo más encantador de todo este esplendoroso
cuadro era contemplar, en las primeras horas de la mañana, las gotas
cristalinas de rocío sobre los pétalos y hojas de aquella exuberante
vegetación.
Durante su infancia la parte
decorativa del jardín, llamada despectivamente por Pesotski «el estercolero»,
había producido en Kovrin una impresión fabulosa. ¡Cuántos milagros de arte,
cuántas estudiadas monstruosidades, cuántas burlas de la Naturaleza ! Los
espaldares de árboles frutales, ese peral que parecía un álamo de forma
piramidal, aquellas encinas y tilos de abundante follaje, las bóvedas formadas
por los manzanos, todo tenía el sello característico del dominio de la
floricultura de que hacía gala su amigo Pesotski; incluso en los ciruelos
estaba grabada la fecha 1862, para conmemorar el año en que su amigo se
consagró al arte del cultivo de plantas y flores. Había también unas hileras de
árboles erectos, simétricos, cuyos troncos se alzaban verticales como palmeras,
pero que, vistos de cerca, resultaban ser árboles vulgares. Pero lo que más
alegría y vida daba a los jardines y huertos era el constante quehacer de los
jardineros de Pesotski. Desde el alba hasta la puerta del sol, aquellos hombres
parecían infatigables y activas hormigas, trabajando entre los árboles,
arbustos y planteles, unos regando, otros excavando la tierra, otros sembrando.
Kovrin llegó a Borisovka a las
nueve. Encontró a Tania y a su padre muy alarmados. Aquella noche clara y
estrellada predecía que habría una helada, y el jefe de los jardineros, Iván
Karlich, se había ido al pueblo, por lo que no tenían a ningún responsable en
quien confiar. Durante la cena sólo se habló de la inminente helada; y se
decidió que Tania no se acostaría, sino que permanecería despierta hasta la una
de la madrugada. Iría a inspeccionar los jardines para ver si todo estaba en
orden, mientras que Igor Semionovich, por su parte, se levantaría a las tres de
la madrugada o quizá aún más temprano.
Kovrin estuvo con Tania toda la
noche, y al llegar las doce, la acompañó al jardín. El aire tenía un olor muy
fuerte, como si estuviera ardiendo. En el huerto más grande, llamado «huerta
comercial», ya que cada año producía millares de rublos de beneficios a Igor
Semionovich, había una fina y negra capa de estiércol que cubría todas las
hojas jóvenes, con el fin de salvar las plantas. Los árboles estaban alineados
como jugadores de ajedrez en rectas hileras, como filas de soldados; y esta
pedante regularidad, junto con el peso de la uniformidad, hacía parecer
monótono y fastidioso al jardín. Kovrin y Tania se movían de un lado para otro,
arriba y abajo, por los senderos y por todos los vericuetos del jardín,
comprobando el buen estado del estiércol, las pajas y las coberturas de
parihuelas. En raras ocasiones se encontraron con los trabajadores, que se
movían como sombras entre aquella humareda. Sólo los cerezos, los ciruelos y
algunos manzanos estaban floreciendo, pero el jardín entero se hallaba envuelto
en aquella densa humareda producida por el estiércol fermentado, causa por la
cual Kovrin sólo se halló en condiciones de poder respirar aire puro al llegar
a los viveros.
-Me acuerdo de que, cuando era
niño -dijo Kovrin, siempre me hacía estornudar el humo, pero no comprendo cómo
puede salvar a las plantas de la helada.
-El humo es un buen sustituto
cuando no hay nubes -respondió Tania.
-¿Para qué quiere las nubes?
-Cuando el tiempo es nuboso y
suave no se producen las heladas mañaneras.
-¿Es cierto eso?
Kovrin se echó a reír y cogió de
la mano a Tania. Su rostro serio, frío; sus finas y negras cejas; el rígido
cuello de su chaqueta, que le dificultaba girar la cabeza; su vestido bien
arropado para defenderse del helado rocío; y toda su figura, esbelta y ligera
le agradaban mucho.
-¡Santo cielo, cuánto ha crecido
esta criatura! -dijo Kovrin. La última vez que estuve aquí, hace unos cinco
años, era usted aún una niña. Era delgada, de piernas largas y desaliñada, y yo
siempre me estaba metiendo con usted. ¡Cuánto cambió en cinco años!
-Sí, cinco años -repitió Tania.
¡Muchas cosas han pasado desde entonces! Dígame con sinceridad, Andrei
-continuó ella, mirándole burlonamente, ¿cree que durante todos estos cinco
años se ha olvidado de nosotros? No sé cómo me he atrevido a hacerle esta
pregunta. Además, después de todo, usted es un hombre libre de hacer lo que
quiera, de llevar la vida que desee. Sí, tiene que ser de este modo; es
natural.
Pero, de todas formas, quiero
que sepa una cosa: hayan cambiado o no sus relaciones con mi familia con el
paso de los años, en esta casa se le considera como un miembro más. Tenemos
derecho a ello.
-Estoy completamente convencido
de que así me consideran, Tania -respondió Kovrin.
-¿Palabra de honor?
-Palabra de honor.
-Antes me di cuenta de que se
sorprendió al ver tantas fotografías suyas en nuestro hogar -prosiguió Tania.
Sin embargo, bien sabe cuánto le adora mi padre, cuánto le estima. Usted es un
erudito, no un hombre vulgar y corriente. Sí, se ha labrado una brillante
carrera. Pues bien, mi padre cree que a él le debe usted su triunfo. ¡Deje que
siga creyéndolo!
Empezaba a amanecer. Cambió la
tonalidad del cielo, y el follaje y las nubes comenzaron a mostrar secada vez
más claros. Los ruiseñores empezaron a cantar y procedente de los campos llegó
el grito de las codornices.
-Ya es hora de irnos a la cama
-dijo Tania. Además, también hace mucho frío.
Luego se acercó a Kovrin, le
cogió la mano y dijo:
-Gracias, Andrei, por haber
venido. En este lugar no estamos acostumbrados a los grandes sucesos.
Aquí la vida transcurre apacible
y monótonamente, sin ningún acontecimiento descollante. Siempre los jardines,
sólo los jardines y nada más que jardines. Sí, una existencia muy monótona.
Bosques, madera, camuesas, cardos lecheros, esquejes, podar, hacer injertos,
trasplantar... Toda nuestra vida se limita a esto, ni siquiera soñamos con otra
cosa que no sea manzanas y peras. Desde luego, todo esto es muy útil y muy
bueno, pero algunas veces no puedo resistir la tentación de desear un cambio en
mi vida. Recuerdo aquella época en que usted solía visitarnos, cuando venía a
pasar aquí las vacaciones, cómo cambiaba toda la casa; parecía más fresca, más
alegre, como si alguien hubiese quitado las telas que cubrían los muebles. Yo
era entonces una niña, pero comprendía...
Tania siguió hablando durante
cierto tiempo, expresando sus sentimientos y recuerdos. De repente a la mente
de Kovrin vino la idea de que era muy posible que durante aquel verano se
sentiría tan atraído hacia aquella criatura vivaraz y parlanchina, que podía
llegar a enamorarse de ella. Dadas las circunstancias, nada más natural y
posible. Aquel pensamiento le agradó y divirtió, y mientras dirigía su mirada
hacia Tania, a su mente acudieron aquellos versos de Pushkin:
Oniegin,
no ocultaré
que
amo a Tatiana locamente
Cuando llegaron a la mansión,
Igor Semionovich ya se había levantado. Kovrin no sentía ningún deseo de dormir;
se puso a hablar con el anciano, y volvió con él al jardín. Igor Semionovich
era alto, ancho de hombros y grueso. Padecía de dificultad respiratoria, y sin
embargo, caminaba a un paso tan rápido, que era difícil seguirle de cerca. La
expresión de su rostro era siempre la de un hombre preocupado, como si pensase
que de retrasarse un minuto en hacer las cosas, todo el mundo se vendría abajo.
-Y ahora, hermano, le voy a
revelar un misterio -dijo Igor, deteniéndose para recuperar el aliento.
En la superficie de la tierra,
como puede ver, hay escarcha, está helada, pero eleve el termómetro unas yardas
y verá que hay calor... ¿A qué se debe este misterio?
-Confieso que no lo sé -dijo
Kovrin, riendo.
-¡No! Usted no puede saberlo
todo. El cerebro más privilegiado de todo el mundo no puede comprender todo.
¿Todavía sigue estudiando filosofía?
-Sí-respondió Kovrin; siempre
estoy estudiando filosofía y psicología.
-¿Y no se aburre?
-Al contrario, no puedo vivir
sin ello.
-Alabado sea Dios -respondió
Semionovich, mientras se retorcía las puntas de su poblado bigote.
Alabado sea Dios; sí, todo eso
le será útil en la vida... Me alegro mucho, hermano, muchísimo...
De repente se calló y se puso a
escuchar. Sus facciones se endurecieron, echó a correr por el sendero y pronto
desapareció entre los árboles, en medio de una nube de polvo y arena.
-¿Quién ha sido el que ha
trabado este caballo al árbol? -gritó con voz desesperada. ¿Quién de ustedes,
ladrones y asesinos, se atrevió a atar este caballo al manzano? ¡Dios mío!
¡Dios mío! ¡Arruinado, destruido, estropeado! ¡El jardín está arruinado, el
jardín está destruido! ¡Oh, Dios mío!
Cuando regresó junto a Kovrin,
su rostro reflejaba una expresión de lástima e impotencia.
-¿Qué se puede hacer con esta
clase de gente? -le preguntó a Kovrin con voz quejumbrosa, mientras se retorcía
las manos. Anoche Stepka trajo una carga de abono y dejó atado al pobre animal
al árbol. Y lo ató con tanta fuerza que ha producido unos daños irreparables en
la corteza del manzano. ¿Qué se puede hacer con hombres de esta calaña? Acabo
de hablarle y se ha limitado a bajar los ojos a tierra, igual que un estúpido.
¡Este miserable debería ser ahorcado!
Cuando al fin se calmó, abrazó a
Kovrin y le besó en la mejilla.
-Bueno, ¡bendito sea Dios...! ¡Bendito
sea Dios! -murmuró. Me alegro de que haya llegado, hermano Kovrin. No tengo
palabras para expresarle lo contento que estoy porque vino a vernos, gracias…
Luego, con la misma expresión
ansiosa, y caminando con paso rápido, se puso a dar vueltas por todo el jardín,
enseñando a Kovrin los naranjos, los viveros de temperatura constante, los
cobertizos y dos colmenas a las que describió como el milagro del siglo.
A medida que caminaban, el sol
empezó a despuntar, iluminando el jardín y calentando la tierra y el aire.
Cuando Kovrin pensó que si aquel hermoso sol se mostraba ya a principios de la
primavera, dedujo los numerosos días soleados y felices que le esperaban
durante todo un largo verano. Y de repente experimentó la misma alegría y
felicidad que sintiera durante su infancia en aquel jardín. Entonces se sintió
dominado por una profunda emoción y abrazó al anciano, besándole con ternura.
Ambos se dirigieron a la casa y tomaron té en antiguas tazas de porcelana de
China, además de galletas y crema; y esto también le recordó a Kovrin sus días
de infancia y juventud. Durante aquel pequeño ágape, las reminiscencias
brotaron en la mente de ambos hombres, y un sentimiento de intensa felicidad
inundó sus corazones.
Esperó a que Tania se
despertase, y después de tomar café con ella, se fue a pasear al jardín. Luego
se dirigió a su habitación y se puso a trabajar. Leyó con atención, tomando
notas de todo lo que creía importante. Sólo levantaba la vista cuando creía
sentir la necesidad de mirar a través de la ventana o contemplar las rosas,
frescas aún por el rocío, colocadas en un florero sobre su mesa. Kovrin creyó
sentir por un instante que todas las venas de su cuerpo temblaban de alegría.
II
Pero en el campo, Kovrin siguió
con aquella nerviosa e intranquila vida que había llevado en la ciudad.
Leía y escribía mucho, estudió
lengua italiana, y cuando salía a dar un paseo, al rato ya pensaba en regresar
y ponerse a trabajar. Dormía tan poco que todo el mundo en la casa estaba
desconcertado; si alguna vez, por pura casualidad, descansaba media hora
durante el día, por la noche no podía hacerlo. Sin embargo, al día siguiente de
estas involuntarias vigilias, se sentía alegre y dinámico.
Hablaba mucho, bebía vino y
fumaba caros puros. A menudo, casi todos los días, algunas muchachas de las
casas de los alrededores venían a la mansión de Vasilievich, tocaban el piano
con Tania y cantaban.
Algunas veces también venía un
vecino, un hombre joven, quien tocaba muy bien el violín. Kovrin oía con agrado
su música y canciones, pero había llegado a un extremo en que todo aquello le
abrumaba; tanto, que algunas veces sus ojos se cerraban involuntariamente,
adormilándose.
Una tarde, después de la hora
del té, se sentó en la terraza para dedicarse a la lectura. Mientras, en el
salón, Tania, una amiga soprano, otra contralto y el ya citado violinista,
ensayaban la conocida serenata de Braga. Kovrin atendió a la letra, y aunque
ésta era en ruso, no logró entender su significado. Al final dejó el libro, se
puso a escuchar con atención y logró comprenderla. Una chica de imaginación
febril oyó durante la noche unos sonidos misteriosos en su jardín; un sonido
tan maravilloso y extraño que se vio forzada a admitir su armonía y «santidad»,
que para nosotros los mortales son incomprensibles; luego aquellos sones se
elevaron al cielo, desapa-reciendo. Kovrin despertó. Se dirigió al salón y
luego al vestíbulo, donde comenzó a pasearse.
Cuando cesó la música, cogió de
la mano a Tania y la llevó a la terraza.
-Durante todo el día -le dijo Kovrin-
he tenido metida en la cabeza una extraña leyenda. No sé si la he leído o se la
he escuchado contar a alguien; no lo recuerdo. Se trata de una leyenda muy
curiosa, aunque no muy coherente. Antes de contársela, quiero advertirle de que
no está muy clara. Hace mil años, un monje, vestido de negro, erraba por unos
parajes solitarios, no sé si en Siria o en Arabia. A unas millas de distancia
de aquel lugar unos pescadores vieron a otro monje negro caminando lentamente
sobre la superficie del agua de un lago. El segundo monje era un espejismo.
Tenga usted en cuenta que las leyendas prescinden de las leyes de la óptica,
como es lógico, y escuche lo que viene a continuación. Del primer espejismo se
produjo otro espejismo; del segundo espejismo se produjo un tercero, de forma
que la imagen del Monje Negro se refleja eternamente desde un estrato de la
atmósfera a otro. En cierta ocasión fue visto en África, luego en la India , en otra ocasión en
España, luego en el extremo norte. Al fin, se eclipsó de la atmósfera de la Tierra , pero nunca se
presentaron las condiciones necesarias como para que desapareciera del todo.
Quizá hoy sea visto en Marte o en la constelación de la Cruz del Sur. Ahora bien, la
esencia de todo esto, su verdadero meollo, por emplear esta palabra vulgar,
radica en una profecía que sostiene que exactamente mil años después de que el
monje se retirara a aquellos parajes desiertos, el espejismo volverá a ser
captado en la atmósfera de la
Tierra y se mostrará a todos los hombres del mundo. Este plazo
de mil años, según mis cálculos, está a punto de expirar. Según la leyenda,
debemos ver al Monje Negro hoy o mañana.
-Es una historia muy extraña
-dijo Tania, a quien no le había agradado.
-Pero lo más sorprendente de
todo -dijo Kovrin riéndose- es que no recuerdo cómo esta leyenda se me ha
metido en la cabeza. ¿La he leído? ¿Me la han contado? ¿Se trata simplemente de
un sueño? No lo sé.
Pero me interesa. Durante todo
el día no he podido pensar en otra cosa; la tengo clavada en la mente.
Kovrin se despidió de Tania,
quien regresó al salón, y salió de la casa para pasear por entre los planteles
de flores del jardín, meditando sobre aquella extraña leyenda. El sol acababa
de ponerse. Las flores recién regadas emanaban un fuerte y delicado aroma. En
la mansión, la música había comenzado a sonar de nuevo, y a la distancia, el
violín parecía producir el efecto de una voz humana. Mientras forzaba su
memoria para recordar cómo había llegado a conocer aquella leyenda, Kovrin,
ensimismado, paseaba por el parque, sin darse cuenta de que caminaba en
dirección a la orilla del riachuelo.
Descendió por un sendero repleto
de raíces al descubierto, espantando las agachadizas y poniendo en fuga a dos
patos. En las ramas obscuras de los pinos se reflejaban los últimos rayos del
sol. Kovrin pasó al otro lado del riachuelo. Ahora, delante de él, se extendía
un hermoso y extenso campo cubierto de centeno.
En todo lo que alcanzaba su
vista no se veía un alma viviente; y le pareció que aquel sendero debía
conducirle a una región enigmática e inexplorada donde aún quedaba el
resplandor del sol.
«¡Qué lugar más tranquilo y
bucólico! -pensó para sí. Tengo la impresión de que en este instante todo el
mundo me contempla desde arriba, esperando que yo descubra algo importante.»
Una ráfaga de aire dobló los
tallos verdes de los centenos. De nuevo sopló el viento, pero esta vez con más
fuerza, rivalizando con el suave murmullo de las hojas de los pinos. Kovrin se
detuvo asombrado. En el horizonte, como un ciclón o una tromba de agua, algo
negro, alto, se elevó del suelo. Sus formas eran indefinidas; pero, después de
fijarse con atención en aquella cosa tan extraña, Kovrin se dio cuenta de que
no estaba fija al suelo, sino que se movía a una velocidad increíble, en
dirección a él. Y a medida que se acercaba, se hacía cada vez más y más
pequeña. Involuntariamente, Kovrin se echó a un lado del sendero para dejarla
pasar. Pasó ante él un monje vestido de negro, de cabellos grises y cejas
negras, con las manos cruzadas sobre el pecho. Caminaba sobre el duro suelo con
los pies descalzos. Una vez que se hubo alejado unos veinte metros, el monje
volvió el rostro hacia Kovrin, le hizo una señal con la cabeza, y le sonrió con bondad. Su
rostro delgado estaba pálido como la cera. Luego, a medida que se alejaba,
empezó a aumentar de tamaño, cruzó el río caminando sin hundirse sobre su
superficie, y atravesó sin ruido alguno el muro de piedra caliza,
desapareciendo como el humo.
-Ahora comprendo -dijo Kovrin
para sí- que la leyenda tenía su fundamento.
Regresó a la casa sin intentar
siquiera explicarse este extraño fenómeno, pero vana-gloriándose de haber visto
no sólo sus ropas negras, sino su fino y pálido rostro, y la fija mirada de sus
ojos.
En el parque y en los jardines
de la mansión, los visitantes se paseaban tranquilamente; en el interior la
música seguía sonando. De modo que sólo él había visto al Monje Negro. Sintió
un inmenso deseo de contar a Tania y a Igor Semionovich lo que había visto con
sus propios ojos, pero desistió al pensar que lo interpretarían como una
alucinación. Se unió a aquella alegre compañía, rió, bebió y bailó una mazurca
dominado por una inmensa alegría interna. Pero lo más curioso de todo fue que
tanto Tania como los demás invitados creyeron ver en su rostro una expresión de
éxtasis, lo que encontraron muy divertido.
III
Cuando terminó la cena y todos
se hubieron marchado, subió a su habitación y se echó en el diván.
Había decidido reflexionar sobre
el monje, aclarar aquel extraño misterio; mas en aquel instante, Tania entró en
su habitación, interrumpiendo sus proyectos.
-Aquí te traigo, Andrei -le dijo
Tania, los artículos de mi padre... Son muy interesantes. Mi padre escribe muy
bien.
-¡Espléndida idea! -exclamó Igor
Semionovich, que entró tras ella en la habitación de Kovrin.
Ahora bien, no le haga caso a
esta bella muchacha. Aunque puede leerlos, si desea dormirse: constituyen un
espléndido soporífero.
-Pues según mi opinión
-respondió Tania, estos artículos son magníficos. Le agradeceré, querido
Andrei, que los lea, y luego convenza a mi padre para que escriba con más
frecuencia. Es capaz de escribir un tratado entero de jardinería.
Igor Semionovich se echó a reír,
pero luego se disculpó amablemente, alabó las cualidades de su viejo amigo y
dando la razón a su hija:
-Si desea leer esos artículos,
querido Andrei -dijo Igor, le aconsejo que comience con los documentos sobre
Gauche y los artículos rusos, pues de otro modo no podrá entenderlos. Antes de
precipitarse en valorar mis palabras, le aconsejo que las sopese detenidamente.
Aunque no creo que le interesen. Bueno, ya es hora de irse a la cama, querida
Tania, pues anoche dormiste muy poco.
Tania salió de la habitación.
Igor Semionovich se sentó en un extremo del sofá y exclamó:
-Ah, hermano mío... Ve que
escribo artículos, y exhibo en exposiciones e incluso a veces gano medallas...
Pesotski, dicen ellos, tiene unas manzanas tan gordas como su cabeza; Pesotski
ha hecho una gran fortuna con sus jardines y huertas... En una palabra:
«Kochubei es rico y glorioso»
Pero mucho me agradaría
preguntarle cuál será el final de todo esto. No se trata de mis jardines y
viveros; ya sé que son espléndidos, auténticos modelos entre todos los de la
región. Aunque también debo confesar que me siento orgulloso de que sean en
realidad una institución completa de gran importancia política, y otro paso
hacia una nueva era en la agricultura rusa, como asimismo en su industria. Pero
todo esto, ¿para qué? ¿Con qué fin? ¿Cuál es la meta final de una vida
consagrada a mejorar la agricultura, las flores, las plantas, todo lo
relacionado con la tierra?
-Esa pregunta tiene una
respuesta muy fácil.
-No me refiero a ese sentido. Lo
que quiero saber es qué ocurrirá con mis jardines el día en que muera.
Tal como están las cosas, puedo
asegurarle que todo se vendría abajo si algún día yo faltara. El secreto no
radica en que los jardines son grandes y en que tengo muchos trabajadores bajo
mis órdenes, sino en el hecho de que adoro el trabajo, ¿me comprende? Lo quiero
quizá más que a mí mismo. ¡Míreme! Trabajo desde que sale el sol hasta que se
pone. Todo lo hago con mis propias manos. Siembro, trasplanto, riego, hago
injertos, todo está hecho por mí. Cuando alguien trata de ayudarme me siento
celoso, y me vuelvo irritable hasta el extremo de parecerle rudo a muchas
personas. El verdadero secreto radica en el amor, en el ojo del amo que engorda
al caballo, y en estar pendiente de todo y de todos. Por eso, cuando voy a
visitar a un amigo y charlamos media hora ante un buen vaso de vino, mi
imaginación está en los jardines, y temo que algo pueda sucederles durante mi
ausencia. Suponga que me muero mañana, ¿quién se ocupará de todo esto?, ¿quién
hará el trabajo? ¿Los jefes jardineros? ¿Los trabajadores? Puede usted creerme
si le digo, mi querido amigo, que todas mis preocupaciones no se centran en
estas personas, sino en la idea de que esto vaya a manos extrañas el día en que
yo muera.
-Pero, mi querido amigo
-respondió Kovrin, está Tania; supongo que no desconfiará de ella. Ella ama y
sabe llevar esta clase de trabajo.
-Sí, Tania ama y comprende este
trabajo; sabe llevarlo mejor que un ingeniero agrónomo del Ministerio de
Agricultura. Si después de mi muerte yo estuviera seguro de que todo iría a
parar a sus manos, de que ella sola sería la dueña y directora de todo esto, no
me importaría nada, moriría a gusto. Pero suponga por un momento -Dios no lo
quiera- que se casa. He aquí lo que me atormenta y mortifica, lo que me hace
pasar las noches sin pegar los ojos. Porque al casarse, lo lógico es que tenga
hijos y que se preocupe más de ellos que de los jardines y viveros. Eso es lo
malo. Pero hay algo que temo más aún: que se case con uno de esos individuos
que van en busca de una buena dote, que no tienen escrúpulos y gastan el dinero
a manos llenas, y que al cabo de un año se haya ido al diablo lo que tanto me
ha costado ganar durante años de sacrificio y trabajo. En un negocio como éste,
una mujer es el azote de Dios.
Igor Semionovich permaneció
callado durante unos instantes, moviendo la cabeza de arriba abajo repetidas
veces. Luego continuó:
-Quizá me considere usted un
egoísta, pero no quiero que Tania se case. Me da miedo. ¿Se ha fijado en esos
jóvenes que acuden constante-mente a esta casa a visitarla, bajo la excusa de
organizar veladas musicales? Todos vienen a lo mismo: a pescar una buena dote.
Sobre todo está ese joven del violín, que no le quita la vista de encima. Pero
tampoco yo se la quito a él. Me consta que Tania nunca se casaría con él, pero
no puedo remediarlo, desconfío mucho... En resumen, hermano, soy un hombre de
carácter, y sé lo que debo hacer.
Igor Semionovich se levantó y
paseó por la habitación. Se veía que tenía algo muy importante que decir, algo
muy serio, pero, por lo visto, no encontraba las palabras exactas para
expresarlo.
-Le quiero y le aprecio mucho
-prosiguió Igor- y por ello creo que debo hablarle francamente y sin rodeos. En
cualquier asunto de suma gravedad o importancia, siempre acostumbro decir lo
que pienso, huyendo de toda mistificación. Por consiguiente, debo decirle que
es usted el único hombre con el que no me importaría que Tania se casara. Es
inteligente, tiene buen corazón, y me consta que no consentirá que todo esto
que he labrado con mis propias manos se malogre estérilmente. Más aún, le
quiero como si fuera mi propio hijo, y estoy orgulloso de usted. De modo que si
usted y Tania... empezaran un romance amoroso que acabara en matrimonio, créame
que merecería todas mis bendiciones. Sí, me consideraría el hombre más feliz
del mundo. Se lo digo en la cara, sin rodeos, como corresponde a un hombre
honrado.
Kovrin sonrió. Igor Semionovich
abrió la puerta y se dispuso a abandonar la habitación, pero se detuvo en el
umbral:
-Y si usted y Tania llegasen a
tener un hijo, haría de él el mejor horticultor. Pero esto, de momento, es una
mera hipótesis. Buenas noches.
Cuando Kovrin quedó solo, se
instaló cómodamente en un sillón y se puso a leer los artículos de su huésped.
El primero de ellos se titulaba Cultivo
intermedio, el segundo, Unas
cuantas palabras en respuesta a las observaciones del señor Z... sobre el
tratamiento de las tierras de jardín, y el tercero, Más sobre los injertos. Los demás artículos venían a ser
lo mismo. Pero todos reflejaban desazón e irritabilidad. Incluso una simple
hoja con el mero título pacífico Los
manzanos rusos exhalaba irritabilidad. Igor Semionovich comenzaba
este trabajo con las palabras «Audi
alteram partem», y lo finalizaba con estas otras: «Sapientisat»; pero entre las dos
pacíficas frases latinas se desgranaba un torrente de palabras agrias, dirigidas
contra «la aprendida ignorancia de nuestros modernos horticultores que observan
a la madre Naturaleza desde sus sillones en la Academia de Ciencias
Naturales», y contra el señor Gauche «cuya fama está basada en la admiración de
los profanos en la materia de agricultura y dilettanti». También había un párrafo en el que Igor censuraba a
aquella gente por castigar a un pobre muerto de hambre a causa de robar unas
cuantas frutas en un huerto, destrozando sus espaldas a latigazos.
-Admito que estos artículos son
muy buenos -dijo Kovrin para sí, incluso excelentes, pero también veo que
revelan a su autor como un hombre de temperamento duro y de lanza en ristre.
Supongo que será igual en todas partes; en todas las carreras, los hombres de
ideas geniales son siempre personas muy nerviosas, y víctimas de esta especie
de exaltada sensibilidad. Supongo que tiene que ser así.
Pensó en Tania, tan orgullosa de
los artículos de su padre, y luego en Igor Semionovich. Tania, pequeña, pálida,
ligera, con sus clavículas visibles, con aquellos ojazos tan grandes que
parecían estar siempre escudriñando algo. Igor Semionovich, con sus
apresurados y pequeños pasos. Volvió a pensar en Tania, tan inclinada a hablar
constantemente, tan amante de dialogar y discutir, con todos, siempre
acompañando la más insignificante frase con gestos y gesticulaciones. En cuanto
a si era nerviosa, pues sí, estaba seguro de que lo era en grado sumo.
Kovrin se puso a leer otra vez,
pero como no se enteraba de nada de lo que se exponía en aquellos artículos de
Semionovich, los tiró al suelo. Aún perduraba en todo su ser la agradable
emoción con que había bailado la mazurca y oído aquella música. Todo ello hizo
acudir a su mente numerosos pensamientos.
Meditó sobre lo que le había
ocurrido en el campo de centeno. Si él había visto a solas aquel extraño y
misterioso monje, debería estar enloquecido o enfermo, al punto de llegar a
padecer alucinaciones. Aquel pensamiento le espantó, pero no por mucho tiempo.
Se sentó en el diván y apoyó la
cabeza en sus manos, y se dispuso a gozar pensando en el extraño suceso del que
había sido testigo durante la tarde. No podía comprenderlo, pero todo su ser se
llenó de gozo. Se levantó y dio algunos pasos por su habitación, disponiéndose
a iniciar su trabajo. Pero lo que leía en los libros ya no le satisfacía. Ahora
sólo deseaba pensar en algo inmenso, vasto, infinito. Después, Kovrin se
desnudó y se acostó, pensando que haría bien en descansar después de las
emociones sentidas durante el día.
Cuando al final oyó a Igor
Semionovich dirigirse a trabajar al jardín, llamó a un criado y le ordenó que
trajera una botella de vino. Bebió varios vasos; el vino le atontó y se quedó
dormido.
IV
Igor Semionovich y Tania
discutían con frecuencia y se decían uno al otro, duras palabras. Aquella
mañana habían tenido un altercado, y Tania, después de haber estado llorando se
refugió en su habitación, y se negó a. bajar a desayunar y a almorzar. Pero
Igor era testarudo. Al principio no hizo ningún caso de la conducta de su hija,
y se marchó con aire digno y solemne, como queriendo dar a entender a todo el
mundo que era un hombre de ideas fijas, y que para él la justicia y el orden
eran lo primero en la vida, lo más importante de todo. Pero Igor era incapaz de
mantener aquella actitud durante mucho tiempo, pues idolatraba a Tania.
No comió nada a la hora de cenar
y durante todo el día, su mente había estado torturada por aquel suceso. Al
final no pudo aguantar más, y, después de un profundo «¡Dios mío!» que le brotó
de lo más hondo de su corazón, se dirigió a la habitación de Tania y golpeó con
suavidad la puerta, mientras gritaba con toda dulzura, casi tímidamente:
-¡Tania! ¡Tania!
A través de la puerta llegó una
voz llorosa, pero firme y decidida:
-¡Déjame en paz...!, te lo
ruego.
Los incidentes sentimentales
entre padre e hija repercutían no sólo entre los habitantes de la casa, sino
incluso entre todos los trabajadores de las plantaciones. Kovrin, como era
usual en él, permaneció enfrascado en su trabajo, pero al final no pudo soportar
más la situación y decidió intervenir como mediador entre padre e hija, y
dispersar aquella nube negra que se había interpuesto entre ambos seres, tan
queridos para él. Sin dudarlo un instante más, se dirigió a la puerta de Tania,
la golpeó y fue recibido.
-Vamos, vamos, querida Tania,
esto no está bien -empezó a decir en broma, pero dulcemente, mientras
contemplaba aquel rostro femenino cubierto de lágrimas. No es para tanto.
Después de todo, son discusiones que se presentan todos los días, en todas las
casas. Vamos, querida Tania, hay que saber perdonar. ¿De acuerdo?
-Es que usted no sabe cuánto me
tortura -y al decir esto, una lluvia de lágrimas brotaron de sus hermosos y
grandes ojazos. Siempre me está atormentando -continuó, mientras se retorcía
las manos.
Nunca he dicho nada que pudiera
ofenderle. En este caso, sólo me limité a decir que era innecesario mantener
tantos trabajadores, pues resultaba un gasto que se podía evitar con facilidad.
Me limité simplemente a decir que lo que había que hacer era contratar
trabajadores por horas. Usted sabe que esos hombres no han hecho nada durante
toda la semana. Yo... lo único que le dije fue esto. Y entonces se puso a
gritarme como un energúmeno, diciéndome un montón de cosas, todas ofensivas,
profundamente insultantes.
Y todo por nada.
-Bueno, no hay que preocuparse
por eso -trató de calmarla Kovrin. Ha estado gritando, chillando, llorando,
pataleando: ya es suficiente, ¿no le parece? No puede seguir así todo el día,
no sería justo. Sabe que su padre, más que quererla, la adora, la idolatra.
-Mi padre ha arruinado toda mi
vida -dijo Tania entre sollozos. Durante toda mi existencia sólo he oído
insultos de sus labios, y sufrido afrenta tras afrenta. Mi padre me considera
como algo superfluo en su propia casa. ¡Pues que se quede con su casa! Mañana
me marcho de ella. El es el único responsable de mi marcha. Sí, mañana me iré
de este lugar y me pondré a estudiar para luego conseguir un empleo. ¡Que se
quede con su dichosa casa!
-Vamos, Tania, vamos, no se ponga
así -dijo Kovrin. Vamos, deje de llorar. Le diré lo que pienso: tanto el uno
como el otro son irritables, impulsivos y, si quiere que le diga toda la
verdad, los dos están equivocados; sí, los dos, pues exageran las cosas más
nimias. Vamos, ya me encargaré yo de que hagan las paces.
Durante todo este tiempo, Kovrin
estuvo hablando con un tono persuasivo y suave, pero Tania seguía llorando,
encogiéndose de hombros ante todo lo que él le decía, y retorciéndose las manos
como si hubiera sufrido un verdadero infortunio. Kovrin trató de hacerle
comprender que exageraba la cosa más de lo que debía. Le parecía mentira que
por una cosa tan banal aquella criatura quisiera amargarse todo el día y quizá
toda su existencia. Mientras la consolaba, pensó que excepto Tania y su padre,
no había nadie en el mundo que le quisiera tanto; y que de no haber sido por
ellos, él, que había quedado huérfano durante su tierna infancia, habría pasado
el resto de su existencia sin una caricia, sin palabras de consuelo, y sin ese
cariño que sólo pueden dar las personas que son de nuestra misma sangre. Pero
también percibió que sus dese-quilibrados e irritados nervios estaban
reaccionando como magnetos a los gritos y sollozos de aquella testaruda
muchacha. Se dio cuenta de que nunca podría amar a una mujer robusta y
saludable, fresca y sonrosada; pero le conmovía aquella Tania pálida, débil y
desgraciada.
Kovrin sentía un gran placer al
contemplar sus cabellos sedosos y sus redondeados hombros. Se acercó más a ella
y le apretó la mano, mientras con su pañuelo enjugaba las lágrimas que se
deslizaban por las sonrosadas mejillas. Por fin, Tania dejó de llorar. Pero
siguió quejándose de su padre, censurando su conducta hacia ella, lamentándose
de la vida que llevaba en aquella casa, tratando de que Kovrin comprendiese la
situación en que se hallaba. Luego, poco a poco, empezó a sonreír, mientras
afirmaba solemne-mente que Dios la había castigado dándole aquel carácter tan
impulsivo. Y al fin se echó a reír como una loca, se calificó a sí misma de
atolondrada e inconsecuente y salió corriendo de la habitación.
Instantes después, Kovrin se
dirigió al jardín. Igor Semionovich y Tania, como si nada hubiese pasado,
paseaban abrazados por el césped, comiendo pan de centeno y sal. Ambos tenían
mucha hambre.
Satisfecho por su papel de
intermediario pacificador, Kovrin se dirigió al parque. Mientras se hallaba
sentado en un banco, oyó el ruido de un carricoche y la risa de una mujer. De
inmediato pensó que aquello significaba que llegaban nuevos visitantes. Las
sombras cubrieron el jardín, y a lo lejos se podía oír algo confusamente la
música de un violín, las risas de las mujeres y el alborozado jolgorio de los
jóvenes participantes en aquella fiesta. Estos detalles le hicieron recordar al
Monje Negro, pues fue en idénticas circunstancias cuando lo vio por primera
vez. ¿A qué país, a qué planeta, habría ido aquel absurdo efecto óptico?
Trató de acordarse de aquella
vez en que lo vio en el campo de centeno, detrás de los pinos situados en ese
instante frente a él. De repente, y precisamente de los mismos pinos, emergió
un hombre de mediana estatura, que caminaba lentamente sin hacer el más mínimo
ruido. Sus cabellos grises estaban descubiertos, iba vestido de negro y tenía
los pies descalzos como un mendigo. Su pálido y cadavérico rostro estaba
cubierto de manchas negras. Después de saludarle con una gentil inclinación de
cabeza, el extranjero o mendigo se dirigió al banco y se sentó en él. Kovrin se
dio cuenta de inmediato de que era el Monje Negro.
Durante un instante ambos se
miraron; Kovrin, asombrado, pero el monje bondadosamente, aunque con una
expresión taimada y astuta en su rostro.
-Pero si es un espejismo -dijo
Kovrin, ¿cómo es que está aquí, y cómo se sienta en este banco?
Esto no está de acuerdo con la
leyenda.
-Es lo mismo -respondió el monje
con tono suave, volviendo su rostro hacia Kovrin-. La leyenda, el espejismo, yo
mismo, todo no es más que el fruto de su imaginación exaltada. Yo soy un
fantasma.
-¿Es decir -respondió Kovrin-
que no existe?
-Piense lo que quiera -respondió
el monje, sonriendo burlonamente. Yo existo en su imaginación, y dado que su
imaginación forma parte de la
Naturaleza , es evidente que yo debo existir en la Naturaleza.
-Veo que su rostro demuestra
inteligencia y distinción -dijo Kovrin. Sin embargo, tengo la extraña
impresión de que usted ha vivido más de mil años. No creía que mi imaginación
fuera capaz de crear tal fenómeno. ¿Por qué me mira con tanto arrobamiento?
¿Acaso está satisfecho de haberme encontrado? ¿Le agrada mi persona?
-Sí; ya que es uno de los pocos
a los que se puede llamar con toda justicia «un elegido de Dios». Usted siempre
sirve y obedece a la verdad eterna. Sus pensamientos, sus intenciones, su
elevada formación científica, su vida entera están marcados con el sello de la
divinidad, una impronta celestial. Estas características están reservadas a lo
racional y hermoso, es decir, al Eterno.
-Se refiere usted a la verdad
eterna. Por consiguiente, ¿puede ser accesible y necesaria la verdad eterna para
los hombres si no existe la vida eterna?
-Existe una vida eterna
-respondió el monje.
-Por la forma en que me habla
veo que cree en la inmortalidad de los hombres.
-Desde luego. A vosotros, los
hombres, os espera un maravilloso y grandioso futuro. Y cuantos más hombres
como usted tenga el mundo, más pronto llegará. Sin ustedes, ministros de los
más altos principios, que viven libre y honradamente, la humanidad no sería
nada; desarrollándose en su orden natural, debería esperar el fin de su vida
terrena. Pero usted, ha acelerado en miles de años la llegada de este
maravilloso futuro existente dentro del reino de la eterna verdad: y éste es el
grandioso servicio que ha sabido llevar acabo. Usted lleva dentro de su ser
aquella bendición de Dios que descansa sobre la gente buena, sobre los hombres
de corazón limpio y puro.
-¿Y cuál es el objetivo de la
vida eterna? -preguntó cada vez más intrigado Kovrin.
-El mismo que el de toda vida.
La verdadera felicidad radica en el cono-cimiento, y la vida eterna presenta
innumerables e inextinguibles fuentes de conocimientos. Fue en este sentido
que Jesucristo dijo:
«En la casa de Mi Padre existen
muchas moradas...»
-No puede hacerse una idea
-respondió Kovrin- de la alegría tan grande que siento al oírle decir esas hermosas
palabras.
-Me congratulo de ello.
-Sin embargo -respondió Kovrin-
tengo la plena certeza de que apenas se marche, me veré atormentado por la
incertidumbre en cuanto a su realidad. Usted es un fantasma, una alucinación.
¿Quiere decir que estoy físicamente enfermo, que mi estado no es normal?
-¿Y qué si lo está? Eso no debe
preocuparle. Usted está enfermo porque ha sometido a una tensión excesiva sus
poderes, porque ha ofrendado su salud en sacrificio a una idea, y está cerca el
día en que sacrificará no solamente esto, sino también su vida. ¿Qué más puede
desear? Es a lo que aspira todo ser noble y puro.
-Pero si estoy físicamente
enfermo, ¿cómo puedo confiar en mí mismo?
-¿Y cómo sabe que todos los
hombres geniales en quienes ha creído todo el mundo no han visto también
visiones? Ser un genio es análogo a la demencia. Créame, las personas
saludables y normales no son más que hombres ordinarios, vulgares, corrientes;
un rebaño de ganado. Los temores a las enfermedades nerviosas, agotamiento y
decrepitud sólo pueden tenerlos aquellos cuyos ideales en esta vida se basan en
el presente; ése es el rebaño.
-Sin embargo -dijo Kovrin, los
romanos tenían por ideal aquello de mens
sana in corpore sano.
-Todo lo que dijeron los romanos
y los griegos no era verdad. Exaltaciones, aspiraciones, excitaciones, éxtasis,
todas esas cosas que distinguen a los profetas, poetas y mártires de los
hombres ordinarios, son incompatibles con la vida animal, es decir, con la
salud física. Se lo repito, si quiere ser un hombre saludable y normal únase al
rebaño.
-¡Qué extraño es que usted
repita ahora cosas que yo pensé en tantas ocasiones! -dijo Kovrin-.
Parece como si me hubiera estado
espiando y hubiera llegado a enterarse de mis pensamientos secretos. Pero no
hablemos de mí. ¿Qué me quiso decir con las palabras «verdad eterna»?
El monje no respondió. Kovrin le
miró, pero no pudo ver su rostro. Sus formas se nublaron y desaparecieron; su
cabeza y sus brazos se esfumaron; su cuerpo empezó a hacerse difuso, y llegó
finalmente a confundirse con las sombras del crepúsculo.
-La alucinación se ha marchado
-dijo riéndose Kovrin. Es una verdadera lástima.
Volvió a la mansión, feliz y
satisfecho. Lo que le había dicho el Monje Negro no sólo había halagado su amor
propio, sino su espíritu, y todo su ser. ¡Qué ideal más glorioso era ser el
elegido, ser ministro de la verdad eterna, poder formar en las filas de
aquellos que se apresuraron durante cientos de años en entrar en el reino de
Cristo, de aquellos que se sacrificaron para que la Humanidad fuese mejor, y
se viera libre de pecado y de sufrimientos, el consagrarlo todo a un ideal,
juventud, fuerza, salud, morir por el bienestar de todos! Y cuando le vino a la
mente su pasado, una vida casta y pura, consagrada completamente al trabajo,
recordó todo lo que había aprendido y lo que había enseñado y, al final tuvo
que admitir que lo que le había dicho el Monje Negro no era más que la pura
verdad. No, el monje aquél no había exagerado nada.
Atravesando el parque, corriendo
a su encuentro, se acercaba Tania. Llevaba un vestido distinto al que le había
visto la última vez.
-¿Ya regresó? -le gritó
entusiasmada, pero con cierto asombro en su cristalina voz- Estuvimos
buscándole por todas partes... ¿Pero qué le ha ocurrido? -preguntó sorprendida,
mirándole fijamente a los ojos, unos ojos en los que había un extraño y
misterioso reflejo. Le encuentro muy extraño.
-Estoy muy satisfecho, querida
Tania -repuso Kovrin, mientras le ponía una mano sobre los hombros. Bueno, en
realidad, estoy más que satisfecho: ¡soy feliz! Tania, no encuentro las
palabras exactas para decirte lo muy querida que eres para mí. Sí, Tania, estoy
muy satisfecho; no puedes hacerte una idea de ello.
Besó ardorosamente sus manos, y
continuó:
-Acabo de vivir los momentos más
maravillosos, más felices, más encanta-dores de toda mi vida; algo que es
imposible que pueda sucederle a un hombre sobre esta superficie terráquea...
Pero no te lo puedo contar todo, ya que me tomarías por un loco, o te negarías
a creerme. Deja que te hable de tu persona. Tania, te quiero. No sabes durante
cuánto tiempo te he querido. El estar cerca de ti, el verte diez veces al día,
ha llegado a convertirse en una necesidad para mí. No sé cómo voy a poder vivir
sin ti cuando regrese a casa.
-No te creo -respondió Tania.
Estoy segura de que te olvidarás de nosotros a los dos días. Somos gente
modesta, y tú eres un gran hombre.
-Estoy hablando en serio, Tania
-le contestó Kovrin. ¡Te llevaré conmigo! ¿Qué me contestas?
¿Vendrás conmigo? ¿Serás mía?
-¿Pero qué tonterías estás
diciendo, Andrei? -dijo Tania, tratando de reír. Pero la risa no brotó de sus
labios; en su lugar, se ruborizó. Empezó a respirar aceleradamente, y luego se
puso a caminar con paso rápido por el parque-. No pienso, nunca he pensado en
esto, nunca pensé que podría ocurrir esto -continuó Tania, juntando las manos
como en un acto de desesperación.
Kovrin se acercó más a ella, y
con aquella misma expresión extraña en su rostro, trató de convencerla,
diciéndole apasionadamente:
-Yo anhelo un amor que tome
posesión de todo mi ser, de toda mi alma; y ese amor sólo tú puedes dármelo.
¡Soy feliz! ¡Cuan feliz soy!
Tania estaba asombrada y
confusa, y no sabía qué decir. Fue tanta la emoción que le produjeron las
palabras de Kovrin que parecía haber envejecido diez años. Pero Kovrin la vio
más hermosa que nunca, y, arrastrado por la pasión que le dominaba, gritó como
en éxtasis:
-¡Qué hermosa eres, querida
Tania!
VI
Cuando Igor Semionovich se
enteró no sólo del noviazgo repentino de Tania, sino también de su próximo
matrimonio, se puso a dar pasos agigantados por la estancia, tratando de
coordinar sus ideas y dominar su agitación. Se retorcía las manos y las venas
de su cuello parecían tan amoratadas como las violetas que cultivaba en sus
viveros. Ordenó que engancharan los caballos en su carricoche y se ausentó de
la casa. Tania, al ver cómo fustigaba los caballos y se cubría las orejas con
su gorra de cuero, comprendió lo que le pasaba a su padre, se encerró en su
habitación, cerró la puerta, y lloró todo el día.
En los huertos, los melocotones
y las ciruelas estaban a punto de madurar. El empaquetado y envío de tan
delicada mercancía a Moscú requería la máxima atención, como asimismo jaleo y
bullicio. Teniendo en cuenta el intenso calor del verano, cada árbol tenía que
ser regado; el procedimiento era muy costoso en aquella época, tanto por el
tiempo empleado como por la energía que se debía gastar. Aparecieron los
sempiternos gusanos, que los trabajadores, y hasta Igor Semionovich y Tania
mataban apretándolos con los dedos, a disgusto de Kovrin, a quien asqueaba ese
acto repugnante. También había que tener en cuenta los cuidados prodigados a
las frutas que madurarían en otoño, y de la que habría gran demanda desde las
ciudades, como lo demostraba la gran correspondencia que recibían. En el
momento en que todos estaban más atareados, cuando parecía que nadie disponía
ni de un segundo libre, empezaron las labores en los campos, privando a los
viveros de flores de la mitad de sus floricultores. Igor Semionovich, tostado
por el sol, nervioso e irritado, galopaba de un lado para otro; ahora a los
jardines, luego a los campos, mientras gritaba con todas las fuerzas de sus
pulmones que aquel trabajo le estaba haciendo pedazos y que terminaría
pegándose un tiro en la sien para acabar de una vez por todas.
Por encima de todo estaba el
ajuar de Tania, al que la familia Pesotski atribuía suma importancia. Toda la
casa parecía un hormiguero: ruido de máquinas de coser y de tijeras, vapor de
agua producido por las planchas de hierro, aparte de los caprichos de la
nerviosa y escrupulosa modista. Y para colmo de males, cada día llegaban más
visitas, y todas debían ser atendidas, alimentadas y alojadas. Sin embargo, el
trabajo y las preocupaciones pasaban desapercibidos en medio de la inmensa
alegría que inundaba toda la extensa mansión. Tania tenía la impresión de que
el amor y la felicidad habían caído sobre ella como una de esas inesperadas
lluvias de verano; aunque desde los catorce años estuvo segura de que Kovrin no
se casaría más que con ella. Se hallaba en un estado de eterno asombro, duda y,
desconfiaba de sí misma. En un momento se hallaba tan contenta que pensaba que
volaría al cielo, y se sentaría sobre las nubes para rezarle a Dios; pero
instantes después pensaba que pronto llegaría el otoño y debería abandonar la
casa de su infancia y a su padre. Pero lo más curioso de todo es que tenía la
idea fija de que era una mujer muy insignificante, trivial y sin importancia
para casarse con alguien tan famoso como Kovrin, un gran hombre de la capital.
Cuando estos pensa-mientos le venían a la mente, Tania subía corriendo a su
habitación cerraba la puerta y se echaba a llorar desesperadamente. Pero cuando
estaban presentes los visitantes, decía que Kovrin era muy guapo, que todas las
mujeres iban detrás de él y que por ello la envidiaban; y en ese instante su
corazón se hallaba tan repleto de orgullo y de gozo que daba la impresión de
haber conquistado el mundo entero. Cuando Kovrin le sonreía a alguna mujer, los
celos la devoraban, se echaba a temblar, y subía a su habitación, cerraba la
puerta y volvía a echarse a llorar. Pero este estado de nervios se extendía a
todo lo que hacía durante el día: ayudaba a su padre mecánica-mente, sin fijarse
en los papeles, los gusanos ni en si los trabajadores cumplían con sus faenas,
sin siquiera darse cuenta del paso del tiempo.
Igor Semionovich se encontraba
casi en el mismo estado de espíritu. Aún seguía trabajando de la mañana a la
noche, yendo de los jardines a los campos y de éstos a los jardines, e incluso
su mal carácter había desaparecido; pero durante todo este tiempo parecía
hallarse envuelto en un mágico sueño. Dentro de su robusto cuerpo parecían
luchar dos hombres: uno, el verdadero Igor Semionovich, el cual, cuando oía
decir a un jardinero que se había producido algún error en las plantaciones, se
volvía loco por la excitación y se tiraba de los pelos; y el otro, el irreal
Igor Semionovich, era un hombre que en medio de una conversación, ponía su mano
sobre el hombro del jardinero y balbuceaba emocionado:
-Puedes decir lo que te plazca,
amigo mío, pero la sangre es más espesa que el agua. Su madre era una mujer
deslumbrante, noble, buena, una verdadera santa. Era un placer contemplar su
rostro bondadoso, puro, igual que el de un ángel. Pintaba maravillosamente,
escribía poesías, hablaba cinco idiomas y cantaba...
Pobrecita mía. Su alma reposa en
el cielo. Murió tuberculosa.
El irreal Igor Semionovich hacía
un gesto afirmativo con la cabeza al pronunciar estas palabras, y, después de
unos momentos de silencio, proseguía:
-Cuando él era aún un muchacho,
camino de ser un hombre hecho y derecho, daba gusto verlo por la casa con aquel
rostro de ángel, de mirada bondadosa y expresión noble. Su mirada, sus
movimientos, su forma de hablar, todo era tan gentil y gracioso como su madre.
¡Y cuan inteligente era! No es por nada que tiene el título de Magister, no señor. Se lo ganó, no se lo
regalaron. Pero espere un poco más, querido Iván Karlich, y ya verá lo que será
dentro de diez años.
Pero al llegar a este extremo,
el real Igor Semionovich se acordaba de sí mismo, se cogía la cabeza entre las
manos y rugía como un toro:
-¡Malditos demonios! ¡Condenada
escarcha! ¡Me han arruinado, me han destruido! ¡El jardín está arruinado; el
jardín está destruido!
Kovrin seguía trabajando con su
habitual tenacidad sin apenas darse cuenta del bullicio que reinaba en la casa.
El amor sólo vertía aceite en las llamas. Después de cada encuentro con Tania,
regresaba a sus aposentos rebosantes de dicha y felicidad, y se sentaba a
trabajar entre sus libros y manuscritos con la misma pasión con la que la había
besado y jurado su amor. Lo que el Monje Negro le había dicho sobre la elección
divina, la verdad eterna y el glorioso futuro de la Humanidad proporcionó a
todo su trabajo un significado peculiar, fuera de lo corriente. Una o dos veces
por semana se encontraba con el monje, tanto en el parque como en la casa y
hablaba con él durante horas y horas; pero esto no le asustaba; por el
contrario, hallaba sumo placer en ello, ya que ahora estaba seguro de que el
monje sólo efectuaba tales visitas a las personas elegidas y excepcionales que
se habían dedicado a los ideales más puros.
Pasó el día de la Asunción. Luego
vino el día de la boda, que fue celebrada con lo que Igor Semionovich llamaba grand éclat, es decir, con grandes fiestas y
banquetes que duraron dos días. Tres mil rublos se gastaron en comidas y
bebidas; pero debido a la vil música, los ruidosos brindis y discursos, el
ajetreo de los criados, las aclamaciones a los novios y a aquella atmósfera
densa y asfixiante, nadie pudo apreciar ni los costosísimos vinos ni los
maravillosos hors d'oeuvres traídos
especialmente de Moscú.
VII
Era una de aquellas largas
noches de invierno. Kovrin se hallaba acostado en la cama, leyendo una novela
francesa. La pobre Tania, a quien cada noche le dolía la cabeza debido a que no
estaba acostumbrada a vivir en una ciudad, hacía ya tiempo que estaba
durmiendo, y murmuraba frases incoherentes en sus sueños.
El reloj dio las tres campanadas
de la madrugada. Kovrin apagó la luz y se dispuso a dormir, pero aunque
permaneció con los ojos cerrados durante mucho tiempo, no logró conciliar el
sueño, debido al calor de la habitación y a que Tania no cesaba de murmurar. A
las cuatro y media, Kovrin volvió a encender la luz. El Monje Negro estaba
sentado en una silla junto a su cama.
-¡Buenas noches! -le dijo el
monje, y, después de unos segundos de silencio, preguntó: ¿En qué pensaba en
este instante?
-En la gloria -respondió
Kovrin. En una novela francesa que acabo de leer, el héroe es un hombre joven
que no hace más que locuras, y muere víctima de su pasión por alcanzar la
gloria. Para mí esto es inconcebible.
-Porque usted es demasiado
inteligente. Considera indiferentemente la gloria como un juguete que no puede
interesarle.
-Eso es cierto.
-No le interesa ser célebre. ¿De
qué le sirve a un hombre que en su tumba se grabe que fue famoso y célebre, si
al cabo de los años el tiempo borrará, tarde o temprano, aquella inscripción?
Por suerte, para las pocas personas que son como usted, sus nombres serán
olvidados con prontitud por el resto de los mortales.
-Desde luego -respondió Kovrin.
¿Para qué recordar sus nombres? ¿Para qué acordarse de ellos?
En fin, dejemos esto y hablemos
de otra cosa. De la felicidad, por ejemplo. ¿Qué es la felicidad?
Cuando el reloj dio las cinco,
Kovrin se hallaba sentado en el borde de la cama, con los pies apoyados en la
alfombra, mirando hacia el monje y diciéndole:
-En tiempos remotos, los hombres
se asustaban de su felicidad, por muy grande que ésta fuese y, para aplacar a
los dioses, depositaban delante de sus altares su querido anillo de boda. ¿Me
ha comprendido?
Pues bien, actualmente, yo,
igual que Polícrates, estoy un poco asustado de mi propia felicidad. Desde la
mañana a la noche sólo experimento dichas y alegrías; ambas cosas me absorben y
ahogan cualquier otro sentimiento. Ignoro lo que es la aflicción, la desgracia,
el tedio. Todo mi ser desborda felicidad por sus cuatro costados. Le hablo en serio;
estoy empezando a dudar.
-¿Por qué? -preguntó asombrado
el monje. ¿Acaso piensa que la felicidad es un sentimiento supernatural? ¡No!
¿Cree que no es la condición normal de las cosas? ¡No! Cuanto más alto ha
subido un hombre en su desarrollo mental y moral, más libre es; su mayor
satisfacción emana de su propia vida.
Sócrates, Diógenes, Marco
Aurelio conocieron la dicha, pero no la aflicción. Y el apóstol dice:
«Regocíjate todo lo que puedas». Regocíjese y sea feliz.
-Y los dioses se encolerizarán
inmediatamente -dijo bromeando Kovrin. Aunque también admito que me dolería
mucho que ellos me robaran la felicidad, me obligaran a ser un desgraciado y a
morirme de hambre.
En aquel momento se despertó
Tania. Miró extrañada y aterrorizada a su marido. Vio que hablaba, que
gesticulaba y reía dirigiéndose hacia la silla, sus ojos brillaban
misteriosamente y su risa tenía un tono muy extraño.
-Pero Andrei, ¿con quién estás
hablando? -dijo Tania, cogiendo la mano que Kovrin extendía en dirección al
monje. ¿Con quién estás hablando?
-¿Con quién? -respondió Kovrin.
¡Pues con el monje! Está sentado ahí -añadió, señalando hacia el Monje Negro.
-No hay nadie ahí... nadie,
Andrei; tengo la impresión de que estás enfermo.
Tania abrazó a su marido,
apretándolo contra ella como si quisiera defenderlo de la aparición
fantasmagórica, y le tapó los ojos con su mano.
-Sí, estás enfermo -dijo
sollozando estremecida. No te enfades por lo que voy a decirte, pero desde
hace mucho tiempo estaba segura de que padecías de los nervios o de algo
parecido. Estás enfermo... psíquicamente, Andrei.
El temor de su esposa se le
contagió. Una vez más miró en dirección al butacón, ahora vacío, y sintió una
gran flojedad en sus brazos y piernas. Empezó a vestirse, mientras le decía a
su esposa:
-No es nada, querida Tania,
nada... Pero admito que no estoy bien del todo. Ya es hora de que lo reconozca
yo mismo.
-Ya me di cuenta hace mucho
tiempo, y mi padre también -respondió ella, tratando de contener sus sollozos.
Hacía tiempo que había observado que hablabas contigo mismo y que te reías de
una forma muy extraña. Además, no dormías, no podías dormir por las noches.
¡Oh, Dios mío, sálvanos! -gritó, presa de terror-. Pero no te preocupes,
Andrei, no te asustes. Por el amor de Dios, no te asustes.
Tania también se vistió. Hasta
que no se fijó en la expresión de su esposa, Kovrin no comprendió el peligro en
que se hallaba. Se dio cuenta de lo que significaban el Monje Negro y sus
conversaciones.
Entonces se vio obligado a
admitir con toda certeza de que se había vuelto loco.
Ambos, sin saber cómo, se
dirigieron al salón; primero él, detrás ella. Allí encontraron a Igor
Semionovich envuelto en su
batín. Se había despertado al oír los sollozos de su hija.
-No te asustes, Andrei -dijo
Tania, temblando como si tuviera fiebre. No te asustes. Padre, ya se le pasará
esto..., ya se le pasará.
Kovrin estaba tan nervioso que
apenas podía hablar. Para despistar, procuró tratar aquel asunto en broma. En
efecto, dirigiéndose a su suegro, intentó decirle:
-Felicíteme, mi querido suegro,
pues ya ve que me he vuelto loco.
Pero sus labios sólo se
movieron, sin poder emitir sonido alguno, y sonrió amargamente.
A las nueve de la mañana, Igor y
su hija lo envolvieron en un abrigo, le cubrieron con una capa de pieles, y lo
condujeron al médico. Este le puso en tratamiento.
VIII
De nuevo llegó el verano.
Siguiendo las órdenes del doctor, Kovrin regresó al campo. Recuperó la salud y
no volvió a ver al Monje Negro. En el campo recuperó su fuerza física. Vivía
con su suegro, bebía mucha leche, trabajaba sólo dos horas al día, y dejó de
beber y fumar.
La tarde del 19 de junio,
víspera de la fiesta más importante de la comarca, se celebró un servicio
religioso en la casa. Cuando el sacerdote esparció el incienso, todo el vasto
salón empezó a oler como una iglesia. Aquella atmósfera irritaba los pulmones
de Kovrin, por lo que salió de la casa y se dirigió al jardín.
Una vez allí, se puso a pasear
arriba y abajo hasta que, cansado, se sentó en un banco. Al cabo de unos
minutos, sintiéndose ya con fuerzas, se levantó y echó a caminar por el parque.
Se dirigió a la orilla del riachuelo y estuvo contemplando el agua cristalina
hasta que el piar melodioso de un ruiseñor le sacó de su abstracción. Se puso a
caminar de nuevo, y llegó al pinar donde viera por primera vez al Monje Negro,
pero ni los pinos ni las flores le reconocieron. Y es que, realmente, con
aquellos cabellos al rape, su caminar cansino, su alterado rostro, tan pálido y
arrugado, y aquel cuerpo pesado, era imposible que alguien lo hiciera.
Cruzó el arroyuelo y atravesó
los campos que en ese entonces estaban cubiertos de centeno y ahora habían sido
plantados de avena. El sol acababa de ponerse, y en el amplio horizonte
brillaba como un horno al rojo vivo su inmensa aureola de oro.
Cuando regresó a la casa,
cansado y aburrido, Tania e Igor Semionovich se hallaban sentados en los
escalones de la entrada principal, tomando una taza de té. Estaban conversando,
pero cuando divisaron a Kovrin se callaron, por lo que éste dedujo que habían
estado hablando de él.
-Es la hora en que tomes tu
leche -díjole Tania.
-No, aún no. Tómala tú, yo no
tengo ganas.
Tania miró de reojo a su padre e
insistió:
-Sabes perfectamente que la
leche te hace bien.
-Sí, sobre todo si es en grandes
cantidades -repuso Kovrin. Te felicito, he ganado una libra de peso desde el
último viernes.
-Se apretó la cabeza entre las
manos y continuó: ¿Por qué, por qué me has curado? Bromuros, mezclas de
hierbas sedativas, baños calientes, observán-dome constantemente: todo esto
acabará por convertirme en un idiota. Has acabado por sacarme de mis casillas.
Antes tenía delirios de grandeza, pero al menos era activo, trabajador,
dinámico e incluso feliz... siempre estaba contento con mi felicidad. Pero
ahora me he convertido en un ser racional, materializado, como el resto del
mundo. ¡Me he convertido en una medio-cridad, y estoy aburrido y cansado de
esta vida! ¡Oh, cuan cruelmente..., cuan cruelmente me has tratado! Admito que
antes tenía alucinaciones, ¿pero qué daño le hacía a nadie el que las tuviera?
Te lo repito, ¿qué daño hacía?
-¡Sólo Dios sabe lo que quieres
dar a entender! -intervino Igor Semionovich. No vale la pena oírte hablar.
-Pues no necesita hacerlo.
La presencia de Igor
Semionovich, sobre todo, irritaba ahora a Kovrin. Siempre le contestaba seca y
agriamente a su padre político, incluso con rudeza, y no podía contener la
rabia que le producía el mero hecho de que le mirase. Igor Semionovich estaba
confuso, se consideraba culpable, pero sin saber qué daño le había podido
causar a su yerno. Le parecía mentira que hubieran cambiado de tal forma
aquellas excelentes relaciones que los unían. Tania también se había dado
cuenta de ello. Cada día era más claro para ella que las relaciones entre su
padre y su esposo iban de mal en peor; que su padre se había hecho más viejo y
que Kovrin cada vez era más intratable y nervioso. Ya no cantaba ni reía como
antes, apenas comía nada y no podía dormir por las noches.
-¡Cuan felices eran Buda, Mahoma
y Shakespeare al tener la dicha de que sus médicos no tratasen de curar sus
éxtasis, alucinaciones e inspiraciones! -se decía a sí mismo Kovrin. Si Mahoma
hubiese tomado bromuro de potasio para sus nervios, trabajado dos horas al día
y sólo hubiese bebido leche, estoy seguro de que no habría dejado tras de su
muerte absolutamente nada. Los médicos hacen todo lo que está en sus manos para
convertir en idiotas a todos los hombres, y a este paso llegará el momento en
que la mediocridad será considerada genialidad, y la Humanidad perecerá. ¡Si
ahora pudiese tener sólo una idea, cuan feliz me consideraría!
Sintió una tremenda irritación
al pensar en todo esto, y para evitar decir más cosas duras e hirientes, se
levantó y entró en la casa. Era una noche de fuerte ventolera, y el aroma a
tabaco procedente de las plantaciones penetraba por las ventanas de su
habitación. Encendió un puro y ordenó a un criado que le trajera vino: quería
recordar «los viejos tiempos»... Pero ahora el tabaco era agrio y detestable, y
el vino ya no tenía aquel aroma de antaño. ¡Cuántas repercusiones tiene el
salirse de la práctica cotidiana, el dejar de hacer lo que se ha hecho durante
años y años! Bastaron unas chupadas al puro y dos sorbos de vino para que se
sintiera mareado, y se vio obligado a tomar el bromuro de potasio.
Antes de acostarse, Tania le
dijo:
-Escúchame con un poco de
paciencia, querido Andrei: mi padre te quiere mucho, pero tú no haces más que
enfadarte con él por la mínima tontería, y esto lo está matando. Contempla su
rostro; se está haciendo viejo, pero no cada día, sino en cada hora que pasa.
Te lo imploro, Andrei, por el amor de Cristo, en nombre de tu difunto padre, en
nombre de la paz de mi espíritu: sé bondadoso con él.
-No puedo, y tampoco lo deseo.
-¿Pero por qué? -repuso Tania,
temblando. Explícame por qué.
-Porque no me cae en gracia; eso
es todo -respondió Kovrin con indiferencia, encogiéndose de hombros. Prefiero
no hablar más de esto: es tu padre.
-No puedo comprenderlo, no puedo
comprenderlo -repitió Tania, mientras se llevaba las manos a la cabeza y fijaba
su mirada en el vacío. Algo terrible, espantoso, ha tenido que ocurrir en esta
casa. Tú mismo, Andrei, has cambiado; ya no eres el mismo de antes. Te molestas
por cosas insignificantes de las que en otro tiempo no hubieras hecho caso. No,
no te enfades..., no te enfades -díjole cariñosamente Tania, mientras le
acariciaba los cabellos, asustada por las palabras que acababa de pronunciar.
Eres inteligente, bueno y noble. Estoy segura de que serás justo con mi padre.
¡El es tan bueno!
-No, no es bueno, sino que tiene
buen humor -respondió Krovin. Estos tíos de vaudeville -del tipo de tu padre,
de rostros bien alimentados y sonrientes, tienen su carácter especial, y en
otra época acostumbraba a divertirme con ellos, ya fuese en las novelas, en el
teatro o en la misma calle. Son egoístas hasta el tuétano de sus huesos. Lo más
desagradable de ellos es su saciedad y ese optimismo estomacal, puro bovino, o
porcino.
Tania se echó a llorar y recostó
su cabeza en la almohada.
-¡Esto es una tortura! -Por el
tono en que pronunció estas palabras se adivinaba que estaba desesperada y que
le costaba trabajo hablar sin rodeos ni tapujos. Desde el invierno pasado no
he tenido un momento de tranquilidad. ¡Es terrible, Dios mío! No hago más que
sufrir y padecer...
-¡Oh, sí, desde luego! Por lo
visto yo soy Herodes y tú y tu papá, unos niños inocentes.
En aquel momento la cara de
Kovrin le resultó repugnante y desagradable. La expresión de odio y furor era
ajena a ella. Incluso observó que algo faltaba en su rostro: aunque a su esposo
le habían cortado el cabello, no era aquello lo que le hacía parecer extraño.
Tania sintió un deseo intenso de decir algo insultante, pero se contuvo, y,
dominada por el terror, abandonó el dormitorio.
IX
Kovrin consiguió una cátedra
libre en la
Universidad. El día de su primera lección como profesor fue
fijado para el 2 de diciembre, y una nota a tal efecto fue colocada en el
tablón de anuncios de los pasillos de la Universidad. Pero
cuando llegó esta fecha, las autoridades académicas recibieron un telegrama en
el que Kovrin les comunicaba que no podía cumplir con aquel compromiso debido a
su enfermedad.
Empezó a escupir sangre de la
garganta. Al principio fue eventual, de tarde en tarde, pero más adelante los
escupitajos sanguinolentos se convirtieron en torrentes de sangre. Se sintió
horriblemente débil, y cayó en un estado de somnolencia. Pero esta enfermedad
no le asustó, pues sabía que su difunta madre había vivido con ella durante
diez años. Los médicos, también, aseguraron que no había ningún peligro, y le
aconsejaron que no se preocupara, que llevara una vida normal y que hablara
poco.
Al llegar el mes de enero,
tampoco pudo ocupar la cátedra por el mismo motivo, y en febrero ya era muy
tarde, pues el curso estaba avanzado. Por consiguiente, todo fue pospuesto para
el año próximo.
Ya no vivía con Tania, sino con
otra mujer, mucho más vieja que él y que lo cuidaba como si fuera su hijo.
Tenía un carácter pacífico y obediente, y por ello, cuando Bárbara Nicolayevna
hizo los trámites necesarios para llevarlo a Crimea, Kovrin consintió en ir, a
pesar de que sabía que el cambio de clima y lugar le haría daño.
Llegaron a Sevastopol un
atardecer, y se quedaron allí para descansar, pensando marchar al día siguiente
a Yalta. Ambos estaban agotados por el viaje. Bárbara tomó un poco de té y se
fue a la cama. Pero Kovrin no se acostó. Una hora antes de tomar el tren había
recibido una carta de Tania que no había leído, y pensaren ella le producía
agitación. En el fondo de su corazón, él sabía que su matrimonio con Tania
había sido un error. También aceptaba que había hecho bien en alejarse de ella,
pero no podía dejar de admitir que el haberse ido a vivir con esta nueva mujer
lo había convertido en un pelele entre sus manos, y se sintió vejado.
Al contemplar la letra de Tania
en el sobre, recordó lo injusto que había sido con ella y con su padre. Evocó
aquella tarde en que, presa de un ataque de nervios, cogió todos los artículos
de su suegro, los hizo añicos, los arrojó por la ventana, y contempló cómo el
viento los arrastraba depositándolos en las hojas de los árboles y las flores
del jardín; en cada página había creído ver unas pretensiones desmedidas, una
manía de grandeza y un carácter frívolo. Esto le había producido tal impresión
que se apresuró en escribirle una carta en la que confesaba su culpa. En cuanto
a Tania, debía admitir que había arruinado su vida. Recordó que en cierta
ocasión había sido terriblemente cruel con ella, al decirle que su padre había
desempeñado el papel de casamentero, y le había insinuado que se casara con
ella. Y que cuando Igor Semionovich se enteró de esto, penetró en su
habitación, enfurecido como un toro salvaje, y tan enloquecido que después de
echarle en cara que había pisoteado su honor, ya no pudo murmurar una sola
palabra, como si le hubieran cortado la lengua.
Tania, viendo a su padre en
aquel estado, se puso a gritar como una loca, y cayó desvanecida al suelo. Sí,
admitía que se había comportado como un ser monstruoso y repugnante.
Se dirigió al balcón, abrió la
puerta y se sentó en la terraza. Desde el piso inferior de aquella posada
llegaban gritos y algarabías; seguramente estaban festejando algo importante.
Kovrin hizo un esfuerzo, abrió la carta de Tania y, tras regresar a la habitación,
se dispuso a leerla.
«Mi
padre acaba de morir. Por esto estoy en deuda contigo, ya que has sido tú quien
le ha matado. Nuestras plantaciones están arruinadas; están administradas por
extraños; lo que mi padre siempre temió ha sucedido. Esto también te lo debo a
ti, ya que eres el culpable de todo. ¡Te odio con toda mi alma, y deseo que
pronto te mueras! ¡Sólo Dios sabe cuánto estoy sufriendo! ¡Sólo El sabe el
dolor que me destroza el corazón! ¡Te maldigo con todas las fuerzas de mi alma!
Creí que eras un hombre excepcional, un genio; por ello te amé, pero me
demostraste que sólo eras un loco...»
Kovrin no pudo seguir leyendo;
rompió la carta y tiró al suelo los pedazos. Se hallaba dominado por el
agotamiento y la desesperación. Al otro lado del biombo dormía Bárbara
Nikolayevna; podía oír su respiración. Aquella carta le había aterrorizado.
Tania le maldecía, le deseaba que se muriese. Miró hacia la puerta, como
temiendo que por ella entrara aquel poder desconocido que durante dos años
había arruinado su vida y las de quienes le habían rodeado.
Por experiencia sabía que,
cuando los nervios se desataban, lo mejor era refugiarse en un trabajo. De modo
que cogió su cartera de mano y sacó una compilación que había pensado acabar
durante su estancia en Crimea si se aburría con la inactividad. Se acomodó
frente a la mesa y se puso a trabajar en aquella compilación, creyendo que sus
nervios se calmaban, poco a poco. Luego pensó que para conseguir aquella
cátedra de filosofía había debido estudiar durante quince años, llegado a los
cuarenta, trabajado día y noche, padecido una grave enfermedad, sobrevivido a
un matrimonio frustrado; había sido culpable de mil injurias y crueldades que
le torturaba recordar. Sí, tenía que admitir todo esto. Había sufrido y había
hecho sufrir sólo para ser una mediocridad. Sí, se dio cuenta de que era una
mediocridad, y lo aceptó así, pensando que cada hombre debe estar satisfecho
con lo que realmente es.
Pero había muchas cosas que no
podía olvidar. Los trozos de la carta de Tania, esparcidos por el suelo,
avivaron más aún su tortura psíquica. Se agachó y los recogió; lanzó aquellos
fragmentos por la ventana. Se sintió dominado por el terror, y tuvo la extraña
sensación de que en aquella posada no había ningún ser viviente excepto él...
Se dirigió al balcón. Desde allí se divisaba la bahía, con sus aguas tranquilas
y las luces de los barcos. Hacía calor y bochorno, y por un instante pensó lo
agradable que sería bañarse en aquellas aguas.
De repente, debajo de su balcón,
oyó la música de un violín y el canto de dos mujeres. Eso le hizo recordar una
escena lejana, allá en las plantaciones de Igor Semionovich. La letra de
aquella canción se refería a una muchacha, enferma imaginativa, que oía por la
noche en su jardín unos sones misteriosos, y hallaba en ellos una armonía y un
tono de santidad incompren-sibles para nosotros los mortales... Kovrin se cogió
la cabeza entre las manos, su corazón dejó de latir, y el mágico y misterioso
éxtasis, olvidado hacía ya mucho tiempo, volvió a temblar en su corazón.
Una columna alta y negra, como
un ciclón o una tromba marina, apareció en la costa opuesta. Se deslizaba con
increíble velocidad en dirección a la posada; luego se hizo más y más pequeña,
y Kovrin se apartó para dejarle paso... El monje, aquel monje de cabellos
grises, cejas negras y pies desnudos, con las manos cruzadas sobre su pecho,
pasó junto a él y se detuvo en el centro de la habitación.
-¿Por qué no me creyó? -preguntó
en un tono de reproche, mirándole a los ojos. Si hubiese creído en mí cuando
le dije que era un genio, estos dos últimos años no habrían pasado tan triste y
estérilmente.
Kovrin volvió a creer que era un
elegido de Dios y un genio; recordó todas las conversaciones que sostuvo con el
Monje Negro, y quiso responderle. Pero la sangre fluyó de su garganta; no supo
qué hacer y se llevó las manos al pecho, empapando de sangre los puños de su
camisa. Quiso llamar a Bárbara
Nikolayevna, que dormía tras el
biombo, y haciendo un esfuerzo, gritó:
-¡Tania!
Cayó al suelo, y, levantando las
manos, volvió a gritar:
-¡Tania!
Gritó llamando a Tania, al gran
jardín con sus maravillosas flores, al parque, a los pinos con sus raíces al
descubierto, al campo de centeno, a su ciencia, su juventud, su osadía y su
felicidad, gritó llamando a la vida que había sido tan hermosa. Vio en el
suelo, delante suyo, un gran charco de sangre, y era tanta su debilidad que no
pudo articular ni una sola palabra. Pero, cosa extraña, una infinita e
inexplicable alegría llenó todo su ser. Debajo del balcón seguía oyéndose la
música de la serenata. El Monje Negro se acercó a él y le susurró al oído que
era un genio, y que moría porque su débil cuerpo había perdido el equilibrio y
no podía servir más de cobertura de un genio.
Cuando Bárbara Nicolayevna se
despertó y salió de atrás del biombo, Kovrin estaba muerto. Pero su rostro
estaba helado en una impasible sonrisa de felicidad.
1.014. Chejov (Anton)
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